Texto publicado por Nahir Bonet

Hagamos un trato

Hagamos un trato
Por
ALENA KH

Lo llamaremos “mi intento número trece”. Era rubio, amable, y se sentía tremendamente vulnerable si decía la verdad. En eso, y sólo en eso, coincidía con los doce intentos anteriores.
Los más destacables fueron el tres, el cinco y el ocho.
El tres era pelirrojo, de estatura media y con una sonrisa enorme a la que no abandonaba jamás. Creo que todos los hombres pelirrojos tienen esa sonrisa. Supongo que, después de haber superado la infancia llena de insultos, se convierte en un reflejo automático. Siempre he pensado de lo curiosa e injusta que es la sociedad con los hombres pelirrojos.
El chico de oro era mi amigo. De aquellos pocos amigos masculinos que siguen siendo amigos a pesar de todo. Algunos dicen que si no me atraía, era por pelirrojo. No lo sé a ciencia cierta. Sólo sé que nunca había tenido un recuerdo de querer arrancarle la ropa con los dientes. Ni en los momentos de máxima soledad acompañada con una botella de vino (un indicador importante de atractivo de un amigo). Pero lo quería mucho. No sé si hoy en día sirve de algo. Pero cuando el Pelirrojo desapareció de mi vida, ésta se volvió muy triste por un tiempo.
Éramos prácticamente hermanos hasta que dejamos de serlo. No pasó nada en especial. Simplemente dejó de contestarme el teléfono y, a pesar de mis infinitos intentos de contactar con él, yo seguía sin saber qué le pasaba. Una semana más tarde me envió un mensaje: “El trabajo me absorbe. No tengo tiempo de nada. Nos vemos un día de estos”.
Insistí en vernos. Finalmente cedió. Apareció en la cafetería con una cara seria y ojos fríos. Me contó, de nuevo, lo agobiado que estaba. Pero yo sabía que había algo más. Los amigos no desparecen de un dío para el otro. Decidí proponérselo. Era extremadamente necesario:
- Hagamos un trato: tú me cuentas toda la verdad. Absolutamente toda. Sin miedo a sentirte vulnerable. Sin juegos. Sin pensar qué voy a opinar sobre ello. Al fin y al cabo ya has tomado la decisión. ¿Por qué me evitas?
-  Qué va, de eso nada. No tengo tiempo. Es es todo.
-  No soy idiota, Pelirrojo. Ser sincero es lo único que podría hacerme sentir mejor. Y, seguramente, hacerte sentir mejor a ti también. No hay nada más amargo, pero a la vez más necesario, que dejar las cosas claras. ¿Por qué has desaparecido?
-  Estoy muy liado, en serio. No sé qué quieres oír.
El número tres se quedó en un intento. Mi amado Pelirrojo optó por mentirme. Igual que los dos anteriores. Perdí a un amigo sin saber muy bien por qué. Me quedé con el recuerdo de las noches llenas de risas y abrazos más sinceros, con un enfado interior y con una historia a medias.
El número cinco era un tipo muy raro. Y, como todos los tipos raros, era mi novio. Más bien, como todos mis novios fue un tipo raro. Era artista: dibujaba, cantaba, escribía, fotografiaba animales, tocaba piano. Cuando tenía algo de tiempo libre, componía poemas y escribía guiones. Leía diez libros por semana y ganaba dinero intentando comercializar cualquier obra de todos aquellos artes que practicaba. Era un “talento no definido”. Decía que no era necesario centrarse en algo en concreto y que él necesitaba hacerlo todo a la vez. Aseguraba admirarme mucho por tener un trabajo fijo y juraba amarme para siempre. Pase lo que pase.
Pero el “siempre” se acabó el día en el que le dije que una revista rusa decidió publicar uno de mis relatos de infancia y que, además, me escribió uno de mis escritores favoritos para felicitarme. “No dejes de escribir”, me puso en el mail. Lloré mucho y decidí volver a hacerlo. Pero esta vez en castellano.
“Ya no te quiero más” me dijo a la mañana siguente. Primero lo dijo y luego abrió los ojos. Recogió sus apuntes, libros, lapices de colores, libretas, la pluma de su abuelo… y se marchó de mi vida, dejando un calcetín roto detrás de nuestro bidé y una duda detrás de nuestros dos años de convivencia.
Pero volvió a por el piano. Le preparé un café. Toqué sus manos. Le miré en los ojos y le dije:
- Hagamos un trato: tú me cuentas toda la verdad. Absolutamente toda. Sin miedo a sentirte vulnerable. Sin juegos. Sin pensar qué voy a opinar sobre ello. Al fin y al cabo ya has tomado la decisión. ¿Por qué me dejas?
- ¿Quieres volver a oírlo? Ya no te quiero más. Eso es todo.
 Me miró con prepotencia. Se levantó. Dejó la taza encima de mi libreta favorita.
No volví a verlo nunca más.
El ocho, en realidad, era “la ocho”. Tenía pelo extremadamente largo, perfectamente brillante y odiosamente liso, ojos verdes, piel muy blanca y un humor muy negro. Al principio creía que era algo intensa. Unas semanas después me di cuenta que más que intensa, era exagerada. Pero unos meses más tarde descubrí que simplemente era mentirosa. Todas las cosas que decía tenían de verdad lo que yo de paciencia. Una mentira arrastraba a la otra. Y así sin parar. Su comportamiento lo bauticé como  “el caso de eyeliner”: el día que menos tiempo tienes, te da por pintarte la raya perfecta en el párpado. Coges el eyeliner y dibujas una línea delgada. Pero te sale torcida. Entonces decides hacerla algo más gruesa para poder arreglar el fallo. Pero tampoco. Y así sigues, hasta que acabas pareciendo a un oso panda. Tienes que borrarlo todo y volver a empezar. O dejarlo tal cual y hacer el ridículo.
Yo era nueva en la empresa. Me acababan de contratar porque el volumen de trabajo que tenía ella era inhumano. Después de tres meses de aprendizaje, me traspasaron la mitad de sus clientes y, seis meses más tarde, me despedieron por “no llegar a su nivel” mientras que, en realidad, yo hacía todo su trabajo. Todo porque ella, según me contó, se estaba divorciando y no se sentía con fuerzas.  Antes de marcharme, decidí darle la oportunidad. Quería que intentase dibujar una línea perfecta.
-  Hagamos un trato: tú me cuentas toda la verdad. Absolutamente toda. Sin miedo a sentirte vulnerable. Sin juegos. Sin pensar qué voy a opinar sobre ello. ¿Por qué no me has defendido?
Pero no me respondió.
Y así doce veces. Doce intentos de hablar sinceramente de las cosas. Doce oportunidades perdidas. Doce mentiras y doce personas cobardes. Muchos meses de rabia acumulada, de incertidumbre, de enfado, de malestar. De “no entender”.
Varios años después descubrí que mi Pelirrojo estaba enamorado de mí; que el artista nunca pudo superar mi pequeño triunfo artístico y que, además, hoy en día me odia profundamente; y que la de ojos verdes nunca estuvo casada.
 …
Lo llamaremos “mi intento número trece”. Era rubio, amable y se sentía tremendamente vulnerable si decía la verdad. En eso, y sólo en eso, coincidía con los doce intentos anteriores.
-  Hagamos un trato- le dije suspirando. No entendía por qué seguía intentándolo.- Tú me cuentas toda la verdad. Absolutamente toda. Sin miedo a sentirte vulnerable. Sin juegos. Sin pensar qué voy a opinar sobre ello. Al fin y al cabo ya has tomado la decisión. ¿Por qué, a pesar de querernos tanto, nunca fuimos pareja?
-  Porque me siento inferior a ti. Sé, probablemente soy un gilipollas inseguro. Pero es lo que hay.
-  Pero… te he querido tal y cómo eres.
-  No. Contigo jamás me permitía ser como era en realidad. Para no disgustarte. Tú me querías. Y yo te odiaba por quererme y por quererte.
El número trece mereció la pena. Fue el más directo. El más duro. El más amargo. Y el que más vacía me dejó. Pero de la misma forma que me vació lo bueno, me vació lo malo.
Decidí seguir intentándolo. Decidí seguir creyendo que todavía hay gente que sabe ser sincera, que entiende que la única forma de vivir sin el rencor es decir las cosas en la cara. Que un “estoy enamorado de ti y no puedo seguir siendo tu amigo” es la cosa menos humillante y más valiente que existe. Que un “te dejo por mi inseguridad” hace que los demás podamos no llenarnos de éstas. Que aceptar que no sabes algo es el primer paso de aprender de los demás.
¿Hagamos un trato?

Fuente
http://intersexciones.com/hagamos-un-trato/