Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Corresponsal extranjero.

B. Traven.
Corresponsal extranjero.

Hubo un tiempo en que creí seriamente poder llegar a ser un gran
corresponsal extranjero, si se me daba una oportunidad. Escribí, por
lo tanto, una elegante carta en finísimo papel a cierto diario
importante de mi tierra, detallando mis grandes habilidades y mi
vastísima experiencia, para terminar solicitando, con mucha modestia,
la chamba que tanto ansiaba.
El editor, sin duda un hombre muy ocupado, aunque muy amable, contestó
como sigue: «Mándeme reportaje sangriento, bien jugoso, al rojo vivo y
si posible referente a algún episodio en que el matasiete Pancho Villa
tenga el papel principal. Pero tiene que ser sensacional, candente,
incendiario.»
Esto me cayó bien, pues ya varias veces había sido prisionero de
guerra de Villa y en tres ocasiones hasta se me había advertido que se
darían órdenes de que fuese fusilado a la mañana siguiente, si
persistía en ser un «entremetido importuno e indeseable, y además por
andar husmeando lo que no me importaba». Sin embargo, nunca había
presenciado episodio alguno con mucha sangre, al menos la bastante
como para complacer al sediento editor.
Era a mediados de 1915, después de la toma de Celaya, cuando yo me
encontraba en la industriosa ciudad de Torreón.
Una mañana estaba parado en la banqueta muy cerca de la entrada del
Hotel Principal, donde me había hospedado la noche anterior. Salí a
ver cómo estaba el tiempo y a llenarme los pulmones de aire fresco
mientras llegaba la hora del desayuno.
Pues bien, ahí estaba yo parado contemplándome las manos y pensando
que las uñas ya aguantarían una recortadita. Mientras tenía las manos
extendidas con las palmas para abajo, una espesa gota roja salpicó mi
mano izquierda. En seguida otra gota igual, roja y gruesa, cayó sobre
mi mano derecha.
Miré hacia arriba para ver de dónde podría venir esa pintura, pero
antes de poder descubrir algo, cayeron sobre mis ojos, cegándome
temporalmente, unas cuantas gotas más, extraordinariamente gruesas,
que rebotaron en mi nariz. Usé mi pañuelo para limpiarme los ojos, y
al ver al suelo noté que ya había seis charquitos de esa espesa
pintura roja tan repugnante.
Una vez más miré hacia arriba y vi que, precisamente sobre mi cabeza,
había una especie de balcón. Eso me convenció de que algún obrero
debía de estar pintando la barandilla de dicho balcón y que el tal
tipo desde luego debía ser un sujeto bastante descuidado.
Empujado por mi deber cívico, caminé hacia la calle, hasta cerca de la
mitad, desde donde podía ver mejor el balcón y gritarle al tal pintor
que tuviera más cuidado con su trabajo, pues podía fácilmente arruinar
los trajes nuevos de las damas que salieran del hotel.
No era pintor alguno que trabajara en el balcón. Tampoco era pintura
la que caía tan libremente sobre los huéspedes del hotel que entraban
y salían. Era algo que yo no esperaba ver tan temprano y en una mañana
tan hermosa y apacible.
La barandilla estaba hecha de hierro forjado en un estilo fino y
bellamente trabajado. Sobre cada uno de los seis picos de hierro de
dicha barandilla estaba ensartada una cabeza humana, acabada de
cortar. El hotel tenía cuatro balcones iguales, a cada uno de los
cuales se podía llegar por una ventana estilo francés que daba desde
el cuarto, y cada balcón tenía seis picos de hierro y cada uno lucía
un adorno igual.
Horrorizado me precipité hacia adentro a ver al dueño del hotel,
esperando encontrarlo desmayado o en agonía. Solamente se encogió de
hombros y dijo con displicencia:
—Eso no es nada nuevo, amigo. Si no hubiera nada que ver esta mañana,
eso sería una gran novedad. Pero eche una mirada al otro lado de la
calle. ¿Qué ve? Sí, un restaurante, y muy cerca de los ventanales,
Pancho y sus jefes están desayunando. Panchito, sabe usted, es de muy
buen diente, pero no se le abre el apetito si no tiene esta clase de
adorno ante sus ojos. Fíjese en ese coronel de bigotes que ve ahí.. Se
llama Rodolfo Fierro. Él es quien cuida que el adorno siempre esté
listo al momento de sentarse Panchito a desayunar.
—¿Quiénes son esos pobres diablos ensartados allá arriba? —pregunté.
—Generales y otros oficiales de los bandos opuestos que tuvieron la
mala suerte de perder alguna escaramuza y caer prisioneros. Siempre
hay un par de cientos en la lista de espera, así es que Pancho puede
estar seguro de su buen apetito todos los días.
—Bueno, pues eso sí que es noticia para enviar a la gente de allá del
otro lado del río —contesté—, pero, óigame, noté una cabeza que a mi
parecer no es la de un nativo, sino más bien como la de un extranjero,
un inglés o algo por el estilo.
—No, no es la cabeza de un inglés la que vio —dijo el hotelero con su
fuerte acento norteño, al mismo tiempo que se me acercaba tanto que su
cara estaba casi pegada a la mía mientras hablaba—. No, no es un
inglés. No se equivoque usted, amigo. Es la de un cabrón tal por cual
corresponsal de un periódico americano. ¿Por qué tiznados tienen estos
gringos que meter sus mugrosas narices en nuestros asuntos? Es lo que
quiero yo saber. Por lo que yo he visto, ellos tienen en casa bastante
cochinada y podredumbre, tanta, que ya mero se ahogan en ella. Pero
estos malditos gringos nunca se ven su cola. Siempre andan metiéndose
en los líos de otros. ¿Qué tiznados hacen aquí? Si quiere saber, ami
go, le diré que bien, merecido se lo tiene ese ensartado allá arriba.
Que sirva aquí de algo útil; nosotros siquiera los usamos para
aperitivos de Pancho. Es para lo que sirven. Sí, señor; esa es mi
opinión sincera.
Pulí esta historia cuidadosamente, la escribí a máquina en el papel
más caro que pude encontrar, y la mandé por correo esa misma tarde al
editor aquel tan amable.
A vuelta de correo tenía su respuesta. También mi reportaje devuelto.
En lugar de adjuntar la acostumbrada nota impresa rehusándolo, se
había tomado la molestia de escribir unas cuantas líneas personalmente
como acostumbran hacerlo los editores amables para hacerle sentirse a
uno mejor.
Aquí están. Las líneas, quiero decir, no los editores amables. «Su
reportaje no tiene interés para nutriros lectores. Le falta jugo,
sangre, y no es movido. Peor todavía, Pancho ni siquiera toma parte
activa en él. Por mi larga experiencia como editor le sugiero
olvidarse de llegar a ser corresponsal extranjero. De Ud. atentamente,
El Editor.»
Seguí el honrado consejo de ese editor tan amable y me olvidé
completamente de llegar a ser corresponsal extranjero para un
periódico americano, y creo que esta es la razón por la cual todavía
conservo mi cabeza sobre los hombros, siendo que Pancho tiempo ha que
fue a su último descanso sin la suya.

Corresponsal extranjero.
B. Traven