Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Conspiración fracasada (Travesuras de Guillermo).

Richmal Crompton.
Conspiración fracasada (Travesuras de Guillermo).
 
—¡Vaya dama! —exclamó el joven, viendo desaparecer en la distancia a Ethel, la hermana de Guillermo.
Este entendió mal y miró al joven con ira.
—¡Usted sí que está hecho una llama! —replicó, indignado—. ¿Qué culpa tiene ella de que su pelo sea rojo? La misma que usted por tener… por tener… —miró
de arriba abajo al joven, buscándole algún defecto físico—. ¡Por tener unas orejazas tan grandes!
El joven no se mostró resentido por el insulto. Ni siquiera lo oyó. Sus ojos seguían fijos en la esbelta figura de Ethel.
—«¡Ojos de cielo! ¡Cabello rojo dorado!» —dijo, dulcemente—. «Rojo dorado»… Tuve que usar eso porque tiene los dos colores. «Rojo dorado». «¡Ojos de cielo!
¡Cabello dorado!». ¿Qué palabra rima con dorado?
—Resfriado —propuso Guillermo—. Y, además, estaría divinamente, porque tiene un resfriado de verdad. Se pasó la noche estornudando.
—No; debiera de ser una palabra que expresara la frialdad de su corazón…
Vaciló unos momentos, como pensativo, y, luego, comenzó a recitar:
«¡Ojos de cielo…!
¡Cabello rojo dorado…!
¡Corazón de hielo,
como la nieve helado…!»
—¡Eso está muy bien! —exclamó Guillermo, con admiración—. Es igual que lo que se lee en libros de verdad… ¡En libros de poesía!
El joven —llamado Jaime French— había conocido a Ethel en una fiesta y había sucumbido ante su encanto. Faltándole valor para cultivar su amistad, se había
hecho amigo de su hermano menor, bajo la equivocada impresión de que, así, se le haría simpático a la hermana.
—¿Qué es lo que te gustaría más que nada del mundo? —preguntó, de pronto—. Suponte, por un momento, que te dieran a escoger…
—Ratas blancas —contestó Guillermo, sin vacilar.
El joven se sumió en profunda meditación.
—Estoy pensando en un plan. Casi lo tengo ultimado —dijo, por fin—. Acompáñame hasta casa, ¿quieres? Te daré algo cuando lleguemos allá —agregó, intentando
sobornarle, al ver la cara de mala gana que ponía el muchacho—. Quiero explicarte mi idea.
 
El niño accedió y anduvieron camino abajo. El joven habló con volubilidad y Guillermo quedó boquiabierto de asombro y de horror. Las palabras «ratas blancas»,
se repitieron con frecuencia en la conversación. Por fin, el muchacho movió afirmativamente la cabeza.
—Supongo que está usted «lelo» por ella —dijo, con resignación—, como ocurre con la gente en los libros. No olvide que las quiero de rabo largo, ¿eh?
Guillermo no desconocía por completo el amor. Había visto películas; había leído libros. Su hermano Roberto había pasado varias veces por todas las etapas
de fiebre tan consumidora. Y hasta él mismo, en momentos de gran emoción, había decidido casarse con la niña de la casa vecina en cuanto fuese mayor. Estaba,
pues, dispuesto a ayudar a su nuevo amigo a que se vieran cumplidos sus anhelos, por todos los medios legítimos; pero le horrorizaban algo los que le proponían.
Sin embargo, unas ratas blancas eran unas ratas blancas…
A la mañana siguiente, Guillermo asumió su expresión de inocencia y virtud, aquella que reservaba para ocasiones especiales.
—¿Vas a salir de compras esta mañana? —le preguntó, cortésmente, a Ethel.
—Demasiado sabes que sí.
—¿Quieres que te acompañe para llevarte los paquetes? —preguntó, con amabilidad.
Ethel le miró, con brusca desconfianza.
—¿Qué quieres? —inquirió—. No pienso comprarte nada.
Guillermo pareció sentirse herido.
—No quiero nada —dijo—. Sólo quiero ayudarte. Sólo deseo llevarte los paquetes. Es que… Es que no quiero que te canses, ¿sabes?
—Bueno —Ethel desconfiaba aún—. Puedes venir y llevarme los paquetes; pero no me sacarás ni un penique.
Fueron juntos, pues, a las tiendas y Guillermo se dejó cargar, humildemente, con muchos paquetes. Y la desconfianza de Ethel se tornó en asombro cuando
pasaron tienda tras tienda de juguetes sin que el muchacho les dirigiera una mirada siquiera. La verdad era que Guillermo estaba enseñando, mentalmente,
la mar de complicados «trucos» a una pareja de ratas blancas.
—Eres… Estás resultando muy amable, Guillermo —dijo Ethel, por fin, casi persuadida de que había juzgado mal a su hermano la mayor parte de su vida—. ¿Te
sientes bien? Quiero decir que no se sientes malo ni nada, ¿verdad?
—No —respondió, abstraído, el niño.
Luego se apresuró a enmendar lo dicho.
—Por lo menos, «ahora mismo, no». Me siento bien «ahora». Me siento como si no fuera a sentirme bien pronto; pero no sé.
Ethel asumió una expresión de ansiedad.
—Regresemos pronto a casa. ¿Qué has comido?
—Nada —respondió el niño, indignado—.. No es esa clase de malestar. Es completamente distinto.
—¿Qué clase de malestar es?
—No es nada… No es nada ahora. Estoy bien, «ahora».
Caminaron de nuevo en silencio hasta que dejaron atrás la calle y salieron a la larga carretera que conducía a la casa de Guillermo. Entonces, el niño,
lenta y deliberadamente, pero sin soltar el montón de paquetes, se sentó en el suelo.
—No puedo andar más, Ethel —dijo, alzando hacia ella su rostro rebosante de salud—. Me he puesto malo de repente.
 
La joven le miró con impaciencia.
—No seas absurdo, Guillermo. Levántate.
—No soy absurdo. Me siento enfermo.
—¿De dónde te sientes mal?
—De todas partes.
—¿Te duele el tobillo?
—Sí; y las rodillas y por todo el cuerpo. No puedo andar. Me he puesto demasiado malo para andar.
La joven miró a su alrededor con ansiedad.
—¡Oh! ¿Y «qué» vamos a hacer? ¡Aún falta un cuarto de milla para llegar a casa!
En aquel momento apareció un joven alto. Se acercó y se quitó el sombrero.
—¿Ocurre algo, señorita Brown? —preguntó poniéndose muy colorado.
—¡«Fíjese» en Guillermo! —contestó Ethel señalando dramáticamente al niño, sentado cómodamente en la carretera—. Dice que no puede andar y no sé qué vamos
a hacer.
El joven se inclinó sobre Guillermo; pero esquivó su mirada.
—¿Te sientes enfermo, muchacho? —preguntó alegremente.
—¡Uf! —contestó Guillermo con un resoplido—. ¡Vaya una pregunta, cuando «usted» mismo me dijo…!
El joven tosió.
—Bueno —cortó apresuradamente—; veamos lo que podemos hacer. ¿Puedes subirte a mi espalda y te llevaré hasta tu casa? Dame los paquetes. Así. No, señorita
Brown. «Insisto» en llevar yo los paquetes. No puedo consentir, «ni soñando», que usted los… Bueno, si está usted «segura» de que lo prefiere… Déjeme los
más grandes de todas formas. Y tú, Guillermo, ¿estás preparado?
El muchacho se le montó encima, a horcajadas, de buena gana, y así emprendieron el camino hacia la casa, si bien algo lentamente. Ethel no sabía cómo expresar
su agradecimiento.
—Es usted «muy» amable, señor French. No sé qué hubiéramos hecho sin usted. Espero que no le resultará excesivamente pesado y que no será esto el principio
de una enfermedad contagiosa. Permítame que lleve yo los otros paquetes. ¿No quiere? Mamá le estará «agradecidísima». Es tan raro… ¿Verdad que sí? Nunca
he oído hablar de un caso igual. Siempre he creído que Guillermo era muy fuerte. Confío que no se tratará de consunción, ni de cosa alguna que se le parezca.
¿Cómo empieza la consunción?
El señor French nunca había tenido la menor idea de lo que pesa un niño fuerte, de once años. Pero entonces caminaba ya vacilante.
—¡Oh, no! —jadeó—. No hay de qué. Es un placer para mí, se lo aseguro. No, de veras, no debe usted coger estos paquetes. Ya lleva usted más que suficientes.
De sobra. No; no es nada pesado ni mucho menos. No me molesta ni pizca. ¡Me alegro mucho de haber llegado a tiempo para poderla ayudar a usted…! ¡Me alegro
«mucho»!
Se enjugó el sudor. Jadeaba. Y a pesar de sus palabras, en su corazón anidaba un odio violento e injustificado contra Guillermo.
—¿No crees tú que podrías caminar un poco ahora? —dijo por fin—. Yo te ayudaré a andar.
—Bueno —accedió el niño—, lo mismo me da. Me apoyaré en usted, ¿quiere?
—¿Te sientes lo bastante bien para eso? —preguntó Ethel con ansiedad.
—Sí; puedo andar ahora si él quiere… Es decir, si no le importa que me apoye en él. Siento como si fuera a sentirme «completamente» bien, pronto. Estoy
casi bien ya.
El trío subió lentamente, de esta manera, por la avenida del jardín de la casa de Guillermo. La señora Brown les vio y corrió a la puerta.
—¡Ay, mi niño! —exclamó arrebatadamente—. ¡Le ha atropellado usted con su motocicleta! ¡Ya sabía yo que atropellaría usted a alguien pronto! Lo dije cuando
le vi a usted pasar montado en ella ayer…
Ethel la interrumpió indignada.
—¡Pero, mamá! ¡Si el señor French ha sido la mar de amable! No sé lo que hubiera hecho sin él. Guillermo se puso malo y no podía andar y el señor French
le ha traído a cuestas desde el otro extremo de la carretera.
—¡Oh! ¡«Cuánto» siento lo que he dicho! ¡Cuán amable ha sido usted, señor French! Tenga la bondad de entrar y quédese usted a comer con nosotros.. Tú,
Guillermo, vete inmediatamente a tu cuarto y llamaré al doctor Ware por teléfono.
—No —saltó al punto Guillermo, con determinación—. No molestes al pobre doctor Ware. Estoy bien ya. ¡De veras que sí! Se enfadaría si viniese y me encontrara
bien.
—¡Claro que tienes que ver al médico!
—No; no «tengo» que verle. Tú no comprendes. No era esa clase de malestar el que yo sentía. Un médico no hubiera podido hacer nada. Sólo… Sólo me sentí
raro de pronto.
—¿Qué opina usted, señor French? —preguntó la señora Brown, con ansiedad.
La madre y la hija se volvieron a él, como si fuese un oráculo. El joven, entonces, miró de una a otra y se puso colorado, pensando en la superchería de
que estaba haciéndolos víctimas.
—Yo… Pues… pues… —tartajeó, nervioso—. «Parece» estar bueno, ¿no creen ustedes lo mismo? Yo… ah… yo no me preocuparía demasiado en su lugar. Sólo… Pero
no le aturdan con preguntas. Déjenle que vaya de un sitio para otro como de costumbre. Yo… ah… yo creo que será mejor… Eso es: dejarle que se olvide.
—A lo mejor le ha pasado eso porque está creciendo muy aprisa.
—Sí. Seguramente que se trataría, simplemente, de una debilidad momentánea, hija del crecimiento —observó al punto el señor French.
—¡Has de saber, mamá, que el señor French se portó «espléndidamente»! —dijo Ethel, recordándolo con entusiasmo—. Guillermo, me parece que tú no te das
cuenta de lo bondadoso que ha sido este señor. Creo que debías darle las gracias.
Guillermo contempló a su benefactor con mirada fría.
—Muchas gracias por haberme llevado a caballo —dijo más fríamente aún.
Luego, mientras su madre se volvía hacia Ethel para decirle algo de la comida, agregó:
—¡«Dos», no lo olvide! ¡Y con rabos largos!
El señor French se quedó a comer y se pasó la tarde jugando al «golf» con Ethel. Guillermo, envuelto en mantas, fue colocado sobre el sofá de la biblioteca
después de comer, donde se le dejó tranquilo, con las cortinas echadas, para que durmiera y se le pasase su misteriosa enfermedad.
Pero cuando la señora Brown, entrando de puntillas, fue a ver cómo seguía su hijo, se encontró con que este había desaparecido.
—¡Dios mío! ¡Se ha marchado! —le dijo, llena de ansiedad, a su marido—. Le dejé instalado cómodamente en el sofá para que se durmiera. ¡Es tan importante
el sueño cuando está uno enfermo…! Y ahora resulta que se ha ido. ¡Seguramente no aparecerá hasta la hora de acostarse!
—Bueno —contestó su marido, sardónicamente—. Pues podrías estar contenta de que así sea.
Ethel y su pareja regresaron a la hora del té y, cediendo a los ruegos de la familia, que le consideraban el salvador de Guillermo, el señor French se
quedó a cenar.
Se pasó el atardecer tocando malos acompañamientos mientras cantaba Ethel y soltando, a intervalos, exclamaciones de entusiasmo. Era evidente que a Ethel
le halagaba aquella franca admiración.
En resumen, el señor French se quedó hasta cerca de las once y luego, embriagado de felicidad, se despidió, mientras la familia volvía a darle efusivamente
las gracias.
Cuando cruzaba el jardín con la sonrisa en los labios, pasando, mentalmente, revista a las delicias de aquel día, se abrió cautelosamente una ventana del
piso de arriba y asomó una cabecita.
Y entonces, en el silencio de la noche, llegaron claramente a sus oídos las siguientes palabras:
—«Dos»: no lo olvide. ¡Y con el rabo muy largo!
—¿De dónde la sacaste? —preguntó el señor Brown con ferocidad.
Guillermo se metió en el bolsillo su extraviado animal.
—Me la dio un amigo.
—¿«Qué» amigo?
—El señor French. El hombre que me trajo aquí cuando me puse malo de repente. Él me la dio. Y no sabía que iba a meterse en tu zapatilla. No la hubiese
dejado si lo hubiese sabido. Y yo no sabía que iba a morderte un dedo. Supongo que creería que era yo, que le daba algo de comer. Supongo…
—«¡Cállate!». ¿Por qué mil diablos te regaló el señor French ese maldito bicho?
—No sé. Supongo que le daría por ahí.
—Parece haberle cogido la mar de cariño a Guillermo —observó la señora Brown.
Ethel se ruborizó levemente.
—Pues parece haberme cogido rabia a mí —dijo el señor Brown—. ¿Cuántas pestes de esas tienes?
—Son ratas —le corrigió el niño—; ratas blancas. No tengo más que dos.
—¡Cielo Santo! ¡Tiene «dos»! ¿Dónde está la otra?
—En el cobertizo.
—Bueno, pues no la saques de «allí». ¿Has oído? Y pon a este bicho salvaje con el otro. ¡Santo Dios! ¡Por poco me arranca el dedo de cuajo! Debían llevar
bozal; tienen hidrofobia. ¿Dónde está «Jumble»? ¿En el cobertizo también?
Esto último lo preguntó con cierta esperanza de que así fuera.
—No; no le gustan. Pero estoy intentado «enseñarle» a que le gusten. Las suelto y le dejo a él mirarlas, sin soltarle.
—Sí; sigue haciendo eso —le animó el señor Brown—. A veces ocurren accidentes.
Aquella noche, Guillermo guardó las ratas en una caja y las dejó fuera de la ventana de su cuarto.
De madrugada, unos gritos agudos, procedentes del cuarto de Ethel, despertaron a toda la familia.
La más aventurera de la pareja de ratas —a la que Guillermo había bautizado con el nombre de «Rufina»— se había escapado de la caja y bajado al cuarto
de Ethel, por la enredadera. La joven, que se despertó de repente, la encontró sentada en su almohada, dándole suavemente con una pata en el cabello. Todos
los de la casa, en sus distintas ropas de dormir, acudieron al oír sus gritos. Ethel estaba fuera de sí. Le dieron té caliente y bizcochos para calmarle
los nervios.
—¡Fue «horrible»! —exclamó—. ¡Me estaba tirando del pelo! Estaba sentada en mi almohada, con su hocico rosado y su rabo tan largo… ¡Fue «horrible»!
—¿«Dónde» está este maldito bicho? —preguntó el señor Brown mirando a su alrededor con ferocidad.
—La tengo yo, papá —se oyó la voz de Guillermo detrás de todos—. Ethel no la supo comprender. Estaba jugando con ella. No tenía intenciones de asustarla.
No…
—Te dije que no las tuvieses en casa.
 
El señor Brown, vistiendo pijama rayado, miró a Guillermo, que llevaba pijama blanco, y tenía a la causante de todo el tumulto abrazada fuertemente contra
su pecho.
Ethel, acostada, continuaba quejándose, débilmente, entre sorbo y sorbo de té.
—No estaban en casa —contestó el niño a las palabras de su padre—. Estaban fuera de la ventana.
Fuera del todo. Colgando fuera. Eso no es en casa, ¿verdad? Las «puse» fuera de casa. Yo no tengo la culpa de que se «metan» en casa mientras duermo, ¿verdad
que no?
El señor Brown miró con solemnidad a su hijo.
—La próxima vez que encuentre a uno de esos animales en casa, Guillermo —dijo lentamente—, le retuerzo el pescuezo.
Cuando el señor French se presentó, de visita, al día siguiente, se dio cuenta de que su popularidad ya no era tan grande.
—No puedo comprender por qué le dio usted a Guillermo esos animales tan horribles —manifestó débilmente Ethel, que estaba echada en el sofá—. Me siento
la mar de disgustada. Tengo un dolor de cabeza muy fuerte y mis nervios están deshechos.
El señor French trabajó aquella tarde como un negro para reconquistar el terreno perdido. Se sentó junto al sofá y habló en voz baja. Leyó en alta voz.
Se mostró simpatizante, penetrante, humilde y devoto.
Pero, a pesar de todos sus esfuerzos, sintió que su antiguo prestigio había desaparecido. Ya no era el «Hombre que trajo a Guillermo a casa». Era el «Hombre
que dio a Guillermo dos ratas».
Sintió que, para la familia Brown, él era el único responsable del colapso de Ethel. Hasta en los ojos de la doncella que le acompañó a la puerta le pareció
sorprender una mirada de reproche.
En el jardín se encontró con Guillermo. Este tenía arrollado a un dedo un pañuelo sucio y ensangrentado. También en sus ojos se veía una mirada de reproche.
—¡Me ha mordido! —le hizo saber con indignación—. ¡Una de las ratas que usted me dio me ha mordido!
—Lo siento —contestó el señor French, contrito.
Luego, reanimándose bruscamente, agregó:
—Bueno, pero tú eres el que me las pidió, ¿no es eso?
—Sí; pero no unas ratas salvajes. Yo no se las pedí salvajes, ¿verdad que no? Yo no le pedí ratas que asustaran a Ethel y me mordieran. Estaba enseñándole
a bailar sobre las patas traseras. La sostenía por las dos delanteras y fue y me mordió.
El señor French le miró con inquietud.
—Más… más vale que no le… le digas a tu madre ni a tu hermana… lo del dedo. No… no me gustaría que tu hermana se llevara otro disgusto.
—¿No quiere usted que se lo diga?
—¡Oh, no!
—Bueno, pues… ¿Cuánto me dará para que me calle? —preguntó Guillermo, con toda frescura.
El joven se metió una mano en el bolsillo.
—Te daré media corona —ofreció.
El muchacho se guardó los dos chelines y medio.
—Está bien —dijo—. Si me lavo la sangre y me ensucio las manos, nadie se dará cuenta.
Las cosas marcharon bien durante un par de días después de aquello.
El señor French llegó a la mañana siguiente cargado de flores y de uvas. La familia se mostró más conciliadora. Ethel acordó pasar un día jugando al «golf»
con él. Guillermo pasó a su vez un día feliz con la media corona. Había feria no muy lejos y allí se marchó con «Jumble».
Montó once veces seguidas en los caballitos del tío vivo. Había decidido montar doce veces; pero, muy a pesar suyo, tuvo que renunciar a la duodécima debido
a cierto malestar que experimentó en el estómago.
Con aire de millonario, entró en siete barracas, una tras otra, y se sentó a contemplar, con silenciosa intensidad, al Hombre Hércules, a la Mujer Obesa,
al Niño de Articulaciones de Goma, los Gemelos Siameses, La Anguila Humana, el Elefante con Cabeza Humana y el Mono Parlanchín. En cada una de dichas barracas
permaneció, silencioso y extasiado, hasta que le echaron para hacer sitio para otros.
Habiéndosele pasado ya por completo la sensación que le produjeron los caballitos, compró una bolsa grande de palomitas de maíz y se apoyó en el palo de
una tienda de campaña hasta habérselas comido todas. Luego se compró dos barras de caramelo y se bebió dos botellas de gaseosa. Finalmente, se gastó los
cuatro peniques restantes en un paquete grande de una viscosa mezcla que llamaban «Delicia canadiense».
Empezaba a anochecer ya, cuando Guillermo regresó despacio, muy despacio, a su casa.
Se negó a comer cosa alguna a la hora de cenar y la señora Brown se llenó de ansiedad.
—Guillermo, no tienes muy buena cara —dijo—. No te sentirás malo como el otro día, ¿verdad?
Antes de responder, la mirada del muchacho se cruzó con la del señor French y este se sonrojó.
—No; ni pizca —contestó finalmente.
Cuando le apremiaron, confesó que había ido a la feria.
—Me dieron media corona —se excusó, quejumbroso—. «Tenía» que ir a alguna parte.
—Es absurdo que haya gente capaz de dar grandes cantidades de dinero a un niño de la edad de Guillermo —exclamó entonces la señora Brown, indignada—. Siempre
acaba la cosa así. Debían tener más conocimiento.
Al salir del comedor, el muchacho le susurró al señor French:
—Fue la media corona que usted me dio.
—No se lo digas —respondió el señor French, desesperado.
—¿Cuánto me da para que me calle?
El joven le dio una pieza de dos chelines.
Guillermo empezó a tener sueños de delicias sin fin. Decidió que el señor French tendría que formar parte de la familia. Así la vida sería para él una
serie de medias coronas y dobles chelines.
El día siguiente era domingo y Guillermo fue al cobertizo inmediatamente después de desayunar, para continuar amaestrando a «Rufina».
Había decidido enseñar a esta a bailar y a la otra —bautizada «Cronwell»— a hacerse amiga de «Jumble». Hasta aquel momento, el entrenamiento de este último
se había limitado a que «Cronwell» se estuviese inmóvil en su jaula, mientras que, delante de ella, Guillermo sujetaba a «Jumble» para impedir que cometiese
una muerte. No obstante, el muchacho opinaba que, si se miraban el uno al otro lo bastante, acabarían por hacerse amigos. Conque se miraban mutuamente
todos los días, hasta que le dolía el brazo a Guillermo. Con todo, hasta la fecha, no parecía existir entre ambos ni un adarme de amistad.
—¡Guillermo! ¡Es hora de ir a la iglesia!
Guillermo soltó un gemido al oír lo que decían. Aquello era lo peor de los domingos, pero peor aquel día.
Estaba seguro de que, con otra media hora de práctica, «Rufina» sabría bailar y «Cronwell» hubiera sido amiga de «Jumble».
Sin embargo, era muchacho que no se dejaba apocar por las circunstancias.
Se metió a «Rufina» en el bolsillo y puso la jaula en que se encontraba «Cronwell» encima de un montón de cajas, dejando a «Jumble» que continuase mirándola
desde el suelo, a ver si así cimentaba la supuesta amistad naciente.
Se dirigió a la iglesia en silencio, caminando detrás de su familia, agarrando con una mano su libro de oraciones y, con la otra, metida en el bolsillo,
sujetando a «Rufina». Esperaba poder continuar su amaestramiento durante la Letanía.
No quedó decepcionado. Ethel estaba a un lado suyo y no había nadie al otro. Se arrodilló con devoción, escudándose la cara con una mano y sujetando firmemente
con la otra las patas delanteras de «Rufina», mientras la obligaba a caminar por el suelo. Fue absorbiéndose más y más en su tarea…
—Dile a Guillermo que se arrodille bien y que no se mueva tanto —ordenó de pronto la señora Brown a Ethel.
Guillermo dirigió una mirada virulenta a su hermana al recibir el mensaje y, volviéndole la espalda, continuó su lección de baile.
La Letanía acabó mucho más aprisa de lo que recordaba que hubiese pasado en otras ocasiones. El niño volvió a guardarse la rata en el bolsillo cuando se
pusieron en pie para cantar el himno de rigor. Y fue durante ese himno cuando ocurrió la catástrofe.
Los Brown ocupaban el asiento delantero de la iglesia. Cuando se estaba cantando la segunda estrofa, los feligreses quedaron asombrados al ver un animalito
pequeño, blanco, de rabo muy largo, aparecer de pronto sobre el hombro del señor Brown.
El chillido de Ethel casi ahogó el sonido del órgano. El señor Brown alzó la mano para quitarse el intruso y este le saltó encima de la cabeza y permaneció
allí unos instantes, clavando las uñas en el cuero cabelludo de su víctima.
 
El señor Brown miró a su hijo con rostro congestionado que prometía futura venganza.
Los feligreses en pleno dirigieron como fascinados su mirada hacia la rata y el himno se extinguió. El rostro de Guillermo expresaba el más profundo horror.
«Rufina» apareció, a continuación, corriendo por el borde del púlpito. Como consecuencia, la mayoría del elemento femenino salió de la iglesia sin andarse
con cumplidos. Hasta el clérigo palideció al acercarse «Rufina» y subírsele al atril.
Finalmente, uno de los niños del coro le echó mano en seguida y se retiró a la sacristía, desde donde se fue a su casa antes de que le preguntaran con
qué derecho se guardaba la rata.
Guillermo recobró entonces el uso de la voz.
—¡Se la ha llevado! —dijo en sibilante susurro—. ¡Es mía! ¡Se la ha llevado!
—«¡Chitón!» —ordenó Ethel.
—¡Es mía! —insistió su hermano—.. Es la que me dio el señor French para que me pusiera malo ese día, ¿sabes?
—«¿Cómo?» —exclamó entonces Ethel inclinándose hacia él.
El himno estaba en todo su apogeo otra vez.
—Me la dio por hacerme el enfermo, para que pudiese él acercarse y llevarme a casa, porque estaba enamorado de ti… ¡Y es mía, y ese chico se la ha llevado!
¡Y ya empezaba a aprender a bailar, y…!
—«¡Chitón!» —susurró el señor Brown con violencia.
—No volveré a poder mirar a nadie a la cara —se lamentó la señora Brown camino de casa—. Creo que «todo el mundo» estaba en la iglesia. Y… ¡la forma en
que gritó Ethel! Soñaré con eso noches y noches. Guillermo, no sé cómo has sido «capaz»…
—¡Es mía! —volvió a repetir el niño—. Ese chico no tenía derecho a llevársela. Ya empezaba a conocerme a «mí». Yo no quería que se escapara y que se subiera
a la cabeza de papá y asustara a la gente. ¡Yo no quería! Quería que se estuviese quieta y se quedara en mi bolsillo. ¡Es mía y ese chico se la ha llevado!
—Ha dejado de ser tuya ya, hijo mío —dijo el señor Brown con firmeza.
Ethel caminaba con los labios fuertemente apretados.
A lo lejos, caminando hacia ellos, se veía una figura alta.
Era el señor French que, ignorante de lo ocurrido, se adelantaba a salirles al encuentro. Sonreía, seguro de ser bien recibido, componiendo, mentalmente
la mar de frases agradables. Al acercarse Ethel, se quitó el sombrero y le hizo una cortesía, mirándola efusivamente.
Pero Ethel pasó de largo sin dirigirle una mirada siquiera, la cabeza muy erguida, dejándole clavado en el sitio y lleno de asombro y desesperación. Ni
siquiera vio al señor Brown ni a su esposa que se encontraban allí.
Guillermo se dio al punto cuenta de la situación. Las medias coronas y los dobles chelines futuros parecieron desvanecerse como el humo.
Corrió hacia su hermana y protestó con vehemencia.
—Ethel, no te enfurezcas con el señor French. No quiso hacer nada malo. Sólo deseaba hacer algo por ti, porque estaba enamorado.
—¡Es «horrible»! —exclamó Ethel—. Primero llevas ese bicho a la iglesia y luego me entero de que me ha estado engañando y de que tú le has ayudado. Espero
que papá te quitará la otra rata.
—No me la quitará. No dijo una palabra de eso. La otra está en el cobertizo, aprendiendo a ser amiga de «Jumble». Oye, Ethel, no te enfades con el señor
French. Sólo…
—¡No me «hables» de él siquiera! —le interrumpió su hermana con ira.
Guillermo, que era algo filósofo, aceptó la derrota y la pérdida de cuantas riquezas hubiera podido proporcionarle una alianza con el señor French..
—¡Bueno! —dijo por fin—. Sea como fuere, aún me queda la otra.
Entraron en el jardín y se dirigieron a la puerta principal. Se oyó ruido de ramas rotas y salió «Jumble» de entre las matas a saludar a su amo. Su porte
expresaba algo más que placer corriente; expresaba orgullo y triunfo.
A los pies de su pequeño amo depositó su orgulloso ofrenda: eran los restos maltrechos de «Cronwell».
Guillermo se quedó boquiabierto.
—¡Oh, Guillermo! —exclamó al punto Ethel con evidente placer—. ¡«Cuánto» lo siento!
Guillermo asumió una expresión de dolor contenido.
—¡Está bien! —manifestó con generosidad—. No es culpa tuya en realidad. Y no es culpa de «Jumble» tampoco. Tal vez creyera que esto era lo que yo quería
enseñarle a hacer. No es culpa de nadie.
—Tendremos que enterrarla —agregó, animándose visiblemente—. Leeré los funerales verdaderos en el libro de misa.
Contempló, durante unos momentos, lo que quedaba del amigo de «Jumble». El perro estaba de pie junto al cadáver de la rata, orgulloso y contento, mirando
a su amo, con la cabeza ladeada y meneando el rabo.
El muchacho, en cambio, miró tristemente el ocaso de sus esperanzas. ¡Adiós, señor French, y todo lo que representaba! ¡Adiós, «Rufina»! ¡«Cronwell», adiós!
Se metió la mano en el bolsillo y tocó la moneda de dos chelines.
—Bueno —dijo entonces lenta y filosóficamente—; por lo menos me queda «esto».
 
 
Conspiración fracasada (Travesuras de Guillermo).
Richmal Crompton.