Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Tumble Home.

Amy Hempel.
Tumble home.
 
… Iría a cualquier parte
con alguien entregado al
amor,
pero ¿cómo alguien entregado al amor
soportaría esta muerte?
SHARON OLDS, Wonder
He escrito cartas que han sido inútiles, pero he escrito pocas, creo, que hayan sido mentira. Tratar de contactar con una persona significa hacerse la
misma pregunta una y otra vez: ¿Es ésa la verdad o no? Así que empiezo esta carta dirigida a ti conforme a la tradición del Oeste. Y, si no estoy mal informada,
la tradición del Oeste consiste en poner las cartas sobre la mesa.
Creo que es más fácil cuando tu vida ha sido zarandeada al derecho y al revés. Las cosas importan menos. Cuentas con la alegría de ser menos educada y
de ser menos —no más— cautelosa. Podemos decir lo que se nos antoje.
Aunque quizá no. ¿Como en la pesca? Cuanto más fino es el sedal, más fácil resulta que el cebo se hunda. Después de recurrir a esta analogía tan propiamente
masculina, no veo esta carta como una inutilidad, sino como una mentira. Me pregunto qué posibilidad tengo de poner fin a todo esto, cuando me siento tan
bien extrayendo sonidos de mi cuerpo para que los oigas. Estos sonidos —esta carta— es mi barra de labios, es mi lencería, son mis tacones altos…
Escribirte significa poder llenar mis días en este lugar. Y a veces anhelo esos días en que no sucede nada. «Cada tictac del reloj no necesita un mártir».
Todos los árboles están apuntalados con horquillas de madera en forma de Y, a modo de muletas. Los pájaros que anidan en esos árboles tullidos recubren
sus nidos con las pelusas que se posan sobre el zarzal cuando el gato se acicala al aire libre. Esos mismos pájaros engordan con las semillas que no florecen.
Utilizamos los sobres de semillas para marcar las páginas de los libros. Todo el mundo es mejor aquí de lo que fue allí, entendiendo por «allí» cualquier
otro lugar. La expresión «cualquier otro lugar» indica que no somos nativos de éste. Ninguno de nosotros arrancó de aquí.
Lo que me trajo aquí fue un seis, según la enfermera, que había inventado su propia escala. Recuerdo que pensé: «¿Qué no será un siete o un ocho si esto
es sólo un seis?».
He matado dos cosas que no deben matarse. No es como en la ciudad, donde sabes qué tienes que matar. Primero fue una mantis religiosa (ese bicho que se
come a los otros en cuanto se descuidan) y después, en el cuarto de baño, una luciérnaga que, al perder su brillo, parecía un escarabajo.
Algunos de los que estamos aquí agradecemos la tendencia que tienen los doctores a llamar a sus pacientes «invitados». Pero creo que yo estaría más feliz
si llevase un brazalete de plástico y un camisón blanco que me dejase la espalda al descubierto. Pacientes, invitados… Lo que se espera de nosotros es
que mejoremos lo justo para poder salir de aquí, aunque sólo sea para dar un paseo en coche de tres a siete. Cuando me conceden un pase de salida y viene
a recogerme un coche, le digo al conductor que aparque al otro lado de la calle, enfrente de la puerta, para tener a la vista este lugar hasta la hora
que nos señalan para el regreso. El conductor, tanto si es un hombre como una mujer, puede dejar puesta la radio si le apetece. Lo único que quiero ver
es el sitio al que tengo que regresar.
Lo del pase es una mera formalidad. Podemos salir siempre que queramos.. Yo, por lo general, contrato un coche, pero otros cogen el autobús para ir al
centro de la ciudad. La vez que cogí el autobús estaba segura de que si apoyaba la mejilla en la ventana, la piel se me escoriaría, de modo que me pasé
todo el trayecto con la cara pegada a la ventana.
En un prestigioso instituto de tecnología hay una habitación llena de trenes a escala que circulan a perpetuidad por un pueblo a escala, el mismo pueblo
en que está ubicada la sede del instituto. Ves los trenes circular a gran velocidad, atravesar túneles y evitar posibles colisiones, antes de fijarte en
el reloj de pared y en sus manecillas, que dan vueltas frenéticamente.
El reloj, como es lógico, también marca el tiempo a escala.
Si alguno de nosotros tiene que salir de aquí, así sea por un rato, percibe, creo yo, que el tiempo, en cualquier lugar, es eso: un tiempo a escala.
Lo que sucede cuando las cosas van bien: veo a Warren empujar «mar adentro» al gato, montado encima de la tapa de poliestireno de una nevera portátil,
en el estanque. Me sacudo del cuello de la camisa un pelo enredado y resulta que es un pelo de maíz.
Ahí está el objeto no identificado que vuela. Cuando alguno de nosotros lo divisa cernerse sobre la casa, todos los demás cogemos un libro, salimos corriendo
al jardín y sostenemos en alto los libros para que quede claro qué clase de gente somos.
¡Shakespeare y Tolstoi!
¡Corre y trae a Jane Austen!
Si coges la carretera que conduce hasta aquí, pasarás por delante de nuestra señal favorita. Está situada a la entrada de una urbanización que queda a
escasos kilómetros de este lugar: CASAS RESIDENCIALES PARA ANCIANOS Y DISCAPACITADOS. Algunas de esas casas están todavía en fase de construcción. Nos
gusta el olor de la madera cortada, el modo en que encajan los postes y las vigas, y esos hombres que trabajan tan aprisa que no dan tiempo a que se formen
telarañas en los aleros.
La sureña que vive entre nosotros se llama Chatten Gaines. Acostumbra a sentarse a tomar el sol y se prepara ella misma un frasco de loción: su Swiss Performing
Extract. Warren le pregunta: «¿Y eso qué hace, ponerte como una moto?». Chatty le contesta que tenga cuidado si no quiere convertirse en un paciente externo.
Aquí denominamos «paciente externo» a toda aquella persona a la que le ha dado un síncope, que ha perdido el conocimiento.
Creo que la hidratación ha llegado a ser tan importante para Chatty como el hecho de equiparse de accesorios, esa expresión comercial. Puedo asegurarte
que ambas actividades son cruciales para mí.
Todos podemos trabajar en la huerta; de hecho, nos animan a que cultivemos algo. Por consiguiente, hay hileras de lechugas supermodernas, alubias que cuelgan
de unos palos atados como si fueran una tienda india, diminutos tomates amarillos que tienen forma de bombilla, coles rizadas que ni siquiera los topos
se comerían, y mi propia aportación: nada de verduras en sentido literal, sino liños y más liños de perfectas zinnias enanas. No estoy fanfarroneando.
Dadas las características de la tierra de aquí, cualquiera puede desperdigar semillas igual que se echa sal en una patata asada y, sin necesidad de remover
ni abonar el terreno, todo crece hasta una altura incluso mayor de la deseada.
Yo no soy yo, me parece.
Pero, ¿quiénes de los que están aquí lo son? Y, sin embargo, en cierto modo, supongo que somos más nosotros mismos de lo que nunca lo hemos sido.
He hecho amistad con la sureña, Chatty. No es uno de esos motes irónicos[5], como cuando a una persona gorda se la conoce como La Canija. Chatty cuenta
que, cuando era adolescente y estudiaba en un internado, su madre, cada vez que se aproximaban las vacaciones, solía preguntarle si pensaba llevarse a
casa a alguno de sus interlocutores. Chatty habla del espectro y anuncia lo siguiente que va a hacer: subir el volumen del tocadiscos en la sala de música,
abrir el grifo de la ducha en el piso de arriba o poner en marcha el extractor si no le gusta el olor de la comida. Quién sabe.
El vecino más cercano no está tan cerca. Aun así, nos llega, débilmente, a lo largo de toda la noche, el sonido de la música country que él escucha. El
vecino más cercano es del Sur, y el método que utiliza para saber si puedes caerle bien consiste en ponerte un disco de Hank Williams y preguntarte si
sabes quién es. Que la música llegue tan atenuada cuando estás despierta en la cama produce el mismo placer que cuando dejabas la radio encendida toda
la noche en aquella época en que un amigo se quedaba a dormir y bebías ginger ale en la oscuridad.
A veces, en la oscuridad, una persona grita: «¿Dónde estoy?», y quiere saberlo de verdad. ¿Qué no será un nueve o un diez?
¿Te has dado cuenta de que no escribo en el reverso de las hojas? Utilizo un papel de cartas azul, con mi nombre impreso en el encabezamiento de la hoja.
Lo hago porque tuve un sueño la primera noche que pasé aquí. En aquel sueño iba a recoger el material de escritorio que había encargado en la vida real.
Pero en el sueño había un nombre diferente impreso en el encabezamiento de cada una de las páginas.
No tuve que calentarme demasiado la cabeza para buscarle un significado. Aquellas personas cuyo nombre estaba impreso en mi papel y en mis sobres eran
yo misma.
Al escribirte siento que soy yo misma. Y te diré qué soy: un cementerio. Puedo ser un cementerio. Pero eso es algo que tendrás que averiguar por ti mismo.
Una persona puede decirte algo y no hay que creerla así porque sí. Tiene que demostrártelo. Puedes comprobar, si quieres, que no le he hablado a nadie
de ti. ¡Como si alguien fuese a creerme si lo hiciera! Me imagino que estarás de acuerdo conmigo en que resulta difícil saber en qué se puede creer y en
qué no.
Aunque éste es uno de esos lugares que pueden ponerte en evidencia. Digamos que es algo así como estar en la fiesta de bienvenida a los nuevos alumnos
del instituto y que un chico que no te gusta insiste en sacarte a bailar. Supongamos que el chico no para de insistir y que siempre le dices: «Vamos a
esperar a que pongan una canción buena». Supongamos que entonces suena Great Balls of Fire, de Jerry Lee Lewis, y entonces ¿qué le dices? ¿Algo así como:
«Estoy esperando a que suene la romántica Color My World, del Grupo Chicago?».
Este lugar fue antes un colegio femenino. Durante cien años fue un colegio pijo para niñas, de estilo georgiano, con su típica entrada circular para carruajes.
Tras padecer unos problemas fiscales cada vez más graves y de fusionarse con el correspondiente colegio masculino, sólo quedó el nombre, unido con un guión
al de la institución nueva.
Después de pasarse muchos años desocupado, lo que una vez fue el salón en el que colgaban retratos del fundador del colegio, y que era donde las niñas
recibían las visitas, es ahora una sala de estar a la que llamamos la Suite de la Hostilidad. La pintura es de un color relajante, los butacones invitan
a sentarse en ellos, las maderas están pulimentadas. Y le falta muy poco para estar recargada. No resulta difícil imaginarse a las adolescentes, con sus
camisoncitos cortos, bajando las escaleras encima de los colchones, como si estuviesen haciendo surf.
Y las casualidades de la vida: una de las pacientes estudió aquí. Éste fue el colegio en el que Chatty estuvo interna, hasta que la pusieron de patitas
en la calle por beber. Le quita gravedad a la bebida. Asegura que se controlaba utilizando el test Jimi Hendrix: ¿Estoy ahogándome en mi propio vómito?
¿No? Entonces puedo tomar otra copa.
Chatty ha perdido casi toda su memoria de lo inmediato, y está encantada. ¿No era ése, se pregunta, el motivo para beber? Pero dice que sus recuerdos escolares
se mantienen incólumes. Me contó que una diosa platino del celuloide estuvo como alumna en el colegio en los años treinta y que salió a hurtadillas por
la iglesia para fugarse con su novio. Chatty me dijo que todas las niñas del colegio, muchísimos años después de aquel incidente, aseguraban que el suyo
era el dormitorio que había ocupado la actriz de cine.
Chatty recuerda haber saltado por la ventana y echado a correr hacia la playa, donde, bajo la luna llena, podía hacer sombras con las manos. Dice que saboteó
claustros, que sustituyó las semillas de las flores por semillas de verduras en el Jardín Centenario, de modo que donde debería haber florecido la malvaloca
brotaron cañas de maíz. Y en lugar de espuelas de caballero, calabazas.
Para mí, el colegio no fue el lugar de alegría perfecta y de satisfacción que había sido para ella. Cuando las otras niñas chillaban: «¡Al coche, que nos
vamos de jarana!», yo preguntaba: «¿Está el coche muy lejos?». Si accedía a irme con ellas, me quemaba luego en una hoguera de autoinmolación. Ahora, estamos
aquí las dos. Y yo te escribo esta carta.
Tengo que remangarme para hacerlo.
¿No te preguntaste por qué llevaba la ropa tan grande? ¿Por qué tenía que subirme las mangas del jersey para coger la taza de té? Es algo que me viene
de la época del instituto, cuando leí en una revista de mujeres que, para parecer más baja, había que ponerse ropa muy grande. El artículo no se paraba
en eso. Aconsejaba no detenerse ahí: recomendaba comprar muebles descomunales para parecer pequeña a la hora de acurrucarse en un sillón.
¿Estás preguntándote por qué una persona que ya es baja de por sí querría parecer más baja todavía? Debería ser obvio. No todo lo que he visto es lo que
quisiera haber visto. Aunque en las autopistas, y una vez, en una carretera de montaña, me he esforzado por ver cosas que no quería ver. Lo peor que he
visto en mi vida ha sido un cuerpo sin cabeza. Ahí fue cuando me di cuenta de que no me importa ver todo, en la medida en que todo está ahí para que yo
lo vea.
La persona a la que me esforzaba por ver en la carretera de montaña era yo misma. El paramédico no me lo permitía. Me cortó la chaqueta y el jersey, después
le dio un tijeretazo a la camisa. Pensé que podría haberme tapado con más rapidez de la que lo hizo. En el hospital, un médico me palpó el hombro. «¿Te
duele esto?», me preguntó. Y, deslizando la mano hacia mi clavícula, me preguntó: «¿Y aquí?». Después la bajó más. «¿Mejor aquí?».
Aquella situación se parecía a aquel chiste que soy incapaz de recordar con exactitud, pero que tenía que ver con una mujer que está siendo reconocida
por un médico. Creo que era algo así como que, después de hacerle el médico un reconocimiento a fondo, la mujer, que está desnuda, le pregunta qué tiene.
Y el hombre de la bata blanca le contesta que no tiene ni idea, porque él no es el médico.
Cuando alguien empieza a retroceder hacia la existencia que tenía antes, Chatty dice: «Hay que vaporizarse la cara». Entonces se inclina sobre una olla
de agua hirviendo y se cubre la cabeza con una toalla. Le echa hojas de camomila porque dice que tienen un efecto balsámico. Pero da la casualidad de que
el té que tomaste aquel día era de camomila, y oler su esencia en este sitio es ya demasiado para mí…
Perdí el reloj el día en que quedamos. Como no tengo reloj, echo mano del mando a distancia para saber la hora que es y, de camino, sintonizo el canal
del tiempo. Cuando quiero saber qué hora es, me entero de la trayectoria de los tornados en los estados de las llanuras. Ese reloj perdido es algo que
tendré que buscar. Yo, mucho más allá de las precauciones normales, le hago guiños al destino, guiños tales como dejar los zapatos en la puerta del dormitorio,
uno con la puntera hacia fuera y el otro hacia dentro —es una artimaña para evitar las pesadillas—, aunque, en realidad, parece como si no supiese si entro
o si salgo… Soy supersticiosa y nunca cambio las sábanas en viernes (hace que el demonio controle tus sueños). Cuando aceptaste quedar conmigo, quise evaluar
tus intenciones y arrojé al fuego unas pepitas de manzana. Entonces dije: «Si me quiere, salta y vuela. Si me odia, reposa y muere». Ese reloj perdido
es algo que tendré que buscar. Soy supersticiosa, y a veces me confundo: abro un paraguas antes de salir de casa, pero nunca, nunca jamás, llevo puestas
las gafas de sol de puertas para adentro.
Para mí, las gafas de sol son un fetiche, y me alegró que me dijeras que te gustaban las gafas verdes que llevaba aquel día. «Enséñame qué más llevas ahí
dentro», me pediste cuando las guardé en el bolso. Con qué precisión ibas seduciéndome. Enséñame qué más llevas ahí dentro. Porque la última vez que alguien
me dijo una cosa así fue una gorila que es capaz de comunicarse con las manos mediante señas. Me dijo exactamente lo mismo que tú —yo estaba sentada tan
cerca de aquella famosa gorila como lo estaba de ti—, después de fijarse en lo bonitas que eran mis gafas de montura verde. Creo que te diste cuenta de
que, si tú no cambiabas de tema, hubiera estado hablándote de aquella gorila hasta que crecieran flores bajo nuestros pies. La cosa es tan sencilla como
esto: si parases a los transeúntes para preguntarles qué opinión les merecen los gorilas, yo me contaría entre aquellos a los que se les iluminaría la
cara de momento.
Y la gorila dijo con sus manos: «Enséñame qué más llevas ahí dentro». Saqué todo lo que tenía. Cuando le mostré las gafas de montura verde, dijo: «Bonitas».
Cuando levanté la barra de labios, me dijo: «Píntate». Y cuando le enseñé la invitación para una exposición de pintura (no tuya), le puse a la vista el
lado en que estaba impreso un cuadro del artista. «Un cuadro pésimo», ¡me dijo por señas! Porque ella también pinta. Ojalá pudiera decirle a la gente de
aquí lo que me contestaste: «Todo el mundo pinta».
Te hubiera contado que, cuando llegó el momento de irme, me pidió con sus manos que me quedara, pero me resultó suficiente que dijeras: «Envidio a tu gorila».
Te lo advierto: ¡No se te ocurra sacarme el tema de los perros! Unos voluntarios del refugio nos traen algunos perros huérfanos para que los paseemos.
Karen se ha vuelto locuaz, pero sólo cuando hay un perro delante. Los días en que vienen los perros, Karen canta la misma canción, y sólo cambia la letra
para que encaje con el recién llegado de turno: «Mongrel (mastín, perro pastor, o lo que en cada caso corresponda), el de los ojos tristes, de las Tierras
Bajas de Escocia».
Desde que los perros empezaron a visitarnos, Karen ha estado yendo a la capilla. Aunque no profesa ninguna religión, enciende una vela. «Por san Bernardo»,
dice, y ése es su único chiste.
Los perros del refugio disfrutan muchísimo orinando encima de la pinocha y dando lengüetazos a los charcos de barro cuando te ofreces a pasearlos por el
bosque que hay detrás de la perrera. Podemos hacerlo algunas veces. Karen se ha enamorado de la mascota del refugio, un perro que, debido a su edad, es
improbable que adopten. Banker vino de visita una vez, pero asustó a otro invitado, así que Karen, los días en que se lo permiten, arrastra una silla de
plástico y la coloca enfrente del trasportín de Banker cuando no puede llevarlo de paseo porque hace mal tiempo y es perjudicial para ella.
Con la euforia del compañerismo, Karen y Banker se revolcaron en el bosque. Ella, que llevaba una blusa sin mangas, se dio cuenta de que tenía sarpullidos
provocados por las hojas de hiedra venenosa que se le habían metido en las hombreras.
A veces la acompaño al refugio, y así fue como me enteré de la oportunidad de trabajo que perdió. Me contó que vio una paloma que caminaba cojeando hacia
la parte norte de Madison Avenue y, de repente, giró a la izquierda, a la altura de la calle 73, y se metió en Pierre Deux. Karen iba de camino a una entrevista
de trabajo, pero siguió al pájaro hasta la tienda. Era evidente que el animal estaba herido, así que Karen lo envolvió en un pañuelo de seda para que lo
llevaran al hospital de animales conocido como Mayo Clinic. Rellenó un cheque para cubrir los gastos que ocasionase el tratamiento de la paloma y se la
encomendó a un taxista para que la trasladara a Brooklyn, donde está el centro veterinario en cuestión. Anotó el número de licencia del taxista y le advirtió
que la persona que estaba en el punto de destino la llamaría en cuanto él llegase allí.
Me contó que no pudo acudir a la entrevista. Karen me preguntó si eso la hacía compasiva o ambivalente.
Banker, que, mientras Karen me contaba aquella anécdota estuvo sentado, de repente se tumbó. Durante todo el tiempo el perro no había dejado de mirar a
Karen. Cuando ella terminó de hablar, el animal dio un golpetazo en el suelo con el rabo.
—Buen chico —le dijo Karen.
Una joven se acercó a la caseta del perro con un enorme cucharón de plástico. Abrió la puerta, cogió el plato, lo llenó de comida y volvió a dejarlo en
la parte de la caseta que estaba destechada. La joven se marchó para atender a los demás perros, y Karen se puso a hablar con Banker. Dijo que era agotador
tener que hacer siempre dos trabajos: tu trabajo y el trabajo de tener que hacer tu trabajo antes que nada.
Un arrendajo se lanzó en picado sobre el cuenco de Banker y huyó con un copo de la comida del perro en el pico.
—¿Cómo te las arreglas para hacer los dos?
Yo creía que tú trabajabas el doble, pero aquella pregunta no estaba dirigida a mí.
Sólo Warren consigue sacarla de sus casillas. Anoche, Karen nos anunció que iba a ir a echarle un vistazo a una camada de cachorros. Warren le objetó que
a los cachorros no se les «echa un vistazo».
—A menudo ves cachorros que no son demasiado bonitos —añadió. Después se preguntó en voz alta qué tipo de cachorro creíamos que Karen elegiría—. Veamos
—dijo, imitando la voz de Karen—, ¿éste tiene todos los órganos internos por fuera? Eso no tiene importancia.
—Me gustan los cobradores de pelo dorado —dijo Karen.
—¿No crees que, en cierto modo, han adquirido ese tufillo autómata de Stepford[6]? —le preguntó Warren.
Warren se pronuncia igual que Warn o Worn.
¿Sabes que la mayoría de nosotros no decimos cosas memorables? ¿Que todo les suena ya a manido a los demás? Pero[7], cuando se enfada, me dice que él está
tan loco como los de fuera. Me pregunta si me apetecería quedar con él después de la cena para pegar la hebra. Dice que no siempre puede seguir el filo
de mi conversación.
Cada vez que Chatty ve a Warren en el que era su dormitorio en el internado dice que le entran ganas de gritar: «¡Ha entrado un hombre!»..
Creo que Warren te caería bien. Bebe Courvoisier en una lata de CocaCola y tiene una risa parecida a la de un muñeco animado.
A veces vamos juntos a la ciudad. La última vez, el jardinero nos llevó en su coche. Tuvo que parar en un concesionario Ford para recoger una pieza de
la camioneta, y entré en el taller de reparación detrás de Warren. Sacó un cigarrillo del paquete y un empleado de uniforme le dijo: «Señor, está prohibido
fumar. No se puede fumar aquí». Warren sacó la caja de cerillas y encendió el cigarrillo. «Pero usted puede fumar. Usted es un cliente», le dijo el mecánico.
Warren arrojó la cerilla al foso y miró fijamente a aquel tipo. «Me imagino que si yo compro un vehículo aquí, tengo derecho a fumar», concluyó el mecánico.
Eso fue el día antes de que los padres de Warren vinieran a visitarlo, procedentes de un pequeño pueblo de Texas. Le dije que tenía muchas ganas de conocerlos,
aunque me temo que todo aquello que los demás encuentran encantador en tus padres —su sabiduría, su provincianismo, sus opiniones— es precisamente todo
aquello por lo que tú no dudarías en llevarlos ante un pelotón de fusilamiento.
Warren se fumó el cigarrillo apoyándolo en el labio inferior.. La primera noche, durante la cena, Chatty me dijo al oído que, de no haber nacido Jean-Paul
Belmondo, Warren no tendría personalidad. Me confesó que era difícil no darse cuenta del gran trecho que separaba a Belmondo de Warren Moore.
Warren se sacó una foto que tenía doblada en el bolsillo de sus pantalones de lino. Era la vista aérea de una pequeña isla. La isla tenía forma de corazón.
—Fueron a mi isla en primavera —dijo, refiriéndose a la última vez que vio a sus padres—. Cuando todo estaba en flor y yo acababa de limpiar la casa. Iban
a pasar allí una semana conmigo, pero, al cabo de dos días, mi madre dijo que tenían que irse. A ella no le había gustado nada de aquello. Ni el paseo
en barca, ni siquiera que yo le hubiese preparado una cazuela de agua hirviendo en la punta del muelle para cocer las gambas recién cogidas. La volví a
llamar a Texas. Le dije: «Papá estuvo aquí la semana pasada y se trajo a tu malvada gemela».
El jardinero nos dejó en el vivero. Warren había comentado que quería comprar un libro sobre bulbos. ¿Tenía previsto estar aquí la próxima primavera para
ver florecer los bulbos que había plantado en otoño? El vivero está al lado de un bar gay que tiene las contraventanas cerradas durante el día y que se
llama Domadores de Tíos. Su propietario es también propietario del vivero, y ésa es la razón por la que Warren lo llama Domadores de Tilos. Me dice que
le hace gracia entrar en el vivero y pedirle al dueño semillas de tomate «rosa» o «carnoso».
Warren pagó el libro. Le miré el dorso de las manos, en donde el goteo intravenoso le había dejado unas pequeñas cicatrices, como si fueran manchas de
edad. Todos las tenemos.
Aquel día el jardinero vino a buscarnos con una bolsa de papel llena de paquetes de chicles. Nos dio un par de paquetes a cada uno. Nos dijo que los chicles
eran para los topos que había en el jardín: teníamos que masticarlos y ponerlos después en las madrigueras, porque a los topos les gusta su sabor y se
los comen, pero, como no pueden digerirlos, se mueren. Nos dijo que iba a probar también con unos molinillos de plástico; ya sabes, esos que venden en
época de carnaval, ya que, según él, también podían servir. La punta del palo del molinillo, al girar, envía vibraciones al interior de la tierra.
Salimos de Domadores de Tilos masticando chicle. Fuera, a la entrada del invernadero, un perro lamía restos de fertilizante adheridos a una pala.
Cuando esté preparado, Warren regresará a su isla en forma de corazón. Dice que no puede esperar, pero sigue esperando.
Una cosa que no le he dicho a nadie es que este lugar es donde siento lo mismo que sentirías tú en una isla en forma de corazón. Contenta por despertarme
y salir del lugar en donde los niños de la casa vecina son unos gemelos lerdos y malévolos que se pasean en bicicleta por mi jardín y que, cuando salgo
para ahuyentarlos, me dicen:
—Te conocemos de haberte visto en algún sitio.
—Me conocéis de verme aquí —les digo, y vuelvo a entrar.
Tumble Home. Es un término de construcción naval que me enseñó Warren. Si no lo entendí mal, es la parte más ancha de la proa de un barco, antes de que
se estreche para cortar las aguas. El punto, en fin, en el que las aguas se abren y se desplazan hacia un lado del barco o hacia el otro. Para mí, Tumble
Home es el lugar donde nada puede afectarte.
Andaba descalza por unos suelos tan sucios que tenía que refregarme luego los pies con un cepillo antes de deslizarme entre las sábanas por la noche. Unos
suelos que estaban sucios porque yo era la encargada de limpiarlos.
Aquí no tengo que hacerlo, de modo que los suelos están limpios. Nuestros dormitorios, según Chatty, no han cambiado en nada, son iguales que los de antes.
Salvo que no hay banderines de la escuela clavados con tachuelas en las paredes, ni carteles de estrellas del rock. Sólo un mobiliario práctico: una cómoda
y un escritorio de arce, una cama individual en la que cambian las sábanas semanalmente y perchas que no pueden sacarse del armario. Un toque de hotel.
Al final de cada pasillo hay una cocineta donde puedes encontrar sobres de chocolate a la taza y fruteros con manzanas y naranjas.
Podemos personalizar el dormitorio a nuestro antojo. Chatty ha puesto cortinas de croché, pero a mí no me gusta que una habitación delate la personalidad
de quien la ocupa. Aunque sí he colgado un collage que hice. Es una imagen de un gran danés que se mira la pata en cuya muñeca pegué la fotografía de un
Timex. El título de la obra es Perro vigilante vigilando la hora.. Aquí todos somos artistas.
¿Te inquietaría saber que he visto tu casa por dentro? Todo el que haya comprado la revista la habrá visto. Me sorprendió. Había dado por hecho, no sé
por qué, que vivías en una especie de habitación de invitados con las paredes pintadas crudamente de blanco y gris. Pero allí estabas tú, junto a un fuego
acogedor, en una casa que tenía más aspecto de hogar que de decorado. Y qué decir del estudio en donde pintas: esos estantes con los lienzos tan ordenados,
esa chimenea metálica de leña… Pero ¿es una buena idea tener un hacha en la habitación en la que trabajas?
Y una piscina en el jardín trasero. Yo nunca he tenido piscina. Nadaba en un estanque cercado de sauces. Lo que más me gustaba era quedarme allí el mayor
tiempo posible cuando se desataba una tormenta eléctrica. (Es la niña que llega más alto en el columpio, le contaba mi madre a mi padre en una carta).
¿Qué puedo decir hoy de mí? Que soy la última en cerrar la ventana cuando empieza a llover.
Ahora te escribo cerca de una ventana abierta en el Pequeño Egipto. Cuando esto era un colegio, según Chatty, el sitio en que fumaban lo llamaban Pequeño
Egipto por los paquetes de Camel que había siempre por allí. Echaban el humo fuera de la ventana que da a la entrada circular, desde donde se divisa a
todo el que entra o sale.
El Pequeño Egipto es al primer piso lo que la Suite de la Hostilidad a la planta baja, sólo que más apestoso. Te escribo en un viejo pupitre, en una vieja
silla pupitre. Hay una máquina expendedora de golosinas que Chatty jura que es la misma que había antes, y cuenta que las niñas se dedicaban a memorizar
la posición de los artículos cuando se quedaban aisladas por la nieve y se aburrían. Dice que nadie compraba jamás las cajas de regaliz negro recubierto
de caramelo crujiente de la marca Good & Plentys porque ése era el nombre que daban a los miembros del consejo de administración: los Buenos y Generosos
patrocinadores del laboratorio y la piscina.
Ahora han puesto un televisor aquí. Veo lo que me echen, como ese programa dedicado a los trajes de baño que vi con Warren. En realidad, era un «Cómo se
rodó» en el que alternaban secuencias de las modelos arqueando la espalda a la orilla del mar con tomas en las que el fotógrafo explicaba lo que había
tenido que hacer para obtener esa foto en particular. Warren se irritaba cada vez que aparecía aquel intruso, el fotógrafo. Decía que era como cuando los
adolescentes trataban de masturbarse viendo a Betty Jo, Billie Jo y Bobbie Jo, las provocativas protagonistas de Petticoat Junction[8], y de repente aparecía
el tío Joe.
El hecho de que yo vea en la tele lo mismo que ve Warren es una especie de desagravio exagerado por lo que Chatty le dijo que yo había comentado sobre
esa manía suya de estar siempre enganchado a la tele y ver sólo bobadas. Toda mi vida he hecho lo mismo: cada vez que me veía en una situación comprometida,
decía con insistencia: «Deseo con todas mis ganas ser tu colega, comparto plenamente tus ideas, tenemos que hacer más cosas juntas». Karen llama a este
síndrome «El tour del hotelito». Su familia compró un viejo y pequeño hotel para aficionados a la pesca que estaba situado junto a un lago, en Maine. Llevaba
cerrado muchos años antes de que su familia lo adecentara y acondicionara como vivienda para mudarse a vivir en él. Karen nos contó que, cuando salía a
montar en bicicleta por las montañas de los alrededores, se encontraba con gente que estaba de vacaciones y que paraba el coche para preguntarle si el
viejo hotel de pescadores seguía abierto. «No», decía Karen, «lleva cerrado muchos años». Y entonces el viajero, decepcionado, empezaba a contarle sus
recuerdos de épocas felices vividas allí, cuando su familia estaba junta, y Karen acababa por decirle: «La verdad es que nosotros compramos el hotel. Si
tiene usted tiempo, puede venir conmigo y darse una vuelta por allí…». Y tenía que malgastar la mitad del día junto a aquellos forasteros nostálgicos,
haciendo de guía del tour por el hotelito.
Sólo he salido de aquí en otra ocasión, cuando fui al centro con Chatty. Me llevó a una joyería: accesorios, cómo no. Por lo general, me pongo cosas de
plata (me las puse el día que quedamos; quizá lo recuerdes), pero Chatty quería que me comprase unos pendientes de oro engastados con pequeñas piedras
de imitación.
—Parecen una de esas cosas que te regala alguien a quien le gustas, pero que no te conoce demasiado bien —le dije.
—Igual que cuando vemos a un hombre que lleva un jersey rosa —añadió Chatty.
Giré el espejo del mostrador, me puse los pendientes y me recogí el pelo detrás de las orejas.
—¿Con qué me los podría poner? —le pregunté a Chatty—. No me van con nada de lo que tengo.
—Entonces vas a tener que empezar una vida nueva.
Creo que te caería bien Chatty, aunque puede parecerse a una taza de té demasiado fuerte. Ha afrontado con entereza el cambio de vida, y me contó que en
la boda de una sobrina suya tuvo que alejarse del cisne de hielo porque creyó que iba a derretirlo. Es muy dada a hacer preguntas capciosas («¿Cuántos
pies utilizas cuando conduces?») y a hacer declaraciones indiscutibles: «Prefiero comprar un montón de regalos de diez dólares cada uno antes que comprar
unos pocos de cien dólares que parezca que cuestan diez».
Por lo visto, soy la única a la que le gustan sus chistes. Siempre los cuenta mal, pero creo que sus versiones son mejores. Por ejemplo, ¿te acuerdas de
aquel en que Christa McAuliffe y Donna Rice se precipitan al vacío en el Challenger? En la versión de Chatty, las dos tienen sexo a lo largo de todo el
estado de Florida.
Chatty se sorprende de que me caiga bien. Dice que las mujeres que ha conocido en la cola del cine no le han mostrado nunca simpatía. Me confesó que siempre
se había comportado como si ella fuese el Regalo de Dios, y que al final había resultado que en realidad era el Regalo de Dios.
Chatty parece contenta de estar aquí. Opina que en casa no te espera nada, salvo los amenazantes montones de catálogos y de cartas de propaganda.
Chatty cree en los fenómenos paranormales y la única que también cree en ellos aquí soy yo. Creo totalmente en ellos. ¿Puedo hablarte de Londres? ¿De la
vez aquella en que, en una mansión abierta al público, vi el fantasma de una niña que tiraba por el huerto el fantasma de una pelota para que la cogiera
su perrito fantasma? La niña saltaba sin hacer ruido. El perro movía las mandíbulas, pero no se oía ladrido alguno. Los vi a través de una de las ventanas
del piso de arriba, en cuyo cristal estaba inscrita la fecha en que la señora de la casa había saltado por la ventana. Era no recuerdo qué año del siglo
XVII, y me puse a buscar información sobre aquello en la guía turística de la casa. El libro no decía nada de los fantasmas de la niña y del perro.
No se me erizó el vello de los brazos. Los fantasmas fueron un regalo y un consuelo en aquella tercera y última parada de la excursión. Yo me había quedado
rezagada del grupo turístico, que se dirigía a la cámara del difunto duque para admirar allí unos valiosos sillones ebanizados y dorados.
Primero paramos en una catedral cuya famosa aguja estaba oculta bajo un andamio. El célebre coro de la catedral estaba dando conciertos por otro país,
de modo que compré una cinta con la grabación de sus himnos y otra con una misa de vísperas, y aspiré un incienso con rancio olor a humedad mientras el
carillón daba la hora. Pastando cerca de allí había unas ovejas descendientes de aquellas con cuya lana —con la venta de su lana, quiero decir— se había
construído la catedral. Había también vacas en el prado. Acababa de enterarme de que los antiguos lugareños, en vez de palas, empleaban los omóplatos del
ganado para cavar zanjas en aquel terreno calizo.
La guía turística precisaba que la señora de la casa había escrito la fecha en el cristal de la ventana con el diamante que tenía engastado en un anillo.
Es algo que siempre he querido hacer: rayar un cristal con un diamante.
Una espesa niebla se expandió de repente y poco después se compactó. Quería quedarme en la ventana de aquella casa, olvidarme de los pianofortes enchapados
y de los candelabros lacados. Aún veía a la niña y a su perro jugando en el camino de grava, aunque después hicieron una pausa para que la niña se sentara
a descansar en un banco erosionado que tenía esculpido un duende travieso.
Me quedé mirándola, hasta que se levantó y se fue con el perro, un spaniel, hacia la Puerta Sur del jardín. En el remache de la puerta de hierro forjado
vi el escudo de armas de la familia, pero la niña y su perro ya se habían desvanecido. Busqué los jardines en la guía. Había una foto, hecha desde la Puerta
Sur, de los senderos arbolados, del laberinto de boj y tejo. Vi el lema familiar labrado en el escudo de armas, un lema que, traducido del latín, venía
a decir: «Todo aquel que me haga daño será castigado».
La niña no había dado muestras de saber que yo la miraba, aunque a lo mejor los fantasmas lo saben, ¿no? Quiero decir que tal vez no tienen que moverse
para verte. Aquellos no eran los primeros fantasmas que yo veía, pero sí los primeros que veía en movimiento, como cuando la niña, que llevaba un largo
delantal blanco y unos botines de piel con cordones, lanzó la pelota y su spaniel la dejó botar en la arena antes de saltar para atraparla en el aire.
Los primeros fantasmas los vi en Stonehenge. Eran los fantasmas de las carreteras: las dos alargadas líneas paralelas que llevaban al monumento, apenas
visibles por la maleza que las rodeaba. Las carreteras prehistóricas son ahora como esas marcas que deja una aspiradora en una alfombra de pelo grueso.
Aquellas marcas me recordaron los campos de béisbol de nuestro país y a los hombres que cortan en ellos el césped a diario, trazando un dibujo diferente
cada día, conforme a la dirección que tomen. También me acordé de que esos hombres, si el equipo de casa gana, repiten el dibujo que trazaron el día de
la victoria.
En el interior del autobús, de camino a nuestra tercera y última visita, había un sonido de cigarras provocado por el rebobinado automático de las cámaras
fotográficas.
Y después los fantasmas. Y los relojes parados. Parados en la hora en que el duque murió.
El reloj que perdí el día en que nos vimos era un reloj barato con doce puntos fosforescentes para ver los números en la oscuridad, pero las manecillas
no estaban impregnadas con el material fosforescente, detalle que no me impedía mirar mi brazo en la oscuridad, en el que veía el reloj pero no la hora.
Me alegra que haya un espectro aquí, el que desenrosca las bombillas de las lámparas para dejarlas flojas.
Un día le pregunté al jardinero qué les había pasado a mis tulipanes. La última vez que planté tulipanes (de esto hace ya unos años) florecieron, sí, pero
sin tallo, de modo que parecían plantas cubre-suelos. El jardinero me contestó que el problema había que buscarlo en la falta de amor propio. Tras reírse
al verme la cara que puse, me dijo que los bulbos se habían desconcertado porque no los había plantado lo suficientemente hondo. Según él, mis tulipanes
se habían calentado, después enfriado, después vuelta a calentarse, hasta que al final, desconcertados del todo, se rindieron y florecieron.
No le dije al jardinero que los había plantado a la mitad de la profundidad recomendada para evitarles el esfuerzo de tener que empujar tanto hacia arriba.
De esto se desprende una lección muy clara. Te cuento lo de los tulipanes para hablarte de algo normal y corriente. Igual que, cuando ves una película,
te entran ganas de gritar: «¿Es que en esta película nadie come ni duerme?».
Lo único que recuerdo de la iglesia, cuando era niña, es un fragmento de un sermón que trataba sobre lo normal y corriente. El sermón se titulaba «La bendición
de lo cotidiano», y trataba de por qué deberíamos agradecerle a Dios el que nos lavemos los dientes por la mañana. Deberíamos agradecer a Dios que cada
día comience con un ritual normal y corriente, para no entrar inmediatamente en crisis. Es un hecho probado que, después de salvarnos por los pelos, todos
nos aferramos a lo normal y corriente. Pero eso es así porque se ha convertido en algo milagroso. O porque nosotros hemos vivido para verlo.
En Inglaterra, en siglos pasados, lo «normal y corriente» era elegir a un clérigo para preparar a los criminales que habían sido condenados a la pena de
muerte. El clérigo solía terminar su jornada en una casa en la que todo estaba dispuesto y en orden para rendir homenaje a una forma de vida más civilizada
que la que habían llevado los reos. ¿Cómo preparaba a los criminales? ¿Te lo imaginas?
¿Sabes una cosa? A menudo siento el efecto que produce en mí un lugar sólo después de abandonarlo.
¡Inglaterra!
Fuera ya de Londres me llevé una sorpresa: el monumento estaba acordonado. Había que verlo como se ve un objeto expuesto en un museo. Entonces me enteré
de que, unos cuantos años atrás, podías encargarle a un hombre del pueblo que te agenciara algún fragmento de piedra de Stonehenge para llevártelo como
recuerdo.
El guía nos dio veinte minutos. Todos los que íbamos en la excursión nos dimos cuenta de que era imposible recorrer la circunferencia del monumento y regresar
al autobús en sólo veinte minutos. Empiezas a rodear el sendero acordonado, pisando el terreno enlodado en que pastan las ovejas, hasta que te entra la
angustia por retrasarte y perder el autobús, de modo que te das la vuelta. En un punto del recorrido, alargué el brazo y ahuequé la mano para que pareciese
que sujetaba el monumento.
La carretera que lleva hasta allí está al lado del monumento.. Es posible aparcar en el arcén, asomarse por la ventanilla y hacer una fotografía sin salir
del vehículo. Vi a gente hacerlo. Resultaba desconcertante, tanto como descubrir que unos postes acordonaban el monumento y nos impedían acceder a él.
He visto cosas que mi madre no vio jamás.
A menudo, siento el efecto que produce en mí la gente sólo después de que me haya abandonado.
En una caja de metal cerrada con llave que perteneció a mi madre y que conservé tras su muerte está la insignia que se prendía en la chaqueta cuando trabajaba
de guía en el museo. «El arte tiene la capacidad de atraer a la gente», según no se cansaba de repetir.
Mi madre me llevó al museo un día en que trabajaba de guía. La seguí mientras hacía el recorrido. La mañana estaba soleada, uno de esos días en que a poca
gente le apetece meterse en un sitio cerrado. Me pegué a una pareja que insistió en que mi madre le enseñara el museo.
Sus comentarios de aquel día fueron superficiales. Supuse que quería acortar la exposición habitual. Después se hizo patente que era así. ¿A quién iba
a querer impresionar? Nos hizo pasar a la sala del siglo XVII. Con un gesto, señaló los retratos colgados en unas paredes oscuras y dijo: «Holandés. Siglo
XVII».
¡Y su intención era la de conducirnos ya hacia otra sala!
Pero yo había estudiado por mi cuenta todo aquello, para sorprenderla. Atraje la atención de los visitantes y, antes de que a mi madre le diese tiempo
de sacarnos de allí, les expuse la historia del Barroco Protestante. Cómo me gustaba lo que había memorizado: esa ausencia de templos católicos que embellecer
con imágenes religiosas, sin cortesanos que sufragasen un arte grandioso, y aquel edicto calvinista según el cual no se debía corromper la majestad de
Dios con fantasías figurativas. Recité: «La pintura holandesa volvió la vista hacia los objetos del mundo circundante».
Menuda pelotillera.
—No te metas en mi terreno —me dijo mi madre entre dientes cuando terminé el discurso.
En ese momento era como si llevase en la frente un letrero que dijese: CULPABLE.
Warren acude al comedor montado en bici, con una camiseta en la que pone un coche menos. La compró en la ciudad, en una tienda en la que la camiseta más
vendida del verano es la que lleva impresa la siguiente leyenda: TANTOS TURISTAS Y TAN POCAS BALAS. Los turistas son los que siempre la agotan.
El verano nos sume en la laxitud. ¿A ti también? Me gusta cerrar el libro que leo en el porche e imaginarte nadando en la piscina que hay en el jardín
trasero de tu casa. Te imagino nadando solo, sin que nadie te espere para arroparte con un albornoz al salir. Esta carta es el albornoz que yo te ofrezco.
El reportaje no precisaba si te dabas un baño antes o después de trabajar. ¿No te provoca jaqueca el cloro si te bañas antes de ponerte a pintar? Pero
es posible que tengas instalado el nuevo sistema de filtración en tu piscina, ese en el que se emplean iones para purificar el agua. Yo no tengo la sensación
de haberme dado un baño en una piscina a menos que salga del agua con los ojos rojos y escocidos.
Ya te dije que nunca tuve piscina, y, por lo que acabo de contarte, parece lo contrario. Mi mejor amiga era campeona de natación. Siempre queríamos estar
mojadas, y todos los días de la semana lo estábamos. Incluso después de ducharnos, olíamos a cloro. Con un coladero atado a la punta de un palo, solíamos
sacar las tortugas, los topos y las ranas de las piscinas de nuestros vecinos y las lanzábamos al aire. La empresa constructora hacía tiempo que había
quebrado y, por consiguiente, ya no cumplía la cláusula contractual que la obligaba a hacerse cargo del mantenimiento. A veces se nos pasaba recoger alguna
rana y, cuando regresábamos, nos la encontrábamos atrapada en el filtro y flotando en el cloro, totalmente blanca. Ya fueran verdes o blancas, los ojos
de las ranas estaban siempre abiertos cuando las arrojábamos por encima de las vallas al jardín del vecino.
Warren me pilló por sorpresa con un catálogo de tu obra mientras lo ojeaba en el porche. Se inclinó sobre mi hombro y me dijo: «¿Cuánto saca por un cuadro
como ése?».
No le contesté, y se puso a practicar un truco que, según él, consiste en sacar músculo cuando un mosquito se lanza en picado sobre tu brazo. De esa manera,
por lo visto, el mosquito no puede zafarse y la fuerza de tu presión arterial lo revienta. Aún no ha tenido éxito, aunque esta mañana lo vi deshacerse
de un avispón que había en el Pequeño Egipto mediante el procedimiento de colocar una mosca muerta en la cerda de una escoba a modo de trampa. Cuando se
siente orgulloso de sí mismo, nos canturrea trabalenguas. Inventó uno para Chatty, «Chacales y chales achantan a Chatty». A veces, cuando paso por delante
de la puerta cerrada del dormitorio de Warren, le oigo canturrear ese tipo de trabalenguas: «Trigando trigo en un trigal…», «Han dicho que he dicho un
dicho…». Y así.
Anoche estaba en la biblioteca esperando mi turno para ir a cenar. Aparté mis piernas de Warren y me enganché las medias en la silla de mimbre. Como si
Warren hubiese tenido la culpa de aquel estropicio, le lancé una mirada agria. Acto seguido, se fue a cenar sin mí. Abrí el libro cuyos márgenes había
estado él garabateando: «¡Qué insensatos fuimos al temer la soledad!» y, junto a un pasaje de estilo muy latinizado, leí: «Bájate del burro».
La cena se convierte en una de esas ocasiones en que se revisa el pasado. Chatty, Warren y Karen tienen acceso a su pasado. ¿Importa mucho que yo no pueda
recordar si el sofá de la sala, aquel en cuya trasera montaba mi refugio, era negro o de tela de tweed o a cuadros? ¿O si algo que creo que hice resulta
que pasó en Jane Eyre? Así que muchas veces me acostaba sin recordar lo que mi madre había dicho, y sólo recordaba el pasador que llevaba en el pelo. Todos
eran de carey. Algunos eran ovalados, otros cuadrados. Eran grandes y le recogían el pelo en una cola de caballo a la altura de la nuca. Es lo más sencillo
que existe para tener la cara despejada, pero a mí no me gusta porque hace que me parezca muchísimo a ella. Warren tiene una isla en forma de corazón,
y yo tengo una cara en forma de corazón. Karen tiene la cara que a mí me gustaría tener en el caso de que una cara pudiera elegirse, pero quizá me objetarías
que a ti te gusta pintar rostros poco convencionales, ¿no es así? Olvídate de ella… Piensa sólo en mí.
¿No te resultó raro encontrar pasas en tu macedonia de fruta «fresca»?
Cuando iba al colegio, el miedo a las clases me ponía enferma. Me defendía de esa sensación teniendo siempre a mano un puñado de pasas. Antes de entrar
en clase, me echaba en la mano unas cuantas pasas y la cerraba con fuerza. Ininterrumpidamente, durante la hora que duraba la clase, cogía una pasa —ya
caliente y carnosa por el sudor— y me la metía con rapidez en la boca, cuando el profesor no me veía. Nunca las masticaba. Me tragaba aquellas pasas, una
por una, como si fuesen un antídoto contra la náusea, y de ese modo lograba soportar las clases. Siempre necesitaba más en las clases de matemáticas y
menos en las de inglés. Seguí así hasta que terminé la secundaria. Unos años más tarde, me tragaba tranquilizantes para soportar los días, pero ya no lo
hacía para evitar las náuseas, sino el presagio de una muerte cada vez más cercana. Para mí, las pasas aún tienen un componente tan farmacológico que me
sorprende verlas en las tiendas de comestibles, en cajas de seis paquetes individuales envueltos en celofán.
Ahora no aguanto las pasas, y fue un alivio ver que las dejabas a un lado del plato y no te las comías. Como quizás habrás imaginado, aquí la gente también
se ofende por la comida que le sirven. Mi primera noche aquí, Chatty me advirtió de que no bebiese zumos de fruta, ya que los preparan en la licuadora
que el jardinero utilizó una vez para batir una espumosa jarra de repelente para los topos —aceite de hígado de bacalao y lavavajillas a partes iguales—
que aplicó en el jardín, a lo largo de todas las elevaciones del terreno que indicaban el paso subterráneo de los roedores.
A pesar del éxito que obtuvo Chatty en el Jardín Centenario, desaparecido ya hace tiempo, dice que no se siente con valor para trabajar en el jardín actual.
Warren le dijo:
—Podrían pensar que no aprecias en su justa medida la experiencia que has obtenido aquí si no le sacas provecho al jardín.
Y Chatty le replicó:
—Somos lo que está pasando aquí. De modo que el hecho de cenar contigo lo incluyo en las actividades ocupacionales. —Sacó una bolsita de su blusón y la
vació sobre el mantel—. Coquilles sucre —dijo, deslizando una por una por el mantel en dirección a mí. Conchas de azúcar, duras como piedras, con estrías
de color coral, blanco y azul, igual de brillantes que los trozos de cristal de mar cuando se sumergen en agua salada.
—Uno de los celadores me las trae de la ciudad —dijo Chatty.
Otros se traen su propia comida, siempre que haya sido previamente aprobada. Chatty me contó que una mujer se atragantó cuando, en vez de tragarse una
cucharada de espirulina —un suplemento en polvo que en cualquier caso hay que disolver en un zumo de fruta, al que le da una horrible tonalidad verdosa—,
la inhaló.
Karen se traga un «Gore Vidal» y después un «Donald Trump»: una pastilla azul y una cápsula dorada —un complejo de vitamina B y E— que coloca sobre el
mantel, alejadas unos centímetros la una de la otra, aunque mirándose entre sí. «Martha Stewart», dice, «conoce a Oprah Winfrey». Y se las traga sin agua.
Mi primera noche, sin que yo lo solicitara, Warren se inclinó sobre la mesa y me dijo confidencialmente:
—¿Sabes cómo evitar que un cucurucho de helado te chorree por la camisa? Antes de poner la bola de helado en uno de esos cucuruchos acabados en punta,
coloca una esponjita de merengue para taponar cualquier posible agujero. Así te lo podrás comer hasta el final.
A mí no me importa lo que me sirvan de comer, siempre y cuando no sean pasas. Anoche encargamos una pizza, y la pizza-con-todos-los-ingredientes parecía
un barrio caótico. Siempre pienso en casa después de cenar. Enfrente hay botellas de cerveza alineadas en torno a la tumba del joven cuya moto se le caló
cuando cruzaba las vías del tren. No están vacías. Son botellas intactas de Budweiser, con su tapón y todo. Los malévolos gemelos van allí y las roban.
Se las beben calientes, escondidos detrás de un seto muy alto que rodea un trío de tumbas muy cuidadas: aquel médico que desposó a dos mujeres que eran
hermanas. Los gemelos se beben las botellas de cerveza que roban y creen que nadie les oye bufar al atardecer. Después se ponen unas pelucas afro al estilo
de la década de los sesenta y fingen follar en la hamaca que cuelga en la parte de atrás de su casa.
Una mujer a caballo pasea por el camino de grava. Es una mujer a la que los gemelos espían desde el bosque cuando ella limpia los establos con un diminuto
bikini brasileño como única indumentaria. Ella llama entre dientes «Pervertidos» a los hombres que desbrozan las vías del tren y que la miran de hito en
hito. En verano, cuando pasea a caballo por el cementerio, desmonta y corta las lilas blancas que crecen en una parcela en la que hay un cedro seco. En
otoño, se agencia matas resecas de hortensia, decididamente voluptuosas, para ponerlas en la mesa del comedor de su casa. Cuando su caballo levanta la
cola, los perros de los alrededores se escapan para darse un festín, voraces, igual que acuden al establo para disputarse los recortes de los cascos cuando
hierran a los caballos.
El viento fuerte redistribuye los ramos de flores: las rosas de Alice Parker vuelan hasta la tumba de Grace Hall, los claveles que adornan la de Henry
Hand se caen del jarrón y acaban atrapados en la lápida que recuerda a Red Howell padre, enterrado en Indianápolis.
Esta noche, mientras cenábamos, Warren nos habló de su mascota. Nos dijo que había tenido un mono araña que se llamaba Elmer, y Chatty lo interrumpió,
porque había entendido que se trataba de una «araña mono», para contar a los comensales que ella y su ex marido vieron, desde dentro de la mosquitera de
su cama, a una araña de ésas trepar por el armario en la villa que alquilaron en Nevis.
—Nos largamos de la isla sin recoger la ropa —dijo Chatty.
Warren continuó.
—Mis padres alquilaron una casa en Hatteras en donde teníamos que pasar el verano. Yo y mi hermana y nuestros padres y Elmer, y algo así como un millón
de mosquitos dementes. Mi padre leyó en alguna parte que podía comprar camaleones por correo, de modo que compró dos docenas y los desperdigó por la casa.
Mi madre lo consideró una solución armoniosa, siguiente, cuando regresamos de la playa, nos encontramos con que Elmer nos recibía en lo alto de la escalera
con los que resultaron ser los dos últimos camaleones, uno en cada mano. Cuando nos vio, los agitó por encima de su cabeza como si fueran banderines. Cuando
mi madre le dio un grito, Elmer se llevó una mano a la boca y le arrancó la cabeza a uno de los camaleones de un mordisco. Después hizo lo mismo con el
otro.
Le pregunté si los monos saben distinguir el bien del mal y Warren me contestó:
—Elmer era un duende del mal. Tenía la costumbre de subirse encima del lomo de los perros y les obligaba a que le pasearan por toda la casa, hasta que
aprendieron a meterse por debajo de la mesita de café para derribar de esa manera a aquel mono bastardo.
Warren se quemó al apagar un cigarrillo y Karen empezó a llorar. Warren le dio un buen trago a su lata de Coca-Cola.
—Creí que lo habías dejado —le dijo Chatty.
Chatty echó una mirada beatífica alrededor de la mesa. «Estoy mejorando», dijo. «Y eso significa que los demás están empezando a empeorar».
Aquella vez que estuve en Londres asistí a una elegante cena en la que el chef preparó un pavo asado dentro del cual había colocado un ganso, dentro del
ganso había un pato que albergaba a un pollo que a su vez contenía una gallinita Cornish, todo sin deshuesar y servido con una salsa ácida y oscura de
grosella. Me acuerdo de aquella cena, del chef trinchando las cinco aves, cada vez que me paro a pensar en el tipo de mujer que te gusta. ¿Una mujer que
depare sorpresas? Pueden rastrearse pistas en aquellas con las que has estado, aunque preguntarte qué tipo de mujer te gusta es igual que el caso de aquellos
dos pintores que contrataron a una empresa de marketing para saber cuáles eran los gustos pictóricos de los estadounidenses. Aquellos artistas pintaron
un cuadro según el resultado de la encuesta, y lo que nos gusta se supone que es un cuadro del tamaño de un lavaplatos, con un fondo azul, con un personaje
bíblico y un paisaje.
Soy tan sugestionable. Cuando Chatty me pregunta si tengo hambre, le contesto: «Es posible». Me convertiría en la mujer que tú quisieras sin ser consciente
siquiera de esa conversión. En realidad, casi no soy la mujer que soy.
Y ¿qué pasa si no te gusta la persona que eres? ¿Dónde puedes encontrar los referentes para convertirte en otro tipo de persona? ¿En algo que leíste en
un libro, en un gesto que viste en la calle? La media sonrisa de un profesor, una chica paseando por la playa.
Me gustaría ir a una matinée contigo. Una mañana cualquiera y un teatro cualquiera, no me importa para ver qué. Me gustaría sentarme a tu lado en la oscuridad,
en un lugar público, e inclinarme, de vez en cuando, para oír mejor tus digresiones mordaces.
Quiero hacerte las preguntas que no te hice aquel día, ya que lo único en que pensaba era: «¡Está sentado al otro lado de la mesa y ha pedido una macedonia
de fruta!». Me sentía como aquella mujer que conoció a Anaïs Nin, se fue a dar un paseo con ella por Central Park y no podía dejar de exclamar que Anais
Nin estaba comiéndose un perrito caliente. Aquella incredulidad acabó molestando a la escritora, igual que estoy segura de que mi comportamiento te molestó
a ti. Pero seguramente estarás acostumbrado.
Quiero saber todo sobre ti. Así que te cuento todo sobre mí.
Un vidente me aseguró que yo era demasiado sincera. Fue lo primero que me dijo, antes incluso de leerme la palma de la mano y de echarme las cartas. No
estaba animándome a practicar la hipocresía. Creo que en el fondo me recomendaba convertirme en eso que cierto tipo de mujeres denominan «astuta».
El vidente tenía razón, pero el caso es que soy una auténtica impostora.
—¿Viven tus padres todavía?
—Mi padre vive en el Oeste.
—¿Y tu madre?
—Mi madre está muerta.
—¿De qué murió?
—Se mató ella —y dejé que pensaras en lo duro que tuvo que ser aquello para una niña, aquella tragedia.
¿Fue entonces cuando hice gala de un ruinoso error de cálculo? ¿Al preguntarte si habías conocido a mi madre cuando ambos estudiabais en la Escuela de
Bellas Artes? Quizás os conocisteis allí. ¿Debí ser entonces más astuta, en lugar de dejar claro que eres mucho mayor que yo? O lo que es peor, ¿pensaste
que estaba sugiriéndote que llegaste a conocer muy bien a mi madre? ¿Que quizá ella posó para ti?
La verdad es que fue duro para mí. No su muerte, sino su vida. La única sorpresa que me llevé cuando se suicidó fue precisamente que se suicidara. Le dije
a mi padre:
—Siempre pensé que si mataba a alguien, sería a mí.
Y mi padre me dijo:
—Lo sé.
Mi única responsabilidad consistía en no morir. En casa, en la escuela, en el cine, en una fiesta, montando a caballo, remando, patinando sobre hielo,
pasando el rastrillo por el camino de grava, cuando iba a recoger el correo, nadando en un lago, de excursión en las montañas, montando en bici, de acampada,
en una iglesia, en un coche, desayunando, comiendo y cenando, en Halloween, en Navidades y en Pascua, despierta o dormida… No tenía otra responsabilidad
que ésa.
Dos lapsus linguae: una vez le comenté a Chatty: «En todos los aspectos importantes, creo que soy su mal», en vez de decir «su igual». Y, en otra ocasión
en que Chatty expresó una opinión sobre algo, apostillé: «Estoy deprimida de eso», en vez de decir que estaba «convencida de aquello».
Hace veinte años que murió mi madre, y prepárate para escuchar lo que me sucedió una vez en la calle. De todas las cosas que yo podría haberle dicho a
la mujer que estaba en la acera, a aquella mujer a la que no había visto en mi vida y que, sin yo provocarla, me dio un puñetazo, lo único que acerté a
decirle fue: «¡Aléjate de mí!». Como si el demonio no fuese una mujer gorda con un sombrero de paja pasado de moda que me dijo mientras se preparaba para
darme el puñetazo: «¡Esto es lo que quieres!».
El otro día estuve jugando al scrabble con Karen. Vi que podía cerrar el espacio con -E-G-A-R. Tenía una N y una P. ¿Cuál crees que elegí? ¿Qué palabra
completé?
A veces, en la cocineta de aquí, abro un libro de cocina francesa para no pensar en mi madre. Me viene mejor concentrarme en averiguar, por ejemplo, qué
es un pomelo o dónde puede encontrarse hierba de limón para machacarla con un mazo y usarla como condimento para las berenjenas.
Antes de venir aquí, le hice una pregunta a mi padre y le di un año para que me la contestara. La pregunta era: «¿En qué me parezco más a mi madre?».
Y tendré que preguntarme durante lo que queda para que se cumpla ese año de plazo: ¿hice bien? ¿Qué consecuencias tendrá mi pregunta? ¿Obtendré alguna
información decisiva? Sé que lo más probable es que se invente algo, para hacerle así un regalo a su hija. Y, durante el año de espera, yo contestaré la
pregunta por él. ¿En qué te pareces más a tu madre? Te burlas de la gente. Eres antipática. Veo en tus ojos el amor que le tienes a la muerte.
—Te doy un año —le dije.
¿Has percibido una curiosa carencia de personal médico en este sitio? Es porque evito hablar de eso en esta carta. Tenemos un equipo de apoyo compuesto
por gente sabia y compleja que no se inmiscuye en nuestras cosas, pero que está siempre disponible. ¿Por qué no te he hablado de ellos mucho antes? Son
uno de nuestros consuelos en este presente. Viven en un ala separada del edificio principal y se dejan caer por aquí durante toda la semana. En caso de
necesidad, podemos avisarlos por la noche. Algunos son jóvenes y aún están en período de prácticas. Van siempre detrás del médico, y son educados y amables.
Asumen como un dogma de fe que las cosas malas que nos pasan constituyen «motivos para la transformación», que el hecho de distanciarse de ellas no implica
negar que fueron malas.
No son reacios a unirse a nuestros juegos. Una vez jugamos todos a hacer imitaciones. Todos jugamos igual de mal. Yo hice una tan difícil que nadie logró
adivinar a quién imitaba. Unos días más tarde, en una sesión privada, cuando mi tutor me preguntó si tenía alguna pregunta que hacerle le dije que sí:
«¿Cómo habrías imitado tú a Nancy Reagan?».
Todas las noches, a la misma hora, un tutor comprueba que no falta nadie. La pregunta que nos hace («¿Estáis todos?») nos suena a: «¿Estáis locos?».
Una noche de la semana pasada, se creó una situación comprometida. Una de las invitadas —es nueva en el centro— se llama igual que una famosa actriz. Chatty
empezó a contar una anécdota de la actriz en cuestión y, cuando pronunció su nombre, lanzó una mirada a la novata, que en ese momento estaba con nosotros
en la Suite de la Hostilidad: «Me refiero a la Anne Bancroft de verdad».
Nuestra Anne Bancroft no está tan loca como para no saber reconocer un insulto. Se puso de pie y abandonó la habitación.
No es mala manera de afrontar un insulto si no tienes a mano una réplica aguda. Yo aprendí la lección en el extranjero. Estaba en París para visitar a
un amigo. Íbamos en taxi al Louvre. Le insistí a mi amigo para que me dejara encargarme de la transacción, aunque mi francés no era muy bueno. Me quedé
corta en la propina. El taxista se cabreó conmigo, una touriste norteamericana. Distinguí la palabra «putain»: el conductor me había llamado puta. Recuerdo
que intenté devolverle el golpe en su idioma, así que le dije «Je suis, suis-je!». Me di cuenta de que lo que decía era inglés disfrazado de francés, y
me escabullí derrotada. (Una dependienta de una pajarería neutralizó más tarde lo que me había pasado con el taxista. Fui a una lujosa tienda de la Rue
de Trop Cher para comprarle un collar al perro de un amigo. La dependienta, antes de mostrarme los collares, me preguntó: «¿De qué tipo de perro hablamos?».
Yo le contesté: «Un sabueso» y la dependienta me dijo: «No, me refiero a cómo es»).
La primera vez que saqué a pasear a uno de los perros del refugio rompí a llorar con lágrimas inútiles. Se lo dije a una de las tutoras: «¡Hay otros doce
millones de perros solos en este país y no puedo ayudarlos a todos!». Ella me dijo: «Tu ayuda no tiene que ser global. La meta no consiste en eliminar
el problema. Lo haces para dar ejemplo, para dar y recibir alegría en esta vida».
Y le dije, aún con lágrimas en los ojos: «¡Pero no es suficiente!», y a continuación le pregunté: «¿Qué es suficiente? ¿Suficiente energía, suficiente
atención, suficiente esfuerzo…?». Me respondió: «La respuesta está en la práctica misma. Buscar el equilibrio en todo aquello que se nos plantee afrontar».
Le dije: «Y yo, que soy un seis, ¿cómo puedo ayudar a otros hasta que no mejore yo misma?». Y me contestó: «Ayudar a los demás puede mejorarte».
En gran medida, se supone que debemos curarnos unos a otros. El jardín es una metáfora. La siembra, la ocupación, el desherbar, el regar… Todo eso nos
conduce a la cosecha. Aunque tuvo que ser Warren quien señalara que «plantar» era sinónimo de esconder, de tapar, de ocultar, de enterrar, de sepultar.
Mira lo que dice Warren del lugar en que estuvo antes de venir a éste: «Mi tutor era un retrasado mental y me ayudó».
Hay una tutora aquí que sospechamos que es algo más que eso. Da unos consejos tan alentadores y optimistas que un día le pregunté si podía grabar lo que
decía. Acordamos una hora para reunirnos y hablar en el patio que hay junto a la sala. Puse en marcha mi grabadora de bolsillo y le indiqué dónde estaba
el micro. Pronunció una especie de discurso motivador, un discurso que podría volver a escuchar en cualquier momento si me surgiera la necesidad.
La necesidad surgió, mira por dónde, al día siguiente. Así que cogí la grabadora, metí la cinta y me subí al desértico Pequeño Egipto. Presioné el botón
de encendido y cerré los ojos. Me dejé llevar por su elocuencia. Sus palabras reemplazaron mis malos pensamientos durante una hora. Cuando se terminó la
grabación, presioné el botón de apagado. Pero nada: la cinta continuaba girando. Sostuve el botón de «apagado» con el pulgar, pero la cinta seguía avanzando,
aunque no se oía nada. Corrí escaleras abajo con la grabadora y me encontré con Warren en la Suite de la Hostilidad. Le pasé el aparato y le dije: «¿Puedes
apagar esto?». Como tampoco consiguió apagarla, la golpeó primero contra la palma de su mano y después contra el borde de una mesa para sacarle las pilas.
La primera vez que Chatty se marchó de este lugar aún no había acabado el bachillerato. Ahora, sólo tendrá que avisar a un coche para que la recoja, igual
que he hecho yo. He aprendido a especificar que sea un utilitario, para que no me envíen una limusina. Siempre me acuerdo de precisar que le digan al conductor
que se traiga algo para leer.
Dentro del coche, con mis maletas junto a mí, me siento igual que cuando fui a una mansión victoriana —que una vez fue casa particular— para escuchar un
concierto que daba un cuarteto de cámara. En la sala de música había una pajarera con pinzones. La jaula era una réplica de la casa misma, incluida la
cubierta abuhardillada y la gran escalera del porche. Llegué más temprano de la cuenta y oí que los músicos habían empezado a tocar. Creyendo que mi reloj
se había retrasado y que llegaba tarde, entré corriendo en la sala. Los músicos estaban tocando, no afinando los instrumentos, ya que interpretaban el
programa ante una sala vacía. ¡Y los pinzones cantaban a coro! Cuando el cuarteto terminó, el violonchelista me explicó que, antes de dar un concierto
en aquella mansión, los músicos tocaban primero para los pájaros, y de ese modo los dejaban agotados y se quedaban callados durante el concierto.
Chatty me asegura que lo sabré, que sabré exactamente cuándo me marcharé. ¿Cómo ha llegado a esa certeza?
¿Quién dijo que la cordura es gratuita? Ésa es la respuesta a las quejas de Karen por tener que hacer dos trabajos.
¿No te parece que no existe ningún punto de partida adecuado para intentar entender algo que te ha ocurrido? ¿Que todo es tan importante, o tan irrelevante,
como lo demás? Un poeta escribió: «Alguien abre un libro de forma aleatoria y se encuentra con la palabra aleatorio».
Para mí, la cosa es de esa manera. Para mí y, como me señaló Warren, para un millón de gente más.
Finjo que te conozco muy bien. Le digo a Warren: «Tengo un amigo que…», y Warren me replica: «Tú tienes muchos amigos».
He esperado mucho tiempo antes de escribirte. Disfruté el día en que supe que iba a escribirte una carta. Me acordé de un médico que hay aquí, un hombre
que me contó que le habría gustado mucho haber tratado a Marilyn Monroe. ¡Vaya subidón le daría nada más abrir el libro de citas y ver escrito allí el
nombre de ella! Durante un momento, mientras me lo contaba, se puso de puntillas sobre los zapatos, como si levitase.
Warren pegó un letrero en la pared. Consta de una sola palabra. La palabra que ve cuando se despierta es: PRECIPITADAMENTE. Ésa es también mi palabra mientras
te escribo. Y, ¡por cierto!… ¡Espero que te guste el azul! Es el color que mi madre solía usar, aunque a ella le gustaba el papel con bordes irregulares
y yo lo prefiero con los bordes guillotinados. Ella comprimía lo que tenía que decir en una tarjeta de visita.
El estanque está rodeado de árboles deshojados por el invierno, pero tan apiñados que la falta de hojas no importa. No hay manera de ver a través de ellos
a la pareja de solteros que atraviesa patinando el agrietado hielo negro. No suena ninguna música. Sólo el sonido de la velocidad de las cuchillas. Las
tortugas flotan por debajo de la capa de hielo. Mientras ellos patinan, tarareamos La suite de El cascanueces.
Mis consuelos son muchos, y el que tú no estés incluido en ellos no les resta poder. Después de nuestra cita, fui a ver a un vidente y le dije: «He conocido
a una persona», y el vidente me interrumpió de inmediato: «Es un ladrón. Te robará el alma».
Aquel hombre distribuía a su clientela por grupos. Cobraba una tarifa a la gente que quería quitarse de algo: de fumar, de beber, de comer demasiado… «Imaginaos
aquello con lo que no queréis vivir». «Mi marido», le susurró una mujer a otra. Yo cerré los ojos, igual que hicieron los demás, e intenté conjurar el
miedo, que es aquello con lo que no quiero vivir.
Los tutores de aquí nos aseguran que a menudo confundimos la emoción con la aprensión, con el miedo. Dicen que depende de nosotros, que podemos estimularnos
mediante la voluntad y cambiar de un estado a otro. Pero eso a mí me suena como aquel chiste que me gustaba tanto cuando era una cría: ¿Cuál es el epitafio
de una persona muy positiva? «Me alegro de estar muerta».
El vidente me anunció que yo iba a tener dos hijos. Cada vez que me acuerdo de aquel pronóstico no puedo evitar un gesto de incredulidad. Sé que no debe
dejarse solo a un bebé. Ni siquiera un minuto. Pero al rato pienso: ¿Qué puede pasarle a un bebé durante el tiempo que tardo en ir corriendo a la esquina
para comprar un capuchino? Así que lo hago. Corro hacia la esquina y compro el capuchino. Y después pienso lo cerca que estoy de la tienda que tiene una
oferta de guantes. Pienso: si sólo está a un par de manzanas… Así que me dirijo a la tienda y me compro unos guantes. Y de repente me planteo: ¿cuándo
fue la última vez que fui al cine? ¡Una matiné! Y al cine me voy. Y, cuando salgo del cine, me acuerdo de que hace años que no voy a París. Años. Así que
me voy a París y vuelvo al cabo de tres meses y me encuentro un esqueleto en la cuna.
Nadie me ha dicho jamás que se me den bien los niños. Poco antes de llegar aquí, fui a una cena. La anfitriona estaba preparando la mesa —éramos ocho—,
cuando su hija, una niña de siete años, descalza, insistió en que jugara con ella.
Nunca había jugado a lo que me propuso. Se trataba de un juego en el que hay que construir una torre con unas piezas de madera. Una vez levantada, hay
que ir extrayendo y colocando las piezas sobre la cima sin que la torre se desplome.
No soy habilidosa para los juegos, mientras que la niña manejaba las piezas con mucha precisión. Aunque, no sé por qué, yo estaba jugando bien, y, cuando
la niña extrajo una de las piezas y la torre se desplomó, salió corriendo hacia su madre diciendo a voz en grito: «¡Yo no he perdido!».
La madre acostó a la niña y se tendió junto a ella durante un rato.
Cuando me acuesto, duermo en el lado de la cama en que dormía mi madre. A veces, al amanecer, me despierto y me doy cuenta de que estoy en la misma postura
que mi madre cuando murió: tumbada de costado, con un brazo extendido por debajo de la cabeza, como si estuviera nadando en una piscina, y las pastillas
que se había tragado haciendo de lastre, como si llevase un montón de piedras en los bolsillos…
No me duermo en la misma postura en la que encontraron a mi madre. Debe de ser algo que hago cuando ya estoy dormida. Y, aun así, no puedo estar segura
de que, extremidad por extremidad, esté en la misma posición. Cuando la vi, mi madre tenía las piernas tapadas con la sábana. Es posible que yo doble las
piernas, mientras que las de mi madre estaban estiradas.
A veces, tengo la sensación de que soy incapaz de vivir hasta que me quedo dormida en una postura propia. No en la postura en que fue encontrado el cuerpo
de mi madre, sino en una postura que sea mía, así se trate de una mera postura de muerto flotante en la que no mueves ni un músculo, sino que juntas las
rodillas y dejas que tu cabeza se hunda en la almohada, acunada como un bebé, inclinando tu cabeza hacia un lado para tomar aire, conservando tus fuerzas
hasta que llega la ayuda o hasta que logras salvarte a ti misma, allí, en la cama.
«Consuelo» es una palabra bonita. Todo el mundo se desuella la rodilla, pero eso no hace que la tuya te duela menos. Ésa es la línea oficial que se marca
aquí.
El consuelo de Karen es un perro. Para mí también, en ocasiones. En el vestíbulo del refugio podemos comprar una bolsa de galletas para perros y dárselas
a través de los barrotes de la jaula mientras una cuidadora prepara al animal para sacarlo de paseo. La última vez que fui allí, recogí las pelusas que
habían soltado los perros a los que acababan de acicalar para regalárselas al jardinero y que las utilizara para tapar… ¡adivina qué! Después saqué a pasear
a Shauna. Es una perra pastor mixta que tuvo una camada de diez cachorros a los que tuvieron que destetar antes de tiempo, a las cinco semanas, porque
contrajo una mastitis por dar de amamantar a tantos.
La cuidadora me pasó la correa de Shauna y la perra dio un salto. Tenía la barriga fofa y llena de costras, pero eso no le impidió que, una vez fuera,
pegase una estampida y echase a correr a lo largo de más de un kilómetro, arrastrándome tras ella. Cuando no tuve más remedio que tomarme un respiro, le
dije: «Shauna, chist», y la perra se sentó y se apoyó en mi pierna, a la espera de proseguir.
Cuando la llevé de vuelta al refugio, me pasé a ver los cachorros, que estaban en una habitación aparte. No medían más de veinte centímetros. Al sentarme
en el suelo, avanzaron hacia mí como si fuesen un solo cuerpo.. Aullaban y maullaban como gatitos. Me lamían y me mordían e intentaban chuparme mientras
subían por mis brazos y por mi pecho. Treparon hasta mi cuello, y se estiraban, hasta golpearme la cara, la nariz y las orejas.
Una vez paseé a Shauna por un parque cercano en el que un grupo de gente, con la correa de sus perros en la mano, conversaba, mientras los perros, desatados,
jugaban por los alrededores. Shauna y yo nos quedamos al margen de ambos grupos y oí que una mujer fanfarroneaba diciendo: «Barney hace lo que le ordenan».
Otra mujer, al ver que su perra era montada por dos perros, uno detrás de otro, comentó que la vida social de su mascota era mejor que la suya.
Estaba viendo la tele en el Pequeño Egipto con Chatty cuando pusieron un anuncio de comida canina. Una camada de cachorros que aún no podían mantenerse
del todo de pie atravesó la pantalla. Chatty me dijo: «Supongo que estarás contenta».
Nunca he oído que hayas tenido un perro. Aunque es probable que cuando eras un crío y vivías en una granja te hicieras amigo de algún perro, ¿me equivoco?
¿Encuentras consuelo en una persona? ¿En una mujer? Yo lo encontré una vez en un hombre, pero perdí mis peinetas. Me pasó la última vez que vi a aquel
hombre. En el taxi, de regreso a casa, es cuando las vi con el pensamiento, una encima de otra, en la mesa que había junto al sofá. Hubiera sido mejor
que me las quitara él, pero, cuando empezaron a convertirse en un obstáculo entre sus manos, opté por quitármelas yo. Es un tipo de peineta de plástico
barato, y su cometido no es ornamental. Sólo sirven para sujetar el pelo. De hecho, ni se ven, desaparecen entre el pelo. No es como dejar olvidado un
pendiente que hay que unir con su compañero. Las peinetas no valen nada, así que a aquel hombre no se le ocurrió devolvérmelas. Pero son las únicas eficaces
para mi tipo de pelo, y no creas que resulta fácil encontrar unas peinetas que te vayan bien.. Por lo general, vienen en paquetes de doce, en un surtido
de colores primarios, brillantes y chillones. Antes de irme aquella noche, y después de terminar lo que hicimos, utilicé su cepillo. Algunos pelos míos
quedaron enredados en las cerdas, lo que hacía de aquel cepillo una especie de relicario.
En esto, ¿dónde está el consuelo? Está en esa humillación que hace que en el corazón se instale esa ternura que te permite escuchar a Dios.
«¿Hoy no tienes clase en la universidad?», me preguntó el taxista, a la caza de una propina.
Aún deseo recuperar esas peinetas. Necesito que me devuelvan todas las cosas que he perdido. Aunque mejor encontrar consuelo en un lugar. En la playa.
Un día en la playa: coger cangrejos, chancletas verdes, moscas que flotan en la cálida brisa terral, un arco iris en el charco de gasolina del aparcamiento,
gaviotas que se zambullen, el ruido del motor de las embarcaciones, plásticos cicatrizados por el mar, el armazón oxidado de una cama, la basura podrida,
el cadáver de un pez.
A veces me preocupa que en nuestras conversaciones no analicemos ideas.. Pero Warren dice: «Odio las ideas», y Chatty añade: «Querida, las ideas no son
nada eróticas».
Así que buena parte del tiempo lo dedicamos a las cremas hidratantes y a los complementos, a hacer ejercicio y al cuidado del pelo. Y, aun así, hay tantas
formas de equivocarse… Como cuando le pregunté a Chatty si se había teñido el pelo, y la respuesta glacial de Chatty fue que no se había teñido el pelo,
sino que se lo había realzado.
Hablamos de ropa. Según la teoría de que los elementos genéricos mejoran con la repetición, Chatty lleva puestos dos jerseys idénticos de cachemira, uno
encima de otro. Por lo que respecta a mi fondo de armario, se compone de anchos blusones de ajada seda negra. Chatty puede ponerse lo que quiera. Puede
repetir postre por la noche y no se le nota. Mientras que el resto de nosotros ganaríamos peso incluso si nos intoxicásemos con la comida.
Karen lleva siempre camisas desgarradas. Apareció con un perro salchicha diminuto, procedente del refugio, en la Suite de la Hostilidad. Tenía el perro
en el regazo y, mientras Chatty seguía hablando largo y tendido sobre los planes que tenía para su guardarropa, Karen se dedicaba a meter su anillo de
ópalo por las orejas del perro —al levantárselas Karen, parecían las de un conejo—, igual que se ensartan los pañuelos de cuello en un ceñidor. Karen contó
que tuvo un perro igual que ése cuando salió de la universidad y que se lo llevaba a los restaurantes. Limpiaba un cenicero con una servilleta y le ponía
en él una hamburguesa desmenuzada. Dijo que cada vez que cogía la correa del perro no le preguntaba: «¿Vamos a dar una vuelta?», sino: «¿Vamos a un restaurante?».
Chatty le dijo a Karen que una cosa estaba clara: cuando se tiene un hijo, tu perro se transforma simplemente en una mascota. A mí no puede pasarme tal
cosa. No soporto el sonido que hace la gente al comer, pero me encanta el crujido de la comida seca cuando la mastica un perro. Me encanta el apetito de
los perros. El apetito de los bebés es algo que me produce escalofríos. Una madre introduce la cuchara en la boca de su hijo, rebaña luego lo que el bebé
ha escupido y vuelve a meterle la cuchara en la boca. Para mí, es algo así como emplastar. Si tuviese un bebé, cambiaría de la noche a la mañana: pasaría
de ser una mujer que se preocupa por las calorías que hay en el pegamento de un sobre a ser una mujer que va a la esquina a comprar café con el camisón
debajo del abrigo y el dobladillo del camisón hecho trizas por los zarpazos de un gato.
Mi madre regalaba mis perros. Murió rodeada de gatos. Un gato moteado se sentaba encima de su pecho como si fuera una gallina y estuviese incubando la
muerte de mi madre. Un siamés, cuando mi madre ya no estaba, maullaba desconsolado en su dormitorio vacío.
No recuerdo haber visto ningún gato en tus cuadros. Ni un perro. Todos esos retratos de tus amigos, y entre esos amigos ni un solo perro. Mi primer amigo
fue un perro labrador. Se llamaba Needles, y solía ensillarlo con una toalla de baño plegada que ataba luego con el cinturón de mi padre. Mi perro sólo
obedecía una orden. Entraba corriendo en la sala y había que gritarle: «¡Desvíate!», y él se desviaba justo antes de estrellarse contra la mesa de cristal.
Mi madre lo regaló.
Yo estaba en el colegio. Cuando regresé a casa, me encontré encima de mi mesa una tortuga japonesa nadando en un foso poco profundo que rodeaba una isla
de plástico con una rampa —la isla de la palmera de plástico— y buscando trocitos de lechuga.
Posiblemente se deba en parte a la medicación, pero el caso es que hemos colgado nuestra libido en el perchero de la entrada. ¿Practicáis los hombres una
versión masculina de ese juego tan propio de mujeres: estar en un centro comercial, por ejemplo, y plantearnos: «Si tuviese que irme a la cama con alguien
de esta tienda, ¿a quién elegiría?»? Aquí, Warren es el mejor del lote. Imaginemos que regreso al instituto, a la fiesta de bienvenida a los nuevos estudiantes.
Una chica se acerca a otra y le hace el siguiente comentario: «Ese chico es guapísimo». De repente, esta chica, que hasta entonces no se había fijado en
ese chico, le echa otro vistazo y piensa para sí: «La verdad es que es guapísimo».
¿A qué viene todo esto? Pues lo que quiero decir es que si Chatty me dijese tal cosa, no me daría cuenta ni aunque me diese un empujón.
A la gorila que conocí, la que se comunica por señas, le dieron un empujón, pero no surtió efecto. La gente con la que vivía se propuso aparearla. Le proporcionaron
un macho adecuado, más joven y más grande que ella, y los acomodaron para que cohabitaran. La gorila le decía por señas cosas como «Date prisa» (para que
le diera más plátanos) y «El camión no es tuyo» (en referencia a un camión de juguete). Ninguno de los gorilas tomaba la iniciativa, de modo que los cuidadores
alquilaron una película X y se la pusieron a los primates. La película logró mantener la atención de los gorilas y, cuando terminó, la gorila le dijo por
señas al gorila: «Súbete a mi espalda». Pero él no sabía comunicarse por señas y no entendió la invitación.
Mi libido, lo que queda de ella, fluye en dirección a ti. Cuando te reconocí en la librería y me atreví a preguntarte si podía invitarte a tomar un café,
ya te había construido en mi mente, aunque una voz dentro de mi cabeza gritó: «No confundas la pintura con el pintor». ¡No olvidemos el ejemplo de Picasso!
Dadas las horas que pienso en ti, dadas las horas que paso en mi cama de sábanas blancas, es posible que pienses que podría inventarme una escena o dos.
Pero no puedo imaginarme nada que no haya ocurrido. Y de ese modo tengo que mantener el recuerdo de una taza de té en un lugar público, en un mediodía
de invierno. ¿Falta de imaginación? O un freno de autoprotección, una pantalla apagada cuando juega el equipo local.
Salvo que me dejo llevar e imagino que estás pintando un retrato mío. De adolescente, me ofrecí como modelo a un profesor (acababa de leer La plenitud
de la señorita Brodie). Conseguí envalentonarme para hacerlo. ¿No pintaba, a veces, desnudos? Pero mi profesor me pintó totalmente vestida. Me pintó asomada
a una ventana, mirando para otro lado. ¿Añorando? El pintor acababa de dejar de beber. No era yo lo que le interesaba.
Cuando tú me pintas, estoy sentada en una habitación penumbrosa. Me apoyo en un escritorio oscuro, con una pluma de ganso en la mano. Llevo puesta una
capa amarilla de satén con un ribete de pieles. Tengo el pelo recogido con una cinta. ¿Te suena? ¿Me sigues? Mujer escribiendo una carta, de Vermeer.
Mírame. Mis preocupaciones… ¿crees que son espirituales o carnales? ¡Venga, contesta! Hemos leído a Shakespeare. «No hay arte en encontrar la construcción
de la mente en el rostro».
¿Qué posibilidades tengo de encarnar a la Joven leyendo una carta junto a una ventana abierta? Como ves, carezco de astucia, y la astucia es una cualidad
necesaria para lograr que me escribieras una carta de contestación. Te juro que si pudiera, me libraría de esta maldición de ser sincera. ¿He perdido el
juicio? ¡Poniendo las cartas sobre la mesa! Una mujer debería disimular, no revelar. En este momento, me he lamido ya el carmín de mis labios, mi lencería
es sórdida y mis zapatos de tacón están arañados y rotos.
Se dice que, cuando falleció Vermeer, encontraron en su estudio un cuadro de una mujer escribiendo una carta.
Me gustaría saber si aquel día me viste como una mujer. ¿Pensaste que era sólo una admiradora? Esa manera tuya de pintar a las mujeres… ¿Es así como nos
ves en realidad? ¿Les pides que posen para ti o son ellas quienes se ofrecen a posar? ¿Pintas a una mujer de memoria, apoderándote de ella sin que lo sepa?
¿Eres frío como un médico o te enamoras un poco de tu modelo? ¿Empiezas pintando a una mujer y terminas pintando a otra?
A mí me ocurre lo siguiente: empiezo siendo yo misma y termino siendo mi madre. Es algo que no pretendo. De hecho, pongo todo mi empeño en que no sea así.
Ahí radica la diferencia crucial: yo no quiero acabar con mi vida, pero es superior a mí: no puedo contener las ganas de intentarlo.
Las pastillas que se tomó eran mías. Me las recetaron porque no podía dormir. Con la misma amabilidad que siempre me mostró en vida, dejó una pastilla
en el bote. Quizá supuso que me costaría trabajo dormir la noche en que la encontramos muerta.
Nunca en mi vida dormí mejor.
Vi una película en la que dos chicas compartían apartamento. Un día, una de las chicas abrió el diario de la otra y escribió algo como si fuese el suyo.
Esa escena me asustó mucho, porque ¿qué puede dar más miedo —salvo para los moribundos— que fusionarse?
Los hombres temen que eso mismo les ocurra con las mujeres. A menudo, después de una relación íntima, los hombres buscan pelea. ¿Lo has hecho tú? Seguro
que sí. Cuanta más intimidad has tenido con una mujer más irascible puedes llegar a ponerte con ella. Los hombres se alejan para impedir que los atrapen.
He aprendido a atajar la situación. Me busco una excusa para desaparecer. He descubierto que eso es lo más fácil en todos los sentidos. Incluso si sólo
me voy al cuarto de al lado para sentarme y escuchar música.
¿Escuchas música mientras trabajas? Yo lo haría si fuera pintora. Me imagino que conoces esa manía que tienen los niños de preguntarte a cuál de los dos
sentidos renunciarías si te dieran a elegir: ¿el de la vista o el del oído? Antes de ver tu obra, yo habría renunciado al de la vista. Es la elección que
solía hacer.
Warren y yo vemos reposiciones en el Pequeño Egipto. Comedias de situación de los setenta. Un hombre intenta darle a su amigo una lección. Le dice: «¿Ves
lo que ocurre cuando haces suposiciones? Si le quitas “ciones” y le añades “torios”, ¿qué resulta?». Pero, ¿qué sentido tiene la vida sin suposiciones?
Como no logra captar nuestra atención con el tema de la ropa, Chatty nos insta a que hablemos de hombres. Tantos hombres como recordemos. Algunos, como
tú, han sido pintores. Quizá todos han sido pintores. Incluso el jardinero de aquí, cuando no adormece nuestra mente con charlas interminables sobre el
recuento de brotes y la longitud de los pétalos, coloca un caballete y pinta un paisaje pasable en su tiempo libre. Nos habla de esos cuadros chinos en
los que puedes adivinar la hora en que fueron pintados por el grado de dilatación de las pupilas de un gato o por el grado de apertura de las peonías.
Feliz pasatiempo el de la pintura. Y cuando se trata de una profesión, es un trabajo con el que se disfruta. Aunque Warren piensa que si algo no implica
un esfuerzo, no es un trabajo propiamente dicho. «¿Por qué, si no, crees que le llaman trabajo?». Sin necesidad de transición, Chatty empieza dale que
dale con Edward, a quien, según dice, conoceremos cuando venga a visitarla.
—Edward es malo —dice Chatty, no sin orgullo—. Aunque él no cree ser malo. Cree que yo no veo las cosas con claridad.
—Y no las ves —le dice Warren.
—Piensas que en el momento en que se ponga insoportable, te irás y lo dejarás, pero te ves de pronto diciéndote a ti misma: «Ha sido tan cariñoso…». Así
que piensas: «Se lo pasaré por alto» y, de pronto, te ves pasando por alto toda la ciudad de Nueva York. Al final, es él quien te pone de patitas en la
calle.
—Puede cambiar —es mi tímida entrada en la conversación.
Chatty me mira como si no supiese por dónde empezar. Según ella, los ejemplos de ese tipo de cambio son meramente anecdóticos, una fantasía profundamente
arraigada en la gente.
—El Nuevo Testamento está lleno de esos cambios: la puta que se vuelve santa, Pablo en el camino a Damasco… —argumenta Chatty—. El cristianismo reconoce
que es milagroso el hecho de que una persona cambie de naturaleza.
—Nosotros tampoco cambiamos mucho, que se diga —media Karen.
—Lo que yo creo es que si el hombre quiere más a la mujer que la mujer al hombre, podemos decir entonces que están igualados. Lo que hay que recordar —dice
Chatty, como si se lo recordase a sí misma—, es que un hombre no está obligado a amarte. Una vez que alcanzas ese estado filosófico, él percibe que tu
control sobre él se va haciendo menos férreo y que de esa manera mantienes tu dignidad. De lo contrario, te vuelves loca, porque eres vulnerable al fondo
más oscuro de la relación.
Y ahora me pregunto: «¿No puede una persona normal darse una vuelta por el lado oscuro, siempre y cuando sepa cómo volver?». Me lo pregunto pensando en
ti y pensando también en la pregunta que me devolvería Chatty: «¿Qué trato has hecho con ese tipo?». Y sé que si le dijese las palabras que me dedicaste
cuando nos despedimos —«Volveremos a vernos»— me miraría con lástima, y no le daría a tus palabras la interpretación adecuada.
Pero Chatty se limita a pasarnos un cuenco de aceitunas amargas. «Cuando salga de aquí, Edward quiere que vaya a verle. Está arreglando la casa y me temo
que querrá que le ayude. Va a tirar una pared de Pladur, lo que implica que saldrán de allí miles de abejas y litros de miel podrida. A su casa la llamo
La Colmena. Le sugerí que contratara a personal cualificado para hacerlo, pero la única empresa local que se dedica a eso es Reformas Lawrence; es decir,
Larry y su hijo adolescente, que es chatarrero. El lema publicitario de Lawrence es: DESTROZAR PARA ARREGLAR, PINTAR PARA CUBRIR.
—Pero tú te das buenas trazas para eso —le digo—. Sabes combinar.
—Es imposible —dice Chatty—. Les diré: «Pintad esta moldura de color sopa de langosta», y cuando vuelva lo habrán pintado de terracota.
Lo que vuelve a traerme a la mente la misma pregunta: «¿Cómo ha llegado a esa certeza? ¿La tiene todo el mundo? Mi madre se creyó con derecho a regalar
mi perro… ¡Y lo hizo!».
¿Y qué decir de la certeza que tengo en lo que se refiere a ti? Dirás que si tengo que basarme en la hora que pasamos juntos eso no sería suficiente. Pero,
antes, algo no iba bien porque yo era demasiado joven y a la vez demasiado vieja. Demasiado ingenua y a la vez demasiado lista. Pero aprendí de mis errores.
La certeza que tengo es que hay que devolver el golpe que te dan. De modo que, por así decirlo, ahora tengo un palo que es mayor que el palo con el que
me golpearon.
Pero no tiene que ser necesariamente un palo. Quizás, en vez de ser un palo, sólo lo parece. Quizás es en realidad una serpiente. Y se mueve igual que
un río. Quizás es un río, y podemos ir a algún sitio navegando a lo largo de él, a algún sitio nuevo.
—¿Aún estás escribiendo esa carta? —me pregunta Chatty.
Warren: «¿Por qué los perros se revuelcan en los animales muertos?». (Respuesta: «Porque los vivos no permiten que se revuelquen en ellos»).
Warren divisó un ratón en el Pequeño Egipto. Le siguió la pista y descubrió un nido de pasas bañadas en chocolate. El chocolate había adquirido un aspecto
terroso a causa del polvo que había debajo del sofá. Nos comentó que, cuando era un crío, había cogido ratones y que, en una ocasión, despellejó a uno
que encontró muerto en una trampa e hizo una alfombra de piel de ratón para la casa de muñecas de su hermana. Y volvió a hablarnos de Elmer. Elmer, su
pequeño mono araña, subido en la copa del árbol de Navidad, arrojándole a la familia los adornos que había arrancado de las ramas.
«Le gritábamos que dejase de hacerlo, pero Elmer los lanzaba con más fuerza».
Aquéllas fueron las últimas Navidades de Elmer, nos contó Warren. Elmer se resfrió en la víspera de Año Nuevo. Murió en los brazos de Warren, mientras
la señora Moore conducía por unas calles cubiertas de hielo para llevarlo al veterinario. ¿Hay alguna historia de animales que no termine con lágrimas?
Ésta. Warren nos contó que la familia se reunió para enterrarlo en el jardín trasero. «Vinieron incluso los perros. Se quedaron con nosotros en el borde
de la tumba de Elmer y contribuyeron a arrojar un poco de tierra con las patas. No podían esperar más a ver a aquel capullo bajo tierra».
Chatty ha vuelto a tener visiones. Una caída de un caballo, con el consiguiente golpe en la cabeza, unos veinte años atrás, la había capacitado para acercarse
a una extraña en el parque, por ejemplo, y decirle: «Siento lo de su marido». «¿Cómo lo has sabido?», se sorprendió la mujer.
Dice que no puede predecir cuándo va a tener una visión. Nos asegura que, a veces, se encuentra con una persona y sabe, en ese preciso momento, cómo y
cuándo morirá. Lo sabe con absoluta certeza, pero dice que nunca lo revelaría.
Le he oído a Warren intentar sonsacarle información: «¿Ves algún motivo para que no me compre una Harley?». Yo también lo he hecho: la observo fijamente
mientras le cuento los planes que tengo para el año que viene.
Sé que ha vuelto a tener visiones por algo que sucedió la semana pasada en el Pequeño Egipto. Estábamos las dos allí. Chatty, dormitando en la mecedora,
yo, leyendo un libro sobre —¿qué si no?— perros. De pronto, Chatty se enderezó, abrió los ojos y dijo con voz firme:
—¡Vuelve a tu cuerpo ahora mismo!
—¿Con quién estás hablando? —le pregunté.
Unos días más tarde, recibió carta de una prima suya. Al marido de la prima le había dado un ataque al corazón. Ingresado en la UVI, perdió las constantes
vitales, hasta que, para asombro de todos, se reanimó y recobró la consciencia. Informó al equipo médico de que había abandonado su cuerpo para hacerle
una visita a la prima de su mujer. El día y la hora coincidían.
—Estaba hablando con el marido de mi prima —me confesó Chatty la misma noche en que sucedió aquello.
Aunque sin fe ni valor, espero que haga lo mismo por mí.
Le conté el sueño que tuve la noche en que murió el último perro que tuve. Yo estaba de viaje, dormida en un hotelito. Mi perro se me apareció en sueños
y me dijo en voz alta: «Ha llegado mi hora».
No le conté nada de la noche en que murió mi madre, aquella noche en que dormí del tirón, sin soñar absolutamente nada, en la habitación contigua a su
dormitorio. Pero mi madre no dormía con la cabeza apoyada en mi estómago ni me lamía la cara cuando me despertaba.
—Voy a contarte lo de mi vecino —me dijo Chatty.
Todos le despreciábamos por aquella manía suya de robarnos el agua, porque se aprovechaba de nuestro sistema de suministro para llenar su piscina en verano.
Cuando mandaba a sus hijos para que hicieran una colecta para alguna causa benéfica, siempre nos parecía poco probable que aquel dinero saliera de su casa.
Se presentó como candidato al consejo escolar para impedir la entrada a los negros en el instituto y le vendió unas herramientas de jardinería defectuosas
a una joven pareja que se instaló en el barrio.
—Así que, cuando una noche lo llevaron al hospital en ambulancia, las únicas flores que le siguieron fueron las que le enviaron sus familiares más próximos.
Estuvo en coma durante semanas. Cuando volvió, le veíamos cruzar los senderos sombreados del bosque apoyado en el brazo de una enfermera y con una mascarilla
—casi todos pensábamos que era pura afectación—, saludando con la mano a los vecinos con los que se cruzaba.
—Uno de los vecinos que no le guardaba rencor tuvo una conversación con él y nos informó luego de que, tras el coma, a menudo le costaba trabajo recordar
la palabra que quería decir, y la palabra que le salía en su lugar era «gobierno». No era consciente de decirla, según nos aseguró aquel vecino, que, por
cierto, le había oído decir que le gustaría poner su embarcación en el gobierno e irse de pesca.
—Nosotros adoptamos aquella palabra, y nos invitábamos a tomar café y gobierno. A los niños les dijimos que, cuando un hombre y una mujer se aman, el gobierno
les traía un bebé, y en las barbacoas que hacíamos en el patio trasero los vecinos siempre empleábamos la expresión «Pon otro gobierno en la parrilla».
—Pero la pregunta que nos hacíamos era por qué decía la palabra «gobierno». ¿No podría habérsele venido a la cabeza cualquier otra palabra, como «saltamontes»,
«zancos» o «fantasma»?
—Pero algunos lo comprendimos cuando pasó esto que te cuento: una mañana salimos a inspeccionar nuestras propiedades y comprobar los daños que el «gobierno»
había causado durante la noche. Vimos árboles rotos, postes eléctricos derribados, barrancos inundados y flores ahogadas. Y, a medida que retirábamos los
restos del naufragio, tuvimos la impresión de que, aunque nuestro vecino no se daba cuenta de lo que decía cuando creía utilizar la palabra que quería
utilizar, al invocar aquella palabra para protegerse de todo lo ingobernable el hijo de puta llevaba razón.
Un signo de mejoría: sin haber aumentado de tamaño, parece que ocupamos más espacio en una habitación.
«¿Dónde estamos?», le pregunté un día a Warren, y él me contestó: «En un pequeño país al sur de Canadá y al norte de México, en un estado del tamaño de
esta mesa, en una ciudad del tamaño de este cenicero».
Aún no puedo decir si le gusto a Warren. Siempre llega un momento en que puedes decirlo, en que la mayoría de las personas puede decirlo. A mí me lleva
más tiempo. Y después me enfado con ellas, por resultarme tan difícil decirlo. ¿Y de quién es la culpa? Creo que esta es otra suposición que no me he planteado
en toda mi vida. Soy como esas personas que guardan rencor por lo que alguien les ha hecho en un sueño.
Aquí siempre preguntamos qué nos quieren decir cuando nos dicen algo, y nos preguntan lo mismo cuando decimos algo nosotros. Pero el caso es que a mí me
gusta decir cosas sólo por decirlas, porque son agradables de decir, porque son agradables de recordar: «Hay una calita en un lago de las Sierras. Me senté
una noche en la arena, a finales de verano, cuando el aire no se movía sino que era puro y seco y las aguas del lago apenas chapoteaban, y lo único que
se movía era un ferry de pasajeros que partió de la otra orilla, con sus luces colgantes, igual que una coqueta barcaza parisina, y no hacía ruido alguno,
sino que se aproximaba en silencio…». Un consuelo entonces y en el momento de contarlo.
En la biblioteca encontré estas palabras escritas en el margen de un número antiguo de Vogue:
Entonces, ¿por qué me engendrasteis?
No lo sabíamos.
¿Qué no sabíais?
Que serías tú.
Warren de nuevo. Una imitación de Beckett.
Un extracto sacado de un periódico sensacionalista: una mujer de Virginia del Oeste llevó a su hijo dentro del vientre durante más de cuarenta años. El
feto se calcificó fuera de las paredes del útero. Cuando los periodistas le preguntaron sobre el asunto, ella contestó: «Siempre que el niño siga dentro
de mí, significa que no lo he perdido».
Una amiga mía intentó quedarse embarazada y le dijeron que no podía. Le comenté: «El mundo no necesita una nena más», y ella me replicó que no quería hacerlo
por el mundo.
La única vez que la palabra «nena» no me da miedo es cuando más miedo debería darme: cuando la emplea un hombre para referirse a mí.
Tengo que soportar esas fiestas que se dan en honor de un futuro bebé en las que puedes diferenciar claramente los regalos de quienes son madres de los
que no lo son. Las que son madres hacen regalos prácticos relacionados con la seguridad; por ejemplo, una red para las rejas del balcón, para evitar que
el bebé, al gatear, se deslice entre ellas; un espejo que se fija al salpicadero para que el conductor pueda estar pendiente del menor que va en el asiento
de atrás… Una docena de artilugios para la seguridad doméstica del bebé.
Mientras que yo elegiría un colgador móvil para la cuna: unas crías de animales pintados sobre discos de porcelana… La más mínima brisa haría que entrechocasen,
produciendo un sonido capaz de despertar a un bebé que durmiera unas casas más abajo.
Voy a contarte una historia buena de bebés. Ocurrió en el mar Caribe. Una mujer se puso de parto después de que el pequeño bote de pesca de su marido se
hundiese y la corriente se llevara a cada cual por un lado. Más tarde rescatarían al marido y volvería a reunirse con su mujer, pero en ese momento no
había señales de él y el salvavidas de la mujer no bastaba para mantenerla a flote. Se dejó llevar por el pánico al escrutar el horizonte, en el que creyó
ver un anuncio de tempestad. Las aguas estaban revueltas a causa de la tormenta. Una tormenta que iba acercándose a ella, cercándola, hasta que distinguió
unas formas que daban saltos. Pensó que se trataba de cientos de peces saltarines. Ella se dejaba balancear por las olas, aguantando las contracciones,
y de repente se vio rodeada por un banco de delfines. Más tarde, se enteró de que los delfines pueden detectar un minúsculo perdigón con su sonar, de modo
que no les resultó complicado detectar a su hija, que estaba a punto de nacer.
La mujer gritó cuando una falange de delfines se sumergió para de inmediato emerger por debajo de ella, elevándola por encima del nivel del mar. Pero,
a medida que empujaba a su bebé, comprendió que los delfines estaban allí para ayudarla, y, gracias a ellos, su hija no se ahogó.
Los delfines siguieron formando una red flotante debajo de ella, y mantuvieron a salvo a la hija y a la madre hasta que llegó la ayuda humana. De no haber
llegado con prontitud, ¿habría ofrecido una mamá delfín su leche rica en grasa a la recién nacida?
«—Me los envió el Santo Padre —le dijo la mujer a su marido—. Quería que nuestra hija viviese».
«Los delfines charloteaban como niños pequeños. Cuando nació nuestra hija, se pusieron como locos, sumergiéndose y saltando a la superficie, ¡y sonreían
de una manera tan hermosa!».
Como prueba de agradecimiento, la mujer llamó a su hija Delfina María. Los delfines desaparecieron entre las olas.
Los delfines, esos mediadores que amparan al género humano en el mar y que nos permiten regresar a tierra con nuestros pecados redimidos. En el fondo de
las aguas, mueven los escasos huesos que les quedaron de las extremidades traseras que tuvieron cuando eran animales terrestres.
Es una historia preciosa que me contó una cubana a la que conocí en un bar de la playa. Ella salió antes que yo de allí. Un borracho ocupó su lugar. Se
apoyó en mí y me dijo:
—Leo en tus ojos oscuros que has sufrido y que eres compasiva, y yo he sufrido y también soy compasivo. Y leo en tus ojos que puedo decirte cosas que…
—Mis ojos son azules —zanjé.
En la playa con Karen. Vainas, mazorcas de maíz, almejas hechas pedazos, cangrejos, estrellas de mar, cartílagos, huellas de pájaro, tentempiés «playeros».
Un pensamiento repentino:
—¿Puede una mujer hacerte tanto daño como un hombre?
—Más —le contesto—. Como te conocen mejor, pueden hacerte más daño.
—Eso mismo pienso yo —me dice ella.
—No hay nada que arranque más rápido los hierbajos que la frustración.
Paseaba por el jardín, entre los liños de verduras, y, sin pensarlo, me puse de rodillas y empecé a arrancar hierbajos como hay que hacerlo; es decir,
tirando desde la raíz. Es una tarea satisfactoria: una mejora tangible, un arreglo instantáneo. Caigo en una especie de trance mientras avanzo por los
liños y mejoro la calidad de vida de las remolachas.
En el cajón de la mesita de noche de mi madre, bajo los botes vacíos de pastillas, había dos páginas arrancadas de una revista femenina. Una era una especie
de guía del consumidor, un gráfico de mezclas mortales: qué píldora en combinación con otra podía sentarte mal, o algo mucho peor que eso. Según se mirase,
era una guía aleccionadora o preventiva. En la otra página venía la frase que cité antes. Era una retahíla de sugerencias para ahuyentar el pesimismo.
«Dedícale tiempo a tu jardín. No hay nada que arranque más rápido los hierbajos que la frustración».
Pero espera…, quizás estoy confundiendo esa página con la página que encontré en el cajón de su mesita de noche la vez aquella en que intentó dejar de
fumar. Y sí que dejó de fumar, y vaya época que pasamos. Yo estaba en séptimo. Si iba a pedirle permiso para hacer algo, antes incluso de iniciar la pregunta,
me contestaba bruscamente: «¡No!».
Unos años más tarde, oí un chiste que me avivó aquella época. Yo te digo que me preguntes cuál es el secreto de la comedia, y antes de que puedas terminar
la pregunta te interrumpo y te digo: «La chispa».
Sí, registraba los cajones de su mesita de noche, y también su tocador y su armario. Qué gusto tan sobrio el suyo. Todo lo que se ponía era sencillo, sin
adornos. Un simple trenzado en un cárdigan lo consideraba un detalle frívolo.
Sencillos zapatos negros de salón. Combinaciones sin encajes. Nada de tonalidades clásicas: solía vestir de blanco.
Me dijiste que vestías igual que en los tiempos de la universidad: pantalones caqui y camisas Oxford. Ningún toque bohemio. Por supuesto, nada de boinas.
Alejado del prototipo. Me viene la tentación de decir que no tienes pinta de artista, pero eso sería como lo de aquel tipo al que me presentaron como una
«mujer con talento» y comentó: «No tiene pinta de tener talento».
¿Has pintado alguna vez el retrato de una mujer que no te gustaba? Vi el retrato que está en la Tate y llegué a la conclusión de que odiabas a la modelo.
El odio crea una relación apasionada. Es peor no sentir cariño alguno por una persona. ¿O es una opinión a la que me aferro para hacerme ilusiones?
Mi madre me elegía la ropa. Nunca íbamos juntas de compras. A menudo, lo que me compraba me quedaba demasiado pequeño, demasiado ajustado, como si me recordara
más pequeña o desease que lo fuera.
En una ocasión le dije: «Todas mis amigas se ponen la ropa de su madre», y ella me dijo: «Pídemela cuando tengas unos años más». Me hice mayor y volví
a pedírsela.
En toda mi vida sólo me he puesto una cosa suya, y no es que un bolso se ponga exactamente. Tiró a la basura un viejo bolso marrón. Lo recogí y lo escondí
en mi armario. Los fines de semana, lo sacaba, vacío, y me iba a los grandes almacenes. Lo traía de vuelta a casa lleno de la ropa —hecha una bola— que
yo elegía. «Voy de compras con mi madre», era mi chiste privado de los viernes. Y los lunes aparecía por el instituto con un conjunto de jersey y rebeca
a juego que había robado. Si me preguntaba que de dónde provenía algo, tenía amigas que usaban mi misma talla. Me ponía dos o tres veces la ropa robada
y después la dejaba en el contenedor de donaciones para la iglesia cuando iba de camino a clase.
Cuando murió mi madre, yo tenía su misma talla. Podría haberme puesto toda su ropa. Pero, en vez de hacerlo, las empaqueté en bolsas y las llevé a un centro
de beneficencia. Después, mi único temor era ver a una indigente con la ropa de mi madre: su fantasma vagando por barrios que nunca pisó.
Una de las tutoras de aquí me hizo una vez una pregunta tendenciosa. Me preguntó si alguien se merecía ese tipo de lealtad. Una lealtad, además, que acabaría
con mi vida. Y ésa fue la primera vez que vi claro que se puede ayudar más a una persona haciéndole la pregunta adecuada que dándole una respuesta.
¿Y no hizo una de tus amantes lo mismo? ¿Fue ella la mujer que pintaste, aquella a la que creí que odiabas y cuyo retrato cuelga en la Tate? El retrato
no lleva su nombre en el título. No hiciste comentario alguno a la prensa cuando encontraron a tu amiga. Leí que no dejó ninguna nota… Bueno, a no ser
que fuera un accidente. Pero puede que te enviara una nota a ti, aunque eso no es de mi incumbencia.
Mi madre escribió su nota en la página de un cuaderno. Un cuaderno en el que yo hacía los deberes. Era una nota de cuatro líneas. Dejó instrucciones de
qué hacer con «el cuerpo». Insistió en que no hubiese ceremonia alguna y en que no se hiciera mención alguna de «esta muerte». La nota la dejó firmada
y fechada. No había salutación. Era sólo un documento, nada personal. La debió de coger el forense o la policía. Al final, se la devolvieron a mi padre.
Y ahora la tengo yo.
No les he dicho a los tutores que estoy escribiéndote esta carta. No se lo he dicho porque tienen mucho interés en que empiece a hablar de ella. ¿No pudiera
ser que un tutor advirtiese la ironía involuntaria que se produce al comparar su carta con esta que te escribo? La mía demasiado larga, la suya demasiado
corta. ¿No pudiera ser que un tutor sugiriese la posibilidad de que la carta que te escribo es en realidad la carta que mi madre debió haberme escrito
a mí? Para que me permitiese llegar a conocerla. Para intentar convencerme.
Mi nota favorita de suicidio ha tenido una divulgación bastante generalizada. La dejó un tipo que saltó desde el puente Golden Gate: «¡Estooo, esto es
todo, amigos!».
«San Francisco», me dijo mi madre una vez, «es la única ciudad que exige que la ames». Y ella la amaba hasta tal punto, que quiso que otras personas pudiesen
vivir para admirarla, así que donó sus órganos. Pero, por lo visto, no sabía que las pastillas que tomó los inutilizó.
Me pregunto qué hace que te enfades y qué sucede cuando estás enfadado. ¿Has llegado a destruir un lienzo? No sé si he oído o si he leído en alguna parte
que no eres bebedor. ¿Te mortificas en silencio? ¿Te enfadas contigo mismo? ¿Eres, como yo, tu peor crítico? ¿Cómo te armas de valor para lanzar al mundo
algo que sabes de sobra que no va a gustarle a todo el mundo?
«Eres buena», parecía decirse mi madre a sí misma. «Eres de verdad muy buena. Pero no eres lo suficientemente buena». Mi madre se negaba a enseñar sus
cuadros. Pasado un tiempo, dejó de pintar. Lo único que quedó de su don fue una discusión que mantuvo con el pintor que vino a pintar nuestra casa y que
fue incapaz de conseguir «su» azul.
La visita del caballero de Chatty se aproximaba. En su dormitorio, le apliqué a los ojos una sombra de color verde, pero, cuando se vio en el espejo, me
dijo que tenía pinta de desayunarse a bebés de colores. Le pinté los labios con el tono más pálido que tenía.
—Preferiría ir montada en un cerdo a Memphis —dijo Chatty.
—Los hindúes tienen una palabra para esos estados —comentó Karen, mientras observaba las sesiones de maquillaje—. «Sobreexcitación». Dicen que, cuando
el pulso se te dispara y te sientes sofocada y nerviosa, significa que la persona con la que vas a encontrarte es mala para ti.
—Él estaba entrenado para sobreexcitarnos —dijo Chatty—. ¿Por el hecho de quedarse quieto? ¿Por el hecho de ocultar la mejor parte de sí, y sólo sugerirla?
Eso es lo que hacen los grandes actores.
—Meten a tres perros en una habitación —empezó a decir Warren, y nosotras nos preparamos para lo peor.
—El perro de un arquitecto, el de un médico y el de un actor. A cada perro le dan un montón de huesos y les dicen que disponen de una hora.
Chatty se seca los labios mientras Warren prosigue con su chiste.
—El perro del arquitecto ordena sus huesos y construye una casa con buhardilla. El perro del médico ordena los suyos según categorías. El perro del actor…
—¿Te importa acercarme ese lápiz de cejas? —interrumpe Karen.
—… El perro del actor se come todos sus huesos, se folla a los otros dos perros y exige volver a casa cuanto antes.
—Ya no es actor —dice Chatty—. Ahora da clases en la universidad.
Inesperadamente, ya no tengo celos de ella. Me desanimo al pensar en el plúmbeo intercambio de información, en las explicaciones sobre el funcionamiento
de las cosas y los datos sobre quién las inventó.
Karen me cuenta el viaje que hizo con Chatty a la ciudad: «Me encontré un billete de diez dólares en el suelo y me dijo que, según tú, da mala suerte guardar
el dinero que te encuentras y hay que gastarlo lo antes posible. Así que firmamos a la salida y llamamos un taxi. Vino el taxista más lento que ha existido
en toda la historia del taxi. Era tan lento que tres semáforos seguidos se nos pusieron en rojo, y para colmo nos dijo, mirando por el espejo retrovisor:
“Sería conveniente que se abrocharan el cinturón de seguridad”. Chatty le preguntó: “¿Para qué? Si fuésemos a tener un accidente, podría bajarme del coche
antes de que usted chocara”.
»No vi nada en la ciudad que me gustara, pero Chatty insistió en que gastase el dinero».
Karen y yo tenemos el mismo problema a la hora de comprar. Podrías dejarme suelta por Paris y seguro que no encontraría nada que me apeteciera comprar,
en el caso de que lo que tuviera que comprar fuese para mí. Comprar para una misma requiere conocerse muy bien. A falta de otra persona para la que comprar,
compro sólo para mí, que siempre visto de negro (aunque el día en que quedamos me arriesgué con el gris), y sólo compro cosas idénticas a las que compré
antes de padecer el ataque. Ni siquiera puedo pensar en las elecciones que plantea el maquillaje. El hecho de elegir el matiz de un maquillaje de fondo
implica terminar en un lugar como éste. ¿Qué es melocotón, qué es rosa, qué es amarillento, qué es rubio? Para mí, la piel es piel, aunque, desde luego,
tú estarías sin duda en desacuerdo conmigo. Seguro que sabes qué tono de lápiz de labios debe llevar una mujer —rojo amoratado o coral, rojo pardo o escarcha—.
Me pregunto de qué color me vestirías. Siempre que pienso en algo por el estilo, ya no necesito ponerme colorete.
Pero mándame a comprar un regalo para alguien y te demostraré de lo que soy capaz. Para mí, las Navidades nunca han sido un problema. La mayoría de los
años termino mis compras en otoño y sufro palpitaciones hasta diciembre. Aunque hubo un año en que no pude hacer las compras hasta diciembre. En aquella
ocasión, me acompañó mi padre a una tienda de San Francisco para comprarle un regalo a una persona a la que no conocíamos y que vivía a cinco mil kilómetros
de distancia, pero que iba a ser nuestro anfitrión durante aquellas Navidades.
Mi madre murió en noviembre, el mismo día en que Estados Unidos lanzó bajo tierra una bomba nuclear de cinco megatones en Amchitka, Alaska. Provocó el
mayor temblor de tierra producido jamás por el hombre. Fue un terremoto de 7,4 en la escala de Richter. Incluso llegué a sentir la sacudida en nuestra
casa centenaria.
La gente se portó muy bien con nosotros. Nos llenaron la nevera de comida. Nos ofrecieron una casa para esquiar en Tahoe, una casa de playa en las dunas
de la bahía de Monterrey. Alguien nos ofreció un barco —un Chris Craft nuevo de 20 metros de eslora—, capitán incluido, hasta que quisiéramos.
Nuestro plan era el siguiente: pasar las Navidades navegando por los canales y ríos de Florida. Pero mi padre y yo asistimos a una conferencia sobre arte
americano de posguerra. El conferenciante ilustró su charla con dispositivas. Nada es azaroso. Una de las diapositivas era un cuadro tuyo. Otra mostraba
un cuadro de Arthur Brookmyer. Ese óleo en particular cuelga de una de las paredes de nuestro salón. Era una pieza que formaba parte de una serie que se
convirtió en la obsesión autoproclamada del artista.
Cuando la conferencia terminó, mi padre se presentó al conferenciante. Mantuvieron una conversación centrada en Arthur Brookmyer. El conferenciante le
dijo en confianza que estaba preocupado por el artista, ya que le habían comentado que había caído en una depresión después de la muerte de su mujer.
En el coche, de camino a casa, a mi padre se le ocurrió una idea, ese tipo de idea que sólo puede explicarse como la consecuencia parcial de un golpe:
el golpe que le supuso la muerte de mi madre. Pretendía que Arthur Brookmyer se viniese a navegar con nosotros, que se pusiera ropa náutica y que juntos
«nos lanzáramos a la brisa marina».
«Usted no me conoce», le dijo mi padre por teléfono, «y quizá lo que voy a proponerle le resulte imposible. Pero le hago la invitación porque estoy preocupado
por usted y por la gran admiración que le tengo».
El artista le dijo que no podía venir de crucero con nosotros porque tenía que firmar unos nuevos grabados en Europa. Así que nos propuso que fuésemos
a su casa, que nos instalaría en los cuartos de invitados.
Mi padre y yo elegimos una camisa sencilla, de diseño clásico, en una bonita tonalidad de ante tostado. Nos pareció el tipo de prenda que un artista puede
ponerse en la lujosa zona residencial de Connecticut en que vivía.
Yo no quería pasar aquella Navidad con un extraño, un extraño deprimido, según se decía; con un coloso intelectual y estético que sin duda acabaría acorralándome
con charlas pedantes sobre arte moderno. La noche antes de salir de viaje se me olvidó poner el despertador. Fuimos los últimos en embarcar en el avión
con destino a Nueva York, después de una carrera en coche hacia el aeropuerto, atajando por las gasolineras para evitar los semáforos.
Brookmyer era propietario de varias de las dependencias que había en la finca. No está muy lejos de donde vives tú. Como no era dueño de la casa matriz,
se refería a sí mismo como «el granjero arrendatario».
En su biblioteca, en el piso de arriba, encontré libros de poesía, de filosofía y de dibujos eróticos, además de catálogos de exposiciones de sus amigos,
incluidos algunos tuyos. En la casa de invitados, los techos de las habitaciones estaban pintados de ese hermoso y misterioso color que, con arreglo a
lo que indicaban los tubos de pintura que vimos en su estudio, se llama «cerúleo», pero que nosotros denominábamos «azul Brookmyer». El techo de nuestra
cocina estaba pintado de ese color, y nos resultó reconfortante encontrarlo también en aquella casa.
Dábamos largos paseos por la finca y nos reuníamos con él a la hora del almuerzo y de la cena. Mi padre estaba en su elemento, pero yo me sentía enormemente
incómoda. Brookmyer era un hombre considerado y cortés y aguantaba mis preguntas con paciencia. De haber sabido que iba a conocerte en persona, le habría
hecho algunas preguntas adicionales. Quería saber qué sentía cuando una persona, al ver sus cuadros, le decía que eso podría pintarlo un niño. Me contestó
que era significativo que un artista alcanzara un estilo depurado en la última fase de una trayectoria coherente. Le pregunté qué le gustaba más, la pintura
o el dibujo. «El dibujo es un yate de regata que atraviesa el océano. La pintura es el océano», fue su respuesta.
Mi padre le enseñó la fotografía del cuadro suyo que cuelga de una de las paredes de nuestro salón. Brookmyer le indicó que lo bajara un par de centímetros.
«Los cuadros hay que verlos de frente, no hay que alzar la vista, especialmente cuando se trata de una habitación en la que la gente está sentada».
Nos llevó a comer a su restaurante favorito. En aquella época, yo tenía edad suficiente para pedir una bebida de verdad, y me puse a saborear mi Bloody
Mary. «Está bueno», comenté. «¿Qué lo haría mejor?», me preguntó. Cuando se lo dije, hizo señas al camarero y le pidió que trajera Tabasco.
Era un hombre amable con el que resultaba difícil conversar. De modo que me limitaba a escucharle. De alguna manera, yo podía seguir el curso de sus oraciones
periódicas a medida que serpenteaban hacia sus finales elegantes.
Mi visita se había anticipado unos años. No le saqué el máximo partido. Debería haberle presionado en temas relativos a la diferencia que existe entre
originalidad y creatividad, pedirle que me glosara esa opinión suya según la cual la confusión es consecuencia de la falta de una emoción verdadera…
Una mañana en que tenía que tratar unos asuntos en el pueblo nos dijo que podíamos curiosear por el estudio. «Sentiros libres para sacar los lienzos de
los estantes». Y, puesto que nos dio esa confianza, me dediqué a contemplar toda la obra que tenía allí. Tuve la sensación de reunirme con unos parientes.
Era como una clase de repaso y de aclaración de conceptos, una lección de devoción y de experimentación. Y de fondo, siempre, la ironía: que mi madre fuera
el motivo por el que estábamos allí. Ella fue la que, veinte años antes, llevó a mi padre, que estaba en Nueva York de viaje de negocios, a la galería
en la que estaba expuesta la obra de Brookmyer.
Le hicimos pasar vergüenza en Nochebuena. Nos dijo que el regalo era excesivo.
La mañana de Navidad, cuando fuimos a su casa antes de salir hacia el centro, nos encontramos encima de la mesa del comedor una hoja grande de papel grueso
enrollada y atada con una lazada roja. Se trataba de la prueba especial del artista, deseándonos una feliz Navidad.
Yo era la responsable de sostener aquel regalo mientras iba en el asiento del copiloto del coche alquilado. Cuando otro coche nos adelantó en un visto
y no visto, mi padre tuvo que dar un frenazo. Instintivamente, moví el brazo para protegerme y le hice una abolladura al papel. Aquella abolladura fue
restaurada, a cambio de una buena suma, por un montador de marcos.
Un día, a principios de Año Nuevo, hojeé los catálogos de pintura que mi padre guardaba en el sótano. Encontré la transcripción de una conferencia que
Brookmyer había dado en su juventud. Copié en mi diario el siguiente fragmento de una cita que él hacía en su conferencia, una cita en la que se advertía
lo importante que es que un artista tenga capacidad para absorber «los impactos de la realidad» y para «reafirmarse ante tales impactos, como cuando un
perro se sacude el agua después de darse un baño».
Me he enterado de que, cuando enseñabas, te consideraban un excelente profesor. De vez en cuando, mi madre y yo tratábamos de enseñarnos algo que aprendíamos
de esos libros sobre consejos. La mayoría de las veces, yo hacía cosas alrededor de ella, de la misma manera en que las enfermeras hacen la cama sin necesidad
de que el paciente se levante.
Cuando cumplí quince años, le pregunté si me enseñaría a conducir. Mi madre se ponía guantes de piel de cerdo para conducir, aunque lo que conducía era
una camioneta. Me contestó que me diera las clases mi padre. Quedé con mi padre en empezar un sábado por la mañana. Antes de que él se levantase, yo ya
estaba dispuesta. Después de un desayuno rápido, dimos marcha atrás a su coche para sacarlo a la calzada. Mi madre apareció por la puerta principal y llamó
a mi padre para decirle que necesitaba su ayuda. Le contestó que sólo estaríamos fuera una hora. Ella le dijo a gritos que necesitaba su ayuda en aquel
preciso momento. Antes de salir de la casa nos despedimos de mi madre, que no levantó la mirada de la revista que leía. Y allí estaba ella, gritando que
necesita la ayuda de mi padre, como si estuviera desangrándose.
Me costó mucho trabajo concentrarme mientras mi padre me mostraba la H de la caja de cambios. Era incapaz de entenderme con el embrague, porque sólo pensaba
en lo que ocurriría cuando llegásemos a casa. Aún hoy no puedo conducir un coche que tenga cambio manual. Sólo conduzco coches automáticos. ¿No es suficiente
tener que prestar atención al exterior del coche? Lo único a lo que me gusta tener que prestar atención dentro del coche es la música.. Cuando llevo la
radio encendida y ponen una vieja canción que conozco, nunca escucho más allá de los primeros acordes. La canción, evocadora, me lleva al lugar y al momento
en que la escuché por primera vez. La canción me traslada fuera de mí, y sólo vuelvo a mi ser cuando termina, sin haberla escuchado, y sólo sé que estaba
sonando porque ya ha dejado de sonar. Me pasa lo mismo cuando pienso en ti. Aunque la trayectoria es diferente: el hecho de pensar en ti no me traslada
al pasado, a un pasado que no hemos compartido, sino al futuro, a ese futuro del que has desaparecido tan pronto.
Me gustaría dar una vuelta en coche contigo y que me llevases a la orilla de un río, al atardecer, en el que centenares de luciérnagas parpadearan este
mensaje: ¡Aquí mismo, en ningún otro sitio! ¡Ahora mismo, nunca jamás!
Un buen día. El montículo en la carretera no era un gato, sino la banda de rodadura de un neumático.
Un fotógrafo me sentó en su estudio y distribuyó unos focos protegidos por paraguas. Iba a hacerme un retrato. Sus instrucciones me desesperaban. No podía
mirar a la cámara como si se tratase de mi amante. El fotógrafo cambió de táctica. Me dijo: «Dame tu mejor mirada cuando dices “Que te jodan”». Durante
unos segundos, la cámara fue mi madre. «¡Perfecto!», me dijo el fotógrafo.
Cuando no podemos conciliar el sueño, bajamos a hurtadillas a la planta baja, entramos en la capilla, nos sentamos en un banco delantero y esperamos a
oír al fantasma acústico: ese acorde que suena por la noche cuando la luz de la luna traspasa las ventanas de la nave y alcanza las teclas del órgano.
Yo aún no lo he oído, pero Chatty dice que aquello empezó la noche en que la actriz de los años treinta se escapó.
Nos encantan las leyendas.
Ojalá me conformara con pensar en aquella hora —aquella hora inocente ante unas tazas de té— como si formara parte de mí: una historia que poder contar.
Pero me temo que es igual que esas gotas de lluvia que atraen las raíces de las plantas a la superficie y luego el sol las seca.
¿Qué es suficiente? ¿Qué es siempre suficiente?
Al otro lado de la carretera hay un manzano.
Alguna que otra vez pasa un coche, retrocede y aparca junto a él. Los ocupantes salen del coche y empiezan a coger manzanas, haciendo de vez en cuando
una pausa para mordisquear alguna: un control de calidad. Extienden los faldones de la camisa a modo de hamaca para apilar las manzanas, y siguen arrancándolas
hasta que se les desparraman por los bordes de la camisa, y siguen cayéndoseles mientras, encorvados por el peso de la recolecta, regresan al coche. Vi
a una mujer que llenó su falda plisada de manzanas, pero, cuando se dio la vuelta para dirigirse al coche, fueron cayéndoseles una tras otra. Pisó algunas
y se resbaló. Al final, no se llevó ni siquiera una sola manzana en la mano.
En la capilla te escribo sobre el reverso de un himno de Isaac Watts: «¿He pasado tanto tiempo contigo y aún no me conoces?».
A finales de otoño, los girasoles que cubren una esquina del antiguo campo de hockey parecerán alcachofas marrones de ducha dispuestas allí para regar
las semillas, hasta que el jardinero los corte para hacer con ellos fertilizante orgánico. Warren dice que cuando me duela la cabeza me aplique «fertilizante
orgánico seco».
Me ha dado por hacer ramos, con la intención de que se transformen en naturalezas muertas. Sé que no es tu tema preferido, pero resulta que es el mío,
lo que se me da realmente bien. Así me lo han confirmado los invitados y los tutores. Cierta escuela de pensamiento asegura que una composición floral
debe ceñirse a un solo tipo de flor: una fuente de tulipanes blancos o bien, en el cuarto de baño, una solitaria y fragante rosa de té en un jarroncito,
encima de un mueble. Pero recibo muy buenas críticas por mis mezclas raras: lavanda y salvia púrpura en flor, milenrama de un amarillo fuerte y lirios
naranjas, rosas rojas trepadoras salpicadas de cebollinos florecidos. Hace años, cuando tuve que especificar una afición en el impreso de solicitud de
admisión de una universidad, puse «Jardinería». ¡Porque mi madre siempre me hacía rastrillar las hojas! Y, de pronto, se me viene a la cabeza que mi madre
nunca cortaba las flores del jardín para ponerlas en casa. La frustración arranca hierbajos, no hace ramos de flores.
En la Suite de la Hostilidad, Warren contesta el teléfono: «¿Chatty?», pregunta, y extiende el auricular. Espera hasta que ella está a su lado, con el
brazo extendido ya para coger el auricular, y dice: «Llamada para Karen».
Nos tomamos el pelo los unos a los otros.
Quizá se deba al tiempo apacible, pero percibo que podemos dar y tomar. Una noche templada nos prepararon una barbacoa al aire libre. Karen llevaba unos
shorts y, por primera vez, una camiseta elástica, ajustada y sin mangas. Warren se fijó en su pecho y le dijo:
—Qué bien guardado tenías ese secreto.
Y Karen —que había estado leyendo sus revistas de divulgación— miró el plato de hamburguesas al que Warren trataba de llegar y le comentó:
—He olvidado cómo, pero para obtener la carne de una sola hamburguesa se destruye un área de selva tropical del tamaño de una cocina.
—Pues eso no es muy grande —le objetó Warren, y se sirvió su hamburguesa. Me acuerdo que Karen dijo:
—Por fin he resuelto mi problema para comunicarme con la gente —y Warren volvió a las andadas:
—¿Funcionaron las marionetas de manos?
Nuestras propias tentativas tambaleantes.
A veces olvidamos por qué estamos aquí. Y cuando, en un abrir y cerrar de ojos, lo recordamos, tenemos la misma impresión que cuando algo a lo que no le
tenemos cariño desaparece, pero sabemos que aparecerá. Un compañero peleón en un viaje de negocios.
La disminución. A menudo es un consuelo contentarse con menos. Mi abuela me contó que, nada más nacer yo, obligó a mi madre a subir un tramo de escaleras
conmigo entre sus brazos. Es una superstición. Dicen que si se sube unas escaleras con un recién nacido, de mayor alcanzará una buena posición social.
«¿Estás segura?», era lo que le preguntaba yo a mi abuela, porque parece como si a mí, en vez de subirme, me hubieran bajado al sótano, y que mi único
cometido consistiese en no tener ganancias ni pérdidas, en encumbrarme al lugar del que todos los demás se han largado. Y no es que me queje, sino que
es así como lo veo. Tomemos, en cambio, a una persona como Chatty, por ejemplo. Hoy, mientras jugábamos al scrabble, formó la palabra «hepper». Se lo pusimos
en duda. Dijo: «Esa palabra la utilizamos en el Sur para decir “ayudante”». Se estaba quedando con nosotros, pero Warren la buscó en el diccionario y comprobó
que la palabra existía, que era el nombre que se le da a un salmón de dos años. Y Chatty consiguió sus puntos.
¿Recuerdas aquella vez que yo tenía que elegir entre la P y la N? Elegí la P.
—Eso depende de ti —me dice la tutora—. ¿Y por qué depende de ti mejorar?
Le doy una contestación que tengo preparada de antemano:
—Porque yo soy la que más se preocupa.
Pero no es cierto.
¿Recuerdas la tormenta que vino del trópico la semana pasada? Karen y yo fuimos a dar una vuelta por la playa a la mañana siguiente, lo que quedó de playa
para pasear. Vimos a cuatro personas que recogían una pieza grande de algo que, una vez en la orilla, comprobamos que era el casco de un velero de buen
tamaño. Unos noventa metros más allá, un anciano examinaba otra pieza de madera. Nos mostró la popa hecha astillas, con parte del nombre del velero aún
estarcido sobre él en azul:… Madera.
Karen y yo seguimos paseando por la playa, intentando completar el nombre del velero descuartizado: ¿Deriva de Madera? ¿Santa Madera? Y ahora convertido
en madera para chimenea. Qué lástima. Hasta que la pieza perdida, arrastrada por el mar, apareció ante nuestros pies, y todo lo que tuvimos que hacer para
completar el rompecabezas fue agacharnos, darle la vuelta y… tocarla.
El barco se llamaba Toca Madera.
De modo que la autora de esta carta volvió la vista hacia los objetos del mundo circundante.
Perdona que haya cambiado a papel de libreta, pero es que se me ha terminado el bueno. Y si notas mi caligrafía deformada es porque no te escribo apoyada
en una mesa, sino dentro de un coche y usando mis rodillas como soporte.
Esta vez el conductor es un hombre educado. No ha tratado de meterme prisa, como hacen otros. Se trajo un libro del mismo género que yo podría mostrar
al objeto volador no identificado. Se trajo también un termo. No me ha preguntado la hora, tan sólo se ha excusado para ir a los servicios que hay al otro
lado de la calle.
Es la hora de los conejos, la hora en que salen al campo. Me gustaría que nunca oscureciese más de lo que oscurece a esta hora, en que no puede decirse
que la hierba sea verde.
Si crees que necesitas quedarte, los directivos te dicen: «Desde luego». Si te sientes capacitada para irte, te dicen: «De acuerdo». No le conté a nadie
que pensaba irme: un círculo de admiradores despidiéndose de mí, uniendo enmarañadamente en torno a mí los brazos, las cabezas juntas, y tú atrapada en
ese círculo de amor.
Dije que tenía que ir al centro, a correos, para que me pesaran una carta que tenía que enviar. Puse cuidado en que no se me cayera al suelo antes de pegarle
los sellos. Eso podría traer mala suerte. A los dos.
Le pedí al conductor, tan pronto como volvió, que acortara por detrás de la residencia de ancianos. Hay un corredor que atraviesa las dunas desde el que
puede divisarse el océano y una laguna de agua salada que es un santuario de pájaros. Las golondrinas de mar se pelean en un pino azotado por el viento
del que cuelgan hojas de parra. Y —dignas de tu pincel— tres garcetas descansan en diferentes poses durante unos segundos, como si fueran un único pájaro
en tres momentos consecutivos. Ahora se disponen a posarse en la arena. La marea en esta época del año arrastra a centenares de diminutas estrellas de
mar hacia la playa. Las deja varadas formando constelaciones saladas, una galaxia arenosa al alcance de la mano.
 
 
 
Tumble home.
Amy Hempel.