Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

La historia del esclavo griego.

Frederick Marryat.
La historia del esclavo griego.
 
NACÍ en Grecia; mis padres eran muy pobres y vivían en Esmirna. Yo era hijo único y aprendí la profesión de mi padre: tonelero. Cuando tenía veinte años,
había enterrado a mis padres y estaba solo en el mundo. Había pasado algún tiempo al servicio de un judío, comerciante en vinos, y continué en aquel empleo
por espacio de tres años después de la muerte de mi padre. Entonces se produjo el hecho que me condujo a una momentánea prosperidad y a mi actual degradación.
En la época a que me refiero, mi laboriosidad y mi celo tenían tan complacido a mi patrón, que yo alimentaba fundadas esperanzas de convertirme en su heredero;
y aunque la parte principal de mi trabajo consistía en la construcción de toneles, me dedicaba también al trasiego y clarificación de los vinos, preparándolos
para su envío al mercado. A mis órdenes trabajaba un esclavo etíope, un hombre de aspecto impresionante y temperamento rebelde, muy difícil de manejar;
los bastonazos, o cualquier otro castigo, no hacían más que aumentar su descontento y hacerlo más difícil que antes. El terrible brillo que asomaba a sus
ojos cada vez que le reprendía por alguna negligencia en el trabajo, me hacía temer incluso por mi vida. Le creía, en efecto, capaz de asesinarme. Repetidas
veces le había dicho a mi patrón que lo mejor sería desprenderse de aquel sujeto; pero el etíope era un hombre de una fuerza extraordinaria, capaz de mover
una barrica de vino sin la ayuda de nadie, y la avaricia del judío le impulsaba a hacer oídos sordos a mis advertencias.
Una mañana, entré en el taller de tonelaje y encontré al etíope profundamente dormido junto a un casco que corría mucha prisa y que yo esperaba encontrar
terminado. Temeroso de castigarle con mis propias manos, fui en busca de mi patrón para que comprobara su conducta. El judío, enfurecido ante el espectáculo
que se ofreció a sus ojos, cogió una estaca y despertó al esclavo dándole un fuerte garrotazo en la cabeza. El etíope profirió un rugido de furor, pero
al ver a su dueño con la estaca en la mano se contuvo, murmurando palabras ininteligibles, y reemprendió su trabajo. En cuanto el patrón hubo salido del
taller, el etíope se dispuso a descargar su rabia contra mí, por haber provocado el castigo y cogiendo la estaca avanzó dispuesto a abrirme la tapa de
los sesos. Me escondí detrás de una pila de barriles, después de coger una azuela para defenderme; el esclavo empujó los barriles, que cayeron con gran
estrépito, pero conseguí adelantarme a su ataque, hundí la azuela en su cráneo y cayó muerto a mis pies.
Me sentí muy alarmado; aunque podía justificar plenamente mi conducta y mi derecho a defenderme, me daba cuenta de que mi patrón sentiría mucho la pérdida
de aquel esclavo, y como no hubo ningún testigo del hecho, las cosas podían ponérseme difíciles cuando me presentaran ante el cadí. De modo que decidí
simular que el etíope se había fugado, cosa muy verosímil después del trato de que le acababa de hacer objeto su dueño. Para ello tenía que esconder el
cadáver, lo cual no resultaba fácil, ya que no podía sacarlo del taller sin ser visto. Tras dar muchas vueltas al problema en mi cerebro, encontré una
solución: meter el cadáver en el tonel a punto de terminar, llenarlo de vino y taparlo. Me costó gran trabajo introducir aquel corpachón en el tonel, pero
finalmente, lo conseguí. En cuanto estuvo dentro, hice rodar el tonel hasta la tienda donde debía ser llenado de vino para atender a los pedidos del año
próximo. Lo llené, clavé la tapa y lo coloqué con los otros barriles llenos, sintiéndome descargado de un gran peso, ya que no corría peligro de ser descubierto
en algún tiempo.
Apenas había terminado mi tarea y cuando me había sentado a descansar un momento entró el patrón y preguntó por el esclavo. Le dije que se había marchado
del taller, jurando que no trabajaría un minuto más en aquella casa. Temiendo haberle perdido para siempre, el judío se apresuró a dar cuenta a las autoridades
de la fuga, para que el esclavo fuese capturado; pero al cabo de algún tiempo, al ver que no llegaba ninguna noticia del desaparecido, se dio por seguro
que el fugitivo se habría matado en un rapto de locura y no se habló más de él. Entretanto, yo continué mi trabajo como si tal cosa, y como la confianza
del patrón en mi competencia era mayor cada día y yo estaba prácticamente al frente de todo el negocio, pensé que no me sería difícil encontrar una solución
definitiva a mi problema.
La siguiente primavera, me hallaba ocupado en el tra siego de vino, como de costumbre, cuando se presentó en la tienda el agá de los jenízaros. Era un
gran bebedor de vino y uno de nuestros mejores clientes. Cada año solía presentarse en la tienda y escoger por sí mismo un tonel de vino, que ocho de sus
esclavos más fuertes llevaban hasta su palacio en una litera con las cortinas echadas, como si se tratara de una nueva adquisición para su harén. Mi patrón
solía mostrarle los toneles preparados para enviar al mercado aquel año, toneles que estaban dispuestos en dos hileras; y no creo necesario advertir que
la que contenía el cadáver no estaba en primera fila. Después de probar el vino de un par de toneles con evidentes muestras de desagrado, el agá observó:
—Amigo Issacnar, los de tu raza procuráis dar salida inmediata a las peores mercancías, si os es posible. Ahora mismo, estoy seguro de que hay mejor vino
en los barriles de atrás que en los que me has recomendado. Dile al griego que ponga una espita en aquel casco —añadió, señalando el que contenía el cuerpo
del esclavo negro.
Convencido de que escupiría aquel vino en cuanto lo probara, cumplí la orden sin vacilar y llené un vaso del vino, que le di a probar al agá. Este se lo
llevó a los labios, lo miró al trasluz… bebió otro sorbo y se relamió los labios… Luego se volvió hacia mi patrón y exclamó:
—¡Perro judío! ¡Tratabas de endosarme aquella bebida infecta, teniendo un vino que puede ser saboreado con las huríes en el paraíso!
El judío recabó mi testimonio para que asegurara que todas las barricas de vino eran de la misma calidad; y yo confirmé sus palabras.
—Entonces, pruébalo —replicó el agá—. Y luego probarás el primero que me recomendaste.
Mi patrón lo hizo, y quedó asombrado.
—Desde luego, el de esta barrica tiene más cuerpo —dijo—. No me explico cómo puede ser, pero es cierto. Pruébalo, Charis.
Me llevé el vaso a los labios, pero por nada del mundo hubiera tragado una sola gota de aquel vino. Me limité a mostrarme de acuerdo con mi patrón. Indudablemente,
aquel vino tenía más cuerpo que el resto.
El agá quedó tan complacido con su descubrimiento, que probó otras dos o tres barricas de la fila trasera, esperando encontrar más vino de la misma calidad,
dispuesto, seguramente, a quedarse con toda la partida; pero no encontrando más vino del mismo sabor, ordenó a sus esclavos que se llevaran la barrica
a la litera y la condujeran a su casa.
—¡Un momento, mentiroso infiel! —dijo el pachá—. ¿Pretendes hacemos creer que aquel vino era mejor que el resto?
—¿Por qué tendría que mentir a Vuestra Sublime Alteza? ¿No soy acaso un miserable gusano al que podéis aplastar? Como ya os he dicho, yo no probé el vino;
pero cuando el agá se hubo marchado, mi patrón expresó su sorpresa por la excelente calidad de aquel vino, que a juzgar por sus palabras era superior a
cualquiera de los que había probado hasta entonces. Se lamentó, también, de que el agá se hubiera llevado la barrica, impidiéndole de ese modo averiguar
la causa de la mejora en el vino. Pero un día le conté lo sucedido a un francés, el cual no se sorprendió de que el caldo hubiera mejorado de calidad.
Había sido comerciante de vinos en Inglaterra, y me dijo que allí existía la costumbre de introducir grandes trozos de cordero en las barricas de vino,
y que de este modo se conseguía mejorar notablemente su calidad.
—¡Alá es grande! —exclamó el pachá—. Entonces, debe ser verdad: he oído decir que los ingleses son muy aficionados al cordero. Sigue con su historia.
Vuestra Alteza no puede imaginar lo que pasó por mi interior cuando vi que los esclavos del agá se llevaban la barrica. Me consideré perdido, y decidí
huir inmediatamente de Esmirna. Calculé el tiempo que tardaría el agá en beberse el vino y tomé mis medidas en consecuencia. Le dije a mi patrón que tenía
la intención de dejar su servicio, ya que tenía una oferta de un pariente mío, que residía en Zante, para ir a ocuparme de su negocio. Mi patrón, que confiaba
enteramente en mí, como ya he explicado, trató de disuadirme; pero yo estaba decidido a marcharme. Me ofreció una parte del negocio si me quedaba, pero
no me dejé convencer. Cada vez que llamaban a la puerta creía que se trataba del agá y sus jenízaros, que venían a buscarme; de modo que apresuré los preparativos
de mi viaje. El día anterior al fijado para mi marcha, mi patrón entró en la tienda llevando un papel en la mano.
—Charis —me dijo—, tal vez suponías que al ofrecerte una parte del negocio trataba de engañarte, únicamente para que te quedaras. Para demostrar lo contrario,
aquí tienes el documento en que te nombro mi socio y te concedo un tercio de los beneficios futuros. Como podrás ver, el documento está debidamente legalizado
ante el cadí.
Me puso el documento en las manos. Estaba a punto de responderle con una nueva negativa, cuando alguien llamó a la puerta: se trataba de una partida de
jenízaros envíados por el agá para que nos llevaran inmediatamente a su presencia. Me arrepentí amargamente de haber demorado por tanto tiempo mi marcha;
lo cierto era que el agá había encontrado tan exquisito el vino, que bebió más que de costumbre y me hizo fallar en mis cálculos; además, el cadáver del
esclavo ocupaba casi un tercio de la barrica y disminuía su contenido en la misma proporción. No había ninguna escapatoria. Mi patrón, ignorante de todo,
no pareció alarmado y acompañó de buena gana a los soldados. Yo, en cambio, estaba muerto de miedo.
Cuando llegamos al palacio, el agá prorrumpió en los más violentos denuestos contra mi patrón.
—¡Perro judío! —gritó—. ¡Ladrón! ¡Engañar a un verdadero creyente, vendiéndole una barrica que sólo contiene dos terceras partes de vino! ¿Qué es lo que
has puesto dentro para estafarme? Porque la barrica no está vacía…
El judío hizo vehementes protestas de inocencia y apeló a mí; yo, por mi parte, fingí no saber absolutamente nada.
—Bien, no tardaremos en comprobarlo —replicó el agá—. Mandaré a buscar las herramientas del griego y abriremos la barrica; así comprobaremos lo que hay
dentro.
Dos de los jenízaros fueron enviados en busca de las herramientas; cuando llegaron, el agá me ordenó abrir la barrica. Di por segura mi próxima muerte.
No me servía de consuelo el ver que todo el furor del agá se descargaba sobre mi patrón: cuando la barrica estuviera abierta se descubriría la presencia
del cadáver del esclavo negro y mi patrón quedaría libre de sospecha.
Mis manos temblaban como el azogue mientras abría la barrica. Cuando hice saltar la tapadera, un grito de horror salió de la garganta de todos los presentes.
Pero el cadáver que apareció en el interior del tonel era blanco. El tiempo que había pasado sumergido en alcohol había blanqueado su piel. Esto me hizo
concebir una leve esperanza.
—¡Abraham me valga! —exclamó mi patrón—. ¿Qué es lo que ven mis ojos? ¡Un cadáver! ¿Cómo es posible? ¿Sabes tú algo de eso, Charis?
Juré por todos los santos del cielo que no sabía absolutamente nada. Pero los ojos del agá estaban clavados en el rostro de mi patrón, con una expresión
que no auguraba nada bueno, y los demás presentes le miraban también como si estuvieran dispuestos a cortarlo en trocitos.
—¡Maldito infiel! —gritó el turco—. ¿Así es como preparas el vino para los discípulos del Profeta?
—¡Te juro por Abraham que ignoro cómo ha ido a parar ahí ese cadáver! —sollozó el judío—. Pero estoy dispuesto a enviarte otra barrica llena de vino, para
compensarte de la pérdida que has sufrido con esta.
—Desde luego —replicó el agá—. Mis esclavos irán a buscarla en seguida.
Dio las órdenes oportunas, y no tardó en reaparecer la litera con otra barrica de vino.
—Será una gran pérdida para un pobre judío… una barrica de excelente vino —gimió mi patrón mientras descargaban el tonel; y cogió su sombrero con la intención
de marcharse.
—¡Aguarda! —ordenó el agá—. No quiero que puedas decir que he robado tu vino.
—¡Oh! Entonces, ¿vas a pagármelo? —inquirió mi patrón—. ¡Oh, agá! Verdaderamente, eres un hombre muy considerado.
—No te quepa la menor duda —replicó el agá.
A continuación, ordenó a los esclavos que vaciaran el vino de la barrica en vasijas, y en cuanto estuvo vacía me obligó a desclavar la tapadera; obedecí,
temblando. Después, el agá ordenó a sus esclavos que metieran al judío dentro de la barrica, y cuando estuvo dentro tuve que volver a clavar la tapadera.
Me repugnaba hacerlo, ya que sabía que mi patrón estaba siendo castigado por un delito que había cometido yo, pero era un caso de vida o muerte y la elección
no dejaba lugar a dudas. Además, en mi bolsillo había un documento por el que me pertenecía la tercera parte del negocio de vinos, y desaparecido el judío
existía la posibilidad de que me convirtiera en el dueño de todo. Por otra parte…
—No nos interesa en absoluto lo que pensaste cuando clavabas la tapadera —observó el pachá—. Continúa.
—Sí, Alteza; sólo quería poner de manifiesto lo dolorido que estaba mi corazón en aquel momento… aunque no tanto como lo hubiera estado de saber lo que
el Destino me tenía reservado.
En cuanto la barrica estuvo cerrada, el agá ordenó a sus esclavos que volvieran a llenarla de vino. Y de este modo murió mi pobre patrón.
El agá se dirigió a mí:
—Vamos a ver, griego: ¿qué es lo que sabías de todo este sucio negocio?
Pensé, que habiendo muerto mi patrón, no le perjudicaría nada pintándole como un individuo egoísta y sin escrúpulos. Respondí que no sabía absolutamente
nada de aquel asunto, pero que, hacía una temporada, desapareció un esclavo negro en circunstancias muy sospechosas. Dije que mi patrón había hecho muy
pocas averiguaciones acerca de la desaparición, y añadí que se mostró muy pesaroso de que el agá se hubiera llevado aquella barrica de vino, que pensaba
reservarse para él.
—¡Maldito judío! —exclamó el agá—. Estoy convencido de que no ha sido este el primer asesinato que cometía.
—Algo de eso me temo yo también, señor —dije—. Y sospecho que la próxima víctima hubiese sido yo, porque al decirle que pensaba marcharme de su casa me
convenció para que me quedara, diciéndome que me haría su socio y me concedería la tercera parte de los beneficios. Incluso me dio este documento. Pero
supongo que no hubiera gozado mucho tiempo de esos beneficios.
—Bien, griego, lo ocurrido ha sido una suerte para ti —observó el agá—. Y, bajo determinadas condiciones, puedes convertirte en el dueño del negocio. La
primera condición es que conserves esta barrica, con el cuerpo del maldito judío, en un lugar visible de la tienda, a fin de que yo pueda verla de cuando
en cuando y saborear mi venganza. Conservarás también la barrica con el otro cadáver, al objeto de mantener vivo mi furor. Y la última condición es que
me suministrarás todo el vino que necesite, de la mejor calidad, sin cobrarme nada por él. ¿Aceptas el trato, o prefieres que te considere complicado en
la infame jugarreta de tu patrón?
No hace falta decir que acepté las condiciones muy contento. Vuestra Alteza ya sabe que nadie se preocupa demasiado por la desaparición de un judío. Cuando
alguien me preguntaba por él, me encogía de hombros y respondía en tono confidencial que el agá de los jenízaros le había encerrado en la cárcel, y que
yo me ocupaba del negocio hasta que recobrara la libertad.
En cumplimiento de los deseos del agá, las dos barricas conteniendo los cadáveres del judío y del esclavo etíope fueron colocadas juntas en un lugar visible
de la tienda, separadas de las demás. El agá solía presentarse por las tardes y se pasaba horas enteras contemplando el tonel que servía de tumba a mi
patrón; y mientras lo contemplaba no dejaba de beber vino, por lo que era muy frecuente que se quedara en mi casa, completamente borracho, hasta la mañana
siguiente.
No debéis suponer que dejé de aprovechar (sin que el agá tuviera conocimiento de ello) las excelentes propiedades del vino contenido en aquellas barricas.
Me servía para mejorar la calidad del otro vino, a cuyo objeto todo el vino de mi casa pasaba por las dos barricas en cuestión, hasta el punto de que,
transcurrido cierto tiempo, no había en mi tienda un solo litro de vino que no contuviera alguna partícula del etíope o del judío: y mi vino mejoró de
un modo tan notable, que adquirió gran fama y me convertí rápidamente en un hombre rico.
Durante los tres años que siguieron a la muerte de mi patrón, mi prosperidad fue en constante aumento; pasado ese tiempo, el agá, que se emborrachaba tres
veces a la semana en mi casa, recibió la orden de incorporarse con sus tropas al ejército del sultán. Debo hacer notar que durante aquel tiempo yo mismo
me había aficionado algo al vino, aunque nunca me había emborrachado. El día en que debía marcharse, el agá desmontó de su caballo árabe a la puerta de
mi tienda a fin de tomar conmigo un vaso de despedida. Después de un vaso vino otro, y el tiempo se deslizó rápidamente. Al llegar la noche, el agá estaba,
como de costumbre, completamente borracho. Antes de marcharse, quiso palmear cariñosamente la barrica que contenía el cadáver del judío. Aquella noche,
también yo había bebido más de la cuenta y fui lo bastante incauto como para decir:
—Un buen elemento, ese pobre judío… Gracias a él soy un hombre rico, agá. Ahora que os marcháis, voy a contaros un pequeño secreto: en mi tienda no hay
una sola gota de vino que no haya pasado por esta barrica o por la del esclavo etíope. Por eso mi vino tiene un sabor tan excelente y ningún comerciante
puede competir conmigo en calidad.
—¡Cómo! —exclamó el agá, abriendo unos ojos como platos—. ¡Maldito griego! ¡Te juro que tendrás el mismo final que tu inmundo patrón! ¡Por las barbas del
Profeta! ¡Decirme que un musulmán se irá al Paraíso impregnado de la substancia de un perro judío! ¡Voy a matarte! ¡Voy a matarte!
Se arrojó contra mí, pero dio un traspiés y cayó cuan largo era. Estaba tan borracho, que no fue capaz de levantarse. Yo sabía que cuando recobrara la
lucidez recordaría lo ocurrido y que nada me libraría de su venganza. El miedo a la muerte y el vino que había ingerido me decidieron a obrar. Metí al
agá en una barrica vacía, clavé la tapadera y la llené de vino. De este modo vengué la muerte de mi pobre patrón, al tiempo que me libraba de cualquier
posible molestia por parte del agá.
—¡Cómo! —exclamó el pachá, rojo de cólera—. ¡Ahogaste a un verdadero creyente… a un agá de jenízaros! ¡Perro infiel! ¡Hijo de Shitán! ¡Que venga el verdugo!
¡Piedad, Sublime Alteza, piedad! —gritó el griego—. ¡Jurasteis por la espada del Profeta respetar mi vida! Además, el agá no era un verdadero creyente:
de haberlo sido, no hubiera desobedecido la Ley. Un buen musulmán no debe probar una sola gota de vino.
—Te prometí perdonar, y te he perdonado, el asesinato del esclavo negro. ¡Pero un agá de jenízaros! ¿No es algo completamente distinto? —le preguntó el
pachá a Mustaphá.
—Vuestra Alteza tiene motivo más que sobrado para su indignación: el infiel merece ser empalado. Pero vuestro esclavo se atreve a someter a la sabia consideración
de Vuestra Alteza dos cosas. En primer lugar, habéis dado vuestra incondicional palabra y jurado por la espada del Profeta…
—Cuando di mi palabra no sabía que ese perro había asesinado a un verdadero creyente.
—… Y en segundo lugar, el esclavo no ha terminado aún de contar su historia, que parece muy interesante.
—Tienes razón, Mustaphá. Dejemos que termine de contar su historia.
Pero el esclavo griego permanecía con el rostro pegado al suelo; y no se decidió a continuar hasta que el pachá, que había recobrado su compostura y estaba
ansioso por conocer el final de la historia, hubo renovado su promesa, jurando de nuevo por la espada y por las barbas del Profeta.
En cuanto hube llenado la barrica que contenía el cadáver del agá, me dirigí al patio y herí a su caballo repetidas veces con la espada de su dueño. Luego
solté al pobre animal, que emprendió un rápido galope. El ruido de los cascos del caballo a medianoche despertó a la familia del agá, y cuando descubrieron
que el animal estaba herido y sin jinete, llegaron a la conclusión de que el agá había sido atacado y asesinado por una partida de bandoleros. Vinieron
a preguntarme a qué hora se había marchado de mi casa, y yo respondí que lo había hecho una hora después del oscurecer y que estaba bastante mareado. Se
había olvidado incluso de llevarse su sable, que devolví a la familia. De modo que nadie sospechó lo que había ocurrido y se dio por cierto que había sido
asesinado por los bandidos.
El agá se había bebido una gran cantidad de mi vino, pero lo recobré con creces por la mejora que a mis caldos aportó su cuerpo. A partir de entonces,
mi negocio prosperó todavía más y mis vinos alcanzaron más reputación.
Pero un día, el cadí, que había oído alabar las excelencias de mis vinos, se presentó en mi casa en plan particular; me incliné hasta el suelo ante el
honor que me era concedido, ya que hacía mucho tiempo que deseaba tenerle como cliente.
Llené un vaso de mi mejor vino y se lo ofrecí, diciendo:
—Este, honorable señor, es el que yo llamo mi «vino del agá»: es el que el difunto agá se llevaba a su casa por barricas y venía a saborear a la tienda.
—Una buena idea —observó el cadí—, la de llevarse el vino a barricas. Mucho mejor que enviar a un esclavo con una vasija, dando ocasión a que la gente
haga comentarios. Me gustaría hacer lo mismo. Pero, antes quiero probar todos los vinos que tienes.
Probó el vino de varias barricas, pero ninguno de ellos le gustó tanto como el que le había recomendado desde el primer momento. Finalmente, sus ojos se
posaron en las tres barricas que estaban alineadas aparte de las otras.
—¿Qué son esas barricas? —inquirió.
—Están vacías, señor —respondí.
Pero el cadí llevaba su vara en la mano y golpeó una de las barricas.
—Griego, me dices que las barricas están vacías, y no suenan a hueco; sospecho que guardas en ellas un vino mucho mejor que el que me has dado a probar:
quiero catar inmediatamente ese vino.
Me vi obligado a complacerle. Probó el vino… juró que era exquisito y que deseaba adquirirlo todo. Le expliqué que el vino de aquellas barricas no estaba
en venta, pues lo empleaba exclusivamente para mejorar la calidad total de mis caldos; y que su precio era desorbitado, pensando que el cadí no querría
pagarlo. Me preguntó cuánto valía; le indiqué un precio cuatro veces superior al de los otros vinos.
—De acuerdo —dijo el cadí—. ¡Trato hecho! Es muy caro, pero comprendo que el que quiere buen vino tiene que pagarlo. Me lo quedo todo.
Supliqué inútilmente. Le dije que si me desprendía de aquellas barricas la reputación de mi negocio se iría por los suelos, pero todo fue en vano; me replicó
que me había pedido precio y yo se lo había dado, con lo que el trato quedaba cerrado. Ordenó a sus esclavos que fueran en busca de una litera y no se
marchó de la tienda hasta que se hubieron llevado las tres barricas. Así fue cómo perdí de una sola vez a mi etíope, mi judío y mi agá.
Como sabía que el secreto no tardaría en ser descubierto, al día siguiente empecé a efectuar preparativos para marcharme de la ciudad. Recibí el dinero
del cadí, a quien expresé mi intención de marcharme de allí, ya que él me había obligado a ello al adquirir las barricas que eran la fuente de mi prosperidad.
Sin ellas, mis vinos perderían su bien ganada reputación y mi negocio terminaría por fracasar. Le rogué otra vez que me devolviera las barricas, ofreciéndole
otras tres completamente gratis a cambio, pero no accedió. Fleté un barco, en el cual cargué todas mis existencias de vino; y, llevando conmigo todo el
dinero que poseía, mandé poner velas hacia Corfú antes de que se hubiera descubierto nada. Pero a los dos días de navegación nos sorprendió un violento
temporal, y tras ir una semana entera a la deriva nos encontramos de nuevo ante las playas de Esmirna. Apenas hacía cinco minutos que habíamos echado el
ancla cuando me di cuenta de que se acercaba una lancha ocupada por el cadí y unos cuantos esbirros.
Convencido de que se había descubierto todo, empecé a estrujarme el magín en busca de una posible solución. De repente se me ocurrió una idea: ¿por qué
no esconder mi propio cuerpo en una de las barricas, del mismo modo que había escondido los cuerpos del esclavo negro, del judío y del agá?
Llamé al capitán del barco y le dije que tenía motivos para creer que el cadí estaba dispuesto a matarme, ofreciéndole una gran parte de la carga si se
mostraba dispuesto a ayudarme a burlar al cadí.
El capitán, que —desgraciadamente para mí— era griego, accedió. Bajamos a la bodega, sacamos el vino de una de las barricas y me escondí en su interior.
Poco después subía el cadí a bordo y preguntó por mí. El capitán afirmó que me había caído por la borda durante el reciente temporal y que él había regresado
a Esmirna, por cuanto el barco no estaba consignado a ninguna casa de Corfú.
—¡El maldito villano ha escapado a mi venganza! —exclamó el cadí—. ¡Era un vil asesino, que mejoraba sus vinos con los cadáveres de sus víctimas! Pero,
no me fío de ti, griego: vamos a registrar el barco de punta a punta.
Los esbirros que acompañaban al cadí efectuaron un cuidadoso registro, sin dejar un palmo del buque por examinar. Pero no consiguieron descubrirme y tuvieron
que aceptar la versión del capitán; y, tras maldecir un millar de veces mi alma, el cadí y sus hombres abandonaron el barco.
Pude respirar un poco más; ya estaba casi intoxicado por el intenso olor a vino que se percibía en el interior de la barrica. Pensé recobrar inmediatamente
la libertad, pero el traicionero capitán tenía otros proyectos. Por la noche el barco se hizo nuevamente a la mar, y desde mi escondite sorprendí una conversación
de dos de los marineros que me puso los pelos de punta: el capitán se disponía a echarme por la borda durante el viaje y apoderarse así de todos mis bienes.
Grité como un poseso por espacio de muchas horas, pero inútilmente. Cuando conseguí hablar con él capitán a través de un agujero de la barrica, me dijo
que si yo había asesinado a otras personas metiéndolas en toneles de vino, merecía recibir el mismo trato.
En mi interior estaba convencido de lo justo de aquel razonamiento y de que tenía muy merecido el castigo, y lo único que deseaba era que me echaran al
agua de una vez y acabar con mis padecimientos. Pero se presentó otra tormenta y todo el mundo tuvo que ocuparse de sus tareas en el barco, por lo que
fui olvidado, o al menos me lo pareció.
Al tercer día, oí que unos marineros comentaban que mientras yo estuviera en el barco les perseguiría la mala suerte y que acabarían por irse a pique.
Poco después me sentí elevado con la barrica y transportado no sabía adónde, aunque lo imaginaba. En efecto, unos instantes más tarde me sentí flotar en
el aire y caí al mar. El casco flotó sobre el agua, pero tuve que poner mi pañuelo en el agujero del tapón para que el líquido elemento no penetrara en
el interior; de cuando en cuando lo quitaba para permitir la entrada de un poco de aire fresco. El continuo vaivén me hacía chocar continuamente contra
las paredes de la barrica y estaba medio muerto de cansancio y de debilidad; decidí permitir la entrada de agua y acabar de una vez con mis sufrimientos.
Pero en aquel preciso instante la barrica dio dos o tres saltos extraños y noté que había encallado sobre una playa. Pasados unos instantes oí algunas
voces a mi alrededor, y la barrica empezó a rodar sobre suelo firme. Estaba tan asustado, que ni ánimo tenía para gritar. Por fin, los hombres que empujaban
la barrica se detuvieron y aproveché aquella pausa para golpear desesperadamente las paredes de mi encierro, al tiempo que pedía socorro con voz ahogada.
Al principio, los hombres parecieron asustados; pero al insistir en mis llamadas fueron en busca de algunas herramientas y abrieron la barrica.
Lo primero que vieron mis ojos fue el barco objeto de mis desdichas hecho pedazos contra un arrecife; el mar aparecía cubierto de maderos y de barriles
de vino, que eran atraídos a la playa por los compañeros de los hombres que acababan de liberarme de mi encierro. Me hallaba tan aturdido, que no comprendía
nada de lo que me rodeaba; de repente me encontré en una especie de caverna, en la que había un grupo de cuarenta o cincuenta hombres sentados alrededor
de una enorme fogata y vaciando con gran rapidez una de mis barricas de vino.
El que parecía jefe se acercó a mí y me dijo:
—Los hombres que se han salvado del naufragio me han contado unas historias muy raras acerca de tus monstruosos crímenes… Siéntate y cuéntame la verdad.
Si tus explicaciones me convencen, se te hará justicia: aquí, soy el cadí. Si deseas saber dónde te encuentras, esta es la isla de Ischia. Y si te interesa
conocer en qué compañía, estás rodeado de lo que la gente mezquina llama piratas. Ahora, cuéntame toda la verdad.
Pensé que los piratas recibirían mi historia con mucha más benevolencia de lo que harían otras personas, y, en consecuencia, la conté con las mismas palabras
que he empleado para narrársela a Vuestra Alteza. Cuando hube terminado, el capitán de los piratas dijo:
—Bien. Desde el momento en que confiesas por tu propia boca haber matado a un esclavo negro, haber sido cómplice de la muerte de un judío y haber ahogado
a un agá, no hay duda de que mereces la muerte; pero, en reconocimiento a la excelente calidad de tu vino y al secreto que no has tenido inconveniente
en compartir con nosotros, estoy dispuesto a conmutar tu sentencia. En cuanto al capitán del barco y a los hombres de su tripulación que no se han ahogado,
se han hecho culpables de traición y de piratería en alta mar, un delito de los más graves, que se castiga con la muerte inmediata; pero, teniendo en cuenta
que ha sido por su mediación por lo que hemos entrado en posesión de este excelente vino, me siento inclinado a la clemencia. Por lo tanto, os incluiré
a todos en la misma sentencia: trabajos forzados a perpetuidad. Os venderé como esclavos en El Cairo, y nos embolsaremos el dinero y nos beberemos tu vino.
Los piratas aplaudieron largamente una decisión que no les reportaba más que beneficios. Ignoro lo que pensaría el capitán del buque y la tripulación acerca
de aquel modo de administrar la justicia. En cuanto a mí, ¿qué remedio me quedaba más que apechugar con las consecuencias de mis actos? Comprendía que
toda protesta hubiera sido completamente inútil y decidí resignarme a lo que la suerte me deparaba.
Cuando el tiempo fue más apacible, nos embarcaron a todos a bordo de uno de sus pequeños jabeques, y al llegar a este puerto fuimos vendidos como esclavos.
Esta es, pacha, la historia que me indujo a proferir las explicaciones que tanto te llamaron la atención y que quisiste que te aclarara. Después de conocerla,
tengo la esperanza de que estarás de acuerdo conmigo en que he sido más desgraciado que culpable, ya que en cada una de las ocasiones en que quité la vida
a otra persona, no me quedaba más opción que escoger entre la vida de aquélla y la mía propia.
 
 
La historia del esclavo griego.
Frederick Marryat.