Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Luz de gas (un guillol victoriano).

Patrick Hamilton.
Luz de gas (Un guiñol Victoriano).
 
Estrenada el 5 de diciembre de 1938, en el teatro Richmond, de Richmond, bajo la dirección de Gardner Davies, y con el siguiente reparto:
SEÑORA MANNINGHAM     Gwen Frangcon-Davies
SEÑOR MANNINGHAM     Dennis Arundell
ROUGH     Milton Rosmer
ELIZABETH     Beatrice Rowe
NANCY     Elizabeth Inglis
 
PRIMER ACTO
La escena representa la sala de estar del entresuelo de una casa compuesta de cuatro pisos, en un barrio sombrío de Londres, en el último tercio del siglo
pasado. La estancia está amueblada con la deslucida profusión y el pesado boato de la época, y, sin embargo, en medio de esa abundancia de muebles, enseres
y adornos, se respira una atmósfera de pobreza, ruina y vetustez.
A la derecha, una chimenea, una puerta que da a una habitación reducidísima. Un sofá entre la chimenea y las candilejas. En el centro, una mesa. Al fondo,
una ventana. Debajo de la ventana, un escritorio. A la izquierda del escritorio, un aparador, Otro escritorio, o buró, apoyado en la pared, al extremo
de la izquierda. También a la izquierda, una lámpara sobre el buró. Al fondo, una puerta que conduce al pasillo y escaleras.
EL TELÓN SE LEVANTA en medio de la semioscuridad aterradora de las postrimerías de la tarde… la hora cero, como si dijéramos, que precede a la débil aurora
de la luz de gas y al té. Frente a la chimenea encendida, aparece MANNINGHAM, echado en una butaca y durmiendo pesadamente. Es alto, bien parecido, de
unos cuarenta y cinco años. Lleva gruesos bigotes y patillas. Es apuesto, y va quizás un poquitín demasiado bien vestido. Sus maneras son suaves y autoritarias,
con un toque de misterio y amargura. La SEÑORA MANNINGHAM está sentada en el sofá, cosiendo. Tiene unos treinta y cuatro años. Ha sido hermosa, casi una
beldad, pero ahora tiene toda ella un aire de zozobra, de marchitez y de temor; profundas ojeras moradas en torno a los ojos, que hablan de noches en blanco
y cosas peores.
Pausa, se oye, lejos, en la calle, el tilintileo de la campanilla de un vendedor de bollos.
La SEÑORA MANNINGHAM escucha unos, momentos, furtiva e indecisamente, casi como si también tuviera miedo de lo que está haciendo. Rápidamente y con pasos
menudos se acerca a la ventana y mira a la calle. Luego se dirige al cordón de la campanilla, junto a la puerta, y llama. Vuelve al sofá, dobla la labor
y la guarda en una caja, de la que al mismo tiempo saca un bolso. Se oye una llamada en la puerta, y entra ELIZABETH, cocinera y ama. Es una mujer gruesa,
jovial y servicial, de unos cincuenta años. Indicándole con una seña que su marido está durmiendo, la SEÑORA MANNINGHAM se le acerca y le habla en voz
baja, junto a la puerta, dándole unas monedas que saca del bolso.
 
(ELIZABETH sale).
SR. MANNINGHAM. —(Que ha abierto los ojos, pero no ha cambiado de postura ni un milímetro). ¿Qué estás haciendo, Bella?
SRA. MANNINGHAM. —Nada, querido… (Vuelve a espiar por la ventana). Sigue durmiendo.
(Pausa. Ella se acerca a su caja de costura, vuelve a colocar el bolso y luego guarda la caja. Después regresa junto a la ventana).
SR. MANNINGHAM. —(Que ha vuelto a cerrar los ojos). ¿Qué estás haciendo, Bella? Ven aquí…
SRA. MANNINGHAM. —(Titubea; después se acerca). Nada… Era para el té… Bollos… para el té… (Le coge una mano).
SR. MANNINGHAM. —Bollos… ¿eh?
SRA. MANNINGHAM. —Sí, querido… Como el hombre pasa tan de tarde en tarde por aquí… Pensé que acaso te daría una sorpresa.
SR. MANNINGHAM. —¿Por qué eres tan aprensiva, Bella? Yo no iba a regañarte.
SRA. MANNINGHAM. —(Soltándole nerviosamente la mano). No, ya sé que no. (Vuelve junto a la ventana).
SR. MANNINGHAM. —El fuego está apagado. ¿Quieres hacer el favor de llamar, Bella? Ten la bondad.
SRA. MANNINGHAM. —Sí… (Da dos pasos, pero se detiene). ¿Es sólo para que echen carbón, querido? Puedo hacerlo yo.
SR. MANNINGHAM. —Vamos a ver, Bella. Esto ya lo hemos discutido antes. Ten la bondad de tocar la campana.
SRA. MANNINGHAM. —Pero, querido… Lizzie ha salido a la calle. Lo haré yo. No me cuesta nada. (Se dispone a hacerlo).
SR. MANNINGHAM. —(Deteniéndola alargando el brazo). No, no, no, no, no… ¿Dónde está la doncella? Que suba la doncella si Lizzie ha salido a la calle.
SRA. MANNINGHAM. —Pero, querido…
SR. MANNINGHAM. —Llama, anda hazme el favor, Bella. Sé buena chica. (La SRA. MANNINGHAM cede y vuelve junto al llamador). ¿Para qué te figuras que tenemos
servidumbre, Bella? (La SEÑORA MANNINGHAM no contesta. Pausa). Vamos. Contesta. ¿Para qué te figuras que tenemos servidumbre?
SRA. MANNINGHAM. —(Avergonzada, y con voz apenas audible). Para servirnos, supongo, Jack…
SR. MANNINGHAM. —Precisamente. Entonces, ¿por qué…?
SRA. MANNINGHAM. —Pero me parece que podemos tenerles un poquito de consideración.
SR. MANNINGHAM. —¿Tenerles un poco de consideración? ¿Ves? Ya vuelves con tus curiosas tergiversaciones mentales. Hablas como si no les tuviéramos ninguna
consideración por su trabajo. Y ocurre que a Elizabeth le tengo una consideración a razón de dieciséis libras al año. Y a la muchacha diez. En suma, veintiséis
libras anuales. Si a esto no le llamas tú buena consideración, y generosa por añadidura, me gustaría saber qué es, entonces.
SRA. MANNINGHAM. —Sí, Jack. Me parece que tienes razón.
SR. MANNINGHAM. —No te quepa la menor duda, querida. Y es pura tontería pensar de otro modo. (Pausa). ¿Cómo está el tiempo? ¿Sigue tan encapotado?
SRA. MANNINGHAM. —Sí; parece que se ha puesto peor. ¿Vas a salir así, Jack?
SR. MANNINGHAM. —Pues… creo que sí. A menos que empeore mucho después del té. (Se oye una llamada en la puerta. La SRA. MANNINGHAM: titubea. Otra llamada).
¡Adelante! (Entra NANCY, la doncella. Es una muchacha de diecinueve años, presumida, bonita y descarada).
NANCY. —(Se queda parada, mirando, a ambos, pues la SRA. MANNINGHAM parece vacilar en decirle por qué ha llamado). ¡Oh! Dispensen. Creí haber oído la campana.
SR. MANNINGHAM. —Sí, Nancy; hemos llamado. (Pausa). Anda, querida; dile a Nancy por qué hemos llamado.
SRA. MANNINGHAM. —Oh… Sí… Queremos que eche un poco de carbón en el fuego, Nancy. Haga el favor.
(NANCY la mira descaradamente, y luego, con una sonrisita y un ademán de altanería con la cabeza, va a echar carbón en el fuego).
SR. MANNINGHAM. —(Después de una pausa). Al mismo tiempo podría encender el gas, Nancy. Esta tarde tan oscura se está poniendo insoportable.
NANCY. —Sí, señor. (Con otra sonrisita apenas discernible, coge las cerillas y va a encender las dos camisas incandescentes a ambos lados de la chimenea).
(MANNINGHAM se pone de pie, se desentumece y permanece frente al fuego calentándose las piernas. Contempla a NANCY mientras ésta enciende la segunda camisa).
SR. MANNINGHAM. —La veo muy bonita y muy provocativa esta tarde, Nancy. ¿Se había dado cuenta?
NANCY. —No me he dado cuenta de nada, señor; de nada.
SR. MANNINGHAM. —Ande, dígamelo. ¿Ha añadido a la lista otro corazón destrozado?
NANCY. —No sabía que destrozara corazones, señor.
SR. MANNINGHAM. —Estoy seguro de que no es verdad eso que dice.. Como también estoy convencido de que no son auténticos esos colores que luce en la cara.
No hago más que preguntarme qué misteriosas cremas usará para realzar sus encantos naturales.
NANCY. —Todo es completamente natural, señor. Se lo juro. (Cruza la escena para bajar la persiana, correr las cortinas y alumbrar la lámpara de la izquierda).
SR. MANNINGHAM. —Debo reconocer que lo hace con mucha pericia. ¿Cuáles son sus secretos? ¿No quiere decirnos el nombre de su perfumista? Tal vez podría
decírselo a la señora… y así la ayudaría a terminar con esa palidez suya. Estoy persuadido de que se lo agradecería mucho.
NANCY. —Nada me gustaría más, señor, se lo aseguro.
SR. MANNINGHAM. —¿O es que las mujeres están muy celosas de sus descubrimientos para comunicárselos a una rival?
NANCY. —No lo sé, señor… ¿No desea nada más el señor?
SR. MANNINGHAM. —No. Nada más, Nancy… Excepto el té.
NANCY. —Estará en seguida, señor.
 
(Sale NANCY).
SRA. MANNINGHAM. —(Después de una pausa, y en tono más de reproche que de enojo). Jack… ¿Cómo puedes tratarme así?
SR. MANNINGHAM. —Pero, querida; ¿no eres tú la señora de la casa? A ti te correspondía, pues, decirle que echara carbón en el fuego.
SRA. MANNINGHAM. —¡No es eso! Es esa manera de humillarme.. Como si yo necesitara ponerme algo en la cara y tuviese que pedirle a ella su consejo.
SR. MANNINGHAM. —Pero, ¿no hemos quedado, según tú, que debemos mirar a los sirvientes como a nuestros iguales? Yo no he hecho más que tratarla como si
lo fuera. (Coge el periódico y se sienta en el sofá). Además, sólo bromeaba con ella.
SRA. MANNINGHAM. —Es extraño que no veas cómo me mortificas. Esa chica ya se ríe bastante de mí.
SR. MANNINGHAM. —¿Se ríe de ti? ¡Vaya una idea! ¿Qué te hace creer que se ríe de ti?
SRA. MANNINGHAM. —Oh… Sé que lo hace en secreto. En realidad, lo hace tan descaradamente… cada día se ríe con más descaro.
SR. MANNINGHAM. —Pero, querida… si ella se ríe de ti, ¿no será por culpa tuya?
SRA. MANNINGHAM. —(Pausa). ¿Quieres decir que soy tan ridícula?
SR. MANNINGHAM. —No quiero decir nada. Eres tú quien ves segundas intenciones en todo, Bella. Quisiera que no fueras tan tontuela. Ven aquí y acabemos.
He estado pensando en algo que me figuro que te gustará.
SRA. MANNINGHAM. —¿Algo que me gustará? ¿Qué es lo que has pensado, Jack?
SR. MANNINGHAM. —No te lo diré como no vengas aquí.
SRA. MANNINGHAM. —(Acercándose y sentándose en un taburete a su lado). ¿Qué es, Jack? ¿Qué es lo que has pensado?
SR. MANNINGHAM. —Acabo de leer aquí que MacNaughton, el célebre actor, ha venido a Londres por otra temporada.
SR. MANNINGHAM. —Sí. Yo también lo he leído. ¿Y qué, Jack?
SR. MANNINGHAM. —¿Y qué? ¿Qué supones?
SRA. MANNINGHAM. —¡Oh, Jack, amor mío! ¿Quieres decir…? ¿Me llevarías a ver a MacNaughton? ¿No me llevarás, Jack? ¿O sí?
SR. MANNINGHAM. —No solamente te llevaría a ver a MacNaughton, querida; sino que voy a llevarte a ver a MacNaughton. Es decir… si tú quieres.
SRA. MANNINGHAM. —¡Oh, Jack! ¡Qué dicha!… ¡Qué dicha!
SR. MANNINGHAM. —¿Cuándo te gustaría ir? Según el anuncio, no disponemos más que de tres semanas.
SRA. MANNINGHAM. —¡Oh, qué dicha! Déjame ver. ¡Por favor, déjame ver!
SR. MANNINGHAM. —Ahí está. ¿Ves? Puedes verle en comedia o en tragedia… según lo que prefieras. ¿Qué preferirías, Bella…, comedia o tragedia?
SRA. MANNINGHAM. —¡Oh, es difícil decirlo! Cualquiera de las dos cosas sería igualmente maravilloso. ¿Qué elegirías tú si estuvieras en mi lugar?
SR. MANNINGHAM. —Bueno… Eso depende… ¿no es cierto?…, de que quieras reír o de que quieras llorar.
SRA. MANNINGHAM. —¡Quiero reír! Pero… también me gustaría llorar. En realidad, me gustarían ambas cosas. ¡Oh, Jack!, ¿qué fue lo que te indujo a llevarme
al teatro?
SR. MANNINGHAM. —Pues verás, querida. Últimamente has sido muy buena, y he pensado que estaría muy bien que te hiciera salir un poco de ti misma.
SRA. MANNINGHAM. —Jack, vida mía. Últimamente tú también has sido más bondadoso conmigo. ¿Es posible, acaso, que empieces a ver mi punto de vista?
SR. MANNINGHAM. —Que yo sepa, Bella, nunca ha dejado de tenerlo en cuenta.
SRA. MANNINGHAM. —¡Oh, sí, Jack!; es verdad. Es verdad. Todo lo que necesito es distraerme… un cambio… recibir alguna que otra atención de ti. ¡Oh, Jack!
Yo me encontraría mejor…, tú sabes cómo…, si sólo pudiera distraerme un poco más.
SR. MANNINGHAM. —¿Qué quiere decir exactamente eso de mejor, querida?
SRA. MANNINGHAM. —Tú ya sabes… Ya me comprendes, querido… Lo digo por lo que ha ocurrido últimamente. Quedamos en que no hablaríamos más de ello.
SR. MANNINGHAM. —No; en efecto. No hablemos más de ello.
SRA. MANNINGHAM. —No, querido. No quiero hablar más…, pero es tan importante lo que digo… He estado mejor…; incluso la semana pasada. ¿No te has dado cuenta?
Y, ¿por qué? Porque te has quedado en casa, y has sido amable conmigo. La otra noche, cuando te quedaste y jugaste a las cartas conmigo, me parecía que
volvíamos a aquellos tiempos. Y me fui a acostar como un ser humano normal, feliz, lleno de salud. Y después, al día siguiente, cuando te quedaste a leer
ese libro, Jack, y nos sentamos junto al fuego… Entonces sentí que volvía todo mi amor por ti, Jack. Y aquella noche dormí como una niña. Parecía que se
habían disipado todos aquellos temores tan lúgubres, aquellos miedos tan terribles. Y todo porque me dabas tu tiempo, y me librabas de mis ensimismamientos,
de mis mortificaciones sobre sí misma, en esta casa, día y noche…
SR. MANNINGHAM. —Tal vez sea esto… ¿O será acaso que la medicina que tomas empieza a surtir efectos beneficiosos?
SRA. MANNINGHAM. —No, Jack; no es la medicina. La he estado tomando religiosamente…, ¿no la he tomado religiosamente? ¡Con lo que la aborrezco! Lo que
yo quiero es algo más que una medicina. Es la medicina de las ideas bonitas y saludables, la de un interés por algo. ¿Comprendes lo que quiero decir?
SR. MANNINGHAM. —Bueno, creo que estamos abordando una cuestión un poco tétrica, ¿no?
SRA. MANNINGHAM. —Sí. Y no quiero ponerme triste, querido…, es la última cosa que querría. Sólo quiero que me comprendas. Dime que me comprendes.
SR. MANNINGHAM. —Bueno, querida… ¿Acaso parece que no? ¿No acabo de decirte que voy a llevarte al teatro?
SRA. MANNINGHAM. —Sí, vida mía… Sí. Y me has hecho tan feliz… ¡Tan feliz, querido!
SR. MANNINGHAM. —Bueno. Entonces, ¿por cuál te decides… por la comedia o la tragedia? Debes decidirlo pronto.
SRA. MANNINGHAM. —(Con exultante solemnidad). ¡Oh, Jack! ¿Qué va a ser? ¿Qué va a ser? (Poniéndose de pie y haciendo demostraciones de contento con gestos
de alegría). ¡Importa tan poco! ¡Importa tan repoquísimo! ¡Voy a ir al teatro! ¿Te das cuenta de esto, maridito mío? ¡Voy a ir al teatro! (Le besa. Se
oye una llamada en la puerta). Adelante. (Entra NANCY, con una bandeja llena de cosas para el té. Hay una pausa mientras se dirige junto a la chimenea…)
No, Nancy. Hoy lo tomaremos en la mesa.
NANCY. —(Siempre con descaro). Como usted quiera, señora. (Otra pausa, mientras deposita la bandeja en la mesa, aparta los libros, etc.)
SRA. MANNINGHAM. —(Apoyada en la repisa). Dígame, Nancy… Si la llevaran al teatro, y tuviera que escoger entre una comedia o una tragedia, ¿qué escogería
usted?
NANCY. —¿Yo, señora? Pues… Siempre escogería una comedia.
SRA. MANNINGHAM. —¿De veras? ¿Por qué escogería la comedia, Nancy?
NANCY. —Supongo que porque me gusta reírme, señora.
SRA. MANNINGHAM. —¿Le gusta reírse? Bueno…, creo que tiene razón. Lo tendré en cuenta. El señor Manningham me llevará al teatro la semana próxima.
NANCY. —¿Ah, sí? Espero que se divierta. En seguida traigo los bollos.
 
(Sale NANCY).
(Al salir NANCY, la señora MANNINGHAM le hace una mueca con la lengua. MANNINGHAM lo advierte).
SR. MANNINGHAM. —Querida… ¿qué haces?
SRA. MANNINGHAM. —¡La desvergonzada!
SR. MANNINGHAM. —Pero, ¿qué ha hecho?
SRA. MANNINGHAM. —¡Ah, claro! Tú no la conoces. No hace más que atormentarme y mortificarme todo el día. Tú no la ves. Un hombre no las ve estas cosas.
Me tiene por una infeliz. Y ahora se pica porque le he dicho que vas a llevarme al teatro.
SR. MANNINGHAM. —Temo que no son más que imaginaciones tuyas, querida.
SRA. MANNINGHAM. —No, no lo son. Le hemos dado demasiada franqueza. (Arreglando las sillas, presa de una emoción henchida de felicidad). Ven aquí, amor
mío. Tú te sientas a un lado y yo al otro, como dos niños.
SR. MANNINGHAM. —(Se levanta y permanece de pie de espaldas al fuego). Parece que te sientes muy contenta, Bella. Si esto se debe a que te voy a llevar
al teatro, tendré que llevarte más a menudo.
SRA. MANNINGHAM. —¡Oh, Jack! Ojalá lo hicieras.
SR. MANNINGHAM. —No veo por qué razón no habría de hacerlo. De chico, nada me gustaba tanto como ir al teatro. Quizá no lo creas, pero en realidad hasta
sentí la ambición de llegar a ser actor algún día.
SRA. MANNINGHAM. —Lo creo, querido. Ven a tomar el té, ahora.
SR. MANNINGHAM. —¿Sabes, Bella? Debe ser una sensación formidable eso de aprenderse un papel y entregarse enteramente al carácter de otra persona. A veces
me precio de haber podido ser un buen actor.
SRA. MANNINGHAM. —Claro que sí, querido. Naciste para ser actor. Eso lo ve cualquiera.
SR. MANNINGHAM. —(Cruza despacio hacia la izquierda). No… ¿Lo crees en serio? Siempre he sentido como una punzada de arrepentimiento por no haberme hecho
actor. Claro que hubiese tenido que prepararme mucho, pero estoy seguro de que hubiese salido con la mía… y que acaso hubiese podido subirme al candelero.
«Ser o no ser. He aquí el dilema.
Si es más noble el alma que soporta
hondas y dardos de fortuna adversa,
o la que toma armas contra un mar de penas
y, resistiéndose, las vence».
(Al llegar a «armas», entra NANCY con los bollos y vuelve a salir).
SRA. MANNINGHAM. —¿Ves qué voz tan hermosa tienes? ¡Oh!… ¡Qué error cometiste!
SR. MANNINGHAM. —(Sentándose a la derecha de la mesa). ¡Quién sabe!
SRA. MANNINGHAM. —Y así, si hubieses llegado a ser un actor famoso, yo hubiese tenido siempre una butaca gris para ir a verte todas las noches de mi vida.
Y luego iría a aguardarte a la puerta del escenario. ¡Hubiera sido el cielo!
SR. MANNINGHAM. —Un cielo del que pronto te hubieras cansado, querida. No te quepa la menor duda de que después de unas cuantas noches, volverías a quedarte
en casa, exactamente igual que ahora.
SRA. MANNINGHAM. —¡Oh, no! ¡Qué va! Estaría vigilándote todo el tiempo, para que no hubiese coquetuelas que corrieran detrás de ti.
SR. MANNINGHAM. —Conque habría coquetuelas que correrían detrás de mí, ¿crees tú? Otro aliciente que no tenía en cuenta.
SRA. MANNINGHAM. —Sí… Ya te conozco, pícaro. Pero no te me escaparías. (Levanta el mantelito que cubre el plato de los bollos). Parecen muy sabrosos. ¿No
te gusta que me haya acordado de comprarlos? Toma, aquí tienes la sal. No sé por qué te pones tanta. ¡Oh, Jack, vida mía; tienes que perdonarme por estar
tan parlanchina, pero me siento tan feliz!
SR. MANNINGHAM. —Ya lo estoy viendo.
SRA. MANNINGHAM. —Como vas a llevarme al teatro… Toma otro. Cuando era niña, me gustaban una eternidad. ¿A ti no? ¿Cuánto tiempo hace que no los comíamos?
Me parece que desde que nos casamos. ¿O tal vez sí? ¿Te acuerdas tú…?
SR. MANNINGHAM. —(Levantándose de repente, mirando a la pared opuesta y hablando en tono tranquilo, pero amenazador). No sé, no me acuerdo… No sé… Bella…
SRA. MANNINGHAM. —(Después de una pausa, y bajando la voz hasta casi un susurro). ¿Qué? ¿Qué ocurre? ¿Qué quieres?
SR. MANNINGHAM. —(Yendo junto a la chimenea y hablando de espaldas a su mujer). No tengo el menor deseo de causarte un trastorno, Bella, pero acabo de
observar que echo de menos una cosa. ¿Quieres hacer el favor de rectificarlo en seguida, mientras no estoy mirando, y haremos como si no hubiese ocurrido?
SRA. MANNINGHAM. —¿Una cosa que echas de menos? ¿Qué es lo que falta? Por el amor de Dios, no te vuelvas de espaldas, Jack. ¿Qué ha ocurrido?
SR. MANNINGHAM. —Tú sabes perfectamente qué es lo que ha ocurrido, Bella; y si lo rectificas en seguida, no hablaré más de ello.
SRA. MANNINGHAM. —No sé. No sé. Se te está enfriando el té. Dime de qué se trata. Dímelo.
SR. MANNINGHAM. —¿Acaso tratas de hacerme pasar por tonto, Bella? Eso a que me refiero está en la pared, detrás de ti. Si lo vuelves a poner en su sitio,
olvidaré la cuestión.
SRA. MANNINGHAM. —¿La pared detrás de mí? ¿Qué? (Se vuelve). ¡Oh! Sí… Han quitado el cuadro… Sí… El cuadro… ¿Quién lo ha quitado? ¿Por qué lo han quitado?
SR. MANNINGHAM. —Sí. ¿Por qué lo han quitado? ¿Porqué?, ¡sí!, ¿por qué? Nadie más que tú puede contestar a eso, Bella. ¿Por qué lo quitaron la otra vez?
¿Quieres hacer el favor de sacarlo de donde lo hayas escondido, y volver a colgarlo en la pared?
SRA. MANNINGHAM. —¡Pero yo no lo he escondido, Jack! ¡Yo no lo he quitado! ¡Oh, por el amor de Dios, mírame! Yo no lo he quitado. No sé dónde está. Debe
de haberlo quitado otra persona.
SR. MANNINGHAM. —¿Otra persona? ¿Pretendes insinuar que estoy representando una comedia fantástica y estúpida?
SRA. MANNINGHAM. —¡No, querido, no! Pero ha sido alguien que no sea yo. (Acercándosele). Te juro ante Dios que yo no lo he quitado. Ha sido otra persona,
vida mía, otra persona.
SR. MANNINGHAM. —Otra persona, ¿eh? Alguien que no eres tú. (Empujándola). ¡Haz el favor de soltarme! ¡Me das asco…, estúpida imbécil! (Va al llamador).
Ahora veremos si es verdad.
SRA. MANNINGHAM. —¡No, Jack; te lo suplico, no llames! ¡No llames! ¡No hagas que las sirvientas sean, testigos de mi vergüenza! No he de avergonzarme de
nada… porque yo no lo he quitado… Pero ¡no llames a las sirvientas! Diles que no vengan. (Él ha llamado entretanto. Ella corre a su lado). Aclarémoslo
entre nosotros. ¡No llames a la chica, por favor!
SR. MANNINGHAM. —(Apartándola violentamente). ¿Quieres hacer el favor de soltarme y sentarte ahí? (Vuelve a la chimenea). Alguien que no eres tú…, ¿eh?
Bueno… Ahora lo veremos. (La SRA. MANNINGHAM, sentada en la butaca, rompe en sollozos). Será mejor que procures dominarte, ¿no te parece? (Se oye una llamada
en la puerta). Adelante. (Entra ELIZABETH). ¡Ah, Elizabeth! Entre, haga el favor, Elizabeth… Cierre la puerta. ¡Entre, entre… no se quede ahí! (Pausa,
mientras ELIZABETH llega a mitad de la escena). Ahora bien, Elizabeth; vamos a ver. ¿Echa usted algo de menos en esta habitación? Mire con cuidado las
paredes, y vea si hay algo que falta… Bueno, Elizabeth; ¿qué es lo que nota?
ELIZABETH. —Nada, señor… Excepto que el cuadro no está en su sitio.
SR. MANNINGHAM. —Exacto. Han quitado el cuadro. Se ha dado cuenta en seguida. Ahora bien: ¿estaba el cuadro en su sitio cuando usted ha quitado el polvo
de esta habitación por la mañana?
ELIZABETH. —Sí, señor. Sí, estaba, señor. No lo comprendo, señor.
SR. MANNINGHAM. —Ni yo, Elizabeth, ni yo. Y ahora, antes de irse, una pregunta nada más. ¿Ha sido usted, Elizabeth, quien ha quitado el cuadro de su sitio?
ELIZABETH. —No, señor. Desde luego que no, señor.
SR. MANNINGHAM. —Usted no lo ha quitado. Y en otras ocasiones, ¿ha quitado usted el cuadro de su sitio?
ELIZABETH. —Nunca, señor, nunca. ¿Para qué, señor?
SR. MANNINGHAM. —Esto es: ¿para qué?… Y ahora, otro favor. Coja esa Biblia que hay encima del escritorio y bésela en prenda de haber dicho la verdad… (Pausa,
ELIZABETH titubea. Luego hace como se le manda). Muy bien; puede retirarse. Y haga el favor de mandar a Nancy en seguida.
ELIZABETH. —Sí, señor.
 
(ELIZABETH sale).
SRA. MANNINGHAM. —(Yendo junto a su marido). Jack; no me impongas esa mortificación. No llames a esa chica. Diré lo que quieras. Diré que lo he escondido.
Lo he escondido, Jack, lo hice yo. No hagas entrar a esa chica. ¡No!
SR. MANNINGHAM. —¿Quieres tener la bondad de contenerte? (La SRA. MANNINGHAM vuelve a sentarse. Llaman a la puerta). Adelante.
 
(Entra NANCY).
NANCY. —¿Llamaba usted, señor? ¿Desea algo de mí?
SR. MANNINGHAM. —Sí; la he mandado llamar, Nancy. Si quiere usted mirar a la pared a su izquierda, verá que el cuadro ha desaparecido.
NANCY. —(Va a la pared de la izquierda). ¡Vaya! Palabra. Pues es verdad. ¡Ha volado!
SR. MANNINGHAM. —No se le ha pedido ningún comentario por su cuenta, Nancy. Procure ser menos insolente y conteste a lo que le pregunto. Ese cuadro, ¿lo
ha quitado usted, o no?
NANCY. —¿Yo? Por supuesto que no. ¿Para qué iba yo a quitarlo, señor?
SR. MANNINGHAM. —Muy bien. Ahora, ¿quiere hacer el favor de besar esa Biblia de encima del escritorio, como solemne juramento de que dice la verdad… y
retirarse?
NANCY. —De buena gana, señor. (Obedece, otra vez con la sonrisa en los labios). Si yo lo hubiese quitado, se lo…
SR. MANNINGHAM. —Ya basta, Nancy. Puede retirarse. (Sale NANCY). (Reponiendo la Biblia sobre el escritorio del fondo). ¡Bueno! Creo que podemos decir que
se ha demostrado concluyentemente…
SRA. MANNINGHAM. —(Se pone de pie). ¡Dame esa Biblia! ¡Dámela! ¡Déjame que la bese yo también! (Se la arrebata). ¡Ahí tienes! (Le besa).. ¡Ya está! ¿Lo
ves? (Vuelve a besar el libro). ¿Lo ves? ¿Ves como también yo la beso?
SR. MANNINGHAM. —¡Por Dios, ten cuidado con lo que haces! ¿Es que, encima, quieres cometer un sacrilegio?
SRA. MANNINGHAM. —No es sacrilegio, Jack. Ha sido otra persona la que ha cometido un sacrilegio. Mira… Juro ante Dios Todopoderoso que nunca he tocado
ese cuadro. (Besa el libro). ¡Ya está!
SR. MANNINGHAM. —Entonces, ¡vive Dios!, es que estás loca y no sabes lo que haces. ¡Desventurada! Estás loca de remate, loca de atar… como lo estuvo tu
madre antes que tú.
SRA. MANNINGHAM. —Jack… Me prometiste no volver nunca a decir eso.
SR. MANNINGHAM. —(Cruza hacia la derecha. Pausa). Ha llegado el momento de afrontar la realidad, Bella. Si esto progresa no vas a estar por mucho tiempo
bajo mi protección.
SRA. MANNINGHAM. —Jack… Voy a hacerte un último ruego. Estoy desesperada, Jack. ¿No ves que estoy desesperada? Si no lo ves, es que tienes un corazón de
piedra.
SR. MANNINGHAM. —Sigue. ¿Qué quieres decir?
SRA. MANNINGHAM. —Jack; es posible que esté volviéndome loca, como mi pobre madre…, pero si lo estoy, tienes que tratarme con dulzura, Jack… te juro por
Dios que nunca te he mentido a sabiendas. Si he quitado el cuadro de su sitio, no me he dado cuenta. No me he dado cuenta. Si lo quité en otras ocasiones,
tampoco sabía lo que hacía… Jack, si sustraigo tus cosas, tus sortijas, tus llaves, tus lápices, tus pañuelos, y tú las encuentras luego en el fondo de
mi costurero, como siempre las encuentras, lo hago sin saberlo… Jack… si cometo esas locuras insignificantes… tan insignificantes… ¿Por qué habría yo de
quitar un cuadro de su sitio? Si hago todas esas cosas, entonces es verdad qué la cabeza se me va, y que debes tratarme con bondad y con dulzura para que
pueda curarme. Debes tener paciencia conmigo, Jack, tener paciencia… No debes enfadarte ni gritar. Dios sabe, Jack, que hago todo lo que puedo, ¡todo lo
que puedo! ¡Oh, por el amor de Dios, créeme que lo hago así, y sé bondadoso conmigo!
SR. MANNINGHAM. —Bella, querida… ¿Tienes idea de dónde está ese cuadro ahora?
SRA. MANNINGHAM. —Pues… sí… Supongo que estará detrás del aparador.
SR. MANNINGHAM. —¿Quieres mirar a ver?
SRA. MANNINGHAM. —(Vagamente). Sí… sí… (Camina hasta junto el aparador, mete la mano detrás y saca el cuadro). Sí, está aquí.
SR. MANNINGHAM. —Entonces, sabías dónde estaba, Bella. Sabías dónde estaba.
SRA. MANNINGHAM. —¡No! ¡No! ¡Sólo lo suponía! Sólo lo suponía, porque las otras veces lo encontramos aquí. ¡Lo encontramos aquí dos veces! ¿No me entiendes?
¡Yo no lo sabía! ¡No lo sabía! (Se acerca a su marido, con el cuadro en la mano).
SR. MANNINGHAM. —Es absurdo ir de una parte a otra de la sala con un cuadro en la mano, Bella. Ve y ponlo otra vez en su sitio.
SRA. MANNINGHAM. —(Cuelga el cuadro, en la pared, y vuelve junto a la mesa, a la izquierda de la misma). Mira tu té… Estábamos tomando el té con bollos…
SR. MANNINGHAM. —Bueno, Bella. Hace un momento he dicho que no tenemos más remedio que afrontar la realidad. Y esto es lo que vamos a hacer. De momento,
no diré nada, porque mis sentimientos están bastante exaltados. Voy a salir inmediatamente, y te sugiero que te retires a tu cuarto y te eches un poco
en la cama, a oscuras.
SRA. MANNINGHAM. —(Cruzando por delante de la mesa). No…, no…, en mi cuarto, no. ¡Por el amor de Dios, no me mandes a mi cuarto!
SR. MANNINGHAM. —No se trata de que yo te mande a tu cuarto, Bella. Te consta perfectamente que puedes hacer exactamente como te plazca. Todo…
SRA. MANNINGHAM. —Siento como si fuera a desmayarme, Jack… Me siento débil…
SR. MANNINGHAM. —Muy bien… (Acompañándola al sofá). Bueno; siéntate y procura calmarte. ¿Dónde están las sales? (Va al armario). Tómalas… (Pausa). Ahora,
querida, voy a dejarte tranquila…
SRA. MANNINGHAM. —(Con los ojos cerrados, reclinándose en el respaldo). ¿Es menester que te vayas? ¿Tienes que irte, de veras? ¿Es que tienes que dejarme
siempre sola, después de esas escenas tan atroces?
SR. MANNINGHAM. —No discutamos ahora, por favor. De todos modos tenía que irme después del té, y no hago más que salir un poco más temprano. Eso es todo.
(Su sombrero y su gabán están echados, en una silla del fondo a la izquierda. Se dirige a ellos y empieza a ponerse ambas prendas. Pausa). Bueno. ¿Deseas
que te traiga algo?
SRA. MANNINGHAM. —No, Jack; nada. Puedes irte.
(Sale MANNINGHAM. Sollozando y gimiendo, la SRA. MANNINGHAM se desploma en el sofá. Pausa. Se levanta, va a una mesita y toma un poco de medicina de un
frasco. Ésta es muy desagradable y casi la sofoca. Se tambalea un poco.. Va a la lámpara y hace descender mucho la luz).
(Vuelve al sofá y diciendo en voz baja «Dios mío, apiádate de mí…» levanta los pies y se echa, exhausta).
(Empieza a rezar el Padrenuestro… Luego, repite sin cesar: «Paz, paz, paz…». Respira con pesadez. Pausa. Suena una llamada en la puerta. No la oye. Suena
otra llamada, y entra ELIZABETH).
ELIZABETH. —Señora… Señora…
SRA. MANNINGHAM. —¡Sí! ¡Sí!… ¿Qué hay, Elizabeth? Déjeme.
ELIZABETH. —(Atisbando a través de la penumbra). Señora, hay una visita.
SRA. MANNINGHAM. —¿Quién es? No quiero ver a nadie.
ELIZABETH. —Es un caballero, señora… Quiere verla a usted.
SRA. MANNINGHAM. —Dígale que se vaya, Elizabeth. Querrá ver a mi marido. Mi marido no está en casa.
ELIZABETH. —No, señora. Quiere verla a usted. Debe usted recibirle, señora.
SRA. MANNINGHAM. —Déjeme; no se ocupe de mí, Elizabeth. Diga a ese señor que se vaya. Quiero que me dejen sola.
ELIZABETH. —Señora, señora. Yo no sé qué es lo que pasa entre usted y el señor, pero tiene que serenarse y resistir, señora. Tiene que serenarse.
SRA. MANNINGHAM. —Estoy perdiendo la razón, Elizabeth. Esto es lo que ocurre.
ELIZABETH. —No hable de este modo, señora. Tiene que ser valiente. No debe quedarse ahí echada, a oscuras. De lo contrario, sí que acabará perdiendo la
razón. Tiene que recibir a este caballero. Quiere verla a usted…, no al señor. Está aguardando abajo. Vamos, señora; déjeme que la ayude a distraerse.
SRA. MANNINGHAM. —¡Oh, Dios mío! ¡Qué nueva tortura es ésa! No me encuentro bien, no me siento con ánimos para recibir a nadie, sépalo de una vez.
ELIZABETH. —¡Vamos, señora! Voy a encender la luz. (Lo hace). Ya está. Ahora se sentirá mejor.
SRA. MANNINGHAM. —(Se incorpora en el sofá). ¡Elizabeth! ¿Qué ha hecho? Le digo que no puedo recibir a nadie. Que no estoy para que me vean.
ELIZABETH. —Luego se sentirá mejor, señora. No debe dejarse abatir. Ahora… voy a llamarle.
(ELIZABETH va a la puerta, sale y se la oye gritar: «Tenga la bondad de subir, señor». La SRA. MANNINGHAM la observa, paralizada; luego corre al espejo
de encima de la repisa y se arregla el peinado. Permanece luego de espaldas, al fuego, aguardando. Vuelve ELIZABETH, que sujeta la puerta. Entra ROUGH.
Es un hombre de más de sesenta años, de pelo grisáceo; bajo, nervioso, activo, brusco, cordial, abrumador. Domina completamente la escena desde su aparición)..
ROUGH. —Gracias… ¡Ah, buenas tardes! (Cruza a la derecha). ¿La señora Manningham, si no me equívoco?… ¿Cómo está usted, señora Manningham?
SRA. MANNINGHAM. —(Con un apretón de manos). ¿Cómo está usted? Mucho temo que…
ROUGH. —Mucho teme usted que no nos conocemos en absoluto. Éste es el meollo de la cuestión, ¿no es así?
(ELIZABETH ha salido, cerrando la puerta).
SRA. MANNINGHAM. —¡Oh, no!… No se trata de eso… Pero sin duda ha venido usted para ver a mi marido.
ROUGH. —(Que continúa reteniendo la mano de ella, y examina su rostro como para leer en él). ¡De ningún modo! ¡No podría andar usted más equivocada! Por
el contrario, he elegido cabalmente este momento para visitarla, porque sabía que su marido no estaba en casa. ¿Puedo quitarme estas cosas y sentarme?
SRA. MANNINGHAM. —Pues…, claro, sí. Supongo que sí.
ROUGH. —Es usted mucho más joven y más atractiva de lo que me figuraba, ¿sabe? Pero la encuentro muy pálida. ¿Ha llorado hace poco?
SRA. MANNINGHAM. —Realmente… no acierto a comprender…
ROUGH. —Ya me comprenderá usted, señora, y no tardará mucho. (Va a la izquierda y empieza a quitarse la bufanda). Usted es la señora que no se encuentra
bien de la cabeza, ¿no es así?
SRA. MANNINGHAM. —(Yendo hacia él). ¿Qué es lo que le hace hablar de este modo? ¿Quién es usted? ¿Por qué ha venido a esta casa?
ROUGH. —(Quitándose el gabán y echándolo sobre una silla). Bueno. Hay una cosa de la que puede estar usted segura. Y es que no he venido a hablar del tiempo.
Aunque, mirándolo bien, en estos momentos es un tema que merece ser ampliamente comentado. Pero va usted demasiado aprisa, señora Manningham, y me hace
tantas preguntas que no las puedo contestar todas a la vez. En lugar de eso, seré yo quien le haga una o dos preguntas… Hágame el favor… ¿Quiere acercarse
y darme las manos? (Pausa. Ella obedece). Ahora, señora Manningham, quiero que me eche usted una mirada y me diga si está contemplando o no a una persona
en quien pueda depositar su confianza. Soy un perfecto desconocido para usted, y pocas cosas puede leer en mi cara, fuera de esto. Pero yo puedo leer muchas
en la suya.
SRA. MANNINGHAM. —(Pausa). ¿Qué? ¿Qué es lo que usted lee en mi cara?
ROUGH. —Pues, señora, puedo leer los sufrimientos de una persona que ha recorrido un trecho larguísimo en el camino del pesar y de la duda… y temo que
tendrá que recorrer todavía otro poco antes de llegar al fin. Pero me imagino que el fin se está acercando ya. Y ahora veamos: ¿tendrá usted confianza
en mí y querrá escucharme? Soy lo bastante viejo para ser su abuelo.
SRA. MANNINGHAM. —(Pausa). ¿Quién es usted? Bien sabe Dios que necesito de quien me ayude.
ROUGH. —(Reteniendo aún las manos de ella). Dudo mucho que Dios esté muy enterado de lo que le ocurre, señora Manningham, pues de haberlo sabido hace ya
tiempo que hubiera acudido en su ayuda. Pero ahora me tiene usted aquí, y debe depositar en mí su confianza.
SRA. MANNINGHAM. —¿Quién es usted? ¿Un médico?
ROUGH. —No soy persona tan ilustrada, señora. Simplemente un policía.
SRA. MANNINGHAM. —¿Un policía?
ROUGH. —Sí. O, mejor dicho, lo fui hasta hace diez años. Pero de todos modos, sigo siendo lo bastante detective para advertir que la han interrumpido mientras
tomaba el té. ¿No podría empezar de nuevo y darme una taza a mí?
SRA. MANNINGHAM. —Pues… sí, claro, que sí. En seguida le sirvo una taza. Sólo hace falta que le eche un poco de agua. (Empieza a ocuparse del té, el agua,
las tazas, etc., durante la conversación que sigue).
ROUGH. —(Tomando una silla y acercándola a la mesa). ¿No ha oído usted nunca hablar del célebre sargento Rough, señora? El sargento Rough, que resolvió
el caso de los diamantes de Claudesley…; el sargento Rough, que atrapó a la banda de Camberwell; el sargento Rough, que entregó a Sandham a la justicia.
(Mientras la mira, su mano se apoya en el respaldo de la silla). ¿O acaso estos acontecimientos son demasiado antiguos para que los recuerde?
SRA. MANNINGHAM. —¿Sandham? Pues, sí…, me parece haber oído hablar de Sandham, el asesino, el estrangulador.
ROUGH. —Sí, señora; Sandham el estrangulador. Y aquí tiene usted, ante sus propios ojos, al hombre que entregó a Sandham al que tenía que estrangularle.
Que fue nada menos que el verdugo. En realidad, señora Manningham, un servidor de usted fue todo un personaje en su tiempo…, tanto si lo cree como si no.
SRA. MANNINGHAM. —¡Oh, sí, lo creo! ¿No quiere sentarse? Temo que el té no estará muy caliente.
ROUGH. —Gracias… (Acerca más la silla a la mesa). ¿Cuánto tiempo hace que se casó usted, señora Manningham?
SRA. MANNINGHAM. —Siete años… y un poquito más.
ROUGH. —¿En dónde ha vivido usted durante este tiempo, señora Manningham?
SRA. MANNINGHAM. —(Vertiendo leche en la taza de él y pasándosela). Pues… al principio nos fuimos al extranjero…, luego vivimos en Yorkshire y después,
hace seis meses, mi marido alquiló esta casa.
ROUGH. —(Tomando la taza). Gracias… Y su marido, ¿suele dejarla siempre sola por las noches, como hoy?
SRA. MANNINGHAM. —Sí. Se va al club, según creo, y se ocupa de sus negocios.
ROUGH. —Según cree usted. (Remueve el té, pensativamente).
SRA. MANNINGHAM. —Sí.
ROUGH. —Y mientras su marido está fuera, ¿la deja a usted circular libremente por toda la casa?
SRA. MANNINGHAM. —Sí… Es decir, no… Toda la casa menos el último piso. ¿Por qué lo pregunta?
ROUGH. —¡Ah! El último piso, no.
SRA. MANNINGHAM. —No… No… ¿Quiere azúcar? ¿De qué estaba hablando? (Se incorpora en su asiento, adelantando el cuerpo, como ávida de contestar a sus preguntas).
ROUGH. —Antes de proseguir, señora Manningham, debo advertirle que en esta casa hay una chismosa. ¿Ustedes tienen una doncella que se llama Nancy?
SRA. MANNINGHAM. —Sí, sí.
ROUGH. —Esa Nancy sale alguna que otra tarde con un joven llamado Booker que trabaja para mí. Yo vivo cerca de aquí, unas calles más abajo, ¿sabe usted?
SRA. MANNINGHAM. —¿Ah, sí?
ROUGH. —Bueno. Pues apenas ocurre nada en esta casa que no se lo describa con toda clase de pormenores a Booker, y por este conducto llega hasta mí.
SRA. MANNINGHAM. —¡Ya me lo suponía! ¡Estaba segura de que era una charlatana! Ahora que lo sé, voy a despedirla.
ROUGH. —Oh, no… Por el momento no la pague usted de ese modo, señora Manningham. En realidad, me figuro que se va a encontrar muy en deuda con esa doncella.
Si no fuera por sus indiscreciones, yo no estaría aquí, ¿no es verdad?
SRA. MANNINGHAM. —¿Qué quiere usted decir? ¿Qué es ese misterio? No debe dejarme a oscuras. ¿De qué se trata?
ROUGH. —Temo que voy a tener que dejarla a oscuras por un rato, señora Manningham, pues yo también me encuentro un poco en el caso de usted. ¿Puedo tomar
otro terrón? Gracias. Estábamos hablando del último piso. (Sirviéndose varios terrones). Encima de esta sala hay un dormitorio, ¿no?, y encima está el
último piso. ¿Me equivoco?
SRA. MANNINGHAM. —No.
ROUGH. —Muy bien. ¿Ha estado usted alguna vez en ese piso de arriba de todo?
SRA. MANNINGHAM. —No. Nunca… Está cerrado. Mi marido me lo prohibió. Nadie sube.
ROUGH. —¿Ni siquiera una criada para quitar el polvo?
SRA. MANNINGHAM. —No.
ROUGH. —¿No le parece raro?
SRA. MANNINGHAM. —(Pausa). Sí. (Pausa). Sí, ciertamente.
ROUGH. —Sí. Ahora, señora Manningham, voy a hacerle una pregunta muy personal. ¿Cuándo empezó usted a imaginar por primera vez que la razón le estaba jugando
malas pasadas?
SRA. MANNINGHAM. —¿Cómo sabe usted eso?
ROUGH. —No importa cómo lo he sabido. ¿Cómo empezó?
SRA. MANNINGHAM. —Siempre tuve ese temor. Mi madre murió alienada, cuando era bastante joven. Cuando tenía mi edad, más o menos. Pero sólo desde hace seis
meses, desde que vinimos a esta casa, empezaron a ocurrir cosas…
ROUGH. —¿Cosas que la enloquecen de miedo?
SRA. MANNINGHAM. —Sí. Que me enloquecen de miedo.
ROUGH. —¿Es la casa en sí lo que le da miedo, señora Manningham?
SRA. MANNINGHAM. —Sí; me figuro que sí. Aborrezco esta casa. Siempre la he aborrecido.
ROUGH. —¿Y el último piso tiene algo que ver con ello?
SRA. MANNINGHAM. —Sí, sí, tiene que ver. ¿Cómo lo sabía? Fue así como empezó ese miedo atroz.
ROUGH. —¡Ah! Esto me interesa sobremanera. Hábleme de ese piso de arriba.
SRA. MANNINGHAM. —No sé qué decirle. Todo parece tan increíble… Es cuando estoy sola, por las noches. Me viene la idea de que hay alguien que camina de
una parte a otra… (Señalando al techo). Arriba… Por las noches, cuando mi marido está fuera…, desde mi dormitorio oigo ruidos, pero me siento demasiado
acobardada para subir…
ROUGH. —¿Ha hablado de eso con su marido?
SRA. MANNINGHAM. —No, creo que no. Se enoja. Dice que imagino cosas que no existen…
ROUGH. —¿No se le ha ocurrido pensar alguna vez que podría ser su marido el que anda por arriba de una parte a otra?
SRA. MANNINGHAM. —Sí… Eso es lo que he pensado alguna vez…, pero creí estar loca. Cuénteme cómo lo ha sabido.
ROUGH. —¿Por qué no me cuenta primero cómo lo supo usted, señora Manningham?
SRA. MANNINGHAM. —(Se levanta y va hacia la chimenea). Entonces, ¡es verdad! ¡Lo sabía! ¡Lo sabía! Cuando sale de esta casa, vuelve. Vuelve y sube arriba…,
caminando de una parte a otra, de una parte a otra. Vuelve como un fantasma. ¿Cómo consigue llegar hasta allí?
ROUGH. —(Se levanta y se reúne con la SEÑORA MANNINGHAM). Esto es lo que vamos a averiguar, señora Manningham. Hay tantas maneras de entrar en una casa…
Los tejados, las salidas para incendio, ¿sabe usted? Ahora, por favor, no se asuste de este modo. Su marido no es ningún fantasma, y usted no está loca
ni mucho menos. Ahora dígame, ¿qué es lo que le hizo pensar que se trataba de él?
SRA. MANNINGHAM. —Fue la luz…, la luz del gas… La luz bajaba y subía… ¡Oh, gracias a Dios que puedo contar esto a otra persona, por fin! No sé quién es
usted, pero debo decírselo.
ROUGH. —Procure calmarse. Todo esto también puede contármelo sentada, ¿no? ¿No quiere sentarse?
SRA. MANNINGHAM. —Sí…, sí. (Se sienta en el sofá).
ROUGH. —(Cogiendo una silla e instalándose a su lado). Decía usted que la luz… ¿Veía usted una luz por alguna ventana?
SRA. MANNINGHAM. —No. En esta casa, todo lo que ocurre puede saberse por la luz de gas. ¿Ve usted aquellos mecheros de allí? Ahora arden de pleno. Pero
si se encendiera otra luz en la cocina, o alguien alumbrara un dormitorio, entonces ésta de ahí se achicaría. En toda la casa pasa lo mismo.
ROUGH. —Ya…, ya… Es cosa de falta de presión; en mi casa ocurre igual. Pero prosiga, por favor.
SRA. MANNINGHAM. —Todas las noches, después de marcharse él, me encuentro sola, como si esperara algo. Luego, de pronto, miro en torno a la habitación
y me doy cuenta de que la luz va bajando poco a poco. Al principio, traté de hacer como si no lo viera, pero al cabo de un tiempo empezó a ponerme nerviosa.
Recorría toda la casa de arriba abajo averiguando si alguien más había encendido otra luz, pero nunca la habían encendido. Siempre ocurre a la misma hora…,
unos diez minutos después de haber salido él. Esto es lo que me hizo pensar que, de un modo u otro, él había vuelto a casa, y que era él quien caminaba
por arriba. Subo a mi dormitorio, pero no me atrevo a quedarme porque oigo ruidos en el techo. Quiero gritar y escapar corriendo de casa. Me quedo sentada
aquí, horas y más horas, esperando a que regrese, y siempre sé cuándo vuelve, siempre. De pronto, la luz vuelve a subir y diez minutos después oigo la
llave, en la puerta de abajo, y es que él ha vuelto.
ROUGH. —Muy extraño, verdaderamente. ¿Sabe usted, señora Manningham? Usted debió ser policía.
SRA. MANNINGHAM. —¿Se está riendo de mí? ¿También usted cree que todo son imaginaciones mías?
ROUGH. —¡Oh, no; de ningún modo! No hacía más que elogiar la agudeza de su observación. No solamente creo que sus suposiciones son acertadas, sino que
creo que ha hecho un descubrimiento muy notable, un descubrimiento que puede tener consecuencias muy importantes.
SRA. MANNINGHAM. —¿Importantes? ¿En qué sentido?
ROUGH. —Bueno. Dejemos esto por el momento. Dígame una cosa: ésta no es la única causa, ¿no es así?, que le ha dado motivo para dudar de sus facultades.
¿Ha ocurrido algo más? No tenga ningún reparo en contármelo.
SRA. MANNINGHAM. —Sí, hay otras cosas. Apenas me atrevo a mencionarlas. Han estado ocurriendo por tanto tiempo… Eso de la luz de gas no ha hecho más que
agudizarlo. Parece que la razón y la memoria han empezado a jugar conmigo.
ROUGH. —¿Jugar? ¿Qué clase de juegos? ¿Cuándo?
SRA. MANNINGHAM. —Sin cesar…, pero últimamente con más frecuencia. Mi marido me da cosas para que las guarde, y cuando me las pide, han desaparecido y
nadie las puede encontrar. Luego echo de menos sus sortijas, sus gemelos, sus navajas, y es inútil que yo registre la casa entera buscándolos. Él las encuentra
siempre por fin en el fondo de mi costurero. La puerta de esta sala la han encontrado dos veces cerrada, y la llave se había esfumado. Pero también la
encontraron finalmente en mi costurero. Hoy mismo, sin ir más lejos, antes de venir usted, habían quitado ese cuadro de la pared y estaba escondido. ¿Quién
pudo haberlo hecho sino yo? Trato de recordar. Me estrujo el cerebro tratando de recordar… Pero es inútil. ¡Oh! Y luego ocurrió aquel episodio tan atroz
a propósito del perro…
ROUGH. —¿El perro?
SRA. MANNINGHAM. —Teníamos un perrito. Hace unas semanas, le encontramos con una pata herida… Él cree… ¡Oh, Dios mío!, ¿cómo puedo decirle lo que él cree…,
que yo herí expresamente al perro? Ahora no le deja que se acerque a mí. ¡Lo guarda en la cocina, y no me permite verlo! No puedo evitarlo, ¿sabe usted?
Empiezo a dudar de mí misma. Empiezo a creer que todo son imaginaciones mías. Tal vez sea verdad. ¿Está usted aquí? ¿O acaso también se trata de un sueño?
¿Quién es usted? Tengo miedo de que vaya a recluirme.
ROUGH. —(Poniendo sus manos sobre las de ella). ¿Sabe usted, señora Manningham, que se me ha ocurrido que quizá se sentiría mejor con un poco de medicina?
SRA. MANNINGHAM. —¡Medicina…! ¿Es usted médico? Usted no es médico, ¿verdad?
ROUGH. —No, no soy médico. Pero esto no quiere decir que un poco de medicina tenga que hacerle daño.
SRA. MANNINGHAM. —Pero yo ya tomo una medicina. Él me la hace tomar. No me hace ningún bien, y la detesto. ¿En qué puede ayudar un medicamento a una razón
perturbada?
ROUGH. —Pero es que la mía es una medicina excepcional. Precisamente llevo una poca conmigo. Debe usted probarla.
SRA. MANNINGHAM. —¿Qué medicina es?
ROUGH. —Pruébela y vea. (Se levanta y va a recoger su gabán). Ya verá usted. Durante siglos la humanidad la ha empleado con el propósito de extirpar inmediatamente
toda clase de terrores y dudas. Parece que éste es su caso, ¿no lo cree?
SRA. MANNINGHAM. —La extirpación de la duda. ¿Cómo puede lograrla una medicina?
ROUGH. —¡Ah! Esto es lo que no sabemos. Sin embargo, el hecho es que la extirpa. Ya está. (Saca una botella que, evidentemente, contiene whisky). Véala.
Viene de Escocia. Ahora, señora, ¿tiene usted a mano algo así como dos vasos o dos tazas?
SRA. MANNINGHAM. —¿Cómo…? ¿Es que usted va a tomar también?
ROUGH. —¡Por supuesto! En realidad, siempre la tomo con preferencia a cualquier cosa. Podríamos usar esas tazas, si no tiene inconveniente.
SRA. MANNINGHAM. —No. Le traeré… (Va al aparador y saca dos vasos).
ROUGH. —¡Ah…! Gracias… Lo que hacía falta. Lo probaremos sin tardanza.
SRA. MANNINGHAM. —¿Qué es? ¡Detesto tanto la medicina! ¿A qué sabe?
ROUGH. —¡A cielo! Algo entre ambrosía y alcohol metilado. ¿No irá usted a decirme que nunca ha probado el buen whisky escocés, señora Manningham? (ROUGH
vierte licor en los vasos). Creo que usted desestima sus facultades, señora Manningham. ¿Sabe usted?, no quiero que piense que debe desconfiar de su entendimiento.
Esto le dará fe en su entendimiento como ninguna otra cosa en el mundo… Ahora un poco de agua… Espléndido; esto servirá magníficamente. (Coge un jarro
de agua y la vierte en los vasos). ¡Éste es el suyo! (Le da el vaso). Dígame… (Vierte agua en el suyo). ¿Ha oído hablar alguna vez de «La amiga de los
Cocheros», señora Manningham?
SRA. MANNINGHAM. —¿«La amiga de los cocheros»?
ROUGH. —Sí. Es agradable verla sonreír. Bueno: a su salud. (Bebe). Adelante… Eso es… ¿Qué? ¿Es tan desagradable?
SRA. MANNINGHAM. —No. Más bien me gusta. Cuando éramos niños, mi madre solía darnos un poco cuando teníamos fiebre.
ROUGH. —¡Ah! Entonces usted ya es toda una bebedora de whisky. Pero lo saboreará mejor si se sienta.
SRA. MANNINGHAM. —Sí. (Sentándose en el sofá). ¿Qué decía usted? ¿Quién es «La Amiga de los Cocheros»?
ROUGH. —¡Ah! «La Amiga de los Cocheros». (Va a la chimenea). Debiera preguntarme quién era «La Amiga de los Cocheros», señora Manningham, porque se trataba
de una anciana dama que murió hace muchísimos, muchísimos años. (Deja el vaso en la repisa).
SRA. MANNINGHAM. —¿Una anciana que murió hace muchísimos años? ¿Qué tiene que ver conmigo?
ROUGH. —Mucho tiene que ver, me figuro, si me escucha con un poco de paciencia. Se llamaba Barlow…, Alice Barlow, y era una anciana con mucho dinero y
muchas rarezas. En realidad, su principal manía en esta vida fue proteger a los cocheros de punto. Es posible que usted lo tenga por un pasatiempo muy
poco común, pero ella, a su manera, hacía mucho bien. Gracias a ella, los pobres cocheros tenía un techo en que cobijarse, ropas, dinero y otras cosas,
y ésta era su pequeña contribución a la felicidad de este mundo, o, mejor dicho, su pequeño remedio contra los males de este mundo. Hay mucho dolor en
este mundo, señora Manningham, ya lo sabe usted. Bueno. No tuve el privilegio de conocerla, pero uno de mis deberes fue tener que verla en cierta ocasión.
Fue cuando la encontraron con el cuello partido, y yacía muerta en el suelo, en su propia casa.
SRA. MANNINGHAM. —¡Oh, qué horrible! ¿Quiere decir que la asesinaron?
ROUGH. —Sí. La asesinaron. Yo no era más que un funcionario relativamente joven entonces, pero me causó una impresión extremadamente horrible. En realidad,
puedo decir que fue imborrable. El asesino nunca fue descubierto, pero el móvil era evidente por demás. Ella había heredado los rubíes de Barlow, y era
cosa sabida que los guardaba sin muchas precauciones en su propio dormitorio de un piso alto. Vivía sola, con una criada sorda que dormía en el sótano.
Bueno. Su descuido lo pagó con la vida.
SRA. MANNINGHAM. —Pero ¿por qué…?
ROUGH. —Se escribieron muchos artículos sensacionales sobre el caso. El asesino parecía haber entrado hacia las diez y permanecido hasta el amanecer. Aparte
de las joyas, es de suponer, desaparecieron sólo algunos dijes, pero la casa entera apareció revuelta, y en el cuarto de arriba todo estaba fuera de sitio,
o roto o rasgado. Hasta el tapizado de las sillas estaba desgarrado con un cuchillo, y la policía dedujo que debía de tratarse de un maniático homicida
además de un ladrón. Yo hice mis teorías, pero yo era un don nadie entonces, y no me cuidaba del caso.
SRA. MANNINGHAM. —¿Cuáles eran sus teorías?
ROUGH. —Pues por los indicios que recogí allá y acullá, me pareció que aquella señora pudo haber sido una excéntrica, pero no una tonta en ningún caso.
Me pareció que hasta era demasiado lista para el asesino. Supusimos que la había matado para que callara, pero ¿para qué? ¿Para qué, si ella no hubiera
sido tan descuidada? ¿Para qué, si hubiese escondido las joyas en algún lugar inconcebible, en las paredes, o debajo de una baldosa, o tapiadas tal vez?
¿Para qué, si la única persona que pudo revelarle el escondite yacía muerta en el suelo? Esta suposición no era compatible, señora Manningham, con el caso.
¿No se lo imagina, señora Manningham, rebuscando toda la noche, pillando la casa entera, horas tras hora, desesperándose más y más, hasta que por fin viene
la aurora y tiene que deslizarse a la calle, dejando tras de sí una noche de sangre y de devastación? Y la criada sola durmiendo en el sótano, sin enterarse
de nada.
SRA. MANNINGHAM. —¡Oh, qué horror! ¡Qué horror! ¿Y nunca encontraron al asesino?
ROUGH. —No, señora Manningham. El asesino nunca fue hallado. Ni han aparecido las joyas de Barlow.
SRA. MANNINGHAM. —Entonces, es que quizás el asesino las encontró, y acaso todavía viva.
ROUGH. —Yo creo muy probable que todavía viva hoy, pero no creo que encontrara lo que buscaba. Esto es, si mi teoría es cierta.
SR. MANNINGHAM. —Así, según usted, ¿las joyas están todavía en donde la vieja señora las escondió?
ROUGH. —Exacto, señora Manningham; si mi teoría es correcta, las joyas deben estar aún en donde ella las escondió, pero en aquellos tiempos esto no pasaba
de una mera teoría sostenida por un joven inexperto: La conclusión oficial fue muy distinta. La policía, naturalmente, y hasta cierto punto es lógico,
supuso que el asesino las había encontrado, y el caso se cerró sin más. El público lo olvidó pronto. También yo lo olvidé. Pero sería curioso, ¿no le parece,
señora Manningham?, que después de tantos años mi teoría resultara acertada.
SRA. MANNINGHAM. —Sí, sí, naturalmente. Pero ¿qué tiene que ver eso conmigo?
ROUGH. —¡Ah, ésta es la cuestión, señora Manningham! ¿Qué tiene que ver el misterioso asesinato de una anciana, veinte años atrás, con una joven atractiva,
aunque un poco marchita, temo decirlo, en estos momentos, una dama joven que vive en esta casa, que cree encontrarse mal de la cabeza y que ve la luz de
gas bajar y subir mientras su marido está fuera de casa? Bueno, pues yo creo que, aunque remoto, irrazonable y extraño, hay un eslabón. Y por esto estoy
aquí.
SRA. MANNINGHAM. —Todo esto es tan confuso… ¿No cree…?
ROUGH. —¿No le parece verosímil, señora Manningham, que aquel hombre pudo no haber renunciado a la esperanza de apoderarse algún día del tesoro escondido,
y haber aguardado mucho tiempo para volver a entrar en aquella casa de un modo u otro?
SR. MANNINGHAM. —Sí. Sí. Es posible. Pero ¿cómo…?
ROUGH. —¿No le parece verosímil que haya aguardado durante años…, cinco, diez, quince, veinte años incluso…, y entre tanto haber hecho muchas otras cosas…,
irse al extranjero, casarse, hasta encontrar por fin otra ocasión para reanudar la terrible búsqueda iniciada en aquella noche terrible? ¿No acierta usted
adonde me dirijo, señora Manningham; no lo presiente?
SRA. MANNINGHAM. —¿Presentir? Sí, creo que sí.
ROUGH. —Usted conoce, señora Manningham, la vieja teoría de que el criminal siempre vuelve al escenario de su crimen. ¡Ah, sí; pero en este caso hay más
que un impulso morboso! Hay un tesoro que desenterrar con sólo disponer de tiempo para buscar de nuevo, metódicamente, sin temor a interrupciones, sin
levantar sospechas. Y ¿cómo lo haría? ¿No cree usted…? (Ella se levanta de pronto). ¿Qué ocurre, señora Manningham?
SRA. MANNINGHAM. —¡Quieto! ¡Estese quieto! ¡Ha vuelto! ¡Mire! ¡Mire la luz! ¡Está bajando! ¡Espere! (Pausa mientras la luz baja). ¡Vea! Ha vuelto, ¿no
ve? Ahora está arriba.
ROUGH. —(Yendo a la ventana). ¡Canastos! Qué cosa tan extraña. Verdaderamente, muy extraña.
SRA. MANNINGHAM. —Le digo que está en la casa. Váyase. Él se dará cuenta de que usted está aquí. Váyase.
ROUGH. —¡Qué oscuro está eso! Casi no se podría leer.
SRA. MANNINGHAM. —Váyase. Él está en la casa. Váyase, por favor.
ROUGH. —(Yendo a su lado). ¡Quieta, señora Manningham, quieta! ¡No pierda la serenidad! ¿No ha adivinado aún adonde me dirigía? ¿No comprende que ésta
era la casa?
SRA. MANNINGHAM. —¿La casa? ¿Qué casa?
ROUGH. —La casa de la vieja señora Barlow, señora Manningham. Esta casa, esta misma, estas paredes, estas habitaciones. Hace veinte años, Alice Barlow
yacía muerta en esta habitación. Hace veinte años, el hombre la asesinó, saqueó esta casa… de arriba abajo, pero no pudo encontrar lo que buscaba. Está
buscando aún, señora Manningham. Está arriba, buscando. ¿Se da cuenta ahora por qué debe conservar la serenidad?
SRA. MANNINGHAM. —¡Pero mi marido, mi marido está arriba!
ROUGH. —Precisamente, señora Manningham. Su marido. (Acercándose a ella y cogiendo el vaso encima de la repisa). Temo que esté usted casada con un individuo
bastante peligroso. Ahora bébase esto de prisa, porque tenemos mucho que hacer. (Le ofrece el vaso. Ella permanece inmóvil).
 
TELÓN
ACTO SEGUNDO
(No ha habido intervalo de tiempo. La SRA. MANNINGHAM toma maquinalmente el vaso de whisky de manos de ROUGH, y se queda mirándole fijamente).
SRA. MANNINGHAM. —Esta casa… ¿Cómo sabe que era esta casa?
ROUGH. —Pues, señora, porque intervine en el caso, y vine aquí personalmente, eso es todo.
SRA. MANNINGHAM. —Es una locura creerlo, una locura. Hace siete años que me casé. ¿Cómo puede usted imaginar que mi marido es…, que es lo que usted imagina
que es?
ROUGH. —Señora Manningham…
SRA. MANNINGHAM. —¿Sí?
(Pausa. ROUGH se sirve un whisky mientras habla).
ROUGH. —Cuando la policía vino a esta casa hace veinte años, como usted comprenderá, hubo mucho trabajo rutinario que hacer… Tomar declaración a los parientes,
a los amigos y demás. La mayor parte de esta faena me correspondió a mí.
SRA. MANNINGHAM. —¿Y bien…?
ROUGH. —Bueno. Pues entre los conocidos y parientes, sobrinos y sobrinas, etc., a quienes tuve que interrogar, había un joven llamado Sydney Power. Supongo
que usted no habrá oído nombrarle, ¿no es así?
SRA. MANNINGHAM. —¿Power?
ROUGH. —Sí. Sydney Power. ¿No le dice nada este nombre?
SRA. MANNINGHAM. —Sydney Power. No.
ROUGH. —Bueno… Era una especie de primo lejano, al parecer muy adicto a la anciana, y creo que hasta la ayudaba en sus buenas obras. Lo único que recordé
de él fue su cara. Pues bien: esa cara la volví a ver hace cosa de cinco semanas. Necesité un día entero para recordar en dónde la había visto antes, pero
por fin lo recordé.
SRA. MANNINGHAM. —Bueno…, ¿y qué? ¿Y qué si lo reconoció?
ROUGH. —Lo importante no es que yo me acordara de Sydney Power, señora Manningham. Lo que me sorprendió fue la señora que llevaba del brazo y el barrio
en donde le vi.
SRA. MANNINGHAM. —¡Oh…! ¿Y quién era esa señora que llevaba cogida del brazo?
ROUGH. —La señora que llevaba cogida del brazo era usted, señora Manningham. Y los dos caminaban por esta calle abajo.
SRA. MANNINGHAM. —¿Qué está diciendo? ¿Quiere usted decir que mi marido… que mi marido es ese Power?
ROUGH. —Bueno… No me atrevo a decir exactamente eso, pero si mis teorías son correctas…
SRA. MANNINGHAM. —Pero ¿de qué está usted hablando? No hace más que decir enigmas… Y así, tan a sangre fría… Es usted tan frío y sin corazón como él.
ROUGH. —(Acercándose a ella). No, señora Manningham; no soy un hombre frío ni estoy diciendo enigmas. Me limito a conservar la serenidad y a mirar las
cosas fríamente, porque usted va a enfrentarse con el momento más atroz de su vida, y todo su porvenir depende de lo que diga o haga durante la hora que
empieza en estos instantes. Nada menos. Usted tiene que luchar por su libertad, luchar ahora mismo, porque la ocasión tal vez no vuelva a presentarse nunca.
SRA. MANNINGHAM. —Luchar…
ROUGH. —No es verdad que la razón le esté fallando, señora Manningham, sino que hay alguien que poco a poco, metódicamente, sistemáticamente, está tratando
de hacerle perder el entendimiento. ¿Y por qué? Porque está casada con un maniático criminal que tiene miedo de que usted empiece a saber demasiadas cosas…,
un maniático criminal que vuelve subrepticiamente a su casa por las noches, en busca de algo que veinte años atrás no logró hallar. Se llama Manningham
lo mismo que yo. Su nombre es Sydney Power y asesinó a Alice Barlow en esta casa. Ha cambiado de nombre y aguardado todos estos años hasta poder adquirir
esta casa impunemente y de un modo legal. Luego adquirió la casa desalquilada de al lado. Durante las últimas semanas, todas las noches ha penetrado en
esa casa contigua por la puerta de servicio, ha subido al tejado y ha entrado en ésta por un tragaluz. Lo sé porque le he visto. Usted ha observado los
altibajos de la luz de gas y ha llegado a la misma conclusión. Ahora está arriba. Por qué emplea tantos rodeos, tanto secreto y tanta perversión para lograr
lo que desea, sólo Dios lo sabe. Tal vez por esta misma razón emplea esos medios tortuosos, secretos y perversos para librarse de usted; es decir, empujándola
a la locura para recluirla finalmente en un manicomio. Gracias a Dios, no está usted casada con él; gracias a Dios, he venido yo a salvarla de los manejos
de su maldad.
SRA. MANNINGHAM. —¿Que no estoy casada? ¿Que no estoy casada? Pero él se casó conmigo…
ROUGH. —No lo dudo, señora Manningham. Desgraciadamente; o, mejor dicho, afortunadamente, muchos años antes de conocerla a usted contrajo una unión de
la misma especie con otra dama. Por añadidura, esa dama vive todavía, y las leyes inglesas son muy exigentes en cuanto a la observación de la monogamia.
Ya ve usted cómo he estado averiguando cosas sobre ese señor Sydney Power.
SRA. MANNINGHAM. —¿Dice usted la verdad? ¡Dios mío…! ¿Dice usted la verdad? ¿Dónde está su esposa?
ROUGH. —Si mis suposiciones son correctas, vive en el otro extremo del mundo. En el continente australiano, para ser más exacto, en donde, según me consta
probadamente, él residió por espacio de cinco años. ¿Lo sabía usted?
SRA. MANNINGHAM. —No; no sabía nada de eso.
ROUGH. —Pues sí. Y si sólo pudiera encontrar a esa mujer, todo lo demás vendría fácilmente, y éste es el meollo de la cuestión, señora Manningham. Porque
hasta el presente no he hecho más que especular con hipótesis y realidades a medias. Tengo que reunir pruebas, y por esto he venido a verla.. Usted tiene
que darme esas pruebas, o ayudarme a encontrarlas.
SRA. MANNINGHAM. —Es mi marido. ¿No lo entiende usted? Es mi marido. Se casó conmigo. ¿Acaso osará pedirme que traicione al hombre que se casó conmigo?
ROUGH. —Con cuyas palabras usted se refiere sin duda al hombre que la engañó haciéndole creer que está casada con él, ¿no es así?
SRA. MANNINGHAM. —Estoy casada con él. Váyase de esta casa. Debo meditar todo esto. Váyase. Debo ser adicta al hombre que se casó conmigo, ¿no es verdad?
ROUGH. —Conforme; séale tan adicta como quiera, pero de ningún modo vaya a figurarse que usted es el único planeta que gira alrededor de él. Puede serle
adicta, si éste es su deseo, del mismo modo que le son adictos los caprichos amorosos que se busca en los barrios bajos. Ya ve qué clase de sol es ése
alrededor del cual está usted girando.
SRA. MANNINGHAM. —¿Hay otras mujeres? ¿Qué está usted insinuando?
ROUGH. —No insinúo nada. No hago más que contarle lo que he visto con mis propios ojos. Me he impuesto la misión de seguirle en algunas de sus correrías
menos serias, y puedo asegurarle que no se toma mucho cuidado en disimular la preferencia que siente por las actrices sin empleo.
SRA. MANNINGHAM. —(Pausa). ¿Es verdad eso?… ¿Me dice la verdad?
ROUGH. —Señora Manningham…, ¿quiere usted mirarme otra vez a los ojos y comprobar si le digo la verdad?
SRA. MANNINGHAM. —(Después de una pausa). Sí. Ya lo he visto. ¡Qué extraño es todo eso…! ¡Lo sé desde el principio…!
ROUGH. —Señora Manningham: resulta muy duro tener que conseguirlo todo de usted. Pero usted no está ligada a ese hombre, no tiene más obligación con él
que la que tienen esas desgraciadas con las que se reúne. Debe estar agradecida de que sea así.
SRA. MANNINGHAM. —¿Qué quiere usted que haga? ¿Qué quiere?
ROUGH. —Quiero sus papeles, señora Manningham…, su identidad. En alguna parte de esta casa hay una pista, y tengo que hallarla. ¿Dónde guarda sus documentos?
(ROUGH ha cambiado completamente de tono. Camina de un lado a otro. Se advierte que desea entrar en acción).
SRA. MANNINGHAM. —¿Documentos? No sé de ningún documento. A menos que estén en el despacho…
ROUGH. —Sí. ¿El despacho? ¿El despacho?
SRA. MANNINGHAM. —Sí, ése. (Señala al despacho de la izquierda). Pero siempre lo tiene cerrado con llave. Nunca lo he visto abierto.
ROUGH. —¡Ah! ¿Y siempre lo tiene cerrado con llave?
SRA. MANNINGHAM. —Es su escritorio, su secreter…
ROUGH. —(A la izquierda). Muy bien. Echaremos un vistazo al interior.
SRA. MANNINGHAM. —Pero está cerrado. ¿Cómo lo logrará si está cerrado?
ROUGH. —¡Bah…! No me parece tan formidable como eso. (Va a la silla en donde dejó el gabán y extrae un llavero con ganzúas y otras herramientas). ¿Sabe
usted, señora Manningham?, uno de los mayores pesares de mi vida es el de que el destino no me hiciera una de esas dos cosas: o jardinero o ladrón… Ambas
son profesiones muy reposadas, señora Manningham. Si en esta última hubiese empezado de jovencito y me hubiese ganado la fama a pulso, quizás hoy sería
un genio. Bueno. Ahora echemos una mirada a eso.
SRA. MANNINGHAM. —¡Pero no debe tocar ese mueble! Él se dará cuenta en seguida de si ha hecho algo.
ROUGH. —¡Vamos, señora! ¿Trabaja usted conmigo, o en contra? (Examina el escritorio). Sí…, sí… ¿Le molesta que me quite la chaqueta? Soy un hombre que
nunca trabaja a gusto con la chaqueta puesta. (Se quita la chaqueta, poniendo al descubierto una camisa de color rosa, de un gusto atroz). Vistosa camisa,
¿no le parece? Usted no sospechaba que fuera un pisaverde, ¿eh? Vamos a ver. (Vuelve a examinar el escritorio). Primero le echaremos una buena mirada a
este trasto.
SRA. MANNINGHAM. —(Después de una pausa). ¡No debe estropear nada! ¡Él se dará cuenta de lo que ha hecho!
ROUGH. —Si somos un poco listos no se dará cuenta de nada.. Y con ese trasto no hace falta ser una lumbrera… Porque, sabe usted, señora Manningham, hay
muchas maneras de…
SRA. MANNINGHAM. —¡Alto! ¡Cállese! ¿No ha notado? ¿No nota usted algo?
ROUGH. —¿Notar…? Solamente…
SRA. MANNINGHAM. —¡Silencio! Sí…, tenía razón. Mire. ¿No lo ve? ¡La luz! Está subiendo. Va a volver.
ROUGH. —¿La luz?
SRA. MANNINGHAM. —¡Silencio! (Pausa, al cabo de la cual la luz vuelve poco a poco, en medio de un silencio tenso de ansiedad). Sí. ¿No lo ve? La luz vuelve.
Debe irse. Él está a punto de llegar. ¿No ve usted qué…? Va a llegar y usted debe irse.
ROUGH. —Dios me valga. Parece que ocurren cosas inesperadas y nuestros planes se vienen abajo.
SRA. MANNINGHAM. —Él siempre hace cosas inesperadas. Nunca sé lo que va a hacer. Debe irse.
ROUGH. —(Sin moverse, mirando al techo meditativamente). Lo supongo. Sí. Bueno, bueno… (Empieza a ponerse la chaqueta). Ahora…, haga el favor… ¿Quiere
llamar a Elizabeth?
SRA. MANNINGHAM. —¿Elizabeth? ¿Para qué la quiere?
ROUGH. —Haga como le digo, y llame. No perdamos tiempo, por favor. (ROUGH recoge el gabán de la silla y las llaves del escritorio). O ande a buscarla,
si lo prefiere. Déjeme pensar.
SRA. MANNINGHAM. —(Tirando del llamador). ¿Qué haré, Dios mío? ¿Qué le voy a decir? Debe irse en seguida. ¿Para qué quiere a Elizabeth?
ROUGH. —(Poniéndose el gabán). Todo a su tiempo. Su marido no va a entrar saltando por la ventana, me figuro. De hecho no puede dar la vuelta hasta la
fachada de esta casa en menos de cinco minutos…, a menos que sea un brujo. ¿Olvido algo?
SRA. MANNINGHAM. —No, no. Sí, el whisky.
ROUGH. —¡Ah, sí! ¿Ve cómo tenía razón al decirle que haría usted un buen policía? No olvide los vasos.
SRA. MANNINGHAM. —Váyase, por favor, váyase.
(Entra ELIZABETH. La SRA. MANNINGHAM esconde los vasos).
ROUGH. —¡Ah, Elizabeth! Venga aquí, haga el favor.
ELIZABETH. —Sí, señor.
ROUGH. —Elizabeth, usted y yo tenemos que pensar algo, pero pensarlo con calma, aunque aprisa si es posible. Vamos a ver: ¿está dispuesta a sacar a su
señora de un apuro, Elizabeth?
ELIZABETH. —Sí, señor; ya se lo dije antes que sí, señor. Pero ¿de qué se trata?
ROUGH. —¿Está dispuesta a ayudar a su señora a ciegas, sin hacer preguntas de ninguna clase?
ELIZABETH. —Sí, señor. Pero, verá usted…
ROUGH. —(Cogiéndole las manos). Vamos, Elizabeth. ¿Sí o no?
ELIZABETH. —(Después de una pausa, con voz tranquila y decidida). Sí, señor.
ROUGH. —Magnífico. Ahora bien, Elizabeth; la señora Manningham y yo tenemos razones para creer que dentro de unos cinco minutos habrá vuelto el amo de
esta casa. No creo que sea aconsejable que yo salga, porque el amo podría verme. ¿Dónde puede esconderme unos minutos?
ELIZABETH. —No lo sé, señor. A menos que suba a nuestro dormitorio. El mío y de Nancy, quiero decir.
ROUGH. —¡Esto resulta bastante encantador! ¿Vamos en seguida?
ELIZABETH. —Sí, señor; pero suponga que Nancy sube antes de salir…
ROUGH. —Piensa usted en todo, Elizabeth. Es usted un alma buena. (Yendo a la puerta de la derecha). ¿Adónde conduce esto? ¿Qué le parece si me metía aquí?
ELIZABETH. —Es el cuartito de vestirse el señor. Ahí guarda los trajes. Sí, señor. Entre ahí, señor. Él no le verá. Hay un ropero grande en el fondo.
ROUGH. —(Yendo a la ventana y volviendo a la puerta). Con su permiso, pues.
(ROUGH desaparece tras la puerta).
SRA. MANNINGHAM. —Elizabeth…
ELIZABETH. —No pasará nada, señora. No lo tome así. Todo saldrá bien.
SRA. MANNINGHAM. —Debería irse.
ELIZABETH. —No, señora. Él sabe lo que hace. Lo sabe muy bien.
ROUGH. —(Volviendo). Un escondite perfecto. (Va a echar otra ojeada por la ventana. Ha visto algo). Sí, ahí viene. Ahora sí que debemos darnos prisa. Vaya
a acostarse en seguida, señora Manningham. Y usted, Elizabeth, vaya a su cuarto. No tiene tiempo de bajar a la cocina. Apresúrese, por favor. Elizabeth,
baje esa luz. (Por su parte, baja las luces a ambos lados de la chimenea).
SRA. MANNINGHAM. —¿A acostarme? ¿Tengo que ir a acostarme?
ROUGH. —(Dando por primera vez señales de excitación). Sí, rápido. Está al llegar, ¿comprende? Suba a su dormitorio y estese allí. Llévela, Elizabeth.
Diga que tiene jaqueca…, una jaqueca muy fuerte. (Bastante enojado). ¡Por el amor de Dios, llévesela de una vez!
(Salen ELIZABETH y la SRA. MANNINGHAM. Fuera, en el descansillo, se enciende una luz. ROUGH las sigue y abre la puerta para que pasen y las observa mientras
suben. Después mira abajo, por la escalera. Vuelve a entrar y se queda escuchando en el umbral. Va a la ventana y atisba entre las cortinas. Vuelve a la
puerta y permanece con los músculos en tensión, escuchando el menor ruido. Después de una pausa se oye el portazo de la entrada. Se pone más rígido. Sigue
escuchando. Pausa. De pronto, entorna la puerta, va a la otra puerta —de la derecha— y se desliza tras ella en silencio. Pausa, MANNINGHAM abre la puerta
y asoma la cabeza. Entra y cierra. Reina una obscuridad casi completa. Pausa. Ruido de una silla cambiada de sitio. Alcanza la lámpara y hace subir la
llama. Mira en derredor de un modo bastante suspicaz. Se quita los guantes y contempla las cosas del té. Va al llamador y tira de él. Silba una canción
en tono menor. Se quita el sombrero y el gabán con displicencia, sacudiéndose el polvo del pantalón).
 
(Entra ELIZABETH).
ELIZABETH. —¿Llamaba usted, señor?
SR. MANNINGHAM. —Sí, he llamado. (Sin decir por qué ha llamado, coloca el sombrero y el gabán sobre una silla y luego va a ponerse de espaldas a la chimenea).
¿Dónde está la señora Manningham, Elizabeth?
ELIZABETH. —Creo que ha ido a echarse un poco en la cama, señor. Creo que tiene una jaqueca muy fuerte y se ha retirado a descansar.
SR. MANNINGHAM. —Muy bien. ¿Y cuánto tiempo hace que la buena señora se ha retirado a descansar? ¿Lo sabe usted?
ELIZABETH. —Hace un momentito, señor…, según creo.
SR. MANNINGHAM. —Ya. Entonces no debemos hacer ruido, ¿verdad, Elizabeth? Caminar como los gatos… ¿Sabe usted caminar como los gatos, Elizabeth?
ELIZABETH. —(Tratando de sonreír). Sí, señor. Creo que sí, señor.
SR. MANNINGHAM. —Muy bien, Elizabeth. Camine como los gatos. Muy bien. Nada más.
ELIZABETH. —Sí, señor. Gracias.
(MANNINGHAM se acerca a la mesa y se dispone a quitarse la chaqueta, de diario, y en el momento en que ELIZABETH va a traspasar la puerta, la llama de
nuevo).
SR. MANNINGHAM. —Mmm… Elizabeth…
ELIZABETH. —(Volviendo). Diga, señor. (MANNINGHAM permanece silencioso). ¿Me llamaba, señor?
SR. MANNINGHAM. —Sí. ¿Por qué no ha quitado esos trastos para el té?
ELIZABETH. —¡Oh, perdone, señor! Precisamente iba a quitar todo eso, señor.
SR. MANNINGHAM. —Creo que será mejor que lo quite en seguida, Elizabeth. (Ahora se quita la chaqueta).
ELIZABETH. —Sí, señor. (Después de quitarse la chaqueta, MANNINGHAM la coloca cuidadosamente en una silla. Empieza a deshacerse el nudo de la corbata).
(Después de una pausa, y colocando un plato en la bandeja). Dispense usted, señor: ¿querrá usted cenar?
SR. MANNINGHAM. —Sí, desde luego. Quiero cenar. Pero la cuestión, Elizabeth, es: ¿cenaré en casa?
ELIZABETH. —¡Oh, sí, claro! ¿Cenará fuera, señor?
SR. MANNINGHAM. —Exacto. Cenaré fuera. He vuelto para cambiarme el cuello. (Se desabrocha el cuello. Hay una pausa).
ELIZABETH. —(Quedándose parada otra vez). ¿Quiere un cuello limpio, señor? ¿Le traigo un cuello limpio?
SR. MANNINGHAM. —¿Cómo? ¿Usted sabe dónde se guardan mis cuellos?
ELIZABETH. —Pues claro que sí, señor. En ese cuartito. ¿Le traigo uno limpio, señor?
SR. MANNINGHAM. —Cuántas cosas sabe usted, Elizabeth. ¿Y ya sabe usted qué clase de cuello quiero esta noche?
SR. MANNINGHAM. —Entonces no puedo menos de confesar que sabe usted mucho más que yo… No… Me parece que debe dejarme a mí elegir el cuello. (Va hacia la
puerta de la derecha y se detiene). Es decir, si me da su permiso.
ELIZABETH. —(Mirándole intensamente). No faltaba más, señor…
(MANNINGHAM se mete en el cuartito vestidor. ELIZABETH deja en la mesa el plato que sostenía y baja la cabeza, quedándose inmóvil y en suspenso. Del cuartito
contiguo no se oye el menor ruido. Finalmente, reaparece MANNINGHAM con aire de perfecta displicencia. Durante la conversación que sigue, se pone una corbata
mientras se mira en el espejo de encima de la repisa).
SR. MANNINGHAM. —¿Qué le parece la señora Manningham esta noche, Elizabeth? ¿Qué piensa?
ELIZABETH. —¿La señora Manningham, señor? ¿En qué sentido, señor?
SR. MANNINGHAM. —Pues… El estado general de su salud.
ELIZABETH. —No lo sé, señor. Verdaderamente, parece un poco delicada.
SR. MANNINGHAM. —Sí. Aunque dudo que adivine usted hasta qué punto está delicada. ¿O acaso empieza a adivinarlo?
ELIZABETH. —No lo sé, señor.
SR. MANNINGHAM. —Siento haberme visto obligado a mezclarlas, a usted y a Nancy, en nuestras disputas de esta tarde. Tal vez no debí hacerlo.
ELIZABETH. —Todo me parece lamentable, señor.
SR. MANNINGHAM. —(Sonriéndose y con acento ligeramente displicente). Estoy que ya no sé qué hacer con ella. ¿No se ha dado cuenta?
ELIZABETH. —Ya me lo figuro, señor.
SR. MANNINGHAM. —Lo he probado todo. La bondad, la paciencia, la habilidad…, incluso la rudeza, para hacerle recuperar el sentido. Pero nada, nada en el
mundo puede impedir ya esas alucinaciones locas, nada puede impedir esas extravagancias, esas aberraciones.
ELIZABETH. —Es terrible, señor.
SR. MANNINGHAM. —Y usted no sabe de la misa la mitad, Elizabeth. Usted no ve más que lo que le hacen notar a la fuerza…, como lo ocurrido esta tarde. Usted
no tiene la más pequeña noción de lo que está ocurriendo a cada paso. (Se contempla la corbata). No; ésta no. (Empieza a deshacer el nudo).
ELIZABETH. —¿Quiere usted otra corbata, señor?
SR. MANNINGHAM. —Sí. (Penetra de nuevo en el vestidor y después de una pausa reaparece con otra corbata. Durante la conversación que sigue, se ata el nudo).
Supongo que usted está enterada de lo de la madre de la señora Manningham, ¿no, Elizabeth?
ELIZABETH. —No, señor. ¿Qué le pasó, señor?
SR. MANNINGHAM. —Que murió en el manicomio, Elizabeth, sin pizca de conocimiento.
ELIZABETH. —¡Oh, señor!… ¡Qué terrible, señor!
SR. MANNINGHAM. —Verdaderamente terrible. Los médicos no pudieron hacer nada por ella. (Pausa). ¿Sabe que a no tardar me veré obligado a poner a la señora
Manningham bajo el cuidado de un médico, Elizabeth? He procurado evitarlo en la medida de lo posible, pero temo que no vamos a poder guardarlo en secreto
más tiempo.
ELIZABETH. —No, señor… No, señor…
SR. MANNINGHAM. —Me refiero a estas cosas que le pasan, ¿entiende usted? Usted puede atestiguarlo, ¿no es verdad?
ELIZABETH. —Claro, señor… Sí…
SR. MANNINGHAM. —Lo digo porque es probable que tenga que atestiguarlo. Supongo que me entiende. (Pausa). ¿Eh?
ELIZABETH. —Sí, señor. Yo no deseo otra cosa que serles útil a ustedes, señor.
SR. MANNINGHAM. —(Poniéndose el sombrero y el gabán).. En eso la creo a usted, Elizabeth. Usted es un alma bonísima. A veces me pregunto cómo consigue
hacer marchar las cosas derechas en esta casa…, en esta casa tan sombría. Me extraña que no se haya despedido. Es usted muy leal.
ELIZABETH. —Gracias, señor. No deseo más que servir, señor.
SR. MANNINGHAM. —Sí, ya lo sé. Bueno, Elizabeth; me voy. Voy a ver si me divierto un poco, que mucho lo necesito. Supongo que se hace cargo, ¿no?, o ¿acaso
opina que hago mal?
ELIZABETH. —¡Oh, no, señor! Es muy natural que trate de divertirse mientras pueda, señor.
SR. MANNINGHAM. —¡Qué vida tan rara!, ¿eh? Bueno. Buenas noches, Elizabeth.
 
(Sale MANNINGHAM).
ELIZABETH. —Buenas noches, señor…, buenas noches.
(MANNINGHAM ha cerrado la puerta. Después de una pausa, aparece ROUGH por la derecha. Él y ELIZABETH permanecen mirándose uno al otro. Finalmente, ROUGH
va hacia la ventana y atisba. Se oye un portazo lejano).
ROUGH. —Tenía razón al decir que sería recompensada, Elizabeth. Aunque no de la manera que él supone. (Quitándose el gabán. Pausa). ¿Quiere ir a buscar
a la señora Manningham?
ELIZABETH. —Sí, señor. Voy a buscarla.
(Sale ELIZABETH llevándose la bandeja. ROUGH saca herramientas del bolsillo del gabán. ELIZABETH y la SRA. MANNINGHAM coinciden en la puerta).
ROUGH. —¡Ah! ¡Ya está aquí!
ROUGH. —Tenemos que ponernos al trabajo otra vez.
SRA. MANNINGHAM. —¿Qué quería? ¿Por qué ha vuelto?
ROUGH. —Nada más que para cambiarse el cuello. Avive un poco esa lámpara, ¿quiere? (La SRA. MANNINGHAM lo hace y se reúne con ROUGH, cuando éste llega
junto al escritorio). Bueno. Echémosle otro vistazo a eso.
SRA. MANNINGHAM. —¿Y si volviera? No hay ninguna luz para avisarnos.
ROUGH. —¡Ah! ¡Ya veo que lo tiene presente! Bueno, señora Manningham; no nos toca otro remedio que correr ese riesgo. Aunque me figuro que va a ser un
juego de niños. Un poco de paciencia…, un poco de habilidad en el uso de… (Otro portazo en la entrada). ¿Qué es eso? Vaya a ver, ¿me hace el favor? Parece
que esta noche no van a dejarnos tranquilos, ¿eh?
(La SRA. MANNINGHAM corre a la ventana).
SRA. MANNINGHAM. —No es nada. Era Nancy. No me acordaba. Muchos días suele salir a esta hora.
ROUGH. —¿Y sale por la puerta principal?
SRA. MANNINGHAM. —Sí. Ya lo creo. Siempre se comporta como si fuera la dueña de la casa.
ROUGH. —¡Vaya una moza atrevida! (Se abre la tapadera del despacho). ¡Ajá! ¡Ya es nuestro! Salvo un trato cariñoso, nada aprecia tanto una cerradura como
una buena ganzúa.
SRA. MANNINGHAM. —¿Podrá cerrarlo después?
ROUGH. —Desde luego. No hemos hecho ningún estropicio, por el momento. Y ahora, vamos a ver. No parece haber mucha cosa ahí dentro… Que no nos ocurra lo
que a aquélla, que encontró el armario vacío, y entonces el pobre detective…
SRA. MANNINGHAM. —(Interrumpiéndole). ¿Qué tiene en la mano? Déjemelo ver. Déjemelo ver. (Se lo quita).
ROUGH. —Nada. Parece una factura.
SRA. MANNINGHAM. —Sí, tiene razón. No es nada: una cuenta. Nada más que la cuenta del tendero. (Pausa). Debe perdonarme si dudé de usted al principio,
inspector. Ahora veo que tiene toda la razón. Mi marido es el hombre más perverso de la tierra.
ROUGH. —Ahora temo que es usted quien se me adelanta, señora Manningham.
SRA. MANNINGHAM. —Esa cuenta. Esta noche ha movido un alboroto atroz por toda la casa porque me la había dado y luego había desaparecido. Me amenazó con
el manicomio si no aparecía otra vez. Ahora creo que empiezo a comprender por fin.
ROUGH. —Precisamente ahora. (Cogiendo el papel). Bien, bien, bien. La gracia de un buen truco estriba en su simplicidad.
SRA. MANNINGHAM. —¿Hay algo más? ¿Qué hay más? Sí, mire, ¡mi reloj! ¡Y mi broche! ¡Mi broche! ¡Mírelos! ¡Dios mío, mírelos! (Saca un cajoncito y lo deposita
sobre la mesa).
ROUGH. —Así, ¿esas cosas le pertenecen a usted?
SRA. MANNINGHAM. —Sí, son mías. Ese reloj lo perdí la semana pasada… El broche hace tres meses que lo eché de menos. Y él me dijo que no me haría más regalos
porque los perdía. Dijo que los escondía nada más que por maldad. ¡Oh, inspector! Esta noche ha descubierto un tesoro para mí.
ROUGH. —(Ocupándose en un cajón lateral del buró). Temo que sea muy poca cosa por el momento…, cuando menos, poca cosa que importe para el caso. Sí; esto
está cerrado con llave.
SRA. MANNINGHAM. —(Interrumpiéndole. Tiene otro papel en la mano). ¡Un momento!… ¡Un momento!… (Empieza a leer y va a sentarse a la izquierda de la mesa).
Es de mi primo… de mi primo…
ROUGH. —¿Es que la correspondencia de su marido con los parientes de usted es de mucha importancia en una ocasión como la presente, señora Manningham?
SRA. MANNINGHAM. —¡Oh, usted no lo comprende! (Hablando apresuradamente). Usted no lo comprende. Cuando me casé, reñí con toda mi familia. No he vuelto
a ver a ninguno de mis parientes desde mi boda. No aprobaban mi elección.. Y les he añorado tanto…, más que nada en el mundo. Cuando vinimos a Londres…,
a esta casa, les escribí dos veces. Nunca tuve respuesta. Y ahora veo por qué no tuve respuesta. Esta carta es de mi primo.
ROUGH. —¡Ay, ya veo! ¡Otro truquito!
SRA. MANNINGHAM. —Oiga. Permita que le lea unas líneas… Permítame que se las lea. «Querida prima… Todos hemos tenido una gran alegría de recibir noticias
tuyas». ¡Una gran alegría! ¿Ha oído eso? Después continúa diciendo que su familia está en Devonshire, que han tenido que irse al campo. Dice que tenemos
que volver a reunirnos y recordar aquellos tiempos… (Da muestras de emoción). Dice que todos están deseosos de verme…, que debo ir a pasar una temporada
con ellos…, que me darán…, que me harán probar la nata de Devonshire para engordar, y que me harán respirar los aires del campo para que vuelva el brillo
a mis ojos… (Presa de abatimiento). ¡Dios santo, quieren que vuelva con ellos! ¡Siempre han querido que volviera con ellos!
ROUGH. —(Acercándosele, mientras, ella llora en silencio).. Pobrecita. Pobrecita. No llore, pobrecilla, que no tardará en comer tanta nata de Devonshire
como le apetezca, y en tomar los aires que han de devolver el brillo a sus ojos… Pues, ¡si me parece que ya veo una chispa! Si se porta con valentía ahora,
no tendrá que aguardar mucho. ¿Será valiente?
SRA. MANNINGHAM. —Gracias, inspector, por haber hecho llegar esta carta a mis manos. ¿Qué quiere que haga ahora?
ROUGH. —Por el momento, nada más que quedarse aquí, señora Manningham. Dígame. Ese cajón…, que usted recuerde, ¿lo ha visto abierto alguna vez?
SRA. MANNINGHAM. —No.
ROUGH. —¿No…? Lo sospechaba. Sí. Aunque temo que será un poco más duro de pelar. (Va a coger una herramienta de hierro del gabán).
SRA. MANNINGHAM. —(Se levanta para impedírselo). ¿Qué quiere hacer? ¿Es que va a forzarlo?
ROUGH. —Sí, si es posible. No sé…
SRA. MANNINGHAM. —Pero no debe hacerlo. No debe. ¿Qué le voy a decir yo cuando vuelva?
ROUGH. —No tengo la menor idea de lo que usted dirá cuando él vuelva, señora Manningham. En realidad, no tengo la menor idea de lo que podrá hacer cuando
él vuelva, señora Manningham, si no consigo llevarme la prueba que necesito para librarla a usted para siempre de los amorosos cuidados de su marido.
SRA. MANNINGHAM. —¡Oh, Dios mío! Tengo miedo. ¿Qué voy a hacer?
ROUGH. —No nos queda otra cosa que hacer… sino seguir adelante. Si volvemos atrás, estamos perdidos. Voy a forzar ese cajón y a jugármelo todo en una carta.
¿Está conmigo?
SRA. MANNINGHAM. —¡Pero no se da usted cuenta de que…! Muy bien. Fuércelo. Fuércelo. Pero apresúrese.
ROUGH. —No hay prisa, señora. Él está muy divertido en donde se encuentra ahora… Lo que pasa es que no me gusta… (Forcejea con la cerradura…) usar métodos
violentos… como éstos… Me da la sensación de que soy un dentista… Ya lo tengo… (Ruido de madera al romperse). ¡Ya es mío!… Ahora veamos…
SRA. MANNINGHAM. —(Después de una pausa, durante la cual le vigila atentamente). ¿Hay algo? ¿Hay algo?
ROUGH. —(Examinando unos papeles). Nada por ahora. Nada… Aguarde un momento. No. No. ¿Qué es eso?
ROUGH. —Un momento… No. Nada. Hemos perdido la partida, señora. Temo que…
SRA. MANNINGHAM. —¡Dios mío! ¿Qué haremos ahora?
ROUGH. —Pensar alguna cosa muy aprisa. No tenga miedo, señora Manningham; en mayores apuros me he visto. Volvamos a poner esas cosas en donde estaban,
¿no le parece? Deme el reloj y el broche. Tenemos que volver a colocarlos tal como estaban.
SRA. MANNINGHAM. —Sí. Tómelos.
ROUGH. —Gracias… Gracias… Déjeme hacer memoria de cómo estaban… Aquí, a la derecha, ¿no?
SRA. MANNINGHAM. —Sí. A la derecha. Eso es, sí.
ROUGH. —(Sosteniendo el broche). Bonita pieza. ¿Cuándo se lo regaló?
SRA. MANNINGHAM. —Poco después de casarnos. Pero era de segunda mano.
ROUGH. —Segunda mano, ¿eh? Parece que todo lo que ese caballero le regala es de segunda mano, señora Manningham. Bueno… Eso es todo, me parece. Tengo que
volver a cerrar ese mueble, si puedo… (Casi cierra la tapadera del buró). De segunda mano… ¿Cómo lo sabe usted que esa pieza es de segunda mano, señora
Manningham?
SRA. MANNINGHAM. —Hay una inscripción cariñosa a no sé quién, en la parte de dentro.
ROUGH. —(Sosteniendo el broche). ¡Ah…! ¡Una inscripción…! ¿Por qué no me lo ha dicho antes?
SRA. MANNINGHAM. —Pues… es que hace muy poco tiempo que la descubrí.
ROUGH. —¡Ah…! ¿De veras? (Abre el buró y saca el broche). ¿Sabe usted? Tengo la sensación de haber visto esa joya en alguna otra parte. ¿Dónde está esa
inscripción de que me hablaba?
SRA. MANNINGHAM. —Está en una especie de secreto. Lo descubrí sólo por casualidad. Hay que tirar de esa aguja de la parte de atrás. Se mueve a la derecha.
Después a la izquierda. Se abre en forma de estrella.
ROUGH. —¡Ah…! Sí… Eso es, ya está. Sí. (Lo abre). Qué cosa tan rara. ¿Para qué deben ser tantos huecos?
SRA. MANNINGHAM. —Había unas cuentas de cristal, pero siempre andaban sueltas y se salían de sitio, y por eso las quité.
ROUGH. —¡Ah…! Conque había unas cuentas de cristal, pero siempre andaban sueltas y se salían de sitio, y por eso usted las quitó… ¿Es que las guarda por
casualidad?
SRA. MANNINGHAM. —Sí. Creo que sí. Las puse en un jarrón.
ROUGH. —¿Las puedo ver, por favor?
SRA. MANNINGHAM. —Sí. (Coge un jarrón de la repisa). Deben de estar ahí todavía.
ROUGH. —Debería de haber nueve en total, me parece.
SRA. MANNINGHAM. —Sí; es verdad; me parece que había nueve. Sí… aquí están. Cuando menos, algunas.
ROUGH. —Déjemelas ver, ¿tiene la bondad? ¡Ah! Gracias. Mire a ver si están las otras, ¿quiere? ¿Por casualidad leyó usted alguna vez la inscripción, señora?
SRA. MANNINGHAM. —Sí. ¿Por qué?
ROUGH. —«A mi querida A. B., de su C. B. Mil ochocientos cincuenta y uno». ¿No le dice nada eso?
SRA. MANNINGHAM. —No. ¿Qué podría decirme?
ROUGH. —La verdad es que… Debía adivinarlo; es tan sencillo como el abecé. ¿Tiene las otras? Faltan cuatro más.
SRA. MANNINGHAM. —Sí. Aquí están.
ROUGH. —Gracias. Ésta es la colección completa. (Coloca las piedras en los huecos del broche). Dígame una cosa… ¿la ha besado alguna vez un viejo detective
en mangas de camisa?
SRA. MANNINGHAM. —¿Qué quiere decir?
ROUGH. —Porque esto es lo que el destino le va a deparar inmediatamente. (Deja el broche y se acerca a ella). ¡Mi querida señora Manningham! (Le da un
beso). ¡Mi querida señora Manningham! ¿No lo comprende todavía?
SRA. MANNINGHAM. —¿Qué le pasa? ¿Por qué se exalta tanto?
ROUGH. —(Apartándose y recogiendo el broche). ¡Ahí los tiene, señora Manningham! Los rubíes de Barlow… completos. Doce mil libras de pedrería ante sus
ojos. ¡Écheles una buena mirada antes de que vayan a parar al tesoro real!
SRA. MANNINGHAM. —No puede ser… No puede ser… Han estado siempre en ese jarrón.
ROUGH. —Pero, ¿es que no se da cuenta? ¿Es que no acaba de comprender toda la historia? Esto es el lugar donde la anciana Barlow guardaba su tesoro por
las noches…, en un dije vulgar que llevaba puesto durante todo el día. Yo sabía que había visto ese broche en alguna parte. ¿Y en dónde? En los retratos
de la señora Barlow… cuando intervine en el caso. Lo llevaba sobre el pecho. Lo recuerdo con toda claridad, pese a haber transcurrido veinte años. ¡Veinte
años! ¡Dios del cielo! ¿Verdad que soy un hombre maravilloso?
SRA. MANNINGHAM. —Y pensar que yo las he tenido todo ese tiempo. Pensar que yo las he tenido todo ese tiempo…
ROUGH. —Y todo porque el asesino no pudo resistir a la tentación de cometer un robo insignificante mientras buscaba los peces gordos… Bueno; ahora soy
yo quien va detrás de los peces gordos. (Hace ademán de prepararse para marcharse).
SRA. MANNINGHAM. —¿Se va usted?
ROUGH. —Sí. Tengo que irme, no faltaba más. (Empieza a recoger la chaqueta y demás cosas suyas). Y de prisita.
SRA. MANNINGHAM. —¿Adónde va? ¿Es que me dejará sola? ¿Qué piensa hacer?
ROUGH. —Voy a remover cielo y tierra, señora Manningham; y con sólo que tenga un poco de suerte, estaré de vuelta hacia medianoche. (Consultando el reloj).
Es temprano aún. ¿Cuándo cree usted que volverá él?
SRA. MANNINGHAM. —No lo sé. Generalmente no vuelve hasta las once.
ROUGH. —Sí. Eso calculaba yo. Esperemos que sea así. Esto me dará tiempo. Deme eso. ¿Lo ha cerrado? (Coge el broche). Lo volveremos a guardar en su sitio.
SRA. MANNINGHAM. —Pero, ¿qué va a hacer?
ROUGH. —No se trata de lo que vaya a hacer. Se trata de lo que va a hacer el gobierno en la persona de sir George Raglan. Sí, señora. Sir George Raglan.
Nada menos. El más poderoso de los poderosos habidos y por haber. Él sabe que he venido aquí esta noche, ¿me entiende usted? (Pausa. Mira al cajón destrozado).
Sí… Temo que esto pueda estropear nuestros planes… Bueno; tenemos que correr el riesgo; eso es todo. Ahora, señora Manningham, su mejor manera de servir
a los fines de la justicia es ir sencillamente a acostarse. ¿Tiene algún reparo en acostarse?
SRA. MANNINGHAM. —No. Iré a acostarme.
ROUGH. —Entonces, magnífico. Vaya a su dormitorio y no salga para nada. Diga que su jaqueca ha empeorado. Póngase enferma. Póngase lo que le parezca. Pero
no se mueva. No se moleste en acompañarme; cerraré yo mismo al salir.
SRA. MANNINGHAM. —¡No me deje! ¡Por favor, no me deje! Tengo un presentimiento… ¡No me deje!
ROUGH. —¿Un presentimiento? ¿Qué presentimiento?
SRA. MANNINGHAM. —El presentimiento de que pueda ocurrirme algo si usted me deja. Tengo miedo. Me falta valor.
ROUGH. —Por favor, no vaya a cometer imprudencias ahora, señora Manningham. Ahí tiene el valor que le falta. (Le da un frasco de whisky). Tome, un poquitín
más, pero no se achispe ni lo deje suelto por ahí. (Está a la puerta).
SRA. MANNINGHAM. —Inspector.
ROUGH. —Sí…
SRA. MANNINGHAM. —(Recobrando el valor). Muy bien… Adiós…
ROUGH. —Adiós… (Está cerrando, la puerta, pero vuelve a abrirla.)… señora Manningham.
SRA. MANNINGHAM. —Sí.
ROUGH. —Muy bien… Adiós.
(La SRA. MANNINGHAM permanece mirando fijamente a la puerta mientras cae el
 
TELÓN).
ACTO TERCERO
(Son las once de la misma noche. La habitación está a oscuras, pero la puerta del fondo está abierta y entra un poco de luz muy débil procedente del pasillo.
Se oye el ruido de la puerta de entrada al cerrarse. Después, las pisadas de un hombre y aparece MANNINGHAM en el descansillo. Se detiene a apagar la luz
del pasillo. Canturrea para sí. Entra, en escena y enciende el gas. Displicentemente, pero con decisión, camina despacito hasta el llamador y llama. Luego
va a la chimenea y escarba el fuego. NANCY asoma la cabeza por el quicio de la puerta, Acaba, de regresar y va vestida de calle).
NANCY. —Sí, señor. ¿Llamaba, señor?
SR. MANNINGHAM. —(Dejando el atizador e incorporándose). Sí, Nancy, he llamado. Parece que todo el personal de esta casa ha ido a acostarse, sin dejarme
preparado el vaso de leche ni los bizcochos.
NANCY. —Dispense, señor. Están ahí fuera. Se los traigo en seguida. Es la señora Manningham quien suele traérselos, ¿no es verdad? La cocinera se ha acostado,
y yo acabo de llegar.
SR. MANNINGHAM. —Conforme, Nancy. Así, tal vez quiera sustituir a la señora Manningham y traerme la leche y los bizcochos.
NANCY. —Con mucho gusto, señor.
SR. MANNINGHAM. —Pero antes, Nancy, ¿quiere subir arriba y decir a la señora Manningham que deseo verla aquí?
NANCY. —Sí, señor. Con mucho gusto, señor.
(Sale NANCY. MANNINGHAM da unos pasos por la habitación, sin dejar de canturrear, mientras, se quita el gabán. Está de pie frente al fuego cuando reaparece
NANCY. Ésta trae un jarro de leche, bizcochos, y un vaso en una bandejita. Lo deposita todo en la mesa).
SR. MANNINGHAM. —¿Qué, Nancy? ¿Ha subido?
NANCY. —Sí, señor. La señora dice que tiene jaqueca, señor, y que está intentando dormirse.
SR. MANNINGHAM. —¡Ah…! ¿Todavía tiene jaqueca?
NANCY. —Sí, señor. ¿Desea alguna cosa más, señor?
SR. MANNINGHAM. —¿Recuerda usted de alguna vez que la señora Manningham no haya tenido jaqueca, Nancy?
NANCY. —No, señor. Apenas una, señor.
SR. MANNINGHAM. —¿Acostumbra usted a hacer sus faenas domésticas en traje de calle, Nancy?
NANCY. —Ya se lo he dicho, señor. Acababa de entrar, y casualmente oí la campana.
SR. MANNINGHAM. —Sí; esto es a lo que me refería.
NANCY. —¿Qué quiere decir, señor?
SR. MANNINGHAM. —¿Quiere tener la bondad de acercarse un poquito más, Nancy, donde pueda verla? (NANCY se le acerca. Ambos se miran de un modo, inusitado).
¿Tiene usted idea de a qué hora del día, o mejor dicho de la noche, estamos, Nancy?
NANCY. —Sí, señor. Deben de ser las once y cuarto.
SR. MANNINGHAM. —¿Se da cuenta de que ha venido apenas medio minuto antes que yo?
NANCY. —Sí, señor. Me pareció verle, señor..
SR. MANNINGHAM. —¡Ah…! Le pareció verme, ¿eh? Yo sí estoy seguro de haberla visto.
NANCY. —¿Me vio, señor?
SR. MANNINGHAM. —¿Ha pensado usted alguna vez, Nancy, en que en esta casa se la trata con mucha lenidad?
NANCY. —No lo sé, señor. No sé qué quiere decir lenidad.
SR. MANNINGHAM. —Lenidad, Nancy, significa una libertad considerable… libertad al extremo de dejarla salir dos noches por semana.
NANCY. —Sí, señor.
SR. MANNINGHAM. —Hasta aquí, muy bien. Lo que no está tan bien, sin embargo, es que usted vuelva a casa tan tarde como el amo. Hay que cubrir ciertas apariencias,
¿no le parece?
NANCY. —Sí, señor; desde luego. (Hace movimiento de irse).
SR. MANNINGHAM. —Nancy…
NANCY. —¿Señor…?
SR. MANNINGHAM. —(En un tono más benévolo). ¿En dónde diablos ha estado esta noche?
NANCY. —Sólo con unos amigos, señor.
SR. MANNINGHAM. —¿Sabe usted, Nancy…? Cuando dice amigos, tengo la extraordinaria sospecha de que quiere decir amigo.
NANCY. —Bueno señor; es posible.
SR. MANNINGHAM. —Y usted sabe que los amigos suelen tomarse muchas libertades con las jóvenes como usted. Supongo que no ignora esa posibilidad.
NANCY. —¡Oh, no, señor! Conmigo no. Sé cuidarme de mí misma.
SR. MANNINGHAM. —¿Y siempre pone usted mucho empeño en cuidarse de sí misma?
NANCY. —No, señor; tal vez no siempre.
SR. MANNINGHAM. —¿Sabe usted, Nancy…? Con lo bonita que es esa cofia que lleva, no creo que haya nadie más bonito que el pelo que cubre. ¿Quiere quitársela
para que lo vea?
NANCY. —Como usted desee, señor. No cuesta nada. (Se quita la cofia). Ya está… ¿Desea usted algo más, señor?
SR. MANNINGHAM. —Sí. Probablemente. Venga aquí, ¿quiere, Nancy?
NANCY. —Sí, señor… (Se le acerca). ¿Desea algo, señor?… (Cambiando de tono al ponerle él las manos sobre los hombros). ¿Desea algo…? ¿Eh…? ¿Desea algo…?
(MANNINGHAM besa a NANCY. Sigue una pausa, durante la cual ella le mira fijamente, y al cabo le besa a su vez). ¿Sabe hacer esto ella? ¿Sabe besar así?
SR. MANNINGHAM. —¿De quién estás hablando, Nancy?
NANCY. —Usted ya sabe a quién me refiero.
SR. MANNINGHAM. —¿Sabes, Nancy…? Eres una chica notable en muchos aspectos. Me figuro que estás celosa de tu dueña.
NANCY. —¡Ella! ¡Infeliz! No hay de qué estar celosa. La jaqueca crónica y esa palidez todo el santo día…
SR. MANNINGHAM. —Pues, sí, Nancy, creo que tienes razón. Sin embargo, opino, ¿no te parece que sería mejor que tú y yo nos encontráramos una noche en otro
lugar más propicio?
NANCY. —Sí. ¿Dónde? Iré donde me mande. Es usted mío ahora, ¿no?, porque me quiere. Me quiere, ¿no?
SR. MANNINGHAM. —Y tú, ¿qué, Nancy? ¿Me quieres?
NANCY. —Sí. Siempre le quise, siempre desde que le vi por primera vez. Le he querido más que a ningún otro.
SR. MANNINGHAM. —¡Oh!… ¿Hay muchos otros?
NANCY. —Sí. Hay muchos otros.
SR. MANNINGHAM. —Me lo figuraba. Y sólo diecinueve años…
NANCY. —¿Dónde podemos encontrarnos? ¿Dónde quiere que nos encontremos?
SR. MANNINGHAM. —Verdaderamente, Nancy, me coges un poco de sorpresa. Ya te lo comunicaré mañana.
NANCY. —¿Cómo me lo comunicará, si ella anda siempre rondando por ahí?
SR. MANNINGHAM. —Ya encontraré el modo.
NANCY. —No es que ella me importe un ardite. Me gustaría besarle en sus mismas narices. Eso sí que me gustaría.
SR. MANNINGHAM. —Muy bien, Nancy. Es mejor que te vayas. Tengo que trabajar un poco.
NANCY. —¿Que me vaya? No quiero irme.
SR. MANNINGHAM. —Bueno; lárgate. Tengo trabajo.
NANCY. —¿Trabajo? ¿Y en qué tiene que trabajar? ¿Qué va a hacer?
SR. MANNINGHAM. —Tengo que escribir unas cartas. Anda, Nancy, vete; sé buena chica.
NANCY. —¡Bueno, muy bien, señor! Hágase el dueño de la casa otro poquito. (Le besa). Buenas noches, alteza.
SR. MANNINGHAM. —Cuando tenga tiempo, Nancy, cuando tenga tiempo. Buenas noches. (Ya se ha dirigido al buró y sacado las llaves del bolsillo).
 
(Sale NANCY).
(MANNINGHAM abre el buró y se sienta. Se levanta, recoge unos papeles del gabán y vuelve a sentarse. Coge una pluma y empieza a escribir. Se levanta y
permanece de pie junto al buró mientras busca otra llave en el llavero.. La encuentra y la aplica a la cerradura. Se detiene y observa que la cerradura
ha sido forzada. La examina de cerca. Revuelve los papeles. Saca todo el cajón y lo deja sobre la mesa, revolviendo otra vez los papeles. Va a la puerta.
Titubea. Luego va al llamador y llama. Recoge el cajón y lo coloca en su sitio. Vuelve a canturrear).
 
(Reaparece NANCY).
NANCY. —Sí. ¿Qué pasa ahora?
SR. MANNINGHAM. —Nancy, ¿quiere hacer el favor de subir arriba y darle un recado de mi parte a la señora Manningham?
NANCY. —Sí. ¿Qué debo decirle?
SR. MANNINGHAM. —Pues dígale que deseo que baje en seguida, tanto si tiene jaqueca como cualquier otro malestar.
NANCY. —¿Así, tal como suena, señor?
SR. MANNINGHAM. —Así, tal como suena, Nancy.
NANCY. —Con muchísimo gusto, señor.
 
(Sale NANCY).
(MANNINGHAM examina cuidadosamente de nuevo el cajón y empieza a canturrear. Se levanta, va a la chimenea y permanece de espaldas al fuego, esperando).
 
(Vuelve NANCY).
NANCY. —No quiere bajar. No le da la gana.
SR. MANNINGHAM. —(Dando un paso adelante). ¿Qué quiere decir, Nancy, que no quiere bajar?
NANCY. —Dice que no puede… que no se encuentra bien. Pero yo creo que es comedia.
SR. MANNINGHAM. —¿De veras? Entonces es ella la que me obliga a portarme como un grosero. Nada más, Nancy. Ya me ocuparé yo de eso.
NANCY. —Se ha encerrado con llave. He probado de abrir.
SR. MANNINGHAM. —¡Ah…! ¿De veras…? Se ha encerrado con llave, ¿eh? Muy bien. (Cruza por delante de NANCY).
NANCY. —No le dejará entrar. Se lo he conocido por la voz.. Se ha encerrado y no querrá abrir. ¿Va a echar la puerta abajo?
SR. MANNINGHAM. —No. Tal vez tenga razón, Nancy… Probemos otros medios más delicados de conseguir nuestros fines… (Va al buró). Vaya y súbale esta nota
a esa condenada imbécil. Deslícesela por debajo de la puerta.
NANCY. —Sí. Lo haré. ¿Qué le va a escribir?
SR. MANNINGHAM. —No le importa lo que escriba. Aunque puedo decirle qué es lo que pienso hacer, Nancy.
NANCY. —¿Sí? ¿Qué?
SR. MANNINGHAM. —Sencillamente: baje al sótano y traiga el perrito aquí, ¿quiere?
NANCY. —¿El perro?
SR. MANNINGHAM. —Sí, el perro.
NANCY. —¿Qué se propone? ¿Qué es esa idea del perro?
SR. MANNINGHAM. —No le importe. Vaya y tráigalo, ¿quiere?
NANCY. —Muy bien.
SR. MANNINGHAM. —(Al llegar a la puerta). Aunque, pensándolo mejor, tal vez no haga falta que traiga el perro. Bastará hacerle suponer que tenemos el perro
aquí. Eso resultará todavía más delicado. Sí, esto es, Nancy. Suba y eche esto por debajo de la puerta.
NANCY. —(Pausa). ¿Qué se propone? ¿Qué ha escrito en ese papel?
SR. MANNINGHAM. —Muy poca cosa. Nada más que un poco de humo para sacar a los ratones de su madriguera. Ande. Vaya.
NANCY. —¡Qué granuja tan listo es usted, eh! (Desde la puerta). ¿No me deja mirar?
 
(Sale NANCY).
(Una vez solo, MANNINGHAM cierra con llave la tapadera del buró. Luego coloca cuidadosamente un sillón frente a la chimenea, como si preparara la escenificación
de una ceremonia. Echa una mirada por toda la habitación. Luego ocupa su lugar delante del fuego y aguarda).
 
(Regresa NANCY).
NANCY. —Ahora baja. El truco ha salido bien.
SR. MANNINGHAM. —¡Ah…! Ya me lo figuraba. Muy bien, Nancy. Ahora le quedaré muy agradecido si se va a acostar en seguida.
NANCY. —Vamos, dígamelo. ¿Qué se propone? ¿De qué viene la pelea?
SR. MANNINGHAM. —Nancy, ¿quiere hacer el favor de ir a acostarse?
NANCY. —(Yendo hacia él). Muy bien, ya me voy. (Le besa). Buenas noches, cariñito. Dele un buen chasco a ésa, ¿eh?
(La SEÑORA MANNINGHAM aparece en el quicio de la puerta, en donde permanece. NANCY le dice: «¿Me deja usted pasar, señora?». La SRA. MANNINGHAM, sin decir
nada, se aparta a un lado).
 
(Sale NANCY).
(Después de una pausa prolongada, MANNINGHAM cruza por delante de su mujer, abre la puerta y mira que NANCY no esté fuera en el pasillo, espiando. Luego
vuelve atrás y permanece de pie, de espaldas al fuego).
SR. MANNINGHAM. —Ven y siéntate en esta silla, por favor, Bella.
SRA. MANNINGHAM. —(Sin moverse). ¿Dónde está el perro? ¿Qué has hecho con el perro?
SR. MANNINGHAM. —¿El perro? ¿Qué perro?
SRA. MANNINGHAM. —Me has mandado decir que tenías el perro. ¿Le has hecho daño? Dámelo. ¿Dónde está? ¿Has vuelto a hacerle daño?
SR. MANNINGHAM. —¿Si he vuelto a hacerle daño? ¡Qué raro que tú, Bella, hables de ese modo, después de lo que le hiciste al perro hace unas semanas! Ven
y siéntate ahí.
SRA. MANNINGHAM. —No quiero hablar contigo. No me encuentro bien. He creído que tenías el perro y que querías hacerle daño. Por esto he bajado.
SR. MANNINGHAM. —El perro, mi querida Bella, no ha sido más que una argucia para obligarte a hacerme una visita en completa tranquilidad. Ven y siéntate
donde te digo.
SRA. MANNINGHAM. —No. Quiero irme.
SR. MANNINGHAM. —(Gritando). ¡Ven y siéntate donde te digo!
SRA. MANNINGHAM. —(Acercándose a las candilejas). Sí… sí… ¿Qué más quieres que haga?
SR. MANNINGHAM. —Bastantes cosas, Bella. Siéntate y ponte cómoda, Tenemos tiempo de sobra. (La SRA. MANNINGHAM se sienta, pero se pone, otra vez de pie
en seguida).
SRA. MANNINGHAM. —Quiero irme. No puedes obligarme a estar aquí. Quiero irme.
SR. MANNINGHAM. —(Sin perder la calma). Siéntate y ponte cómoda, Bella. Tenemos tiempo de sobra.
SRA. MANNINGHAM. —(Dirigiéndose a una silla, pero no la que él le indica, sino otra más cerca de la puerta). Di lo que tengas que decirme.
SR. MANNINGHAM. —No te has sentado en la silla que te he indicado, Bella.
SRA. MANNINGHAM. —¿Qué es lo que tienes que decirme?
SR. MANNINGHAM. —Lo que tengo que decirte es que no te has sentado en la silla que te he indicado. ¿Es que tienes miedo de mí, que te sientas tan cerca
de la puerta?
SRA. MANNINGHAM. —No; no tengo miedo de ti.
SR. MANNINGHAM. —Conforme. Esto quiere decir que tienes mucho valor, querida. Sin embargo, ¿quieres sentarte donde te digo?
SRA. MANNINGHAM. —Sí. (Cruza despacio la escena).
SR. MANNINGHAM. —¿Quieres decirme cómo es que, habiendo ido a acostarte, estás vestida aún?
SRA. MANNINGHAM. —No lo sé.
SR. MANNINGHAM. —¿No lo sabes? ¿Nunca sabes nada de lo que haces?
SRA. MANNINGHAM. —No lo sé. Olvidé desnudarme.
SR. MANNINGHAM. —Olvidaste desnudarte. Un descuido curioso, si me está permitido decirlo, Bella. ¿Sabes? Me das la impresión de haber pasado una noche
de muchas emociones desde la última vez que te vi. Casi como si hubieses llevado a cabo algo. ¿Has llevado a cabo algo, Bella?
SRA. MANNINGHAM. —No. No sé lo que quieres decir.
SR. MANNINGHAM. —¿Encontraste esa cuenta de que te hablé?
SRA. MANNINGHAM. —No.
(MANNINGHAM se dirige a la mesa, donde está el jarro de la leche)..
SR. MANNINGHAM. —¿Recuerdas lo que te dije que ocurriría si no habías encontrado esa cuenta cuando yo volviera esta noche?
SRA. MANNINGHAM. —No.
SR. MANNINGHAM. —¿No? (Echa leche en el vaso). ¿No? (Ella se niega a contestar). Por lo visto, estoy casado con una mujer muda, Bella, amén de los demás
defectos. Ese cortejo tuyo de deficiencias físicas y mentales se está haciendo ya interminable. Te aconsejo que me contestes.
SRA. MANNINGHAM. —¿Qué quieres que diga?
SR. MANNINGHAM. —Te he preguntado si recordabas una cosa. (Vuelve frente a la chimenea con el vaso de leche en la mano). Vamos, Bella… ¿qué era lo que
te he preguntado si recordabas?
SRA. MANNINGHAM. —No te comprendo. Hablas, hablas, hablas… La cabeza me está dando vueltas.
SR. MANNINGHAM. —No hace falta que me lo digas, Bella. Me pregunto si por sólo una fracción de segundo tu cabeza podría interrumpir su movimiento giratorio
para concentrarse en esta conversación. Y ahora, otra vez: ¿Qué era lo que hace un momento te pregunté si recordabas?
SRA. MANNINGHAM. —(Abrumada). Me preguntaste sí recordaba lo que me sucedería si no encontraba aquella cuenta.
SR. MANNINGHAM. —¡Admirable, mi querida Bella! ¡Admirable! Haremos una sabiaza de ti, un Sócrates, un John Stuart Mill. Pasarás a la historia como la mente
más preclara de tu época. Es decir, a no ser que tu actual estado llegue a sumergirte… a separarte por completo de tus semejantes. Y ese peligro existe,
ya lo sabes, y en más de un sentido. Bueno… ¿qué dije yo que te ocurriría si no encontrabas aquella cuenta?
SRA. MANNINGHAM. —Dijiste que me recluirías.
SR. MANNINGHAM. —Sí. ¿Me tienes por hombre de palabra? (Pausa. Ella no contesta). ¿Sabes, Bella…? Habiendo llevado una vida de muchas y muy variadas experiencias,
he conseguido forjar una serie de principios de acción. De hecho, creo que he llegado a saber cómo debo comportarme con mis semejantes. Empecé a aprenderlo
muy temprano… en la escuela, en realidad. En la escuela, ¿sabes?, había dos maneras de conseguir lo que uno quería. Una de ellas corría por un plano intelectual;
la otra en lo físico. Si una fallaba, se usaba la otra. Esta lección la aproveché para gobernar mi vida. Hasta el presente, y en cuanto a ti, me he portado
con una tolerancia y una paciencia cuyo juicio dejo en tus manos, que no se han movido del plano intelectual. Ahora creo que ha llegado el momento de entrar
en acción en el otro plano también… Debes comprender que soy hombre de mucha fuerza… (Ella le mira, asustada). ¿Por qué me miras, Bella? He dicho que soy
un hombre de mucha fuerza y determinación, y tan capaz en un sentido como en el otro. Dejaré a tu imaginación elaborar el resto de lo que quiero decir…
Sin embargo, nos estamos apartando de la cuestión principal… Desde luego, no encontraste la cuenta de que te hablé.
SRA. MANNINGHAM. —No.
SR. MANNINGHAM. —¿La has buscado? (Se acercó al buró).
SRA. MANNINGHAM. —Sí.
SR. MANNINGHAM. —¿Dónde la has buscado?
SRA. MANNINGHAM. —¡Oh…! Por toda la habitación…
SR. MANNINGHAM. —Por toda la habitación… ¿Dónde de toda la habitación? (Pausa). ¿En mi escritorio, acaso?
SRA. MANNINGHAM. —No. En tu escritorio, no.
SR. MANNINGHAM. —¿Acaso te figuras que puedes mentirme?
SRA. MANNINGHAM. —No miento.
SR. MANNINGHAM. —Ven aquí, Bella.
SRA. MANNINGHAM. —(Acercándosele). ¿Qué quieres?
SR. MANNINGHAM. —Ahora quiero que me escuches. Tu cerebro ofuscado, tu razón errante, tus ideas confusas te han inducido a jugarme algunas supercherías
esta noche, ¿no es así?
SRA. MANNINGHAM. —Mi cerebro está cansado. Quiero irme a la cama.
SR. MANNINGHAM. —Tu cerebro, en efecto, está cansado. Tu cerebro está tan casado que ya no puede funcionar más. No piensas. Sueñas. Sueñas durante todo
el día. Lo sueñas todo. Sueñas sin cesar y con maldades. ¿Es que todavía no te has dado cuenta? ¿Y qué es lo que has estado soñando esta noche, imbécil
sonámbula; qué es lo que has soñado, que has forzado mi escritorio? ¿Qué sueño de locuras has estado soñando esta noche, di?
SRA. MANNINGHAM. —¿Soñar? Vas a decir que he soñado… Que he soñado todo lo que ha pasado…
SR. MANNINGHAM. —Todo lo que ha pasado, ¿cuándo, Bella? ¿Esta noche? ¡Claro que has soñado todo lo que ha pasado… o, mejor dicho, todo lo que no ha pasado!
SRA. MANNINGHAM. —Soñado… Esta noche… ¿Dices que he soñado? (Pausa). ¡Oh, Dios mío…, he soñado! ¡He vuelto a soñar…!
SR. MANNINGHAM. —¿No te lo decía yo…?
SRA. MANNINGHAM. —(Prorrumpiendo en gritos). ¡No he soñado nada! ¡No he soñado! No me digas que he soñado. ¡Por el amor de Dios, no me digas eso!
SR. MANNINGHAM. —(Hablando al mismo tiempo que ella y forzándola a sentarse en una silla de la izquierda). ¡Siéntate y estate quieta! ¡Siéntate! ¿Más sosegada
e inquisitivamente? ¿De qué ha sido ese sueño tuyo, Bella? Me interesa saberlo.
SRA. MANNINGHAM. —He soñado que un hombre… (Histéricamente). He soñado que un hombre…
SR. MANNINGHAM. —(Muy intrigado). ¿Has soñado con un hombre, Bella? ¿Con qué hombre has soñado, si me haces el favor?
SRA. MANNINGHAM. —Un hombre. Un hombre que ha venido a verme. ¡Déjame descansar! ¡Déjame descansar!
SR. MANNINGHAM. —Cálmate, Bella. ¿De qué hombre estás hablando?
SRA. MANNINGHAM. —He soñado que venía un hombre.
SR. MANNINGHAM. —¡Ya lo sé qué has soñado que venía un hombre, dichosa lengua de trapo! Quiero saber más de ese hombre con el que has soñado. ¿Lo oyes?
¿Oyes lo que te digo?
SRA. MANNINGHAM. —He soñado… He soñado…
(Entra ROUGH por la puerta de la derecha, es decir, por el cuartito vestidor).
ROUGH. —¿Acaso formaba yo parte de este curioso sueño suyo, señora Manningham? Tal vez mi presencia aquí la ayudará a recordar.
SR. MANNINGHAM. —(Después de una pausa). ¿Puedo preguntar quién diablos es usted, y cómo ha entrado aquí?
ROUGH. —Pues… Quién soy, parece cosa algo dudosa. Al parecer no soy más que una quimera de la imaginación de la señora Manningham. En cuanto a cómo logré
entrar hasta aquí, entré, o, mejor dicho, volví, o, todavía mejor, efectué mi entrada unos minutos antes que usted, y desde entonces he estado escondido.
SR. MANNINGHAM. —¿Y tendría la bondad de decirme qué es lo que está haciendo?
ROUGH. —Espero a unos amigos, señor Manningham; estoy esperando a unos amigos. ¿No cree que sería mejor que fuera a acostarse, señora Manningham? Parece
muy cansada.
SR. MANNINGHAM. —¿No le parece que sería preferible que explicara qué le ha traído aquí, señor?
ROUGH. —Bueno… No siendo más que una quimera, un simple espectro que no existe más que en la imaginación de su esposa, apenas puede decirse que me trae
aquí negocio alguno. Dígame, señor Manningham, ¿puede verme? No cabe duda de que su esposa, sí; pero a usted debe de serle difícil. Tal vez si ella se
fuera a su cuarto, yo me desvanecería, y así tal vez usted se libraría de mi enojosa presencia.
SR. MANNINGHAM. —Bella, ve a tu cuarto. (Mirándoles a uno y a otro alternativamente, presa de aprensión y asombro, BELLA se dirige a la puerta). Quiero
averiguar el significado de todo eso, y ya me las entenderé contigo en el momento oportuno.
SRA. MANNINGHAM. —Yo…
SR. MANNINGHAM. —Anda a tu cuarto. Ya te llamaré luego. Todavía no he terminado con usted, señora.
(La SRA. MANNINGHAM vuelve a mirar a los dos y se va).
ROUGH. —Me parece que se equivoca en eso que acaba de decir, Manningham. Estoy convencido de que ya lo ha hecho.
SR. MANNINGHAM. —¿Hecho qué?
ROUGH. —Terminar con su mujer, amigo mío. (Se sienta cómodamente en un sillón).
SR. MANNINGHAM. —Ahora, señor…, ¿quiere usted tener la bondad de decirme su nombre y qué es lo que desea, si es que desea algo?
ROUGH. —No tengo ningún nombre, Manningham, en mi actual encarnación. Como ya le he hecho notar, no soy más que un espíritu. Tal vez el espíritu de algo
que usted ha procurado evitar durante toda su vida…, pero, en todo caso, no paso de ser un espíritu. ¿Quiere usted fumar un cigarrillo con un espíritu?
Tal vez tengamos que aguardar un rato.
SR. MANNINGHAM. —¿Querrá usted explicar qué es lo que desea, señor, o voy a buscar a un policía para que le eche a la calle?
ROUGH. —(Encendiendo un cigarro). ¡Ah…! ¡Una idea admirable! No podría habérseme ocurrido otra mejor. Sí; vaya a buscar a un policía, Manningham, y haga
que me echen. (Pausa). ¿A qué espera?
SR. MANNINGHAM. —En realidad, señor, puedo echarle yo mismo.
ROUGH. —(Levantándose y plantando cara). Sí. Pero, ¿por qué no buscar a un policía?
SR. MANNINGHAM. —(Después de una pausa). Me da la impresión de que guarda una carta escondida. ¿Quiere continuar lo que estaba diciendo?
ROUGH. —Sí, con mucho gusto. ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí! (Pausa). Dígame una cosa, Manningham, pero…, ¿nota usted la misma sensación que yo?
SR. MANNINGHAM. —¿Qué sensación?
ROUGH. —La sensación de que la luz de esta sala se está apagando.
SR. MANNINGHAM. —No lo he notado.
ROUGH. —Pues… sí. Fíjese… (La luz baja lentamente). Misterioso, ¿no le parece? Casi estamos a oscuras… ¿Qué cree usted que ha pasado? ¿No supone que hayan
encendido la luz en otra parte de la casa…? ¿No supone que en la casa hayan entrado desconocidos? ¿No supone usted que hay otros espíritus, espíritus semejantes
al mío…, espíritus que merodean por la casa…, espíritus de justicia que han logrado atraparle por fin, Manningham?
SR. MANNINGHAM. —¿Está usted loco, señor?
ROUGH. —No, señor. No soy más que un viejo que ve fantasmas. Debe ser la atmósfera de esta casa. (Caminando de una parte a otra). Los veo en todas partes.
Es la cosa más extraña del mundo. ¿Sabe qué fantasma veo, señor Manningham? Apenas lo creería.
SR. MANNINGHAM. —¿Qué fantasma ve?
ROUGH. —Pues el fantasma de una vieja, señor…, el fantasma de una vieja, de hace veinte años…, una vieja que en otros tiempos vivió en esta casa, que vivió
en esta misma habitación. Sí…, en esta misma habitación. ¡Qué cosas me imagino!
SR. MANNINGHAM. —¿Qué es lo que está diciendo?
ROUGH. —La veo tan claramente… Una vieja disponiéndose a ir a la cama…, aquí, en esta misma habitación; una vieja disponiéndose a ir a la cama al terminar
el día. ¡Mírela! Está ahí. Está sentada cabalmente ahí. Y ahora me parece que también veo otro fantasma. (Pausa. No aparta los ojos de Manningham). Veo
el fantasma de un joven, señor Manningham…, un joven bien parecido, alto, bien vestido. Pero este joven lleva el crimen escrito en los ojos. Sí. ¡Dios
me valga!, si podría ser usted, señor Manningham…, ¡podría ser usted! (Pausa). La vieja le ve. ¿No lo está viendo usted? Grita…, grita pidiendo socorro…,
grita antes de que le corten el cuello con un cuchillo. Ahora yace muerta en el suelo…, el suelo de esta habitación, de esta casa. ¡Ahí! (Pausa). Ahora
ya no veo ese fantasma.
SR. MANNINGHAM. —¿Qué significa todo eso? ¿Qué significa?
ROUGH. —(Dejando la silla y poniéndose frente a MANNINGHAM). Pero sigo viendo al fantasma del hombre. Le veo durante la noche entera, entrando a saco por
toda la casa, hora tras hora, habitación por habitación, destrozándolo todo, revolviéndolo todo, buscando alocadamente lo que no puede encontrar. Después
transcurren veinte años, y ¿dónde está? Pues, señor, ¿acaso no está en la misma casa, la casa que saqueó, la casa que registró…, no está ahora en presencia
del fantasma de la mujer que asesinó… en el mismo cuarto que la mató? Es un hombre metódico, paciente, pero tal vez ha aguardado demasiado tiempo. Porque
la justicia también ha aguardado, y ahora está aquí, en mi persona, para cobrar su débito. Y la justicia, amigo mío, ha encontrado en una hora lo que usted
anduvo buscando durante veinte años sin lograr hallarlo aún. Vea esto. Vea lo que ha encontrado. (Va al escritorio). En primer lugar, una cuenta del tendero
que su mujer había perdido. Después una carta que nunca llegó a manos de su esposa. Después, un broche que regaló a su mujer, pero que ella perdió. ¡Qué
estupidez la suya! Pero ella desconocía el valor que ese broche encerraba. ¡Cómo iba a saber ella que guardaba los rubíes de Barlow! ¡Véalos! (Abre el
broche). Mire. ¡Doce mil libras de pedrería ante sus ojos! ¡Aquí los tiene, señor mío! Usted mató a una mujer por ellos y ha intentado volver loca a otra.
Y durante todo el tiempo, estaban guardados en su propio escritorio, y ahora le pondrán una cuerda al cuello por ellos… Bueno; acabó la partida, Sydney
Power, y le aconsejo que lo tome con filosofía.
SR. MANNINGHAM. —Parece que usted posee informaciones muy valiosas, señor. Pero, ¿se figura acaso que le voy a dejar salir con esos informes en poder suyo?
(Corre a la puerta con intención de cerrarla con llave).
ROUGH. —¿Se figura acaso, señor, que le voy a dejar salir sin una escolta adecuada?
SR. MANNINGHAM. —¿Me está permitido preguntarle qué quiere decir con eso?
ROUGH. —Nada más que ya tengo algunos hombres situados en la casa. ¿No se ha dado cuenta de que me habían dado la señal de su llegada desde arriba, y siguiendo
su mismo método, señor Manningham? ¿No ha visto que la luz ha bajado?
SR. MANNINGHAM. —(Pausa. Mira a ROUGH). Oiga usted… ¿Qué demonios es eso? (Corre a la puerta, por la, que aparecen dos hombres). ¡Ah, caballeros! Pasen.
Pasen. Como si estuvieran en su propia casa. ¡Eh! (Hace un movimiento repentino para escapar). ¡Suéltenme! Estos no son modos de proceder. No son modos.
(Se produce lucha, al cabo de la cual le fuerzan a sentarse en una silla. Viendo que hará falta ayuda, ROUGH va a la ventana y corta el cordón de la persiana,
que cae con estrépito. Con ella atan a MANNINGHAM. Luego, uno de los hombres entrega un papel a ROUGH).
ROUGH. —(Dirigiéndose a MANNINGHAM). Sydney Charles Power, tengo un auto de detención contra usted por el asesinato de Alice Barlow. Debo advertirle que
cuanto diga ahora puede ser tomado por escrito y usado después como prueba acusatoria. ¿Está dispuesto a acompañarnos a la comisaría sin oponer resistencia?
Todos se lo agradeceremos, y de paso servirá mejor a sus propios intereses, Power, si quiere venir pacíficamente… (MANNINGHAM forcejea de nuevo). Muy bien…
Llévenselo.
(Se disponen a llevárselo cuando entra la SRA. MANNINGHAM. Se produce un silencio).
SRA. MANNINGHAM. —Inspector Rough…
ROUGH. —(Yendo a ella). Dígame. Pero, ¿no cree que ahora sería mejor que usted…?
SRA. MANNINGHAM. —(Con voz débil). Inspector…
ROUGH. —Sí…
SRA. MANNINGHAM. —Quiero hablar con mi marido.
ROUGH. —Pero, por Dios; si no es posible que…
SRA. MANNINGHAM. —Quiero hablar con mi marido.
ROUGH. —Muy bien, querida señora. ¿Qué quiere decirle?
SRA. MANNINGHAM. —Quiero hablarle a solas.
ROUGH. —¿A solas?
SRA. MANNINGHAM. —Sí, a solas. ¿No me hará usted el favor de dejarme hablar a solas? Se lo suplico, déjeme. No le entretendré mucho.
ROUGH. —(Pausa). No lo entiendo. ¿A solas? (Pausa). Muy bien. (Hace seña a los hombres de que aten a MANNINGHAM a la silla. Los hombres obedecen). Está
contra el reglamento… Aguardaremos fuera. Siento decirle que no puede disponer de mucho tiempo, señora Manningham.
SRA. MANNINGHAM. —No quiero que escuchen.
ROUGH. —Bueno. No escucharemos.
(Titubeando sale ROUGH, seguido de sus hombres. La SRA. MANNINGHAM permanece mirando a su marido. Finalmente, va a la puerta, la cierra con llave y se
acerca a él).
SRA. MANNINGHAM. —¡Jack! ¡Jack! ¿Qué te han hecho? ¿Qué te han hecho?
SR. MANNINGHAM. —(Forcejeando con sus ataduras, y en voz baja).. No te pongas nerviosa, Bella. Eres lista. Busca algo para cortar esto y todavía puedo
escapar. Puedo huir por el vestidor y saltar a la calle. Busca algo.
SRA. MANNINGHAM. —Sí; buscaré algo. ¿Qué puedo buscar?
SR. MANNINGHAM. —En mi vestidor hay una navaja. ¡Ahí dentro! ¡Corre! ¡No pierdas tiempo! ¡Corre y tráela!
SRA. MANNINGHAM. —Sí, la traeré. Te la traeré.
SR. MANNINGHAM. —Eso, tráela; sé buena chica. Eres una buena chica. ¡Corre, corre!
(Ella va a la puerta del vestidor y hace como si quisiera abrir, pero sin poder. Ha cambiado completamente de expresión).
SRA. MANNINGHAM. —¡Qué extraño! ¡Está cerrada!
SR. MANNINGHAM. —¿Qué quieres decir, está cerrada? ¡Pero sí está la llave! La veo desde aquí. ¡Da la vuelta a la llave y entra!
(Repentina y violentamente, ella echa la llave y la saca de la cerradura).
SRA. MANNINGHAM. —¿La llave? ¿Qué llave? ¿Acaso sugieres que es una llave eso que tengo en la mano? ¿Te has vuelto loco, marido mío? (Arroja la llave al
otro lado de la estancia).
SR. MANNINGHAM. —¿Qué estás haciendo, Bella?
SRA. MANNINGHAM. —(Acercándosele). ¿O soy yo la que está loca? Sí. Eso es. Desde luego. Estoy loca. Era una llave y la he perdido. ¡Dios mío, la he perdido!
Siempre estoy perdiendo cosas. Y nunca las puedo encontrar. No sé dónde las pongo.
SR. MANNINGHAM. —Bella…
SRA. MANNINGHAM. —Tengo que buscarla, ¿no? Sí, porque si no la encuentro, me encerrarás en mi cuarto. Me recluirás en un manicomio porque estoy loca. ¿En
dónde puede estar la llave? ¿Detrás del cuadro? Sí; debe de estar allí. (Va al cuadro y lo descuelga). No…, no está aquí…, ¡qué extraño! Tengo que volver
a poner el cuadro en su sitio, ¿no? Lo he quitado y tengo que volver a ponerlo. Ya está. (Lo vuelve a colgar). ¿Por dónde buscaré ahora? El escritorio.
Tal vez la he puesto en el escritorio. (Va al escritorio). No; aquí no está. Hay una cuenta. Y una carta. Y un reloj. Míralos. (Va a él). Tómalos.. Finalmente
los he encontrado, ¿ves? Pero no te sirven, ¿verdad? Y yo estoy tratando de ayudarte, ¿no es verdad? Y yo ayudando a escaparte… Pero, ¿cómo puede una loca
ayudar a su marido a escapar? Qué lástima… (Hablando con voz cada vez más alta). Si no estuviera loca tal vez podría ayudarte…, si no estuviera loca, sin
importarme lo que hubieras hecho, podría haber tenido lástima de ti y haberte ayudado. Pero como estoy loca, te he aborrecido; y porque estoy loca, te
he traicionado, y porque estoy loca siento una alegría feroz en el corazón… sin una sombra de lástima, sin una sombra de pesar… y ahora que veo que van
a llevarte, mi corazón rebosa de gloria. (Pausa. Le mira. Respira fatigosamente. De pronto, va a la puerta y la abre de par en par). ¡Inspector! ¡Inspector!
¡Venga y llévese a ese hombre! ¡Venga y llévese a ese hombre! (Entran ROUGH y los otros. La SEÑORA MANNINGHAM se dirige a ROUGH. Está completamente histérica).
¡Venga y llévese a ese hombre! (La SRA. MANNINGHAM hunde el rostro en el hombro de ROUGH).
ROUGH. —Muy bien… Llévenlo. Estaré con ustedes dentro de un poquito. (Se llevan a MANNINGHAM en silencio). Ahora, querida señora, venga y tome asiento.
Bueno, hija mía, tiene usted toda la vida por delante ahora. Esto significa buenos platos de nata de Devonshire, y el brillo otra vez en sus ojos. Pero
ha pasado un mal rato: Pobre de mí, salido de ninguna parte, le he dado la noche más horrenda de su vida, ¿verdad? La noche más horrenda de la vida de
cualquiera, me figuro.
SRA. MANNINGHAM. —La más horrenda… ¡Oh, no…! (Con una especie de arrogancia altiva). La más maravillosa… La más maravillosa de todas.
 
TELÓN
 
 
Luz de gas (Un guiñol Victoriano).