Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Perro ladrando a la luna.

Miquel Obiols.
Perro ladrando a la Luna.
 
Mi perro, blanco, pequeño, de piel fina y casi sin pelo, era, estoy seguro, el peor perro que jamás ha existido. Pero yo lo quería a  pesar de que, con
sus extravagancias, me daba muchos quebraderos de cabeza.
Por ejemplo: cuando empezaba a oscurecer, quería que lo encerrara en el balcón de mi dormitorio. Primero meneaba el rabo como si fuera una hélice, después
me lamía los zapatos y, acto seguido, echaba a correr por todo el piso como un loco, hasta que acababa subiéndose por las paredes. ¡Qué manía tan tonta
la de querer pasar la noche encerrado en el balcón! Pero, como se ponía tan cargante, ¿qué iba a hacer yo?
En verano podía encontrarse a gusto encerrado fuera. En primavera y en otoño, todavía,
pero, en invierno, la verdad, me daba lástima dejarlo allí.
Yo sufría. Pasar toda la noche a la intemperie no puede ser bueno para nadie, tanto si
se es perro como si no. Un día probé a encerrarlo en una jaula, dentro del piso. ¡Nunca lo hubiera hecho! Aquella noche fue de ordago. Un alboroto terrible
me despertó de pronto: al pie de mi cama, hecha cisco, estaba la jaula..
Sin saber cómo, de un salto invisible, mi perro me había arrebatado las sábanas, la colcha, y, con las patas, me hurgaba las orejas, la nariz, la barbilla.
Su lengua me pringaba la cara, me llenaba de saliva los cabellos. Mi pijama quedó convertido en un montón de andrajos y yo, completamente desnudo, recibía
lametazos y mordiscos por todas partes. ¡El trabajo que me costó dominarlo! Después de bregar un buen rato a base de carreras, arañazos y patadas, cuando
toda la habitación era una nube de borra del colchón y de plumas de la almohada, conseguí, al fin, reducirlo. Y lo encerré en el balcón.
Otra de sus obsesiones era lamer todo lo que se ponía al alcance de su hocico. No sé qué satisfacción podía encontrar lamiendo muebles, paredes, ropas,
personas, animales o vegetales; pero el caso es que lo hacía glotonamente. Por culpa de tan estúpida costumbre, la lengua le creció desproporcionadamente
y siempre iba con la boca medio abierta y la lengua colgando.
Todo eso, naturalmente, no son razones suficientes para afirmar que mi perro era el peor perro que jamás ha existido. Pero si os digo que no sabía ladrar,
y si os cuento lo que descubrí a lo largo de aquellas noches, cuando estaba encerrado en el balcón, creo que estaréis de acuerdo conmigo.
Mi perro se pasaba las noches levantando la cabeza, estirando furiosamente el cuello y con un palmo de lengua fuera. Parecía como si quisiera hablar con
alguien, aunque ya sabemos que los perros no hablan, que sólo ladran. Pero ya os he dicho que mi perro tampoco sabía ladrar.
Y no vayáis a creer que su defecto (porque no saber ladrar siempre es un defecto para un perro) le avergonzara, y que por ese motivo quisiera pasarse las
noches encerrado en el balcón. No. Mi perro no tenía ningún escrúpulo. La razón de pasar las noches fuera y de levantar la cabeza como una jirafa cuellicorta,
era la luna. Sí, la causa de aquella extravagancia era la luna.
No sé cómo decirlo. Al principio no me daba cuenta. Era difícil adivinar que mi perro se había enamorado de la luna; pero la cosa estaba bien clara. Mi
perro y la desvergonzada de la luna pasaban las noches juntos, contemplándose, haciéndose carantoñas. Él, desde el balcón y ella, desde aquella pizarra
inmensa, agujereada por pequeñas chispas de luz. Y yo sufriendo como un tonto por miedo a que mi perrito se resfriara... ¡Menudo pillo estaba hecho mi
perrito!
La verdad es que todo aquello no me hacía ninguna gracia: mi perro, encaprichado de la luna. ¡Mentecato! Pero, qué se le va a hacer, las cosas, a veces,
hay que aceptarlas como vienen. De acuerdo, yo lo aceptaba. Pero los problemas empezaron a partir de ahí.
Veréis (eso lo descubrí mucho más tarde): mi perro quería ladrar como todo perro normal. Ese era el drama. Esa era la razón de aquellos tirones de cuello
con los que intentaba emitir algún ladrido. Esa era la causa de aquel estado de nervios, de aquella desazón que mi pobre perrito arrastraba desde hacía
días. No sé por qué se empeñaba en intentar ladrar si no sabía hacerlo, si nunca había sabido. ¿Era tal vez la luna, la descarada de la luna, quien se
lo exigía? No lo sé. Pero el caso es que mi pobre perro se consumía noche tras noche,
A partir de aquel descubrimiento me pasé muchas noches en blanco, vigilando a mi perro. Ni un solo ladrido. Apenas algún alarido extraño o una especie
de tos de enfermo que acababa ahogándolo. ¡Qué desgracia, pobre perro, y qué miserable parecía con la lengua fuera, impotente y casi vencido!
Creedme si os digo que llegué a odiar a la luna; si la hubiera tenido delante, no sé lo que le habría hecho. Tiene que ser muy doloroso querer demostrar
que eres un perro de verdad y no poder hacerlo.
Todos los perros, desengañémonos, tienen su orgullo y su amor propio.
Me planteé la situación muy seriamente: estaba obligado a ayudar a mi perro. Tenía que enseñarle a ladrar.
A partir de aquel día, los dos, yo y mi perro, nos pasábamos las noches en el balcón: yo, a cuatro patas, ladrando como un verdadero perro, y él, haciendo
esfuerzos de perro para conseguir imitarme.
Sin embargo, mis lecciones no daban resultado. Yo bien que me esforzaba, desgañitándome tanto como podía, pero no hubo forma de que le saliera nada que
pudiera asemejarse a un ladrido; ni siquiera un triste gañido. Nada.
Yo andaba todo el día tomando pastillas de menta y de eucalipto para que la garganta no se me estropeara, y aprovechaba cualquier ocasión, ya fuera en
el trabajo, en la calle o en el autobús, para ensayar ladridos de perro potente. Todo el mundo me miraba de mala manera, pero era porque no conocían el
grave problema de mi perro. De haberlo conocido estoy seguro de que habrían venido a ladrar conmigo en el balcón de mi casa. Me obsesionaban los perros
que ladraban, que, claro eran casi todos. Los estudiaba con atención.
Me sentaba cerca de ellos para ver si conseguía adivinar los mecanismos guturales que originan los ladridos. Me entrenaba delante de ellos para comprobar
si me aceptaban, para estar seguro de si lo hacía bien o no (algunas veces incluso llegué a levantar una pierna junto a un árbol). Y por lo visto, sí:
yo podía pasar tranquilamente por un perro; quien tenía problemas para ello era mi perro, aunque yo no me desanimaba, él sí que empezaba a hacerlo. Pero
cuando miraba a la loca
de la luna, volvía a encalabrinarse.
Después de muchísimas noches, cuando ya había pescado todos los trancazos del mundo y había adelgazado diez kilos a causa de no dormir y de forzar tanto
la garganta; una noche en que la luna estaba radiante, coqueta y redonda como nunca, mi perro lanzó el primer gañido. O quizá fue sólo medio gañido. Pero,
fuera lo que fuera, aquello quería decir que con unas cuantas lecciones más, mi perrito llegaría a aprender a ladrar.
Yo estaba convencido de haber ganado.
Y así fue. Después de aquel gañido, vinieron otros, ya más enérgicos. Y algún ladrido. Mi perro estaba loco de alegría y la luna engordaba por momentos.
Y llegó la noche que tanto deseábamos: los ladridos le salían como si nada, cada vez más agresivos y fuertes. Ladraba con el rabo tieso y dando saltitos.
Entre los dos armábamos tanto barullo que parecíamos una jauría. La luna, oronda, iba engordando más y más. Yo me sentía satisfecho de mi alumno y él me
estaba muy agradecido. Tenía que bañarme cada cinco minutos porque mi perro no paraba de lamerme. ¡Qué noche!
Al día siguiente, la gente hacía toda clase de comentarios:
—¿No habéis oído esta noche? Unos ladridos monstruosos resonaban por toda la ciudad... como si nos hubiera invadido una jauría desatada...
—¡Qué miedo! No he podido pegar ojo: había tanta luz como si fuera de día...
—¿Sí? Yo no he visto nada ni he oído ningún ruido porque tengo el sueño pesado, pero me han dicho que una luna gigante mordía todo el cielo...
Seguramente exageraban, como se suele hacer siempre que ocurren cosas importantes, pero, bueno, casi era verdad que la luna se había hecho tan grande que
ocupaba más de la mitad del gran caparazón negro. Y si eso había ocurrido la primera noche en que mi perro era ya un perro de verdad, ¿qué pasaría en la
noche que se acercaba? Empecé a preocuparme un poco.
Tuve miedo de que nos descubrieran a mí y a mi perro.
Aquella misma tarde me puse manos a la obra: no podía perder ni un segundo. Tenía que encontrar escaleras, muchas escaleras.
Compré todas las escaleras que pude. Algunas las construí yo mismo con las maderuchas que iba recogiendo por los descampados. Cuando tuve todas las que
necesitaba, me puse a añadirlas, clavándolas, atándolas, empotrándolas, empalmándolas. Ya podéis imaginároslo: para poder llegar al cielo había que confeccionar
una escalerísima de miles y miles de kilómetros. Y lo conseguí.
Y entonces ocurrió todo lo que ocurrió.
Aquella misma noche mi perro ladró como jamás un perro normal podría hacerlo: y la luna, la loca, se hizo tan grande, que todo el cielo era como una inmensa
mancha de leche.
Era un cielo-luna.
Aquella luz tan fuerte me deslumbraba y los ojos me hacían chiribitas.
Vi a mi perro por última vez subido en los primeros peldaños de la escalera, sacando una lengua de cuatro palmos. Ya no lo volví a ver más porque no podía
resistir aquella luz cegadora, pero, durante unos segundos, sentí aún el contacto de sus lametazos calientes: eran lametazos de agradecimiento. Después,
nada más.
La visión de mi perro subiendo aquella enorme escalera y un regusto a saliva perruna, me acompañan siempre que pienso en mi perro blanco, pequeño, de piel
fina y casi sin pelo; el peor perro que jamás ha existido.
 
 
Perro ladrando a la Luna.
Miquel Obiols.