Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

La habitación vacía.

Erskine Caldwell.
La habitación vacía.
 
La primera vez que la vi fue algo más de un año después de que se casaran. El funeral había concluido, la gente se había ido y estábamos en la casa solos.
No había nada que pudiera decirle y ella no había dicho una sola palabra desde la mañana anterior. Ella y Finley apenas habían estado casados un año y
ella ni siquiera había cumplido veinte años. Su cuerpo estaba en pleno apogeo, pero ella apenas era una niña.
Había estado sentada junto a la ventana, mirando cómo anochecía, hasta bien entrada la noche. Yo no había encendido las luces y ella no se había movido
de la silla durante horas. Desde donde me encontraba podía ver su perfil inmóvil, rodeado de oscuridad, resaltando contra la noche gris como un camafeo
de ébano.
Finley había sido mi único hermano y, hasta su muerte, el único pariente que me quedaba en el mundo. Ahora ella era su viuda.
Se llamaba Thomasine, pero yo aún no me había dirigido a ella por su nombre. No me había acostumbrado a él y hay algo en un nombre no familiar que lo invita
a protegerse de desconsideradas intromisiones. Cuando llegara el momento de llamarla por su nombre sabía que estaría pronunciando un sonido que era solo
de ella.
Yo era un extraño en la casa y todavía no nos habíamos dirigido la palabra. Finley había sido su esposo y mi hermano, y no estaba seguro de cuál sería
nuestra relación. Lo que sí sabía era que no podríamos estar mucho tiempo en la casa solos sin tener un entendimiento claro de cuál era el sitio de cada
uno.
El crepúsculo era frío. La habitación oscura dilataba el vacío, que se retiraba a la inmensidad carente de paredes. El perfil de Thomasine se suavizaba
a medida que la penumbra gris dejaba paso a la oscuridad de la noche. Las paredes retrocedieron y la habitación se convirtió en un espacio sin ellas. La
sala era inmensa y su perfil destacado contra la gris penumbra se fundió en la creciente oscuridad de la casa.
Thomasine, sentada al otro lado de la habitación, no se había dado del todo cuenta de su soledad. La curva que formaban su cabeza y hombros se encorvaba
con las sombras envolventes, pero ella apenas si pensaba en su propia presencia.. Finley llevaba muerto tan poco tiempo.
Cuando se levantó, yo también lo hice y crucé la habitación hacia ella. Me dirigí hacia su lado y me detuve a la distancia de un brazo. No obstante, la
distancia entre nosotros solo podría haberse medido por los límites del espacio infinito de la habitación. Deseé rodearla con mis brazos y consolarla,
tal como habría consolado a la persona amada, pero era la viuda de Finley y la habitación con sus paredes hicieron la distancia inconmensurable. La sala
en la que nos encontrábamos estaba vacía y era extensa. Nadaba en la oscuridad de su vasto espacio. La chispa de un pedernal nos habría dejado ciegos con
la intensidad de su luz y la indudable conflagración nos habría reducido a cenizas..
Antes de venir a esta casa jamás me habría interesado una chica cuyo nombre hubiera sido Thomasine. Ahora ella era la viuda de mi hermano.
Algunas de las flores que había en la sala se habían enroscado al llegar la noche, pero los pétalos de las rosas cayeron suavemente al suelo.
De repente susurró, volviéndose hacia mí en medio de la oscuridad:
—¿Has dado de comer a los conejos de Finley?
—Sí —le respondí—. Les he dado todo lo que fueran capaces de comer. Tienen todo lo que necesitan para esta noche.
El cabello le había caído por encima de los hombros, bullendo por toda la cabeza. Su cabello era de color cítrico y, extrañamente, se ajustaba a la oscuridad
de la habitación y al negro de su vestido. Su color hacía su dolor aún más incómodo, porque su cabeza era la que más profundamente se inclinaba en la oscuridad
de la inmensa habitación. Cuando miré la negrura de tinta de las invisibles paredes pude, de alguna manera, ver la rapidez con que el cabello cítrico se
despeinaba en el pecho de mi hermano cuando besaba la suavidad del perfil de su esposa y acariciaba la tersura de sus extremidades. La belleza y riqueza
de su año de amor estaba cediendo paso, poco a poco, a la creciente oscuridad. Fue en la oscuridad de la habitación vacía donde fui capaz de creer en la
irrevocabilidad de la muerte y de creerme el dolor que sentí en el corazón de Thomasine. Los que son amantes durante un año no pueden creer en la irrevocabilidad
de la muerte, y ella menos que nadie. Quise decirle que lo sabía, pero mis palabras le habrían dicho únicamente lo trivial. Su amor no debía confundirse
con la muerte y ella no habría deseado comprenderlo.
Ahora iba a empezar la noche.
No la vi moverse, pero noté cómo dejaba la silla junto a la ventana. Caminé detrás de ella, tocando unos muebles que me eran desconocidos, y me guie a
través de la habitación una y otra vez por la dirección del perfume cítrico de su cabello.
Entonces se detuvo y me di cuenta de que estaba en el dormitorio. Me encontré junto a la puerta reconociendo solo una dirección, la del aromático perfume
cítrico que emanaba de su cabello. Cuando ella fue de esquina en esquina yo me quedé junto a la puerta del dormitorio esperando a que hablara, esperando
una palabra de despedida hasta la mañana siguiente. Si había algo más que deseara, o si había algo que yo pudiera hacer, ella no me lo había dicho.
El eco de sus pasos de esquina en esquina y del frío de la cama retumbó por el dormitorio vacío. Pude oírla caminar hasta la cama, tocarla con los dedos,
y regresar a la ventana por el suelo cubierto de alfombras. Estuvo junto a la ventana mirando la nada en la noche, la nada negra, mientras yo esperaba
a que me dijera que cerrara la puerta, me fuera y la dejara sola.
Aunque ella estaba en el dormitorio, yo estaba junto a la puerta y los conejos estaban justo tras la ventana, el vacío descendió sobre la casa al igual
que el silencio de una noche sin estrellas ni luna. Cuando yo extendía los brazos se alargaban hacia regiones desconocidas y cuando miraba con los ojos,
parecían buscar luz en todos los rincones del oscuro cielo.
Ella sabía que yo estaba junto a la puerta esperando una palabra de despedida, pero se sentía desamparada en su soledad. Sabía que no podía soportar estar
sola en la habitación cuyas paredes no podían verse a tal distancia. Ella sabía que su soledad no podía hacerse desaparecer mediante una palabra pronunciada
en la hueca oscuridad, y sabía que ella sola no podría impulsarse fuera de la inmensidad de la casa.
Mi hermano me había escrito sobre ella con cierto pesar porque yo no tenía a nadie como ella a quien amar. Él había estado con ella durante un año, compartiendo
su casa y su cama. Todas las noches habían ido juntos al dormitorio donde ahora estaba ella sola. Entonces sentí la soledad de la noche, porque le habían
quitado a su esposo, mientras que yo, que nunca había conocido un amor así, nunca formaría parte de él.
Una vez más fue a la cama y la tocó. La habitación estaba oscura y la cama quieta. Ahora sabía que iba a estar sola.
Empezó a llorar bajito, como llora una muchacha.
Las zapatillas cayeron de sus pies y el eco sonó como si hubieran lanzado unos zapatos de hombre con tacones sólidos contra el suelo.
Cuando tocó un peine que había sobre la mesilla y luego cayó al suelo en medio de la oscuridad, podrían haber sido las manos torpes de un hombre buscando
a tientas, tirando relojes y espejos.
Sus rodillas tocaron una silla, pero el sonido fue más como un hombre caminando en medio de una habitación oscura, tropezando con los muebles y maldiciendo
con voz ronca.
Colocó la ropa que se quitó sobre un arcón que había al pie de la cama, pero pareció más bien como si un hombre hubiera lanzado sobre una silla su abrigo
pesado y sus pantalones desde el otro lado de la habitación.
Levantó la ventana sin ruido, pero fue como si un hombre la hubiera abierto con impaciencia.
Se sentó al borde de la cama y luego se estiró, pero fue como si un hombre se hubiera arrojado sobre ella, tirando de la manta para taparse.
Con cuidado se dio la vuelta y estiró el brazo por encima de la lejana almohada, pero en la habitación vacía sonó como si un hombre estuviera golpeando
las almohadas con los puños.
Su cuerpo empezó a temblar por los sollozos, sacudiendo levemente los muelles de la cama y el colchón, pero fue como el firme movimiento de un hombre de
fuerza incontrolada.
No sé cuánto tiempo estuve junto a la puerta esperando una palabra de despedida. Al principio el tiempo había pasado rápido en medio de la negrura absoluta
de esta casa de oscuridad hueca. Luego pasó más lentamente. Puede que pasara una hora, quizás cinco.
Abrí los labios y hablé. El sonido de mis palabras parecía no tener fin en su eco.
—Buenas noches, Thomasine —dije temblando.
Ella gritó de miedo y dolor. Si alguien le hubiera cortado el corazón con un cuchillo no habría gritado tan fuerte.
Luego se dio la vuelta en la cama y se quedó estirada del otro lado.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío!
La almohada que había estado sujetando cayó desde el extremo de la cama al suelo, sonando en la oscuridad como un árbol talado en medio del bosque.
Tras el crepúsculo, la noche empezó en la habitación vacía.
 
 
La habitación vacía.
Erskine Caldwell.
 
Traducción: Rebeca Bouvier.