Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

La paga del duplicador.

Philip K. Dick.
La paga del duplicador.
 
Negras cenizas se extendían a ambos lados de la carretera, montones irregulares que se alejaban hasta perderse de vista, las opacas ruinas de edificios,
ciudades, una civilización; un corroído planeta de escombros, negras partículas de hueso, acero y hormigón azotadas por el viento, que conformaban una
mezcla a la deriva.
Allen Fergesson bostezó, encendió un Lucky Strike y se reclinó contra el asiento forrado de brillante piel en su Buick modelo 1957.
—Un espectáculo deprimente —comentó—.. Esa monotonía… Sólo basura. Es desolador.
—No mires —dijo con indiferencia la chica sentada a su lado.
El potente coche rodaba en silencio sobre la grava de la carretera. Fergesson, cuyas manos apenas tocaban el volante eléctrico, se relajó a los sones del
Quinteto para piano, de Brahms, que sonaba en la radio, transmitido desde la colonia de Chicago. La ceniza golpeaba las ventanillas. Ya se había formado
una espesa capa negra, a pesar que sólo habían recorrido unos pocos kilómetros. Daba igual, Charlotte guardaba en el sótano de su apartamento una manguera
de jardín, un cubo de zinc y una esponja DuPont.
—Y tienes una nevera llena de buen whisky escocés —añadió en voz alta—, según creo recordar…, a menos que alguien se la haya bebido.
Charlotte se removió. Se había amodorrado, acunada por el ruido del motor y el aire caliente.
—¿Whisky escocés? —murmuró—. Bueno, tengo una botella de Lord Calvert. —Se incorporó y agitó su nube de cabello rubio—. Pero está un poco deteriorado.
El pasajero del asiento trasero reaccionó. Le habían recogido en el camino. Era un hombre flaco y enjuto, vestido con pantalones y camisa gris.
—¿Muy deteriorado? —preguntó con voz tensa.
—Como todo lo demás, más o menos.
Charlotte no escuchaba. Contemplaba con mirada ausente el paisaje por la ventanilla cubierta de ceniza. A la derecha de la carretera, los restos mellados
y amarillentos de una ciudad se destacaban como dientes rotos contra el sucio cielo de mediodía. Una bañera, un par de postes telefónicos que seguían en
pie, huesos y fragmentos descoloridos, esparcidos entre kilómetros de escombros. Una visión desoladora, opresiva. Algunos perros escuálidos se refugiaban
del frío en cavernosos sótanos. La espesa niebla de ceniza impedía que el sol llegara a la superficie.
—Mira allí —dijo Fergesson al hombre del asiento trasero.
Una liebre había cruzado la carretera. Ciega, deforme, la liebre se precipitó con terrible fuerza contra un puntal de hormigón roto y se desplomó, atontada.
Recorrió unos pasos, hasta que un perro cayó sobre ella y la devoró.
—¡Uf! —exclamó Charlotte, asqueada. Se estremeció y conectó la calefacción. Era una joven atractiva, con sus bonitas piernas dobladas bajo el cuerpo, vestida
con un jersey de lana rosa y una blusa bordada—. Ya tengo ganas de llegar a mi colonia. Todo esto es espantoso…
Fergesson tabaleó sobre la caja de metal encajada entre los dos asientos. Le gustó notar la firmeza del metal bajo sus dedos.
—Si las cosas van tan mal como dices, les gustará contar con esto.
—Oh, sí —reconoció Charlotte—. La situación es terrible. No sé si esto servirá de algo… —Arrugas de preocupación surcaron su menudo rostro—. Supongo que
vale la pena probar, pero no albergo grandes esperanzas.
—Levantaremos de nuevo tu colonia —la tranquilizó Fergesson. Lo principal era calmar a la muchacha. Un pánico de esta clase podía descontrolarse… Se había
descontrolado más de una vez—. Tardaremos un tiempo, de todos modos —añadió, mirándola—. Tenías que habernos avisado antes.
—Pensábamos que era pura pereza, pero está en las últimas, Allen. —El miedo se reflejó en sus ojos azules—. No podemos sacarle nada de provecho. Sentado
como un buda, como si estuviera enfermo o muerto.
—Es viejo —contestó con suavidad Fergesson—. Si no recuerdo mal, vuestro biltong data de hace ciento cincuenta años.
—¡Pero se supone que viven durante siglos!
—Supone un terrible desgaste para ellos —señaló el hombre del asiento posterior. Inclinado hacia adelante, se humedeció los resecos labios y apretó los
puños manchados de tierra—. Olvidas que no se encuentran en su elemento natural. En Próxima trabajaban juntos. Ahora se han dividido en unidades separadas,
y la gravedad es mayor aquí.
Charlotte asintió, aunque no estaba convencida.
—¡Dios mío! —exclamó—. Es terrible… ¡Miren eso! —Rebuscó en el bolsillo del jersey y extrajo un pequeño objeto brillante, cuyo tamaño equivalía al de una
moneda de diez centavos—. Todo lo que duplica es como esto…, o peor.
Fergesson tomó el reloj y lo examinó, con un ojo pendiente de la carretera. La correa se rompió como una hoja seca entre sus dedos y se convirtió en diminutos
fragmentos de fibra oscura. El reloj parecía en buen estado…, pero las manecillas no se movían.
—No funciona —explicó Charlotte. Lo tomó y lo abrió—. ¿Ves? —Lo sostuvo frente a la cara de Fergesson, con una mueca de disgusto—. Hice media hora de cola
para conseguir esto, y no sirve para nada.
La maquinaria del diminuto reloj suizo era una masa informe de metal brillante. No se apreciaban engranajes, rubíes ni resortes.
—¿Sobre qué trabajó? —preguntó el hombre de atrás—. ¿Sobre un original?
—Sobre una reproducción, pero buena. Una que hizo él mismo hace treinta y cinco años. Era de mi madre, de hecho. No tienes ni idea de cómo me sentí cuando
lo vi. No puedo utilizarlo. —Charlotte recuperó el reloj y lo guardó en el bolsillo del jersey—. Me enfurecí tanto que… —Se interrumpió, irguiéndose en
el asiento—. Ya hemos llegado. ¿Ves ese letrero de neón rojo? Es el principio de la colonia.
El letrero rezaba Standard Stations Inc. Sus colores eran azul, rojo y blanco. Una estructura impecable al borde de la carretera. ¿Impecable? Fergesson
aminoró la velocidad cuando llegaron frente a la gasolinera. Los tres miraron con gran atención, preparándose para el golpe que iban a recibir.
—¿Lo ves? —dijo Charlotte con un hilo de voz.
La gasolinera se estaba desmoronando. El pequeño edificio blanco era viejo, viejo y ruinoso, algo corroído y vacilante, que se hundía y abombaba como una
antiquísima reliquia. El brillante letrero rojo de neón chisporroteó. Las bombas estaban oxidadas y torcidas. La gasolinera empezaba a transformarse en
cenizas, en oscilantes y negras partículas; volvía al polvo del que procedía.
Mientras Fergesson contemplaba la agonizante gasolinera, percibió un aliento de muerte. La decadencia no había llegado a su colonia…, todavía. En cuanto
los duplicados se estropeaban, el biltong de Pittsburgh los sustituía. Fabricaba nuevos duplicados a partir de los objetos originales preservados de la
guerra. Aquí, las reproducciones que sustentaban la colonia no eran sustituidas.
Era inútil culpar a nadie. Los biltong eran limitados, como cualquier raza. Habían hecho todo lo posible, y trabajaban en un entorno extraño para ellos.
Eran nativos del Sistema de Centauro, probablemente. Habían hecho acto de aparición en los últimos días de la guerra, atraídos por los destellos de las
bombas H… , y encontraron los restos de la raza humana, que se arrastraba a través de la negra ceniza radiactiva y trataba de salvar todo lo posible de
su civilización destruida.
Tras un período de análisis, los biltong se dividieron en unidades individuales y empezaron el proceso de duplicar los artilugios que los humanos supervivientes
les traían. Así sobrevivieron. En su planeta habían creado un entorno satisfactorio, cerrado dentro de un mundo hostil.
Un hombre intentaba llenar el depósito de su Ford del 66, en vano.. Gritó una maldición y arrancó la manguera podrida. Un líquido incoloro cayó al suelo
y empapó la grava manchada de grasa. La bomba tenía una docena de grietas, como mínimo. De pronto, una de las bombas se vino abajo.
Charlotte bajó la ventanilla.
—¡La gasolinera de la Shell está en mejor estado, Ben! —gritó—. Está al otro lado de la colonia.
El fornido hombre se giró en redondo, congestionado y sudado.
—¡Maldita sea! —masculló—. Aquí no hay nada que hacer. Déjenme subir, y llenaré un cubo en la otra.
Fergesson, tembloroso, abrió la puerta del coche.
—¿Todo está igual?
—Peor. —Ben Untermeyer se sentó al lado del otro pasajero—. Miren allí.
Una tienda de comestibles se había derrumbado y formaba un montón confuso de hormigón y acero. Los escaparates habían reventado. Los productos se habían
esparcido por todas partes. La gente intentaba reunir todo lo posible y rebuscaba entre los escombros. Sus rostros expresaban tristeza e irritación.
La calle también estaba en pésimo estado, llena de grietas, baches y cunetas erosionadas. Una cañería rota rezumaba agua sucia en un charco cada vez más
grande. Las tiendas y coches que se veían a ambos lados estaban mugrientos y ruinosos. El aspecto general era de vejez. Un puesto de limpiabotas estaba
asegurado con tablas. Las ventanas rotas se habían cubierto con trapos y la pintura del letrero se había desprendido. La repelente cafetería de al lado
sólo contaba con dos clientes, hombres de aspecto mísero ataviados con trajes arrugados, que intentaban leer el periódico y bebían un café de aspecto barroso,
en unas tazas que rezumaban un líquido pardusco cuando las levantaban de la barra carcomida.
—No durará mucho —murmuró Untermeyer, mientras se secaba el sudor de la frente—. A este paso, no. La gente tiene miedo de ir al cine. En cualquier caso,
las películas se rompen y la mitad del tiempo se ven al revés. —Miró con curiosidad al hombre sentado a su lado—. Me llamo Untermeyer —gruñó.
Se estrecharon la mano.
—John Dawes —respondió el hombre vestido de gris. No proporcionó más información. Desde que Fergesson y Charlotte le habían recogido en la carretera, no
había pronunciado más de cincuenta palabras.
Untermeyer sacó un periódico doblado del bolsillo de la chaqueta y lo tiró sobre el asiento delantero, al lado de Fergesson.
—Esto es lo que encontré en el porche por la mañana.
El periódico era un revoltillo de palabras carentes de significado. Un borrón vago de letras incompletas, de tinta acuosa que aún no se había secado. Fergesson
echó un breve vistazo al texto, pero fue inútil. Artículos confusos se perdían en divagaciones, los titulares proclamaban sandeces.
—Allen lleva algunos originales en esa caja —dijo Charlotte.
—No servirán de nada —contestó Untermeyer, abatido—. No se ha movido en toda la mañana. Esperé en la cola con una tostadora de palomitas para que me la
duplicara. No hubo suerte. Volvía a casa cuando mi coche se averió. Miré debajo del capó, pero, ¿quién entiende de motores? No es asunto nuestro. Conseguí
llegar a la gasolinera de la Standard… El maldito metal es tan blando que se hundió bajo mi dedo.
Fergesson frenó el Buick ante el gran edificio de apartamentos donde Charlotte vivía. Tardó unos segundos en reconocerlo; se habían producido cambios desde
la última vez que lo había visto, un mes antes. A su alrededor se había levantado un tosco andamio. Algunos obreros examinaban los cimientos con expresión
vacilante. El edificio se iba inclinando poco a poco a un lado. Enormes grietas se abrían en las paredes. Había trozos de yeso diseminados por doquier.
La acera estaba acordonada.
—Sin ayuda no podemos hacer nada —se quejó Untermeyer, airado, salvo sentarnos a ver cómo se cae todo en pedazos. Si no resucita pronto…
—Todo lo que nos duplicó en los viejos tiempos se está estropeando —dijo Charlotte, mientras abría la puerta del coche y salía—. Y todo lo que nos duplica
ahora es un desastre. ¿Qué vamos a hacer? —Se estremeció al recibir la mordedura del frío viento—. Creo que vamos a terminar como la colonia de Chicago.
Sus palabras helaron la sangre en las venas de los demás. ¡Chicago, la colonia que se había venido abajo! Su biltong había envejecido y fallecido. Agotado,
se había convertido en un silencioso e inmóvil montón de materia inerte. Los edificios y las calles, todas las cosas que había duplicado, se habían deteriorado
y transformado en negras cenizas.
—No se reprodujo —susurró Charlotte, atemorizada—. Duplicó hasta consumirse, y luego… murió.
—Pero los demás se enteraron —dijo por fin Fergesson, con voz hueca—. Enviaron un sustituto en cuanto pudieron.
—¡Fue demasiado tarde! —gruñó Untermeyer—. La colonia ya había desaparecido. Sólo quedaban un par de supervivientes que vagaban carentes de todo, ateridos
de frío y muertos de hambre, hasta que los perros los devoraron. ¡Los malditos perros, que lo infestan todo, se dieron un buen atracón!
Permanecieron inmóviles en la ruinosa acera, asustados. Hasta el rostro enjuto de John Dawes había expresado un mudo terror, un miedo atroz. Fergesson
pensó con anhelo en su colonia, que distaba unos veinte kilómetros en dirección este. Palpitante y activa. El biltong de Pittsburgh era joven, aún conservaba
los poderes creativos de su raza. ¡No se parecía en nada a esto!
Los edificios de la colonia de Pittsburgh eran fuertes y sólidos. Las aceras eran limpias y firmes. Los televisores, batidoras, tostadoras, autos, pianos,
ropas, whiskys y judías congeladas de los escaparates eran fieles reproducciones de los originales, tan auténticas en todos los detalles, que era imposible
diferenciarlas de los artículos reales, conservados en los refugios subterráneos cerrados al vacío.
—Si esta colonia se desmorona —dijo Fergesson—, algunos de ustedes pueden venir con nosotros.
—¿Su biltong es capaz de duplicar para más de cien personas? —preguntó en voz baja John Dawes.
—Ahora, sí —respondió Fergesson. Señaló con orgullo su Buick—. Ustedes han viajado en él, y saben lo bien que funciona. Es casi tan bueno como el original
del que fue duplicado. Hay que verlos juntos para distinguir la diferencia. —Sonrió y contó un viejo chiste—. Quizá me llevé el original.
—No es necesario decidirlo ahora —cortó Charlotte—. Aún nos queda un poco de tiempo, al menos. —Tomó la caja de acero y se dirigió hacia los peldaños del
edificio—. Sube con nosotros, Ben. —Movió la cabeza en dirección a Dawes—. Usted también. Tome un trago de whisky. No es muy malo. Sabe un poco a anticongelante
y la etiqueta es ilegible, pero aparte de eso no está muy deteriorado.
Un obrero la alcanzó cuando pisó el primer peldaño.
—No puede subir, señorita.
Charlotte le rechazó indignada, una expresión desolada en su pálido rostro.
—¡Aquel es mi apartamento! Ahí están todas mis cosas… ¡Vivo aquí!
—El edificio no es seguro —repitió el obrero. En realidad, no era un obrero, sino un habitante de la colonia, que se había prestado voluntariamente a vigilar
los edificios en mal estado—. Fíjese en las grietas, señorita.
—Hace semanas que aparecieron. —Charlotte, impaciente, indicó con un gesto a Fergesson que la siguiera—. Vamos.
Subió al porche y se dispuso a abrir la gran puerta de vidrio y cromo.
La puerta se desprendió de sus goznes y cayó. Los cristales estallaron y mortíferos fragmentos salieron disparados en todas direcciones. Charlotte gritó
y retrocedió dando tumbos. El hormigón cedió bajo sus pies. Todo el porche se desplomó en una nube de polvillo blanco.
Fergesson y el obrero sujetaron a la frenética muchacha. Untermeyer buscó la caja de acero entre las nubes remolineantes de polvo. Sus dedos se cerraron
sobre ella y la arrastró hacia la acera.
Fergesson y el obrero salieron de entre las ruinas del porche, sujetando todavía a Charlotte. La joven intentó hablar, pero violentas convulsiones deformaron
su rostro.
—¡Mis cosas! —consiguió articular.
Fergesson sacudió el polvo que la cubría.
—¿Te has hecho daño? ¿Te encuentras bien?
—No me he hecho daño.
Charlotte se secó un reguero de sangre y polvillo blanco que resbalaba sobre su mejilla. Tenía el cabello rubio enmarañado. Su jersey de lana roja estaba
roto y desgarrado, así como el resto de su indumentaria.
—¿Has tomado la caja?
—Todo está en orden —dijo John Dawes, impasible. No se había movido ni un milímetro de su sitio.
Charlotte se aferró a Fergesson. Su cuerpo temblaba de miedo y desesperación.
—¡Mira! —susurró—. Mira mis manos. —Levantó sus manos teñidas de blanco—. Se están ennegreciendo.
El espeso polvo que cubría sus manos y brazos estaba adquiriendo un tono más oscuro, hasta que llegó a ser negro como el hollín. Sus ropas se rompieron
y desprendieron de su cuerpo, como una cáscara vacía.
—Entra en el coche —ordenó Fergesson—. Tápate con una manta; es de mi colonia.
Untermeyer y él cubrieron a la temblorosa muchacha con la gruesa manta de lana. Charlotte se acurrucó contra el asiento, los ojos casi fuera de las órbitas.
Gotas de sangre resbalaron sobre su mejilla y mancharon las franjas azules y amarillas de la manta. Fergesson encendió un cigarrillo y lo encajó entre
sus labios temblorosos.
—Gracias. —La joven consiguió articular un gemido de agradecimiento. Sujetó el cigarrillo con dedos agitados—. Allen, ¿qué demonios vamos a hacer?
Fergesson sacudió el polvo oscuro que cubría el cabello rubio de Charlotte.
—Nos acercaremos a darle los originales que he traído. Quizá pueda hacer algo. Los objetos nuevos siempre les estimulan. Puede que le resucitemos un poco.
—No es que esté dormido —dijo Charlotte con voz afligida—. Está muerto, Allen. ¡Lo sé!
—Aún no —protestó Untermeyer, pero todos sabían la verdad.
—¿Se ha reproducido? —preguntó Dawes.
La expresión de Charlotte les transmitió la respuesta.
—Lo intentó. Algunos se abrieron, pero ninguno vivió.. He visto huevos por ahí, pero…
Calló. Todos lo sabían. El esfuerzo por mantener con vida a la raza humana había esterilizado a los biltong. Huevos muertos, crías nacidas sin vida…
Fergesson se sentó al volante y cerró la puerta con violencia, pero no encajó bien. Tal vez el metal se había deformado. Se alarmó. Una reproducción imperfecta,
un error infinitesimal, un elemento microscópico infiltrado en el duplicado. Hasta su bonito y lujoso Buick estaba contaminado. El biltong de su colonia
también sufría un proceso de deterioro.
Tarde o temprano, lo ocurrido en la colonia de Chicago se repetiría en todas partes…
Hileras de automóviles, silenciosos e inmóviles, rodeaban el parque abarrotado de gente. Casi toda la colonia se había congregado. Todo el mundo tenía
algo que necesitaba desesperadamente duplicar. Fergesson paró el motor y guardó las llaves en el bolsillo.
—¿Podrás soportarlo? —preguntó a Charlotte—. Quizá prefieras quedarte aquí.
—Estoy bien —contestó Charlotte, y trató de sonreír.
Se había puesto unos pantalones y una camisa deportiva que Fergesson había encontrado entre las ruinas de una tienda. Fergesson no sintió el menor remordimiento.
Una gran multitud de hombres y mujeres se habían apoderado de los productos esparcidos por el suelo. Las prendas resistirían unos cuantos días.
Fergesson había tardado en escoger las ropas de Charlotte. Había descubierto un montón de camisas y pantalones resistentes en el almacén de la tienda,
un material todavía lejos de convertirse en polvillo negro. ¿Duplicados recientes? O tal vez, aunque parecía imposible, originales que los propietarios
del local habían utilizado para conseguir reproducciones. En una zapatería que todavía funcionaba había encontrado un par de zapatillas. Le había cedido
su propio cinturón, el que había tomado en la tienda de ropa que se había desplomado a su alrededor.
Untermeyer sujetó la caja de acero con ambas manos cuando los cuatro se acercaron al centro del parque. La gente que la ocupaba permanecía en silencio,
con expresión sombría. Nadie hablaba. Todos cargaban con algún objeto, originales conservados durante siglos o buenas reproducciones que tenían desperfectos
sin importancia. Una máscara de esperanza y temor cubría su rostro.
—Ahí están los huevos muertos —susurró Dawes.
Un círculo de bolas de un tamaño similar al de las pelotas de baloncesto se destacaba junto al borde del parque. Eran duras, pétreas. Algunas estaban rotas.
Había fragmentos de cáscara esparcidos por todas partes.
Untermeyer propinó un puntapié a un huevo. Se abrió, pero estaba vacío.
—Algún animal lo ha dejado seco —afirmó—. Estamos presenciando el final, Fergesson. Creo que los perros vienen de noche y se los comen. Está demasiado
débil para protegerlos.
Una sensación de indignación sacudió a los hombres y mujeres que esperaban. Tenían los ojos inyectados en sangre y formaban un círculo de humanidad impaciente
e indignada que invadía el centro del parque. Habían esperado durante mucho rato. Estaban cansados de esperar.
—¿Qué demonios es eso?
Untermeyer se agachó ante una vaga forma tirada bajo un árbol. Pasó los dedos sobre la confusa masa metálica. Dio la impresión que el objeto se fundía
como si fuera de cera. No se distinguía el menor detalle.
—Soy incapaz de identificarlo.
—Es una cortadora de césped eléctrica —dijo un hombre que estaba cerca de ellos.
—¿Cuánto hace que la duplicó? —preguntó Fergesson.
—Cuatro días. —El hombre le dio una patada—. Es imposible identificarla; podría ser cualquier cosa. La mía se ha estropeado. Saqué el original del depósito
e hice cola todo el día… Ahí está el resultado. —Escupió en el suelo—. No vale nada. La dejé tirada ahí. No valía la pena llevarla a casa.
Su mujer emitió un balido áspero.
—¿Qué vamos a hacer? No podemos utilizar la vieja. Se ha estropeado, como todo lo demás. Si las nuevas reproducciones no son buenas, tendremos que…
—Cierra el pico —la reprendió su marido, con el rostro deformado por una mueca de furia. Sus manos aferraron un tubo—. Esperaremos un poco más. Quizá cambie
de humor.
Un murmullo esperanzado se alzó a su alrededor. Charlotte se estremeció y avanzó.
—No le culpo —dijo a Fergesson—, pero… —Meneó la cabeza—. ¿De qué serviría? Si hace reproducciones que no nos sirven para nada…
—No puede —dijo John Dawes—. ¡Fíjense en él! —Se detuvo y contuvo a los demás—. Fíjense en él y díganme si puede hacer algo mejor.
El biltong estaba agonizando. Ocupaba el centro del parque, enfermo y viejo, un montón de protoplasma amarillento, espeso, gomoso, opaco. Sus pseudópodos
se habían secado, semejaban serpientes ennegrecidas posadas sobre la hierba pardusca. El centro de la masa parecía extrañamente hundida. El biltong se
iba encogiendo poco a poco, a medida que el pálido sol iba resecando la humedad de sus venas.
—¡Dios mío! —susurró Charlotte—.. ¡Tiene un aspecto espantoso!
El bulto central del biltong oscilaba levemente. Se podían apreciar incesantes movimientos, mientras se aferraba a la escasa vida que le quedaba. Enjambres
de moscas negras y azules zumbaban a su alrededor. Un intenso hedor flotaba sobre el biltong, el fétido olor a materia orgánica putrefacta. Rezumaba un
líquido nauseabundo.
El núcleo de tejido nervioso sepultado en el protoplasma amarillento del ser latía con veloces movimientos espasmódicos que dibujaban olas en la piel decrépita.
Casi era posible observar que los filamentos degeneraban en gránulos pétreos. Vejez, decadencia…, y sufrimiento.
Frente al biltong agonizante, sobre la plataforma de hormigón, un montón de originales aguardaban a ser duplicados. A su lado, había algunas reproducciones
iniciadas, bolas informes de ceniza negra mezcladas con el jugo que rezumaba el cuerpo del biltong, el fluido con el que construía laboriosamente sus duplicados.
Había dejado de trabajar y retraído sus pseudópodos. Descansaba… Se esforzaba por seguir con vida.
—¡Pobre criatura! —se oyó decir Fergesson—. Ya no le quedan fuerzas.
—Lleva sentado ahí seis horas seguidas —aulló una mujer en el oído de Fergesson—. ¡Tan contento! ¿A qué espera…, a que nos pongamos de rodillas y le supliquemos?
Dawes se volvió hacia ella, furioso.
—¿No ve que está agonizando? ¡Déjenlo en paz, por el amor de Dios!
Un rugido amenazador recorrió el círculo de espectadores. Muchos rostros se volvieron hacia Dawes; hizo caso omiso de ellos. A su lado, Charlotte se había
quedado petrificada. Sus ojos expresaban temor.
—Tenga cuidado —advirtió en voz baja Untermeyer a Dawes—. Algunas de estas personas necesitan cosas urgentemente. Hay quien espera conseguir comida.
El tiempo transcurría. Fergesson tomó la caja de acero que sostenía Untermeyer y la abrió. Se agachó, sacó los originales y los dispuso sobre la hierba,
frente a él.
Al verlos, un murmullo se elevó a su alrededor, un murmullo en el que se mezclaban admiración y asombro. Una sombría satisfacción inundó a Fergesson. Eran
los originales de los que carecía esta colonia, en la que sólo existían duplicados imperfectos. Uno a uno, recogió los preciosos originales y avanzó hacia
la plataforma de hormigón situada frente al biltong. Hombres airados le cortaron el paso, hasta que se fijaron en los originales.
Depositó un encendedor Ronson. Después, un microscopio binocular Bausch & Lomb, envuelto todavía en su piel original. Un plato de alta fidelidad Pickering.
Y una reluciente copa de cristal Steuben.
—Son unos originales estupendos —dijo un hombre—. ¿De dónde los ha sacado?
Fergesson no contestó. Estaba observando al moribundo biltong. El biltong no se había movido, pero había visto los nuevos originales. Las fibras duras
ocultas en el interior de la masa amarillenta se removieron. El orificio central se estremeció, abriéndose de repente. Una violenta sacudida agitó la masa
protoplasmática. Rancias burbujas surgieron del orificio. Un pseudópodo se retorció, avanzó por la hierba viscosa, titubeó y tocó el cristal Steuben.
Amasó un puñado de ceniza negra y lo bañó con el líquido que brotaba del orificio. Se formó un globo deslustrado, una grotesca parodia de la copa Steuben.
El biltong osciló y se encogió para reunir más energías. Luego, intentó por segunda vez moldear la copa. De repente, toda la masa se estremeció violentamente
y el pseudópodo se derrumbó, agotado. Se retorció, vaciló de una manera patética y se retrajo al bulto central.
—Es inútil —dijo Untermeyer con voz ronca—. No puede hacerlo. Es demasiado tarde.
Fergesson recuperó los originales con dedos entumecidos y los devolvió a la caja metálica.
—Estaba equivocado —murmuró, y se puso en pie—. Pensaba que iba a lograrlo con esto. Desconocía la gravedad de la situación.
Charlotte, muda y afligida, se alejó de la plataforma. Untermeyer la siguió, abriéndose paso entre la masa de hombres y mujeres enfurecidos que rodeaban
la plataforma de hormigón.
—Espere un momento —dijo Dawes—. Voy a probar algo.
Fergesson esperó mientras Dawes introducía la mano bajo su camisa gris y sacaba algo envuelto en papel de periódico. Era una copa de madera, tosca y mal
hecha. Se agachó con una extraña sonrisa irónica y depositó la copa frente al biltong.
Charlotte observó sus movimientos, confusa.
—Es inútil, aunque haga una reproducción. —Tocó el objeto de madera con la punta de su zapatilla—. Es tan sencillo que hasta usted podría duplicarlo.
Fergesson se sobresaltó. Dawes y él intercambiaron una breve mirada. Dawes sonrió. Fergesson se quedó petrificado cuando comprendió.
—Es verdad —dijo Dawes—. Yo la hice.
Fergesson tomó la copa y le dio vueltas en su mano temblorosa.
—¿Con qué la hizo? ¡No lo entiendo! ¿De qué la hizo?
—Derribamos algunos árboles. —Dawes sacó de su cinturón algo metálico que brilló a la débil luz del sol—. Tenga. Procure no cortarse.
El cuchillo era tan tosco como la copa, aplanado a martillazos, torcido y sujeto con alambre.
—¿Usted ha hecho este cuchillo? —preguntó Fergesson, estupefacto—. No puedo creerlo. ¿Con qué? Necesitaba herramientas. Es una paradoja. —Su voz adquirió
un timbre histérico—. ¡Es imposible!
Charlotte se alejó, desdeñosa.
—No sirve. No se puede cortar nada con eso. Tenía en la cocina un juego de cuchillos de acero inoxidable, del mejor acero sueco. Ahora se han convertido
en ceniza negra.
Un millón de preguntas bullían en la mente de Fergesson.
—Esta copa, este cuchillo… ¿Forman ustedes un grupo? ¿Ha tejido la tela de su traje?
—Vámonos —dijo Dawes con brusquedad. Recuperó la copa y el cuchillo y se alejó a toda prisa—. Hay que salir de aquí. Creo que el final se acerca.
La gente empezaba a abandonar el parque. Se habían rendido y se dirigían a registrar las tiendas ruinosas en busca de comida. Algunos coches cobraron vida
y comenzaron a rodar.
Untermeyer se humedeció sus fofos labios nerviosamente.
—Se están enfadando —murmuró a Fergesson—. Toda la colonia se está derrumbando. Dentro de unas horas no quedará nada. ¡Ni comida, ni casas!
Sus ojos se desviaron hacia el coche y se entornaron.
No era el único que había reparado en el coche.
Un grupo de hombres hoscos y sombríos se estaba congregando alrededor del polvoriento Buick. Lo tocaban, examinaban sus guardabarros, el capó, los faros,
los firmes neumáticos, como niños hostiles y codiciosos. Los hombres portaban armas improvisadas, como tubos, piedras y fragmentos de metal retorcido,
arrancados de los edificios derrumbados.
—Saben que no es de su colonia —dijo Dawes—. Saben que volverá a la suya.
—Te llevaré a la colonia de Pittsburgh —dijo Fergesson a Charlotte—. Te registraré como mi esposa. Más tarde decidirás si quieres seguir adelante con las
formalidades.
—¿Y Ben? —preguntó Charlotte con voz débil.
—No puedo casarme con él también. —Fergesson caminó más de prisa—. Puedo llevarle, pero no le dejarán quedarse. Existe un límite de población. Más tarde,
cuando comprendan la urgencia…
—Apártense —dijo Untermeyer al cordón de hombres.
Avanzó hacia ellos con aire agresivo. Al cabo de un momento los hombres retrocedieron. Untermeyer se plantó junto a la puerta, dispuesto a intervenir en
cuanto hiciera falta.
—Acérquense con cuidado —dijo a Fergesson.
Fergesson y Dawes, con Charlotte entre ambos, atravesaron la fila de hombres y se reunieron con Untermeyer. Fergesson entregó las llaves al gordo y éste
abrió la puerta delantera. Empujó a Charlotte al interior e indicó a Fergesson que entrara por el otro lado.
El grupo de hombres entró en acción.
Untermeyer propinó un puñetazo al líder que le envió contra los demás. Deslizó su gran bulto tras el volante del coche. El motor cobró vida. Untermeyer
puso la primera y pisó con fuerza el acelerador. El coche saltó hacia adelante. Los hombres trataron de agarrar la portezuela abierta y apoderarse de los
ocupantes.
Untermeyer cerró las puertas. Fergesson captó una última visión del sudoroso rostro del gordo, deformado por el miedo.
Los hombres intentaban asirse a los resbaladizos costados del coche. Fueron cayendo uno tras otro. Un gigantesco pelirrojo, todavía aferrado como un poseso
al capó, trataba de arañar la cara del conductor por el parabrisas roto. Untermeyer tomó una curva muy cerrada. El pelirrojo aguantó un segundo y después
soltó su presa, desplomándose sobre la calzada.
El coche zigzagueó, se apoyó casi únicamente sobre dos ruedas y desapareció tras una hilera de ruinosos edificios. El chirrido de los neumáticos se perdió
en la distancia. Untermeyer y Charlotte iban camino de la seguridad que representaba la colonia de Pittsburgh.
Fergesson contempló el coche hasta que la presión de la mano de Dawes sobre su hombro le sacó de su abstracción.
—Vamos —dijo Dawes—. Espero que sus zapatos sean resistentes. Debemos caminar bastante.
Fergesson parpadeó.
—¿Caminar? ¿Adónde?
—Nuestro campamento más cercano está a unos cuarenta y cinco kilómetros de aquí. Creo que lo lograremos. —Empezó a caminar y Fergesson le siguió al cabo
de unos momentos—. Ya lo he hecho antes. Creo que podré repetirlo..
A sus espaldas, la multitud se había congregado de nuevo y centraba su interés en la masa inerte del agonizante biltong. Se elevó un murmullo airado, de
frustración e impotencia por la pérdida del coche. Poco a poco, como el agua que sube de nivel, la ominosa y febril masa avanzó hacia la plataforma de
hormigón. El agonizante biltong esperaba impotente. Era consciente de los atacantes. Sus pseudópodos se agitaron por última vez, en un esfuerzo inútil.
Entonces, Fergesson vio algo terrible, algo que le avergonzó hasta el punto que sus dedos humillados soltaron la caja metálica, que cayó al suelo. La recuperó
y la sostuvo entre sus manos, aturdido. Deseaba huir, a cualquier parte, daba igual, ocultarse en el silencio, la oscuridad y las sombras que aguardaban
fuera de la colonia. Lejos de la muerta extensión de ceniza..
El biltong intentaba duplicar un escudo defensivo, una muralla de ceniza protectora, antes que la turba cayera sobre él…
Después de caminar un par de horas, Dawes se detuvo y se tendió sobre la ceniza negra que se extendía hasta perderse de vista.
—Descansaremos un rato —dijo a Fergesson—. Cocinaremos la comida que llevo. Utilizaremos ese encendedor Ronson que tiene usted, si le queda algo de gas.
Fergesson abrió la caja metálica y le pasó el mechero. Un viento frío y fétido sopló a su alrededor; levantó nubes de ceniza que barrieron la yerma superficie
del planeta. A lo lejos, paredes melladas de edificios se proyectaban como huesos astillados. En algunos puntos crecían oscuros y ominosos tallos de hierbas.
—No está tan muerto como parece —comentó Dawes mientras reunía fragmentos de madera seca y papel—. Hay perros y conejos, y montones de semillas. Basta
con arrojar agua a la ceniza y crecen.
—¿Agua? Pero si no… llueve. Creo que era la palabra adecuada.
—Debemos cavar pozos. Aún hay agua, pero hay que cavar para encontrarla.
Dawes encendió un pequeño fuego; aún había gas en el encendedor. Se concentró en alimentar la hoguera.
Fergesson se sentó y examinó el encendedor.
—¿Cómo se fabrica un aparato de éstos? —preguntó.
—No podemos. —Dawes introdujo la mano en la chaqueta y sacó un paquete de comida, carne seca en salazón y maíz tostado—. No se puede empezar fabricando
cosas complejas. Hay que avanzar poco a poco.
—Un biltong en buen estado de salud podría duplicarlo. El de Pittsburgh realizó un duplicado perfecto de este encendedor.
—Lo sé, por eso estamos tan atrasados. Tendremos que esperar a que tiren la toalla. Lo harán, tarde o temprano. Tendrán que regresar a su sistema estelar…
Continuar aquí desembocará en un genocidio.
Fergesson apretó con fuerza el encendedor.
—En ese caso, nuestra civilización se irá con ellos.
—¿Lo dice por ese mechero? —Dawes sonrió—. Sí, es cierto, pero creo que su punto de vista no es correcto. Tendremos que reeducarnos, todos. A mí también
me cuesta.
—¿De dónde es usted?
—Soy uno de los supervivientes de Chicago —dijo en voz baja Dawes—. Cuando se derrumbó, vagué por ahí… Maté con una piedra, dormí en sótanos, rechacé a
los perros con uñas y dientes. Por fin, llegué a uno de los campamentos. Algunos me habían precedido. Usted no lo sabe, amigo, pero Chicago no fue la primera
en caer.
—¿Y están duplicando herramientas, como ese cuchillo?
Dawes lanzó una sonora carcajada.
—La palabra no es duplicar, sino fabricar. Fabricamos herramientas, hacemos cosas. —Sacó la tosca copa de madera y la depositó sobre la ceniza—. Duplicar
significa copiar, simplemente. No puedo explicarle qué es fabricar; tendrá que intentarlo para entenderlo. Fabricar y duplicar son dos cosas por completo
diferentes.
Dawes dispuso tres objetos sobre la ceniza. La exquisita copa de cristal Steuben, su tosca copa de madera y la reproducción defectuosa que había realizado
el agonizante biltong.
—Así eran las cosas —dijo, indicando la copa Steuben—. Algún día volverán a ser igual…, pero tendremos que tomar el camino correcto, el más duro, paso
a paso, hasta llegar aquí. —Guardó con todo cuidado la copa de cristal en la caja metálica—. La conservaremos, pero no para copiarla, sino como modelo,
como objetivo. Ahora, usted no advierte la diferencia, pero ya lo hará.
Indicó la tosca copa de madera.
—Ahora, estamos en esta fase. No se ría, no niegue que es un símbolo de civilización. Lo es, sencillo y tosco, pero auténtico. Partiremos de aquí.
Tomó la masa informe que el biltong había reproducido. Tras un momento de reflexión, alzó la mano y la arrojó con todas sus fuerzas. El duplicado erróneo
cayó al suelo, rebotó y se rompió en mil pedazos.
—Eso no era nada —afirmó Dawes—. Es mejor esta copa. Esta copa de madera está más cerca de la copa Steuben que cualquier reproducción..
—Está muy orgulloso de su copa de madera —observó Fergesson.
—Ya lo creo —admitió Dawes, mientras guardaba la copa en la caja metálica, junto a la Steuben—. Algún día lo comprenderá también. Tardará un poco, pero
lo comprenderá.
Ya iba a cerrar la caja, pero se detuvo y acarició el encendedor Ronson.
Meneó la cabeza con pesar.
—Nosotros no lo veremos —dijo, y cerró la caja—. Demasiados pasos intermedios. —Su rostro se iluminó de súbito con una chispa de alegría—. ¡Pero por Dios
que vamos por el buen camino!
 
 
La paga del duplicador.
Philip K. Dick.
 
Traducción Eduardo García Murillo.