Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El ser humano como mujer.

Lou Andreas-Salomé
El ser humano como mujer.
 
UN BOSQUEJO DE SU IMAGEN
Para consternación de toda emancipación de la mujer, o de cuanto así se llame, uno no puede menos de pensar hasta qué profundidad ahonda el elemento femenino
en la raíz de toda vida como el menos desarrollado, como indiferenciado a la vez que, precisamente por ello, cumple su finalidad más eminente. La pequeña
célula masculina aparece, sin perjuicio de su pequeñez y justamente por esa misma pequeñez que la hace desvalida, ya desde el inicio como la diminuta célula
nacida para desarrollarse, como algo insatisfecho en busca de ulteriores fines en un laborioso proceso de desarrollo impelido por el empuje y la necesidad.
Se bosqueja como una línea que progresa siempre hacia adelante y de la que nunca se podrá decir si le queda todavía algo por alcanzar, mientras que el
óvulo femenino se muestra como algo cerrado, como un círculo que no se abre hacia fuera. ¿Y para qué? Es como si en su mismo interior poseyera su propia
patria natural, en un todo que es radicación de sí mismo; como si nunca hubiera dado los últimos pasos hacia el exterior, hacia lo extraño, hacia el vacío,
hacia las mil posibilidades de existencia y de vida en el exterior; como si estuviera aún inmediatamente ligado a las totales e infinitas facetas del todo,
cerrado todavía ahí como en un suelo primitivo y básico. Y justamente por eso la armonía intacta radica tan elemental y primitivamente en lo femenino:
esa seguridad y colmación del círculo, esa plenitud y compacidad serena en su gran redondez condicional, provisional.. En su interior se albergan la autosatisfacción
y el autodominio, en sus más hondas intenciones del ser, que sin sumirse en la intranquilidad y el desasosiego se despliega hasta los contornos más extremos
a la vez que desintegra y rompe todas sus fuerzas en unos impulsos siempre más fuertes y punzantes. Lo que primero estaba cerrado puede ahora partirse
en unidades, en la belleza más armoniosa, que se reproducirá en las nuevas con toda la belleza plena del conjunto unitario. Y ahí lo femenino se comporta
frente a lo masculino como un reducto aristocrático, en el más noble de los sentidos, que se crece dentro del entorno de su propio castillo, de su terreno
patrio, con un futuro rico y seguro, que a medida que avanza se dilata, ve propagarse en torno los ideales de una última belleza, de una plenitud —algo
así como la línea del horizonte ante el caminante, donde cielo y tierra parecen conjuntarse en una lejanía inconmensurable que retrocede a la par que el
caminante avanza.
Hay dos formas de vivir, dos formas de dar a la vida todo su despliegue que sin la división en sexos habrían de seguro quedado en el nivel más profundo,
pero que es en vano discutir cuál de las dos formas tiene mayor valor o importancia: si aquella cuyas fuerzas se expanden, o la otra que contornea su centro
y ambas se completan así en la esfera de su autolimitación.. Ambos mundos, que han sido tan complicados con su pujante desarrollo, no se pueden concebir,
como por desgracia ocurre a menudo con tantos malentendidos, en dos mitades de una misma cosa: como por ejemplo las expresiones populares de lo femenino
como el recipiente puramente pasivo y lo masculino como el contenido creativamente activo. Si uno piensa en el proceso como en el ser humano se unen las
células masculinas y femeninas en el acto sexual, la frase popular sobre progenitor y recipiente se hará todavía más dudosa en su origen. Hombre y mujer,
como signo de su madurez y crecimiento, de un crecimiento que ya desborda de sí mismo, unen sus células, que producen un nuevo embrión de ser humano, que
a la vez contiene dentro de sí un trozo de su padre y de su madre. Ahí de nuevo el óvulo de la madre es el cuerpo más grande, mientras que la infinitud
de espermas masculinos, uno o dos de los cuales penetran el óvulo, son el elemento más móvil: ambos representan la esencia de los sexos participantes.
Aparte, sin embargo, de la aportación creadora de igual valor a la generación del niño, viene el plus de la aportación femenina por el hecho de que en
los animales superiores el niño madura en el organismo de la madre. Luego de formarse la cría por la aportación de los materiales masculinos y femeninos,
el ser humano femenino es el lugar de ulterior desarrollo, el seno de la madre como el seno de la tierra madre, donde está enterrada la semilla del hijo
para nutrirse y aflorar a la vida. La imagen de engendrar el hombre y concebir la mujer se cae por los suelos: se produce involuntariamente una confusión
entre el lugar, o concretamente el local del albergue del bebé, y la aportación típicamente masculina y femenina. La circunstancia puramente local de que
en la cópula el semen masculino penetra en la mujer, que ésta lo recibe, es algo que propicia la confusión, pues el cuerpo de la mujer sólo albergaría
el lugar de crecimiento para ambas partes. En realidad lo que de hecho ocurre es que el óvulo no sólo tiene tanto poder de engendramiento como el semen
sino que ha fabricado todas aquellas células que son portadoras de toda generación primitiva «asexual». Este es precisamente el elemento primitivo de la
actividad reproductora suficiente en los seres primitivos para la multiplicación, en cuanto por sí mismo se rejuvenecía y fructificaba hasta que más tarde,
en una fase de desarrollo superior, se hizo necesaria la conjunción de diferentes células; y como algo ya más secundario, el total del proceso fue proporcionado
por las células sexuales masculinas.
La menor diferenciación de lo femenino es a la vez su capacidad creadora, y sería posible demostrarlo tanto en lo físico como en lo psíquico. Es la parte
que dominadoramente debe cerrarse en lo suyo para que el otro, el macho, pueda insertarse en un ulterior desarrollo; es ahí donde el otro elemento más
diferenciado vuelve una y otra vez donde debe hundirse para seguir viviendo.
Una concepción distinta de lo femenino comete constantemente el mismo fallo, tanto si lo considera como parte pasiva o como mero anexo al hombre, tanto
si se da peso a lo maternal, como al aspecto de una concepción, embarazo y parto pasivos, todo produce las mismas falsas consecuencias, y todavía hoy se
pueden encontrar representantes de tales ideas entre las promotoras de la emancipación. Justamente como los demás, ellas también pasan por alto que la
mujer es ante todo un ente completamente autónomo y todas las otras relaciones se derivan de ahí. El encuentro de los sexos con todas sus implicaciones
es el resultado de dos mundos autónomos entre sí, de los cuales uno aspira a la concentración de sí mismo mientras que el otro prefiere la especialización
de sí mismo, lo que les capacita a crear, por mor de su capacidad, a engendrar un tercer mundo altamente complicado, y así unirse felizmente y apoyarse
mutuamente en todas las facetas de la vida.
En lo físico, y concretamente en la experiencia maternal, el fecundo antagonismo entre seres aflora como algo claro y típico, pues si bien ahí el varón
es la parte más agresiva y emprendedora, tan sólo tiene una participación momentánea y parcial en el conjunto del proceso y actúa en una prestación individual
de sí mismo para vivir así en una progresiva especialización de sus fuerzas que pujan por intervenciones siempre singularizadas: todo su valor está ahí,
en lo que brinda y desarrolla. El ser femenino, en cambio, que mantiene su unidad sin desperdigarse, se serena y reposa en el hecho de identificarse con
lo que ha absorbido; ello da plenitud a su ser, que no se dispersa en actuaciones aisladas y especiales para un objetivo exterior, sino que se compenetra
con lo que crea, se colma con algo que apenas puede llamarse una acción pues consiste en que de su vida, vivida como una unidad, de nuevo emana y se irradia
otra vida vivida como unidad.. Y así la mujer en la experiencia materna sigue siendo el suelo que nutre la pequeña doble semilla dentro de sí, para sacarla
cuando ya no es una parte, un hecho, una actuación de los padres, sino un ser humano pleno y a su vez capaz de reproducirse. Y por ello lo materno es un
símbolo de la psique femenina en todas sus manifestaciones externas, en todos los campos, puesto que en ella hacer y ser están mucho más íntimamente ligados
que en el hombre, el ser siempre anhelante, el ser que se desperdiga en lo que vendrá. En ella ser y obrar coinciden y todas las acciones individuales
no son sino un sereno y satisfecho acto de ser en sí mismo; y, así, para la mujer en la vida «cuenta lo que es, no ya lo que hace».
En esa diferencia de los sexos radica y se oculta un singular doble aspecto de su relación que convierte a la mujer a la vez en dependiente y en independiente
del hombre, como lo es él de ella. La mujer es por ello el ser humano más físico de ambos, pues vive mucho más inmediatamente ligada a su propia physis
y en ella se evidencia más claramente el fin último de un hecho que también es válido para él: que toda la vida, incluso la vida espiritual, no es más
que una floración, transformada y refinada, de la gran raíz del existir sexualmente condicionado, una sexualidad sublimada, por así decirlo.
Y justamente por ello la vida sexual en la mujer aparece en su pleno sentido físico, no como un simple impulso aislado, sino como algo que lo penetra y
anima todo, que se identifica con las manifestaciones totales de la mujer y precisamente por ello no se muestra tan localizado, especializado en su empuje
como ocurre en el hombre. Y se llega así a la evidente paradoja de que la mujer, en virtud de su condición sexual, es el sexo menos sensual en el sentido
reducido de la palabra. Psicológicamente hablando, no es un error pues medirla en este campo con una medida distinta de la del hombre. En la mujer deben
producirse variaciones más profundas que en el hombre para que, por ejemplo, pueda establecerse un atisbo de conexión entre liberación sexual y la de todo
el ser humano pleno, como ha sucedido a menudo en el caso del varón. El varón, que es capaz de una tosca satisfacción momentánea de su sensualidad sin
el menor sentimiento por sus demás pasiones, emplea para este fin —o hace mal uso, si así se quiere— su disposición corporal altamente diferenciada que
le hace posible el ejercicio aislado de una actividad mientras todo lo demás parece quedar como desvinculado. Ese proceder mecanicista, más bien automático
precisamente ahí donde nuestros sentimientos han situado lo más íntimo, lo más espiritual, es lo que da a todo el proceso su aspecto más odioso; una odiosidad
que engloba todas las fases y procesos de aquella acción dentro de una visión de algo desproporcionado, carente de armonía.
El ser indiferenciado de la mujer, el anhelo todavía no apagado en ella de una relación siempre más íntima e intensa de todas las pasiones, asegura al
erotismo de la mujer su más honda belleza; ella vive lo erótico de otra forma, su physis y su psyché lo reflejan de forma distinta y por ende debe ser
juzgada con criterio distinto cuando esa belleza no queda intacta.
No es casual que sea cabalmente la mujer la que es despertada al anhelo amoroso únicamente después de la experiencia sexual y la que sabe y conoce toda
una gama más rica de posibilidades al margen de esta experiencia; la denominada «pureza» de la mujer siempre ha sido entendida falsamente como algo negativo,
y por ende para los hombres libres a menudo ha tenido el resabio de puras quimeras artísticas, de clausura o prejuicio. Y en realidad tiene su lado positivo:
y es la feliz unidad que la mujer posee todavía, mientras que en el varón las diversas pasiones del alma y los sentidos siempre se disgregan y dispersan
al igual que varios exploradores en una ramificación hacia el futuro. Por esa carencia y a la vez ventaja, y radicalmente por eso, la mujer se distingue
al poseer ella la mayor autonomía en lo sexual, dentro de su íntima independencia y en íntima compenetración con su autonomía: esa gran libertad frente
a todo lo que existe fuera de ella. La mujer vive lo sexual constantemente en la estructura de todo su pleno ser como algo que estuviera guardado por cien
puertas de oro y con cien caminos seguros; ella vive una elevada vida sexual no sólo en lo estrictamente tal, sino también en el más amplio y común sentido,
incluso fuera del estricto ejercicio de sus funciones femeninas y maternales. Dentro de esas funciones su mundo se transforma pero siempre de forma que
de lo sexual en su propia vida emerja siempre algo nuevo para su vida total, una nueva existencia, en cierto sentido, desde la que todo debe iniciarse
inocente, infantilmente, como en el primer día.
Y al ser esto así, al irradiarse sobre lo femenino ese singular gozo de lo eternamente virgen y lo eternamente maternal, las palabras «pureza», «honestidad»
y otras semejantes no denotan algo negativo, sino todo el esplendor y el pleno señorío sobre un mundo al que muchos consideran parcialmente cuando lo hacen
sólo con los ojos del hombre consciente de su sexualidad. La relación entre la virgen y la madre es espiritualmente más profunda que cuanto pueda desprenderse
del proceso de virgen a madre. Los períodos de proceso entre ambas, aun cuando no desemboquen en la maternidad corporal, cobran todo su sentido interior
por estas dos formas de ser en las que ella vive, y por ello el amor del varón halla su honor más profundo cuando él siente y consigue no sólo intuir sino
también convivir esos mundos misteriosos en los que la mujer se halla sumida.
En la mujer lo sexual coincide con lo psíquico: lo positivo de su vivir no debe verse tanto en lo concreto de su actuación íntima como en el caso del varón,
cuyos impulsos y actuaciones hacia el exterior responden a unas necesidades concretas. Y todo el fenómeno espiritual, hasta hace poco se ha visto sólo
parcialmente, sólo en su funcionamiento hacia el exterior, fisiológicamente. Una nueva luz, que a menudo se pierde en los vericuetos, empieza ahora a iluminar
el organismo humano en su conjunto; pero atisbos aparte, conocemos pocos hechos con certeza: que aparte de las glándulas de secreción exocrina externa
hay en nuestro cuerpo otras, desconocidas hasta el presente, cuyas secreciones internas descubren las investigaciones clínicas, de forma que entre las
glándulas que por medio de la sangre influyen en los tejidos corporales están también las sexuales. Estas poseen (igual que las glándulas salivales) una
secreción doble, interna y externa, por las que se producen admirables resultados: por ejemplo, el mantenimiento de los caracteres sexuales tras una castración
que sólo anule la función externa, y además en la castración de mujeres la curación de las serias perturbaciones de la salud que a menudo se derivan de
ello se logra por medio de tabletas ovariales, o sea, comprimidos de tejidos de ovario en forma de medicina. Además de la importancia física de las glándulas
sexuales, sabemos de su primordial significación tónica para todo el organismo, que las convierte en un recurso de acopio de fuerza para el sistema nervioso.
Y ha dejado ya de ser un secreto que, aparte de su valor general como tónico, las glándulas sexuales influyen en el cerebro por medio del sistema nervioso
periférico. En el amplio campo de lo psíquico se empiezan a recoger datos sobre la relación psico-espiritual de lo sexual, resultados puramente psicológicos
que conllevan el descubrimiento y la exploración de miles de posibilidades individuales psicológicas, y en ello la mujer sirve como material de investigación,
y no el de menos valor. Cuando se haya producido mayor luz, cuando las aportaciones sean más brillantes y se pueda trabajar más estrictamente, tal vez
entonces la mujer aparezca por primera vez como un ser sexual en toda su plenitud.
Cuanto la mujer enfermiza o perturbada en su equilibrio ha confesado al médico o al psicólogo por sus estados de ánimo, bien podrían haberlo manifestado
más claramente las mujeres sanas, y antes de la ciencia que les va a la zaga, si entre ellas hubiera habido tantos poetas o artistas como entre los hombres.
Pero muy raramente las mujeres han hecho poesía de «sí mismas», tanto inmediatamente, como mediante un arte femenino sobre el hombre o sobre el mundo,
tal como ellas los ven. Todo cuanto existe sobre el tema es bien poco, y todavía de este poco mucha parte ha sido hoy en día exagerada por la protesta,
o por el rechazo de las opiniones masculinas y de sus firmas, incluso dentro del terreno artístico.
Aunque el arte del hombre de hecho haya entendido a la mujer bien sea de una forma fuertemente tradicional, o bien la haya contemplado parcialmente con
los prejuicios corrientes, debemos con todo explorar las obras de su arte si queremos descubrir algo de lo más profundo o superficial, de lo más simple
o fuerte de cuanto vive en la mujer.
Y para ceñirnos a lo moderno: ¿No vale tanto un par de las mejores cosas en la prosa y poesía de Peter Altenberg, si bien parciales y de mira estrecha,
como las mejores confesiones o poesía de mujeres? ¿No se expresa ahí con más diáfana claridad la autonomía femenina, lo intocable y soberano de la mujer
en algunas de esas páginas? ¿No se emancipan ahí las mujeres más auténticamente, no se enfrentan a sí mismas más que con cuanto puedan lograr con mayoría
de voces o pruebas de superioridad y ardientes luchas sociales? No quisiera yo ahí adentrarme en la poesía de Altenberg, pues su más íntima y fina originalidad
no la debe al hombre que hay en él, sino a una mordacidad cuya definición me llevaría muy lejos.
Cierto es, no obstante, el hecho de que el artista masculino como tal está muy cerca de la mujer y la entiende muy bien, y precisamente a través de su
situación de creador. Su creatividad le despoja de su conciencia agudamente acentuada, del aspecto cosista y activista del género masculino, para dejarle
aparecer más compenetrado, unitaria y orgánicamente, con lo que crea, al igual que la mujer, y mantenerle en la felicidad de un cierto estado de preñez
espiritual, que vive hondamente dentro de sí para sacar lo creado de lo profundo de la totalidad de su vida.
No es casual que a menudo se descubran caracteres femeninos en los artistas o que se les reproche su falta de masculinidad. Al igual que las mujeres ellos
también son menos dueños de sus capacidades y estados de ánimo, son más sensibles e influenciables por cuanto de oscuro les impele tras sus ideas e impulsos
de la voluntad, que luego se cuaja como en sueños en sus creaciones; el genio estriba precisamente en participar del carácter de ser menos diferenciado
como raíz de su actividad creativa, en ajustarse más a ello que a su propia personalidad tal como pueda aparecer en sus horas claras, despiertas de inactividad
creativa. En ese parentesco de manifestaciones entre artista y mujer, por mor de su fuerza productiva interior, hace que en él toda su masculinidad práctica
se subordine como a una corona real que lo amolda todo a sí. En la mujer, por el contrario, es el fundamento de su ser con toda su manifestación un aspecto
de su forma práctica de existir, de su forma de vivir, pero no es ninguna capacidad del espíritu para desgajar de su vida las obras. Incluso arrancando
del mismo punto, es decir, de los impulsos creadores y vivos, indisgregables de su actuación, nacido de su singularidad, artista y mujer llegan a objetivos
diferentes. En el artista vive ese oscuro impulso y pervive en sus obras como fuerza modeladora, pero expresado en una claridad y forma propias, como algo
nuevo y distinto en sí, que había sido el impulso de todo el proceso; en la mujer, en cambio, perviven impulsos creadores mucho más primitivos, pero que
constantemente se ahondan en la experiencia y cuyo ímpetu se manifiesta en su ardor sin abrir caminos propios. En la mujer parece como si todo desembocara
en su propia vida interior, no hacia el exterior: dentro de su interior como en el ámbito de su propio círculo, como si no pudiera salir de ella sin herida
o dolor como la sangre de la piel.
En sus más sublimes producciones no se expresa hacia el exterior en una única singularidad, de forma diversa como en un artista a veces una obra puede
calificarse como la mejor y sublime, a la vez que en él en su vida práctica aparezca simplemente como un albañil, como un mero instrumento. Tal vez a la
mujer, según leyes ancestrales, haya que compararla en sus manifestaciones a un árbol cuyos frutos no pueden cogerse, separarse, empaquetarse o expedirse
como si sirvieran para todos los fines, sino que deben verse como una manifestación global del árbol en su proceso de floración, maduración, belleza global
de sombra, en su mera forma de estar ahí, de actuar, como de algo de donde constantemente brotan nuevos vástagos, nuevos árboles. Agitado de vez en cuando
por el viento, o al inclinarse por el propio peso, deja aquí y allá un fruto que no siempre será amargo, sino maduro y dulce, un solaz para el transeúnte;
pero siempre es una fruta de otoño que cae sin esfuerzo, y no debe verse más significado que justamente éste. Quiero decir, con otras palabras: es una
manifestación vital, como totalidad de vida, es como cuando la mujer manifiesta su fuerza y su jugo dentro de su propia peculiaridad de ser, y por ello
sus obras del entendimiento no pueden parangonarse con las obras del hombre, las mejores de las cuales se producen cuando él ha concentrado toda su atención
en un solo punto, con todo el derroche de un ser humano absorbido y puesto allí.
Incluso cuando una mujer quisiera gastarse en una sola obra, tan sólo parcialmente lo lograría, mientras que en la otra parte se sentiría escindida y atrofiada.
Su competir tanto espiritual como práctico con el hombre —querer dar prueba de su capacidad en cualquier campo de actividad o profesión— es como algo diabólico,
una manifestación de orgullo ahí expresada que la llevaría a la más mortal prestación en la que podría enredarse. Incluso la ausencia de orgullo es lo
que produce su propia grandeza natural: la certera conciencia de que no necesita hacer tal demostración para sentir la sublime justificación como mujer,
de que sólo precisa llegar hasta el trecho donde se extiende su sombra, estar ahí como descanso para el fatigado, como deleite para el sediento, sin cuitas
de cuantos frutos se pueden ofrecer en el mercado.
Si así se quiere, y justamente en este sentido, la mujer es el ser humano que más disfruta de deleite, el que goza del deleite de vivir, de su egoísmo
menos cortador de aliento. Todo cuanto engloba el mundo de la mujer, todo eso bueno puede gozarlo ella, al igual que uno goza de las delicias de la primavera
al solazarse en ellas. Únicamente el hombre posee aquel desprendimiento de sí que le permite alcanzar en poco tiempo una meta, un objetivo, realizar una
tarea, una profesión singular, pues ahí concentra sus más diversas esencias al perseguir el objetivo hasta la autoinmolación y producir así lo más sublime.
El hombre encumbrado renuncia a toda una armónica vivencia de sí mismo en la prestación de todas sus fuerzas, y se siente feliz, hermoso y sano cuando
puede alcanzar un objetivo concreto con una firme especialización de todas sus energías; esa meta le mutila entre las circunstancias, y de forma cabal
la circunstancia de estar en condiciones le hace virilmente grande. Por este poner toda su carne en el asador está más y más seguro del proceso de toda
su línea de actuación; como de antemano está predispuesto a una capacidad diferenciadora que suscita en la mujer una sonriente flema final y dichosa; y
si uno quiere cifrar en una imagen esos rasgos del ser, debería compendiarse en la de un corredor sin aliento y la del que descansa dentro de un campo
de frutales.
La tendencia femenina de llevarse tan sólo a sí misma y estar personalmente al fondo de todos sus ímpetus de desarrollo, de lograr un mayor despliegue
de su ser, más amplio, en vez de proponerse la realización del propio ser en la entrega a la cosa individual y concreta, a menudo ha ganado a las mujeres
el reproche de diletantismo, de inconsecuencia y de superficialidad. De hecho, resulta más difícil a la mujer seguir una línea que vaya hacia adelante,
no saltar de ahí para llevar a término un impulso repentino, recibir gozo del cambio. Pero todo esto que la desvaloriza más que al hombre radica en que
no puede desviarse de tomar algo únicamente si le alimenta, si le anima, si se le asimila y le permite seguir viviendo. Lo que en apariencia pueda semejar
«diletantismo», «ser un aficionado», surge a menudo de lo profundo de su propio ser, que prefiere la plenitud del círculo a la singularidad de la línea
recta, a menos que por debilidad se canse rápido y se vuelva tornadiza. De ahí la forma femenina de entender cosas que no pueden resultar plausibles al
entendimiento; posee mayor capacidad de asumir las contradicciones y elaborarlas orgánicamente que el hombre, que debe sufrirlas teóricamente primero antes
de verlas con claridad.
La verdad para el hombre es más bien algo que se comprueba lógicamente y que logra el asentimiento de una mayoría de mentes intelectualmente desarrolladas;
para la mujer, en cambio, la verdad lo es sólo en cuanto despierta la vida, la que tal vez sólo ella en un caso especial pueda asentir, pero haciéndolo
con todo su pleno ser, hondo e indiviso. El fin último de las cosas no es simple ni lógico, sino complicado y falto de lógica, y ante esta verdad la mujer
siente una resonancia singular, e instintivamente su pensamiento es individualista, caso por caso, incluso cuando ha tenido una formación lógica. De ahí
que sus ideas abstractas se personifiquen muy fácilmente, no sólo por ponerlas en relación con determinadas personas, sino por sí misma, como si emergieran
vitalmente de su propio fondo vital; ella necesita entretejerse con las ideas que le sean vitales, debe experimentarlas, debe incluirlas dentro de sí y
de su cálido mundo hasta que no sean simples eslabones de una cadena, sino una redonda plenitud, pequeñas imágenes de eternidad en vez de consecuencias
necesarias y vinculadas.
En todo ello hay algo que también impele al hombre en su más hondo pensar en la medida en que éste no logra salir de su propia piel, y en todos los casos
en los que no se conforma con una cadena formal de ideas, no puede aislarse, sino que debe vivirlas como un pensar que es jugo de su propio jugo y sangre
de su propia sangre. Sin embargo, cuanto en él sólo se logra de una forma sutil y oculta, como algo que en cierto modo controla y lleva a conclusión, ello
es en la mujer la fuerza dominante al manifestarse en ella como algo subordinado a la frase principal, lo que en el hombre vale como un caso, una confesión
de la que se avergüenza: cuanto no entra en nuestro sentimiento no sigue ocupando nuestro pensamiento.
En esta disposición intelectual radica, como en su pleno ser femenino, el que la mujer se sienta más fuertemente condicionada y vinculada a su propia physis
que el hombre. Este punto es a menudo considerado de una forma convencional, y precisamente por mujeres a las que gusta definirse a sí mismas como si únicamente
se dieran cuenta de enfermizas manifestaciones de su ser femenino, o de las situaciones cambiantes de su organismo. Y precisamente es esto lo que incluso
en las mujeres más sanas y florecientes es la inevitable ley de su propio ser físico, a diferencia del hombre, que vive dentro de sí, y no para ser puesta
a la zaga del hombre, sino cabalmente por afirmar toda la fuerza de esa singularidad femenina; se trata ahí de algo extraordinariamente importante y activo,
del ritmo natural tanto de su vida psíquica como física. La vida de la mujer sigue un tanto oculta, un rítmico subir y bajar que se corporiza en un siempre
repetido, en un siempre nuevo círculo que determina armónicamente todas sus manifestaciones. Tanto corporal como intelectualmente no se expresa en una
linealidad que constantemente impela hacia adelante, sino como si el simple hecho de su vivir se plasmara círculo a círculo.
Rara vez ocurre que este ritmo vital se acalle por completo o se neutralice en su influencia; en cambio, y justamente en el caso de personas saludables,
plenamente seguras de su cuerpo, despierta sus sensaciones en ocasiones de fiesta o reuniones, en plácidos domingos, en horas de hondo y sublime gozo,
las cuales brindan una nueva perspectiva de orden y claridad sobre la vida de cada día, como flores que alegran la mesa y el ánimo, pues ahí se repite,
en el más estricto sentido físico, cuanto mueve al ser de la mujer en toda su magnitud.
Si bien ya ha pasado la época en que las mujeres creían que debían parangonarse con el hombre en cualquier menester para demostrar su valía, cuando trabajaban
con pseudónimo masculino, y no sólo como escritoras, no se han alejado tanto los tiempos en que se miraba con veneración cuanto es propio de la mujer.
Mientras no intenten, con todo el ahínco posible, contemplarse en su diferenciación del hombre y precisamente con toda exclusividad bajo este punto de
vista, aprovechando para ello todos los rasgos tanto físicos como psíquicos, no llegarán a saber qué despliegue tan amplio y fuerte podrán lograr en la
realización de su propio ser, y cuán anchas sean en verdad las fronteras de su propio mundo. La mujer no se ha centrado todavía lo bastante en sí misma
y por ende no se ha convertido lo suficiente en mujer, al menos no del modo en que vive en el anhelo de los mejores hombres de su época o de su propio
anhelo.
Antes le faltaba, como a todas las personas de entonces, el autoconocimiento propio y la libertad de los prejuicios de las usanzas en boga; era inconsciente
de todos sus tesoros y potencias, confiando sólo en vivir en cuanto le era más inmediato y adornarse con lo que tenía a mano. Más tarde, ya más suspicaz,
procuró con admirable estupidez granjearse la fama fuera de su propia casa, en la calle. Y por desgracia para muchas que no pudieron lograrlo, ello no
fue una atracción sino una amenaza, con igual fortuna, simplemente porque la inmersión en la miseria social puede ser a la vez una culpa social, y así
ella se adentra en una lucha en la que necesita brazos para implicarse sin descanso en una actividad distorsionada como la del hombre.
No hay lugar aquí para adentrarse en este hecho que difícilmente se aclara con palabras. Tan sólo una cosa es cierta: que sería muy deseable para una tal
existencia que la mujer poseyera un buen estómago y pudiera dar los mismos mordiscos sin mermarse en su belleza propia, que dejara su impronta en las cosas
en lugar de recibirla de ellas y que ella, en vez de ciertas incursiones en la capacidad de competir, llevara un poco de alma femenina, de hogar y de armonía
allí donde no hay, pero que podrían hacer el ambiente más llevadero. Sólo el tiempo puede demostrar quién es más fuerte, si la mujer o todo lo que está
desfemineizado.
Aparte de estas circunstancias, hay otra que hoy día empuja a la mujer a salir en masa de la estrechez del círculo familiar, y es el hambre y el deseo
evidentes e innegables de una nutrición distinta de la que encuentra en casa. Ambos factores no deben confundirse entre sí: ante los anhelantes ojos de
una joven tras una aparente meta de emancipación puede existir únicamente la búsqueda de sí misma y de su propio desarrollo. Incluso tal vez se concrete
en el deseo de un trabajo fuera de casa, que no le promete nada, mientras va tanteando los diferentes caminos que quiere recorrer para abarcarse a sí misma,
para poseerse con plenitud y por ende darse plenamente. Para muchas muchachas que están momentáneamente en contra de sus pequeños deberes domésticos, no
es otro el impulso que les incita que crecer y lograr una más rica y preciosa alma femenina en cuyo recinto se logre una mejor paz hogareña; y si a esta
paz se anteponen los intentos y ante ella se ahogan las mejores cualidades, se ve una condenada a la eterna falta de armonía, se queda cantuda y desproporcionada,
para quedarse en la amarga vejez contando las monedas que no supo gastar.
A este respecto no se puede dejar de predicar una y otra vez libertad y más libertad, y se deben derribar todos los armarios y rincones para conseguir
más espacio, para incluso descubrir las voces de anhelo en personas aun cuando las expresen de forma falsa bajo la expresión de teorías hechas y justificadas.
Un desarrollo aporta un crecimiento al gozo y al resplandor de un ser, pese a las curvas y desvíos que pueda sufrir, al trazar y definir la línea de maduración
de una mujer como tal, de sus capacidades internas en concreto. Cuando uno en tales casos se inquieta demasiado por el temor de que una mujer se quede
desasosegada y como desplazada al desplegar demasiado lejos los hilos de sus sentimientos, alejándose de su punto de partida, debería pensarse en un pequeño
caracol que recorre satisfecho su camino mientras va llevando a cuestas su propia casa. La casita le es bien propia, pero en el camino crece todo cuanto
ella desea y necesita para convertirse en auténtico y pleno caracol. La mujer también, de modo semejante, si bien a menudo sin una clara conciencia de
ello, lleva consigo lo hogareño y doméstico donde el anhelo la empuja a enriquecerse con cosas que más tarde cobrarán su pleno valor femenino. Sin saberlo
ella misma, va adornando, ampliando, elevando y confirmando esa morada de su ser en donde otros hallarán paz y sosiego, y por eso será justamente ella
la que podrá saltarse sin cuidado las barreras de la casa que puedan existir en su entorno, las reglas de comportamiento vigentes. Esas reglas que ya se
le han vuelto vacías y superfluas, como vainas o caparazones de las que debe despojarse, mientras que ella misma desde el interior de su propia vida se
las va creando.
No es más artista el hombre que necesite verse rodeado por todo el aparato de las muestras de la belleza premiada para sentirse incitado a crear, como
tampoco es hombre más religioso quien se sienta desamparado cuando le faltan iglesias y ceremonias… y tampoco será mujer más femenina la que precise mayormente
de la casa, de la moral, del círculo cerrado para sentirse mujer, sino que es cabalmente su capacidad creativa la que supedita todo eso a sí misma.
Por muy paradójico que pueda parecer, la casa, las barreras deben existir mucho más para el hombre, deben venirle dadas del exterior precisamente por tener
él su poder y productividad en otro sitio y puesto que él, en el incansable pujar y moverse de sus facultades, necesita metas que le sean exteriores. Para
su solaz, su restauración, su gozo vital debe ya encontrar hecho un conjunto o recinto armónico donde la mujer mora. Así como él puede sentirse perdido
plenamente fuera de tal recinto, y desapacible en su honda satisfacción, la mujer por el contrario necesita siempre aire nuevo y luz nueva para explayarse
y florecer, para no sentirse sofocada ni limitada en su angosta autosatisfacción.
Tal vez no exista ninguna caricatura tan grotesca de la mujer como ese satisfecho aferrarse a cualquier pequeño detalle concreto mientras debe expanderse
hacia algo más lejano porque responde a su forma de ser, el tomar lo existente como un elemento para construir el todo. Ese tipo de mujer está llena de
tonos ridículos y exageraciones, puesto que un par de naderías de su menudo haber las ve, y no puede ser menos, como parte de su mundo total, mientras
que en ese afán se manifiesta su fuerza femeninamente creativa.
La falta de espacio para el desarrollo de la mujer es igualmente tan mala como la libertad de movimiento para el desarrollo del hombre, pues así como él
querrá lanzarse hacia donde sus capacidades apuntan y ambicionan, ella también debe crecer y aumentar hacia un siempre mayor alcance de su ser.
Y en esa medida se conforma para ella dentro el ámbito natural de su propio ser, su peculiarmente propio concepto de la vida, su ética, su patria personal,
y desarrolla su propio estilo en todo aquello en que marca con su impronta, en todo cuanto dice o hace o la rodea. De ahí emana a veces la impresión de
una extraña mescolanza de contradicciones en la mujer: la simultánea impresión de lo más salvaje, impulsivo, contradictorio, y también de lo más armónico,
pacífico, concorde; de la instintiva protesta contra la ley, órdenes, responsabilidad, deber, e incluso viviendo con una elevada moral que nunca las infringe.
Si uno quisiera osar una comparación estólida, podría decirse que desde este aspecto la mujer podría compararse con una banda de ladrones organizada que
lleva una vida totalmente al margen de la ley sin sentir vinculación alguna con los demás hombres, pero que a la vez sigue unas normas de ladrones igualmente
estrictas y severas que emanan de su propia forma de ser, como las nuestras de la nuestra. La mujer siente un respeto recóndito por los valores tradicionales,
más que el hombre, por mucho que los discuta, y tiene a menudo muchas más causas que él para adherirse a ellos; no obstante, toda la verdad, pureza y belleza
del mundo las siente primero con su propio sentimiento, mientras que el hombre entiende las cosas históricamente y las valora de forma más objetiva como
cosas. La injusticia en la mujer o, en un sentido más tradicional, la falta de conciencia, la hace mucho menos cultivada que él, hace que no se pierda
como naturaleza ni tan fácilmente pueda debilitarse como él, que, a su vez, se ha supercultivado en todo momento, ya sea porque ha adiestrado o bien realmente
sublimado su naturaleza presta al sacrificio para las más diversas tareas, hasta el punto de que el varón ya no puede ser un «organismo» de acción unitaria.
Si bien el hombre se sabe de memoria todas las debilidades femeninas, ella sigue actuando en él como una profunda acción benéfica a través de la totalidad
de su ser femenino más compacto y en cierta medida más fresco; precisamente porque ella, en un sentido nada confuso, está ciertamente ahí como el trozo
de la naturaleza indiferenciado una y otra vez; ella es «todavía», en su belleza y totalidad, algo que «ya» no es él, un símbolo a la vez de lo que él
ha renunciado a ser, por ser hombre, y de algo que en una nueva fase más sublime no puede alcanzar tampoco. Todo el amor más profundo del hombre por la
mujer, todo su anhelo por ella, se desenvuelve de algún modo en este simbolismo; ella se le aparece a la vez, y con cierto derecho, como la más primitiva
y al mismo tiempo el ser más perfecto, en un más avanzado estado de plenitud; ella se le muestra a la vez como el niño, sobre el que tiende a inclinarse,
cuya inocencia, inconsciencia, ludosidad y despreocupación le fascinan, pero también como la gran madre de toda vida, en cuyo regazo quiere esconder la
cabeza, en cuya anchura y bondad se conjugan todas las discrepancias, durezas y disonancias de su propia vida.
Más que de la propia mujer como individuo, el hombre se siente como frente a una imagen ancestral del género. Y no sin fundamento se le forma una clara
intuición de la totalidad, antes de comprenderlas como seres individuos, pues una mujer es más semejante a otra mujer que un varón a otro. En cierto y
recóndito sentido es verdad que la desvergonzada brutalidad de la sensualidad habla de la mujer indiscriminada: «Tanto vale una mujer como otra». De una
mujer que se haya cultivado y progresado en todos los aspectos no se puede decir en el mismo sentido que de un hombre ilustrado que se haya individualizado
completamente. La imagen del varón es de tal índole que en ella las más diversas cualidades conjuntadas en las combinaciones más diferentes se singularizan
y modelan en su soberana individualidad; cada una toma, según la orientación dominante y cabalmente por ella, una especial forma propia donde se perfilan
aristas singulares que destacan de las demás en un conjunto con más solos que armonías. La mujer ilustrada no se ha vuelto tan distinta, tan otra, como
ancha, ha crecido en proporcionalidad, a no ser que se trate de accesos o de crisis; de carecer de esa proporcionalidad es que únicamente se ha desarrollado
en una disonancia, en un callejón sin salida, en una perplejidad de donde debe primeramente salir para seguir creciendo con un instinto indesviable.
Se debería aludir a algo más claramente típico cuando se dice «¡qué mujer te has hecho!» que cuando se afirma «¡qué hombre eres!». Y es digno de mencionar
cómo frases de novela se hacen mucho más frecuentes en el último sentido, como prejuicios unilaterales, que en el primero; casi siempre tan sólo suscitan
la idea de un vago ideal de valor, coraje y fuerza, y no se comprende por qué tales cualidades no deberían ser también propias de la mujer, por ejemplo
de la madre que protege a su cría, y muchas otras..
El varón engloba igualmente una mayor gama de posibilidades y de matices; recaba su valor a través de su individualización más consciente, para la que
en cada caso hay que presuponer una distinta combinación de atributos para juzgar entre «viril» y «no viril». Esa suma de poder y energía, que define a
todos los héroes de Marlitt incluso físicamente, es a menudo orientada por el hombre, el hombre cerebral, hacia distintas salidas por las que se hace mártir
o creador, explorador o víctima de su idea, y así se despoja de su fuerza humana. De ahí que el tradicional ideal de hombre suele únicamente trasguear
en las cabezas de mujeres, mientras que los hombres no entienden por destreza viril lo mismo, sino que con motivo de la diferencia humana que reside en
todas las artes reconocen la superioridad varonil bajo diversas facetas.
Para la mujer, en cambio, importa menos el ocuparse en algo importante que precisamente el hacerlo como mujer; en grandes rasgos y paradójicamente exagerando,
se podría afirmar que la diferencia entre mujer y mujer es principalmente cuantitativa, mientras que mayormente cualitativa entre hombre y hombre. Sé bien
que tales tópicos, que sólo pueden utilizarse en las concepciones más primitivas, no se pueden tomar literalmente, por lo que las mujeres, de hecho, tienen
algo de relucientes gotas de agua, que son más grandes o más pequeñas por su contorno, pero que aun siendo de menor o mayor tamaño tienen la misma redondez,
y de no mantenerla desaparecerían lamentablemente hasta perderse su último brillo en el polvo de las cosas.
Por muy interesantes y pujantes que, por el contrario, pueden antojarse las más bizarras y singulares diferenciaciones en el ser del varón, la mujer tiene
poco motivo para la envidia y para un mal entendido orgullo que la llevara a rivalizar; la fuerza que compacta a las brillantes gotas de agua, como un
mundo redondo autosuficiente, las convierte en una imagen del todo, de todo lo eterno, y hace posible que dentro de esta imagen se suman en devotas y aprensivas
reflexiones, al igual que las atrevidas ideas en el ser del hombre se despliegan en líneas que exigen la consideración de las posibilidades futuras. Únicamente
el orgullo tremendamente personal, que radica en que se logre un cierto peldaño de culminación personal como Ana o María, más que como mujer en general,
encuentra allí su propia cuenta; y eso es una suerte, puesto que en compensación para la femineidad, menos cosificada, más cerrada en su ser personal,
autárquica en su propio mundo, no debería aflorar el pujante anhelo por la singularización; la mujer debería considerarse más en conjunto y no tan aisladamente
como puede ser el caso del hombre.
En la lucha del varón por el desarrollo y la profesión individual no cuentan por igual todas las facetas de su ser; su conciencia de individualidad debe
mantenerse no sólo en el conjunto de la globalidad de su ser, sino además en las actuaciones individuales, que a veces se pueden exagerar hasta el último
extremo con el fin de lograr el gozo y la seguridad de sí mismo y no perderse en lo que realiza. El vivir tanto como persona como dentro del conjunto,
la autoafirmación y la integración en la vida común se realizan en los sexos en virtud de las tendencias del ser, que de antemano vienen diferenciadas
por su peculiar disposición, y se aúnan de forma diferente, combinándose en ellos de forma diversa y dando a cada uno una especial fuerza en la vida. La
mujer se aparece al hombre como el ser menos individualizado, y asimismo como el que tiene una parte más inmediata en la vida total y así puede actuar
en calidad de su personal portavoz con una bondad y sabiduría que van más allá de cualquier razón. Se implica, por así decirlo, con otro ademán orgánicamente
en el todo de la vida, con una actitud más amplia y oferente que la del varón, con su rechazo a todo cuanto pueda impedirle especializarse más y más. Como
una gota que al caer en el mar pierde su forma pero regresa así a su elemento, lo mismo pasa en el tránsito del individuo hacia la muerte, o de su enmarañarse
con las fuerzas que dominan la vida; eso es para la mujer algo más pleno de sentido que la misma sensación para el hombre. Cuando ella, que ya es un todo,
regresa al todo, es entonces como si viviera un sueño primitivo, que ordenándose y precisándose a través de un oscuro recuerdo reposa en su norma de despliegue
humano, un sueño de los tiempos sombríos en los cuales todo estaba en todo, todo era todo, y nada vivía para sí pues no estaba fuera de la naturaleza.
En la medida en que una mujer se hiciera más grande, profunda e importante, con mayor sutileza e intimidad podría asumir dentro de sí esta oscura totalidad,
podría sentir su latido como una gota clara que ha sorbido del mar lo bastante para no perlarse en un ostracismo. Autoafirmación y entrega se alimentan
en ella de la misma fuente interminable, y por ello se pliega con una impulsiva piedad ante los últimos misterios del fenecer y el nacer. Únicamente es
el hombre quien con toda agudeza se convierte en el personaje trágico de las criaturas humanas, pues en la medida en que se ha desarrollado más plenamente
se ha ido desenraizando del suelo de la naturaleza, y pugna por ello para lograr la mayor individualización, hasta que de nuevo a la fuerza vuelve a ser
absorbido por el seno de la naturaleza; él debe pechar con esta escisión y no lo hace sin lucha.
Basta simplemente con situarse, desde un punto de vista meramente estético, como si se tratara de fijar las líneas más importantes, y contemplar los cuerpos
de ambos sexos, como en su declive de las fuerzas elementales, y uno quedará sorprendido por la espontaneidad de las imágenes: de pronto se nos presenta
el cuerpo desnudo del varón con músculos rígidos que se opone reacio a la muerte como si en este trance él perdiera su propia belleza; pero la mujer, con
las suaves curvas de su desnudez, parece como si se inclinara y aceptara para entregarse a las fuerzas a fin de que la belleza se realice en belleza.
No es en modo alguno una casualidad que la mujer en comparación con el varón, según una antigua regla de la naturaleza, sea «piadosa» como una disposición
natural y esté más en consonancia con el sentido último de todo destino, y que el llamado «ateísmo», el espanto de otros tiempos, se muestre en ella hasta
su más odiosa caricatura y perversidad. De esta concepción no se deben tomar únicamente la superficialidad de su corteza, pues no ha de entenderse en su
mero contenido dogmático sino en la plenitud de sentido referente a la mujer, en el proceso de su vida, y en este sentido no se privará del todo de razón
a una concepción completamente pasada de moda. Y así tendremos unas descripciones del ser de la mujer, como en aquellas antiguas ideas que en su formulación
teórica presuponen muchos prejuicios: hogareña, vela por los suyos, religiosa, humilde, subordinada, pura, moral, y otras más, que en conjunto no son en
modo alguno calificaciones casuales sino que, por el contrario, encierran tanta verdad que espontáneamente se intenta reconsiderarlas como símbolos o ilustraciones
tan pronto como alguien no quiera presentar una descripción meramente abstracta de la mujer. Sin duda que frecuentemente no son más que imágenes o símbolos
toscos, globalizantes y con tintes de infantilismo, y nada más que eso; pero de ellos puede afirmarse lo mismo que del punto concreto de la «piedad» femenina:
que esa piedad, prescindiendo de los presupuestos y condicionantes de la fe en los que se manifestó, por una cierta disposición natural del ser, fue atribuida
a la mujer y ella la mantuvo incluso cuando habría podido romper tales predisposiciones, que, a su vez, sumen al hombre en la impía revuelta y el odio.
El despliegue de la mujer se ha venido empujando partiendo de todos esos ámbitos para forzar ese círculo que se había vuelto estrecho, y lo va ensanchando
con éxito; no obstante, no puede saltárselo y sustituirlo por unas líneas o formas de ser completamente distintas; debe mantenerlo, ensancharlo y afirmarlo
con la fuerza de su creatividad hasta que le brinde mayor espacio, más amplio campo de juego en todas direcciones.
Muchas cosas que a la mujer se le antojan como alicientes de emancipación en realidad no lo son, y lo que parecen protestas y negativas llegan a convertirse,
en su profundo sentido, en una aceptación; nada puede emancipar a la mujer tan honda y auténticamente como la intuición de que a ella, a través de algo
que en sí es angosto, en su sentido artístico, se le brinda justamente el camino por el que podría llegar a una plena y piadosa meditación de la vida,
podría descubrir el punto en donde la vida y ella misma disfrutan de una secreta y mutua armonía.
Muchos de los conflictos que aquejan a la mujer de hoy tienen este significado tanto en el matrimonio y en la sociedad como en la lucha por la existencia,
mientras que parece como si en ellos la mujer se sintiera externamente cercada en su femineidad más que internamente. Era en verdad una ventaja en los
tiempos antiguos, con sus concepciones y criterios más compactos, el que uno no pudiera engañarse al respecto, pues la mentalidad, menos complicada, expresaba
la vida interior con menor complejidad. Así, por ejemplo, la religión positiva actuaba como un techo más seguro, como un templo que protegía la cabeza
de la mujer, y ella entraba inmediatamente en relación con su supremo señor y su suprema determinación sobre todas las relaciones humanas, conflictos y
deberes, mientras que hoy apenas podría expresar lo que realmente ella piensa si hablara de una obediencia más sublime y más íntima para consigo misma
antes que para con el mundo exterior.
Su propia autonomía, su hondo anhelo femenino de crecer siempre en constante armonía consigo misma se presenta, para quien se sitúa al exterior, casi confundiéndose
con un anhelo orgulloso y varonil de querer liberarse a costa de los restantes aspectos de su ser. Y así en todo momento ella se ve encarada con la elección
inevitable entre sentirse igual al hombre y buscar su salvación en un desarrollo parcial dentro de su profesión hacia el exterior, o resignarse a ser un
mero apéndice del hombre y voluntariamente convertirse en un simple medio para que éste logre su autonomía.
Menciono con toda intención ambas alternativas, que me parecen igualmente desprovistas de femineidad, o sea, igualmente faltas de armonía, pues realmente
surgen de la misma causa, según puedo presentir. El grito demasiado fuerte y demasiado consciente por el hombre y sólo por el hombre en el que una quiere
perderse, al que en una exaltada posesión se eleva a la categoría de Dios, por el que gustosamente se acallan todas las demás aptitudes en caso de que
él consienta que se viva a su costa como un parásito y cargue con el bulto a cuestas, ¿qué es si no un idéntico vacío y desgarramiento, febril excitación
y codicia lo que, sólo que en forma distinta, impele a cientos de mujeres insatisfechas a ocupaciones unidimensionales en el campo de la actividad profesional
para ocuparse como sea en algo, colmarse y desgañitarse?
Ambas corrientes tienen en común el aspecto de que exteriorizan el centro de gravedad de la mujer, desplazándolo desde el interior de sí mismas para situarlo
en otro hombre o en otra cosa para así desorientar el punto natural de equilibrio. Logran así una especie de idolatría que acogota su íntima productividad
humana, que astilla su círculo de oro hasta el punto de que ella ya no tiene nada en su serena seguridad y por tanto no se halla ya en condiciones de dar.
La mujer, que sería la que más tiene por dar —pues justamente ella se afirma al darse a sí misma, y no se entrega por pobreza o carencia sino por riqueza
y plenitud—, debería reposar lejos de todo eso en su gran recogimiento, en la serenidad de su alma. E incluso en relación con el hombre al que ama, o del
hijo al que nutre, conservaría en ese definitivo reposo y recogimiento algo del ser de aquellas mujeres de los viejos tiempos, que sitúan al hombre, al
hijo o a sí mismas en un terreno más elevado por el que ella debe saber una cosa ante todo, y por la que ella se convierte en la medida de todas las cosas.
Dentro de la corriente que gustosamente convertiría a la mujer en un mero apéndice del hombre gusta de referirse, con error, a los «buenos tiempos pasados»
cuando la mujer era sumisa y obediente al hombre, la parte que únicamente dependía de él. Pero entonces la mujer no sólo poseía un ámbito de trabajo práctico
y de actividad creativa en el que mandaba y se sabía extraordinariamente diligente, fuerte, indispensable y responsable, sino que por encima de ese ámbito
e incluso sobre el ámbito del hombre reposaba un misterioso cielo divino bajo cuyo resplandor se movían en común humildad. Y así cuando el hombre también
se subordinaba por entero, esa influencia de la religión se plasmaba en una relación mutua que respetaba la singularidad de cada uno en su raíz. Y el hecho
de que hoy día también las apariencias externas de la religión se hayan mudado, no cambia nada en la actual concepción del varón con respecto de la mujer.
En la medida en que su ardor y belicosidad le impelen hacia adelante, tanto más se intimiza en su anhelo y más autónomo se hace por el paraíso que perdió
o voluntariamente sacrificó. Y reconocerá, más de cuanto esté dispuesto a confesar, que la mujer está cobijada bajo un cielo más seguro, que ella florece
con menores cuitas, y no como la mujer que suspira en su mezquina y perpleja debilidad, que locamente se apega a él para transferirle todas las responsabilidades
y toda la fuerza de protección; y eso pasa incluso en algunos varones que externamente adoptan la pose de complacida autosuficiencia, de cuya «virilidad»
exigen mugrientas imágenes en las cabezas femeninas, mientras que ellas son femeninamente dependientes por completo de esa entrega de la mujer histéricamente
exagerada para estimularse. Los de verdad «viriles», es decir, el hombre realmente progresista y hondamente metido en la realidad, no se deja engañar por
ello, sino que de forma instintiva siente —y hablo por propia experiencia— el mismo horror ante la mujer propensa al hombre como ante la fascinada por
la emancipación. No quieren que la mujer se pierda en la profesión, pues también sin ella puede sentirse colmada, pero tampoco que se hunda en el hombre
como una menor de edad, pues quieren que la mujer se afirme, que ellas, en su propio mundo cuyo contacto les procura una plena totalidad vital, se hagan
un hogar que tiene un protector más seguro que el propio varón, cuyo mayor mérito radica precisamente en que puede renunciarse libremente a él. Entonces
se le muestra cómo una sublime belleza —y tal vez cómo la secreta condición básica de toda belleza femenina— radica en que ella no se mantiene tan rígidamente
erecta como el hombre sino que a la par sabe doblarse sobre sus rodillas como en obediencia y adaptabilidad; pero no es ante el hombre que la mujer se
dobla sobre sus rodillas —sin que ello signifique una actitud hacia él— sino para él y para sí misma, con el fin de que la íntima experiencia del alma
femenina sea a la vez para él un mudo augurio y prenda de una cierta armonía última de todo ser, en la que nuestra sumisión debe encubrirse con nuestro
sublime dominio y nuestra pasiva humildad con nuestra actividad creativa. Mientras que la mujer ya en su más primitivo ser físico pleno expresa esa actitud,
puede manifestarlo al hombre en esa misma revelación de su actuar como una mediación entre su propia personalidad y la vida en la que él se desenvuelve.
Cuanto en la mujer se efectúa de forma espontánea habla también espontáneamente de su alteza y de su debilidad a la vez, y eso lo sabe el hombre, que conoce
por sí mismo aquellos momentos sagrados siempre tan difíciles de lograr que no le han sido concedidos en el valle, sino raramente en las cimas. En el lugar
donde él actúa y se exterioriza, donde únicamente se esfuerza, donde ha llegado en su línea mucho más lejos que antes, bien sea como creador, como actuador
o como investigador, o en cualquier ámbito de su vida, no conoce en ellos ningún sentimiento tan poderoso como sentirse pequeño ante quien viaja con él,
como sentirse una obra ante quien desinteresadamente puso por encima de su beneficio personal el que éste se lograra. En tales momentos incluso él es «piadoso»,
se siente en una misteriosa unidad con todas las cosas, y todas las cosas le hablan como a alguien que ha vuelto a casa, que ya no es un extraño, que ya
no emprende actuaciones y progresos parciales ni quimeras por sí mismo, sino en una honda compenetración de todo con todo, una profunda unidad de la que
todo progreso hacia la individualización toma toda su fuerza para volver de nuevo ahí.
Y cuando el varón vuelve a bajar lentamente de esa cima hacia la vida diaria y la simple tarea y ve a la mujer, entonces se le debe antojar como si viera
la eternidad de algo que en un momento ha barruntado, como si viera la eternidad misma en efigie de un joven ser de rodillas del que no se sabe si se arrodilla
para estar más cerca de la tierra o para ser más sumisa al cielo. Ambas expresiones son en suma lo mismo, como si en ellas se personificara algo de las
antiguas palabras de la Biblia como un símbolo para el gozo de toda la humanidad:
«¡Todo es vuestro!,
pero vosotros sois de Dios».
 
 
El ser humano como mujer.
Lou Andreas-Salomé