Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

La espera.

Octavio Rojas Amórtegui.
La espera.
 
La madre, "una viejecita como hay tantas en Bogotá; una viejecita que tenía los ojos suaves, la sonrisa indulgente y el color de las páginas de su devocionario",
espera inútilmente el regreso del hijo ausente del cual ni una carta recibe. El servicio doméstico le hacía más insoportable la espera, pues ninguna sirvienta
permanecía dos semanas en aquella casa donde todo era tristeza y añoranza. Mas un día la ancianita decidió cambiar la intolerable situación.
Veamos cómo:
Y no tardó en presentarse la nueva fámula. Era una campesina del Valle de Tenza. Pasaba ya de los cuarenta, y hacía lo menos veinte que servía. Respiraba
salud y energía; redonda la cara, redondos los brazos, redondos los pechos y las ancas, enrastrojadeis las cejas, arremangada de nariz, un corazón de bizcochuelo,
y un nombre que la definía: Rosa.
—Y ya lo sabe, Rosa: pórtese bien y no le pesará. Aquí no le faltará nada y no es gran cosa el trabajo.
Mire: no somos más que yo y mi hijo, que se encuentra en este momento en el extranjero, pero que debe llegar de un momento a otro... Mire —^agregó, mostrándole
el retrato— mire qué buen mozo, aunque me esté mal al decirlo...
—-jAy, mi señora! Pero si es su misma cara.
—¿No es verdad?
—Si se ve que está que habla.
—Ah, Rosa! Si supiera lo loco y lo enamorado y lo mujeriego que es, ¡Santo Dios! En cuanto ve un palo con faldas, ya está detrás.
—Mejor, mi señora; ya sentará la cabeza cuando se case, como todos...
—Cualquier día se casa este, y pobre mujer.
-Ya lo verá, Rosa, ya lo verá.
—Ja, Ja, Ja, Ave María con mi señora
-Bueno, con su permiso me voy a la cocina.
Y se alejó sonriendo por todos los poros.
Y comenzó la espera:
—Debe venir hoy.
—Ya no viene.
—^Tal vez esta tarde.
—Quizá mañana.
Sabe, Rosa. Mientras usted salió por el pan, vino el cartero y me trajo una carta del niño. Pobrecito, tan cariñoso siempre... Dice que está bien y que
vendrá muy pronto, que quiere darme una sorpresa...
—¡Ay, qué alegría, mi señora; qué alegría! —decía la pobre Rosa, haciendo pucheritos y enjugándose los ojos con la punta del delantal.
La viejecita, para hacer bien su papel, se escribía la carta del hijo y después... después escribía la respuesta.
Pero éstas no se entendían.
—¡Es que esta tinta está tan mala, Rosa!
—Es que las lágrimas emborronan tanto, mi señora.
—Hasta luego, Rosa; me voy a poner esta carta al correo...
—Pero, ¡qué la había de poner! ¿Para dónde? Al armario era a donde iba a parar. A un lado, las cartas que ella hubiera querido recibir; al otro, las que
hubiera querido contestar. Y gastaba mucho papel.
Pero ahora el hijo se hacía a cada instante más presente.
Ya se le sentía en la casa. Era evocación tan ferviente que.... nada, al fin tendría que elegír un TIPO.
De noche, en las altas horas, corría al armario, y como si las robase, sacaba las cartas y jugaba con ellas a la madre, lo mismo que de niña con las muñecas.

Siempre nutriendo al hijo, ayer con la linfa de su leche: hoy con el hilo de su llanto.
Y así pasaban los años. Esperando la esperanza. Y mudaban la cama y arreglaban los libros y cambiaban las flores del florero, y cada vez que llamaban a
la puerta, corrían las dos a abrir.
—¿Por qué abandona usted su cocina?
—¿Qué viene a hacer aquí? —le decía la viejecita celosa.
—Es que... que creí que era el niño, mi señora.
El tiempo fluía y ante las vecindades atónitas, la viejecita conservaba la misma sirvienta. Eran ya como dos hermanas. El amor al ausente léis unía. Se
ilusionaban y se consolaban mutuamente.
Hasta que Rosa, ya vieja, o envejecida, enfermó.
De redonda se hizo angulosa; de rosada, violácea; y comenzó a toser, a toser con una tos seca, que la maltrataba horriblemente, hinchándole las venas del
cuello y llenándole los ojos de lágrimas.
—Estas mujeres de "ahora", parecen mentira.
¿A que los voy a enterrar a todos? —decía la viejecita.
Y allá en el fondo de su corazón una voz respondía:
tú no puedes morir hasta que vuelva tu hijo...
Por fin, una mañana, la pobre Rosa, al volver del mercado, se metió en su cama y llamó a la viejecita:
—Perdóneme, mi señora, que me muera en su casa. Pero ya no puedo moverme. No llame a ningún médico, que paia morir no hace falta. Que venga el señor cura,
y si es posible, que me traigan a Nuestro Amo. Allí entre mi baúl tengo una camisita sin estrenar, mi señora.
Y un violento acceso de tos le cortó la palabra.
La viejecita corrió a llamar a los vecinos para que fueran a decir al señor cura que viniera con el Viático y los Santos Óleos, pues el caso era desesperado.
La pobre Rosa se iba...
Cuando en la esquina, precedido por el monaguillo, se agitaba la campanilla, y entre los vecinos prosternados apareció el señor cura, trayendo la hostia
bajo palio, la viejecita se hincó de rodillas en el suelo, a la puerta de su casa, abierta de par en par, y alfombró con flores la calle para recibir la
visita de Dios, haciéndole los honores de su morada, como todo una gran señora. Triste, pero al mismo tiempo orgullosa, de poder ostentar tan buenas relaciones...

La pobre Rosa comulgó, y ya agónica, llamó a la viejecita y entre dos estertores, le dijo:
—Mi señora: no se olvide de cambiar la cama del niño.... Y mire, mi señora: en la cocina, entre la cesta de la compra, hay unas florecitas para el florero...

Y después de una pausa muy fatigosa, agregó:
—Y no me acompañe al cementerio, mi señora, porque podría venir el niño mientras tanto, y ¿quién le abriría la puerta?
Dicho esto, la pobre Rosa dejó el servicio de la tierra y fue a encargarse de las cocinas del cielo.
 
 
La espera.
Octavio Amórtegui Rojas.