Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Una tarde de sábado.

Erskine Caldwell.
Una tarde de Sábado.
 
Tom Denny apartó el pedazo de carne y se estiró encima de la tabla. Quería echarse un rato y descansar. Ese era el único lugar en toda la carnicería donde
uno podía echarse y Tom necesitaba descansar de vez en cuando. Podía apoyar el pie al final de la superficie, pasar la otra pierna por encima de la rodilla
y descansar relativamente cómodo con un filete como almohada. La carne estaba fresquita justo recién salida de la heladera. Tom solía hacer eso.. Quería
descansar y necesitaba estar cómodo encima de la tabla de cortar carne.. Se sacó los zapatos de una patada para poder mover los dedos.
La carnicería de Tom no olía muy bien. La gente que iba a comprar por primera vez la carne de Tom siempre preguntaba qué era lo que había muerto entre
aquellas paredes. Año tras año el hedor iba empeorando.
Tom masticó un poco de tabaco y se puso cómodo sobre la tabla de cortar carne.
Una nube de moscas zumbaba en el local. Se trataba de unas moscas pesadas, molestas, gordas y grasientas que vivían en la carnicería de Tom. La puerta
mosquitera de la entrada evitaba que entraran todas, pero si se acostumbraban a entrar y atiborrarse de la sangre fresca de la tabla de cortar carne hallaban
la manera de volar hasta la puerta trasera donde nunca había habido mosquitera.
Todo el mundo comía la carne de Tom y a todo el mundo le gustaba. No había otro carnicero en el lugar. Uno entraba y decía: —Hola Tom. ¿Qué tal va? —Todo
me va de perlas, pero mi parienta vuelve a tener fiebre y escalofríos. — Entonces, después de que Tom acabase de relatar lo que era tener fiebre y escalofríos,
uno decía: —Necesito una libra de costillas de cerdo, Tom. — Y Tom respondía: —Caramba, ahora te la traigo. — Mientras uno esperaba las costillas, Tom
le daba muy serio dos o tres vueltas al pedazo de carne y cortaba una libra. Si uno quería ternera, a Tom le daba igual. Golpeaba el pedazo de carne varias
veces armando un gran follón y te la servía. Podías pedirle a Tom cualquier tipo de carne que quisieras, Tom la tenía allá mismo, esperando a ser cortada
y pesada.
Tom se apartó las moscas de la cara y echó una cabezadita. Era mediodía. Los campesinos todavía no habían llegado al pueblo. Era temporada de aclareo y
todo el mundo trabajaba hasta las doce, hora solar, o doce y media según el horario ferroviario. Apenas había nadie en el pueblo a esta hora del día a
pesar de ser sábado. Todos los que necesitaban carne para la cena del sábado ya la habían comprado y era demasiado temprano para comprar la carne del domingo.
La mejor hora para comprarle la carne a Tom si tenía que durar hasta el domingo por la noche era a las diez de la noche del sábado. Entonces te la podías
llevar a casa con la confianza casi absoluta de que no se pondría mala antes del mediodía del día siguiente… si no hacía demasiado calor.
Las moscas zumbaban y se posaban en la boca y la nariz de Tom, quien las apartaba a golpes con su mano y trataba de dormir sobre la tabla de cortar carne
y con el pedazo de filete de lomo como almohada. El jugo del tabaco le bajaba por la garganta y Tom lo tenía que escupir. En una esquina detrás de un mostrador
donde se exponía hígado y sesos había una caja de cigarros medio llena de serrín. Pero no fue capaz escupir tan lejos desde donde estaba. El jugo de tabaco
se estrelló contra el suelo, a medio camino entre la tabla de cortar carne y la caja de cigarros. Lo poco que se escurrió encima del pedazo de carne no
importaba. La mayoría de la gente limpiaba la carne antes de cocinarla y comerla, así que el jugo desaparecería.
¡Malditas moscas! Seguían zumbando y molestando, las asquerosas, y no hay nada más asqueroso que una mosca de carnicería pesada y bien alimentada durante
el verano. Tom las apartó de su cara y las escupió de su boca lo mejor que pudo sin tener que moverse demasiado. Al cabo de un rato desistió.
Tom estaba disfrutando de su cabezadita cuando de repente entró Jim Baxter por la puerta trasera, procedente de la barbería de la esquina. Jim era el socio
de Tom y en días de mucho trabajo venía a ayudarle. Era un hombre grande, casi dos veces más grande que Tom. Siempre llevaba un sombrero negro de ala ancha
y una camisa azul con las mangas arremangadas por encima de los codos. Tenía una gran barriga en forma de huevo y siempre se le escurrían los pantalones.
Cuando caminaba se cogía los pantalones todo el rato, tirando de ellos por encima de su barriga. Pero siempre acababan escurriéndose hacia abajo hasta
que parecía que fueran a caer en cualquier momento y hacerle tropezar. Jim no quería llevar tirantes. Para él un cinturón tenía un aspecto más informal.
Tom estaba dormitando cuando Jim entró por la puerta trasera y lo agarró por los hombros. Un puñado de moscas se había puesto a dormir en la boca de Tom.
Jim las ahuyentó.
—¡Eh, Tom! —gritó Jim sin apenas aliento—. ¡Despierta! ¡Despierta, rápido!
Tom saltó al suelo y se puso los zapatos. Se había acostumbrado a que la gente entrara y lo despertara para comprar veinticinco céntimos de bistec o de
jamón, así que había confundido a Jim con un cliente. Se pasó el dorso de la mano por la boca para calmar las picadas de las moscas.
—¿Qué demonios…? —farfulló indignado, levantando la mirada y viendo que se trataba de Jim—. ¿Qué quieres?
—Venga, Tom. Coge tu escopeta. Estamos persiguiendo a un negro por el arroyo.
—¡Por Dios, Jim! —gritó Tom, ahora totalmente despierto. Agarró el brazo de Jim y le preguntó—: ¿De verdad que vais detrás de un negro?
—Exacto, Tom. ¿Te acuerdas de ese mulato que hace tiempo trabajaba en el ferrocarril? Ese es el negro que vamos a atrapar. Y le vamos a dar una buena lección,
maldito mulato. Se ve que le ha dicho algo a la hija mayor de Fred Jackson cuando iba por la carretera, hace una hora o así. Fred nos lo ha explicado en
la barbería. Vamos, Tom. Hemos de darnos prisa. Dentro de poco le daremos una paliza.
Tom se ató los zapatos y cruzó la calle detrás de Jim. Tom llevaba la escopeta debajo del brazo y Jim había arrancado la cuchilla de carnicero de la tabla
de cortar carne. Le iban a dar su merecido al maldito negro, maldita su piel mulata.
Tom se montó en un automóvil con otros hombres. Jim saltó al estribo de otro coche justo cuando arrancaba. Ya había treinta o cuarenta coches circulando
en dirección al arroyo y muchos más poniéndose en marcha.
Ya tenían un sitio elegido junto al arroyo. Había un claro en el bosque, junto a la carretera, y había suficiente espacio para hacer el trabajo bien hecho.
Había cantidad de maleza seca y un árbol de ámbar de buen tamaño en medio del claro. Los automóviles se detuvieron y los hombres saltaron al suelo con
prisa. Otros habían ido a por Will Maxie. Will Maxie era el mulato. Seguramente lo encontrarían en casa, en pleno aclareo. Will cultivaba buen algodón.
Primero cortaba toda la hierba y luego echaba tierra a las hileras. Todos los demás cultivaban el algodón sin preocuparse de la hierba. Pero Will era un
negro muy listo. Y también era capaz de cultivar mucho maíz, acres de maíz. Siempre cortaba la hierba que crecía junto al maíz. Pero a nadie le gustaba
Will. Ganaba demasiado dinero cortando la hierba que crecía junto a su algodón y su maíz. Ganaba más dinero que Tom y Jim vendiendo carne en la carnicería.
Doc Cromer había enviado a su hijo a la farmacia a por media docena de cajas de Coca Cola y una tina de lavar con un pedazo de hielo. Llenaron la tina
con algo de agua fangosa del arroyo, sumergieron el pedazo de hielo y luego tres cajas de Coca Cola. Cuando se las acabaron el muchacho puso las otras
tres cajas en la tina y dejó que los refrescos se enfriaran. A todos les gusta beber la Coca Cola fresquita.
Tom se dirigió al bosque a echar un trago de whisky con Jim y Hubert Wells. Dondequiera que fuera, Hubert siempre llevaba una botella de whisky encima.
Lo preparaba él mismo en su propio alambique y se ganaba bastante bien la vida vendiéndolo por los alrededores de los juzgados y en la barbería. Hubert
preparaba el mejor whisky de la zona.
Will Maxie se estaba acercando a toda prisa por la carretera. Un par de docenas de hombres iban detrás de él atizándolo con palos. Will se estaba haciendo
mayor. Tenía una esposa y tres hijas adultas, todas casadas y asentadas. Will era un buen negro, que se ocupaba de sus cosas, que se apartaba de la carretera
cuando veía un hombre blanco acercarse, y que se portaba siempre bien. Pero a nadie le gustaba Will. Ganaba demasiado dinero cortando la hierba que crecía
junto a su algodón.
Will llegó corriendo por la carretera y los hombres lo hicieron dirigirse hacia el claro. Todo estaba preparado. Había un gran montón de maleza y una cadena
para el cuello y otra para los pies. Eso lo mantendría sujeto. También había dos o tres latas de gasolina.
El hijo de Doc Cromer estaba haciendo un buen negocio con las Coca Colas. En la tina solo quedaban cinco o seis botellas de las primeras cajas. Estaba
a punto de meter las otras cajas y dejar que se enfriaran las botellas. A todo el mundo le gusta beber de vez en cuando una Coca Cola.
El muchacho de Cromer vendería probablemente todas las botellas y tendría que volver al pueblo a por más cajas. Y sin embargo, hoy no había demasiada gente.
Era el calor lo que hacía que la gente bebiera varias Coca Colas para refrescarse. Hoy solo había ciento cincuenta o ciento setenta y cinco personas. No
había habido tiempo de avisar a todo el mundo. Tom se lo habría perdido si Jim no hubiera entrado en la carnicería mientras echaba una cabezadita y le
hubiera avisado.
Will Maxie no bebía Coca Cola. Will nunca se gastaba el dinero en cosas así. Ese era el problema. Era demasiado bueno para un negro. No bebía whisky de
maíz, ni tampoco lo preparaba. No llevaba un cuchillo, ni una cuchilla.. Se descubría cuando se cruzaba con un hombre blanco y vivía con su propia esposa.
¡Pero ahora lo tenían atrapado! ¡Maldita su piel mulata! Ahora ya no podría cortar la hierba que crecía junto a su algodón. Lo tenían atado al árbol de
ámbar junto al arroyo, con una cadena alrededor del cuello y otra cogiéndole las rodillas. Sí, señor. Tenían atrapado a Will Maxie, ese maldito mulato.
Ya no podría cortar la hierba que crecía junto a su algodón.
Tom se sentía bien. En el bosque, Hubert le dio otro trago. Hubert era un buen tipo. Preparaba buen whisky de maíz. Por esta razón a Tom le gustaba Hubert.
Y todos los sábados por la noche Hubert le llevaba a su esposa un buen trozo de carne para el domingo. Y buena carne. Tom le cortaba la carne y Hubert
se la llevaba a casa y se la regalaba a su esposa.
Estaban quemando vivo a Will Maxie. Cuando apenas le quedaba vida lo llenaron de plomo. Tom se echó hacia atrás, apuntó y disparó a Will con su escopeta.
La cargó de nuevo y volvió a disparar una y otra vez, tan rápido como podía. Unos cuarenta hombres también tenían escopetas. Lo llenaron de plomo de tal
manera que su cuerpo cedió por el cuello, por donde lo habían sujetado con la cadena.
El muchacho de Cromer había vendido todo. El hielo y todas las Coca Colas habían desaparecido. Doc Cromer estaría muy contento cuando su hijo volviera
con todo ese dinero. Seis cajas enteras vendidas, a diez céntimos la botella. Si hubiera traído una caja o dos más las habría vendido con facilidad. A
todo el mundo le gusta la Coca Cola. No hay nada mejor en un día de mucho calor. Eso si las Coca Colas están frescas.
Al cabo de un rato los hombres arrastraron el cuerpo hacia un árbol y lo ataron a una rama para que colgara de ella, pero Tom y Jim no podían esperar más
y regresaron al pueblo en cuanto tuvieron una oportunidad de subirse a un coche. Tenían prisa. Se habían ausentado durante varias horas y ya casi eran
las cuatro. Mucha gente se acercaba al centro la tarde del sábado para comprar la carne del domingo antes de que llegaran los campesinos. Tom y Jim tenían
que darse prisa para abrir la carnicería y ponerse a cortar bistecs y cortar huesos para sopa con la cuchilla de carnicero sobre la tabla de cortar carne.
Tom era el carnicero. Él se encargaba de todo lo relacionado con la carne. Él iba y mataba la vaca y la descuartizaba. Luego transportaba los pedazos a
la carnicería y los colgaba de los ganchos de la heladera. Cuando alguien quería carne él cogía uno de los pedazos del gancho y lo tiraba sobre la tabla
de cortar carne y cortaba la cantidad que uno quería. Uno le decía a Tom lo que necesitaba y él te lo daba, no importaba lo que uno pidiera.
Luego uno iba al mostrador y le pagaba a Jim. Él era el cajero. También el que hablaba. Tom era el que cortaba y pesaba. La barriga en forma de huevo de
Jim le impedía trabajar bien en la tabla de cortar carne. Cuando intentaba cortar un filete de lomo la barriga le molestaba, así que Tom se dedicaba a
eso y Jim cogía el dinero y lo metía en la caja de debajo del mostrador.
Tom y Jim llegaron al pueblo justo a tiempo. Había un montón de gente en la calle preparándose para sus actividades comerciales semanales y necesitaban
carne. Uno iba a la carnicería y decía: —Hola, Tom. Necesito dos libras y media de chuletas de cerdo.— Tom decía: —Hola, enseguida te las traigo.— Mientras
uno esperaba a que Tom cortara el pedazo de carne, uno le preguntaba qué tal le iban las cosas.
—Todo me va de perlas —decía—, excepto que a mi mujer le ha vuelto la fiebre y los escalofríos.
Tom pesaba las chuletas y las envolvía y luego uno se iba a ver a Jim y le pagaba. Jim era el cajero. Su barriga en forma de huevo era demasiado grande
para que pudiera trabajar en la tabla de cortar carne. Ese era el trabajo de Tom, y Jim cogía el dinero y lo metía en la caja de debajo del mostrador.
 
 
Una tarde de Sábado.
Erskine Caldwell.
 
Traducción: Rebeca Bouvier.