Texto publicado por Irene Azuaje

Diferentes, pero no enemigos

Sergio Sinay

Aunque suene fuerte hoy, la cuestión del acoso sexual había despuntado ya a fines de los años 70, impulsada en parte por tres feministas radicales estadounidenses y sus libros, publicados entre 1975 y 1981. Ellas son Susan Brownmiller (autora de Contra nuestra voluntad: hombres, mujeres y violación), Catherine MacKinnon (Acoso sexual a las mujeres que trabajan y Hacia una teoría feminista del Estado) y Andrea Dworkin (1946-2005), autora de Pornografía: hombres poseyendo a las mujeres. MacKinnon y Dworkin, trabajando juntas, abanderaron un movimiento para el cual la sexualidad hace de las mujeres una clase oprimida por los hombres. Dworkin comparó a las mujeres con los sobrevivientes de los campos de concentración y McKinnon, brillante abogada, consiguió que, en 1986, la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos calificara al acoso como una forma de discriminación sexual.

Frente a ellas, feministas liberales, como la prestigiosa antropóloga Gayle Rubin, criticaron esa estrategia, en la que veían riesgos de fundamentalismo y una declaración de guerra contra los hombres y el género masculino en su totalidad. Pasaron cuatro décadas y, en la temática de género, persisten confusiones que en nada contribuyen a una verdadera equidad. Importa señalarlo. Equidad antes que igualdad, porque la igualdad a menudo pretende borrar diferencias que son, además de imborrables, necesarias y complementarias. En tanto la equidad respeta esas diferencias y propone idéntico trato y un abordaje justo en las cuestiones que convocan a ambos sexos en lo social, lo familiar, lo político, lo económico, lo laboral y, claro que sí, lo amoroso.

Sexo y género no son lo mismo, y esta es una confusión crucial. Nadie elige su sexo desde el punto de vista biológico. Ni las características que, desde esa misma perspectiva, corresponden a cada sexo. Nacemos como machos o hembras de la especie. Luego nos convertiremos en hombres y mujeres, a través de un proceso evolutivo que incluye la construcción de la identidad, la educación, la adopción y vivencia de valores y una larga serie de elecciones y decisiones de orden personal e intransferible. El género es una construcción cultural y se transforma en fuente de enfrentamientos y malentendidos cuando se consideran “naturales” atributos que la cultura y la sociedad de un momento histórico determinado atribuyen a uno y otro sexo. Por ejemplo, que la maternidad sea obligatoria para las mujeres (a riesgo de ser consideradas anómalas si no pueden o no quieren ejercerla) y que la paternidad sea materia de elección para los hombres (mientras el éxito económico se les plantea como obligatorio), no es un dictamen de la naturaleza, sino una construcción cultural que se transmite como mandato a través de mensajes sociales y familiares. Es solo un botón de muestra, pero explica por qué, cuando se mira con cristales que opacan, la relación entre hombres y mujeres dista de ser un vínculo de cooperación e integración de lo diferente y complementario (lo que enriquecería la experiencia humana de unos y otras) para limitarse a una batalla que solo puede tener perdedores. Y mutilados: porque la trampa de los géneros reduce a cada uno de los sexos a la mitad, o menos, de su potencial como ser humano.

“La diferencia de los sexos es un hecho, pero no predestina a roles y funciones”, escribía hace 15 años la historiadora y filósofa francesa Élisabeth Bádinter en Hombres/Mujeres: cómo salir del camino equivocado. Este lúcido ensayo propone lo que hoy semeja un objetivo distante. No cambiar un discurso dominante por otro, sino convertir a la diversidad y a las diferencias reales (no las fabricadas por la cultura) en el potencial de una más plena experiencia femenina y masculina.