Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

La noche de la piscina.

Amy Hempel.
La noche de la piscina.
 
Esta vez ocurrió con fuego. Justo igual que la vez anterior, cuando ocurrió con agua. Alguien estaba perdiéndolo todo —por el agua, por el fuego— y no
hacía nada por impedirlo.
Quizá yo no estaba perdiéndolo todo. Pero no trataba de salvarlo. Eso es lo que hace que fuese como la primera vez. Tuvieron que sacarme de la casa, y
no porque yo no supiese encontrar la salida entre el humo.
La primera vez nadie dijo nada. O hablábamos de cualquier cosa, salvo de eso. Habían pasado veintiocho años desde la última vez que el río se desbordó,
todo ese tiempo desde la última vez que una inundación reventó la presa y se llevó por delante las casas de la gente.
Veíamos avanzar el agua. Desde los patios, ya entrada la noche, la vecindad presenciaba la venida del agua. Un relámpago de luz, como una luz estroboscópica,
se elevó del suelo en el preciso instante en que los escombros que venían flotando derribaron una torre de alta tensión. Cuando los cables tocaron el agua,
aquella parte de la ciudad quedó a oscuras. Era eso lo que mirábamos: la ciudad oscureciéndose a medida que avanzaba la riada.
No estaba previsto que llegase hasta donde estábamos nosotros.
Y entonces llegó.
La evacuación se llevó a cabo con rapidez y calma, si exceptuamos el caso del doctor Winton. El doctor Winton se bebió de un trago casi todo el alcohol
que tenía en su mueble-bar y se quedó mirando fijamente a los voluntarios de la Cruz Roja que aparcaron la furgoneta delante de su casa, entraron en ella
y lo sacaron a rastras de allí.
La mayoría de nosotros vio aquello. Pero, durante los días de la limpieza, no fue de eso de lo que se habló. Hablábamos de los caballos de carrera que
corrieron en el Hipódromo Centenario, de cómo galoparon por el césped y de cómo tropezaron con los aspersores. Dentro de las casas, había rollos de papel
higiénico mojado hinchándose en los portarrollos. Encontramos algunas cartas y comprobamos que el agua había disuelto la tinta.
Hablamos de Bunny Winton, que encargó un salón nuevo a la mañana siguiente. Dijo que le alegró que sus butacones desaparecieran, porque el gato se afilaba
las uñas en ellos y había arrancado el acolchado de los brazos y lo único que quedaba era el relleno de algodón.
—O te renuevas, o apaga y vámonos —dijo Bunny, y se fue a la peluquería y se cambió el peinado.
Las televisiones grabaron al equipo de natación en el club. Sus miembros estaban alineados al lado de la cafetería, mientras esperaban a que les pusieran
la inyección del tétanos para ayudar a quitar el lodo con una pala. Bunny fue la protagonista en las noticias de la noche: le superpusieron el rótulo VÍCTIMA
en el pecho.
En las imágenes se la veía en lo alto de un árbol, envolviendo una rama con unas toallitas para que la madera mojada y vencida no golpeara el tejado.
La primera vez ocurrió hace quince años, coincidiendo con lo que fue, o con lo que debió haber sido, la Noche de la Piscina.
—Todo depende de la boca —me dijo él, y me mostraba un ejemplo tras otro. Grey dijo:
—Si se relaja la boca, todo el mundo sale bien.
Estábamos mirando fotografías nuestras y de nuestra familia. La idea fue de mi madre. Mi madre, que pensaba en todo. Y lo que mi madre pensó cuando se
enteró de que Bunny Winton había perdido su álbum de fotos fue lo siguiente: me encargó que me pusiese a trabajar en el nuestro. Grey vino a ayudarme,
invitado por ella, por supuesto.
Grey era el hijo de Bunny y del médico, el hijo al que ya no podrían ver crecer en las fotografías, página tras página. Hasta que mi madre recordó que
él había crecido también en las nuestras. La idea era sacar todas las fotografías en las que estaba Grey Winton, hacer una copia y regalarles un álbum
nuevo a sus padres, que quedarían muy agradecidos.
Grey era el ayudante del socorrista de la piscina. Se bronceaba hasta adquirir el color de los cereales tostados que tomaba en el desayuno. Y sé de más
de una chica que guardaba como oro en paño sus chicles masticados.
Grey fue el único chico al que se eximió de las tareas de limpieza. Aquélla fue la semana que estuvo bajo observación.
Él y mi hermano eran acuacróbatas. Ambos entrenaban, bajo la supervisión de un monitor, para realizar saltos acrobáticos y cómicos desde el trampolín más
alto de la piscina. Había seis acuacróbatas que se lanzaban al agua, con bañadores a rayas al estilo de los años noventa del siglo diecinueve, de manera
sincopada. Grey se subía a los hombros de mi hermano y ambos saltaban al agua como si fuesen el Hombre-de-Dos-Metros-y-Medio.
En el deporte de los payasos saltadores, uno de los números acrobáticos más populares es el de la Media Vuelta en el Aire. Consiste en correr hacia el
extremo del trampolín y seguir corriendo en el aire, como en los dibujos animados, tan rápido que acabas dando una voltereta hacia atrás.
—Consiste en poner la ley de la gravedad bajo tus órdenes —según explicaban.
Pero, durante uno de los entrenamientos, Grey se pasó de gracioso y se golpeó la cabeza con el trampolín cuando descendía. No hubiera podido saltar durante
la Noche de la Piscina, si la hubiésemos celebrado. Pero el aplazamiento le dio tiempo para perfeccionar el Salto de Fuego.
En el álbum había fotografías de Grey en el agua. La primera estaba tomada en nuestra bañera, jugando con mi hermano a «tempestad en el océano», cuando
era un bebé. Había otra, de unos años más tarde, en la que cruzaban un lago en una balsa, pero la instantánea capta el momento en que se les ve atizándoles
con el remo a unas tortugas mordedoras. Hay una foto de nosotros tres patinando sobre hielo. Llevo, alrededor del cuello, unas bolas de nieve de pelo de
conejo montadas en un cordón de terciopelo negro. Las fotografías que siguen muestran a los chicos arrancándome las bolas de nieve, y en la otra se les
ve llegando por detrás, tirando firmemente del cordón de terciopelo: un garrote.
Algunas de las fotos estaban hechas con una polaroid. El color había perdido intensidad, pero las imágenes fugaces permanecían. En otras, la emulsión había
adquirido un color bronce metálico. Las instantáneas estaban muy empañadas, como un espejo.
También había bastantes fotos de Bunny, que, con su poco fotogénica ansia por posar, aumentaba las posibilidades de conseguir la única foto buena que le
permitiría relajarse, al tener la prueba, por fin, de que por una vez, sólo por una vez, había salido bien.
El doctor Winton no tenía tiempo para ir a los picnics ni a patinar, razón por la que nunca salía en las fotos. Así que lo único que dijo después de la
inundación fue: Lo que yo pierdo, está perdido para siempre.
—Su problema es el pasado —comentaba Grey a propósito de su padre—. Dice que hay que hacer las cosas que antes hemos hecho y que nos gustaron. Mientras
que lo que yo busco es lo venidero.
Yo creía que la apuesta más segura era el presente. Sólo podemos morir en el futuro, pensaba. Ahora mismo estamos siempre vivos.
Grey confiaba en el agua. Siguió confiando en ella incluso después de la inundación. Creía que le salvaría, y contaba con esa conjetura para el Salto de
Fuego.
Se lo vi hacer una vez, que fue todas las veces que lo hizo.
Cuando filtraron el agua de la piscina y le echaron cloro, subió una lata de gasolina al trampolín alto. Llevaba una sudadera con capucha y unos pantalones,
tipo chándal, a juego. Se tiró al agua con la ropa puesta y salió por la escalerilla lateral. Era de noche, y yo tenía mi cámara preparada.
Se roció la ropa con gasolina, como si estuviese regando las plantas. Dijo que la ropa húmeda le preservaría la piel del fuego.
Me dijo que imaginara lo siguiente: que en el momento en que entrara en contacto con el agua, envuelto en llamas; que, cuando hiciese ese salto en la próxima
Noche de la Piscina, ¡haría que disparasen un cañonazo!
Entonces sacó un mechero y se prendió fuego.
Lo tengo todo fotografiado: la antorcha humana, las vueltas en espiral que dio en el aire, en llamas, el siseo de la vida recuperada cuando el agua lo
acogió.
El salto duró sólo unos segundos. Era un riesgo extravagante, y así se lo dije.
—Pero le di vida a esos segundos —me replicó.
Aquella noche hice una fotografía más. Fue después de que Grey me acompañase a casa. Encontró una caja de plastiquitos para las fotos, esas esquinas negras
adhesivas que sirven para enmarcar las fotos en las páginas de los álbumes. Abrió nuestro álbum y pegó cuatro.
Fue Grey el que hizo la foto. Me la hizo a mí. No me avisó —no estaba posando— y utilizó la polaroid. Cuando expulsaba la foto con los rebordes blancos,
la arrancó de la cámara y la encajó en las esquinas adhesivas que acababa de pegar. Después cerró el álbum, antes de que la imagen se revelase por completo.
Aquella fotografía es una de las cosas que perdí en el incendio.
Uno de los efectos del fuego es el de hacerte bajar el tono de voz. Cuando les di las gracias a los bomberos, no reconocí mi voz. Les di las gracias, pero
no sentía agradecimiento. Me aparté y miré, respirando el aire que olía a alquitrán. Me vi a mí misma perdiendo todo lo que estaba perdiendo, y comprendí
por qué el doctor Winton no había querido salir de su casa.
Ahora lo sé.
Sé que las casas se incendian y que hay que pensar qué cosas salvar antes de que empiecen a arder. No porque con la presión del momento todo parezca tener
el mismo valor. Sino porque nada parece valer la pena, ni siquiera tu vida.
 
 
La noche de la piscina.
Amy Hempel.