Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Amarte duele.

AMARTE DUELE

Miranda Kellaway

Asomado a la ennegrecida barandilla del embarcadero, Peter Renton
inspira hondo y sonríe, llenando sus pulmones con el fresco aire de un
invierno que está a punto de marcharse. Bajo sus pies, con la calma y el
silencio propios de un bebé que duerme plácidamente en brazos de su
madre, las aguas del lago Candlewood se mecen tranquilamente, acunadas
por los dorados y plomizos rayos del sol, que se prepara para su
descanso nocturno entre las montañas que rodean el paisaje.
Una gaviota alza el vuelo desde la proa del pequeño bote en el que suele
salir a pescar siempre que acude a aquel santuario y emite un agudo
graznido, sacándole de su ensimismamiento. Peter se mira las manos
durante unos segundos y sigue con la vista las líneas oscuras que
atraviesan sus palmas. Vuelve a echar un vistazo al manto acuoso de
plata que lame el terreno pedregoso de la orilla. Ya va siendo hora de
regresar a casa.
A unos metros de la plataforma de tablas de madera, una coqueta vivienda
de una sola planta se alza tímida entre los árboles de hoja caduca que
pueblan el suelo boscoso. De su interior emana un agradable aroma a
carne asada con especias y pan recién hecho. Dentro de unos minutos ella
pondrá la mesa, le llamará desde la ventana de la cocina y disfrutarán
juntos del suculento manjar preparado por aquella ingeniosa y bella mujer.
Peter alza la mirada hacia la bóveda celeste y emite un suspiro. Aún le
es difícil mantener lejos a los demonios que le atormentan con dolorosos
recuerdos. Cinco años atrás pensó que su existencia había acabado y nada
sería como antes. La desgracia se había ensañado con él y a punto estuvo
de perder la cabeza sumido en aquel arpegio de sensaciones que le
condujeron al borde de la locura.
Un lustro antes de su actual y repentina felicidad, su vida era muy
distinta. Residía con su esposa Sarah en Nueva York, tenían a Shayla, un
Yorkshire hembra que se pasaba todo el día escarbando en las macetas de
la terraza de su apartamento próximo a Central Park y mordiendo sus
calcetines de Calvin Klein, y su trabajo como periodista absorbía la
mayor parte de su tiempo. Corría el año 2001 y por entonces estaba
plenamente convencido de que nada podría estropear el idílico mundo
particular que había creado para ambos. Incluso pensaron en reformar la
habitación de huéspedes y convertirla en un cuarto de juegos para la
próxima llegada de su bebé, un niño ansiado y buscado al que le faltaban
apenas tres meses para nacer.
El día que sus sueños se vinieron abajo empezó como cualquier otro.
Sarah, con su redondeado y abultado vientre, tomaba su café sentada en
la mesa de cristal del comedor principal, mientras él se rehacía el nudo
de la corbata por décima vez frente al espejo del baño.
-¿Quieres que te ayude, amor? -había preguntado ella al darse cuenta de
que un simple nudo se estaba convirtiendo en una frenética tarea
irrealizable.
-No -había contestado él, con su autoestima masculina herida-. Con la
edad que tengo y sin saber ponerme una dichosa corbata… Esto es humillante.
Sarah se levantó en silencio y acudió a auxiliar a su marido,
balanceándose por el pasillo con los típicos andares de una embarazada a
la que le comienzan a pesarle las piernas. Se puso detrás de Peter y le
abrazó a la altura de la cintura.
-No seas orgulloso -le regañó-. Vas a llegar tarde por culpa de tu
cabezonería. Hoy debes estar impecable, y me temo que si te dejo
vestirte solo, asustarás al pobre senador y no querrá volver a
concederte una entrevista.
Peter la contempló con una ceja levantada.
-Vale. Pero la próxima corbata me la pongo yo.
Sarah se colocó frente a él y, como por arte de magia, en escasos
segundos elaboró un sencillo y pulcro nudo, ajustando la corbata a su
fibroso cuello bronceado. Peter le respondió tomándola por la cintura y
hundiendo la cara en el delicioso hueco de su garganta.
-Qué bien hueles, nena -musitó arrastrando las palabras, embriagado por
el olor a jabón de su nívea piel-. Si tuviera media hora más te juro que…
Sarah le pegó un manotazo en la solapa de la chaqueta.
-Las manos quietas. Los dos hemos de ir a trabajar y yo también tengo
una cita importante en el bufete. Además, ¿no te parece que ya has hecho
bastante? -inquirió señalándose la inmensa barriga que hacía de barrera
entre los dos.
La expresión pícara de Peter casi le arranca una carcajada a su mujer.
-Me voy -anunció ella-. Deséame suerte.
Y él lo hizo. La besó en los labios y la vio alejarse por el corredor.
Esa sería la última vez que la vería.
Sentado en el plató de televisión y preparándose para entrevistar al
político invitado a su programa, le llegaron las noticias del atentado..
Dos aviones comerciales se habían estrellado contra el World Trade
Center, el lugar de trabajo de Sarah, y uno de los edificios se había
desplomado como si fuese una maldita torre de Lego inestable construida
por un infante.
Peter se sintió morir. Abandonó el plató tropezándose por los pasillos
con sus compañeros y fue raudo al exterior, donde tenía mejor cobertura.
Los dedos se le enrojecieron de las veces que pulsó el botón de
rellamada. El teléfono de Sarah estaba apagado. Peter gritó una
palabrota y salió corriendo hacia el lugar del siniestro.
Las horas pasaron ante sus ojos sin que se diera cuenta. Los cadáveres
aparecían por decenas, y Peter rezaba para que su Sarah no se hallara
entre los fallecidos. Pero él presentía que aquel día tendría un fatal
desenlace. Y así fue. Sarah y su bebé fueron encontrados sin vida bajo
una montaña de escombros y barras de acero, y el ramo de rosas que había
encargado para ella en una floristería de la Quinta Avenida estaría
destinado a adornar la fría lápida de su tumba.
Después de aquel acontecimiento que conmocionó al mundo entero, Peter
perdió las ganas de vivir. Le dieron una excedencia de unos meses para
que tratara de recuperarse de la pérdida de su esposa, y al regresar, se
volcó en su empleo con tal ímpetu que apenas dormía, pues era la única
manera de olvidar el profundo dolor que la tragedia había instalado en
su corazón de forma permanente.

Cuando, tres años más tarde, le ofrecieron un puesto como corresponsal
para cubrir el conflicto bélico consecuencia del ataque terrorista,
accedió sin pestañear y recogió sus bártulos. No había podido proteger a
su amada Sarah como hombre, mas como periodista utilizaría su profesión
para mostrar a todo el país el verdadero rostro de aquellos bárbaros de
cabello negro y piel oscura que eran una constante amenaza para occidente.
Sentado en el avión con destino a Irak, rememoró las delicadas facciones
de su gran amor. Si estuviera viva, su hija sería una risueña y preciosa
niña de dos añitos con unos tirabuzones semejantes a muelles recubiertos
de oro macizo, igual que los de su madre.
“Cómo duele amarte, Sarah… cómo duele…”
Aterrizó en tierra extranjera animado por el ansia de cumplir su
cometido y se dispuso a informar, con el cámara que había llevado
consigo, de los acontecimientos acaecidos en la antigua Mesopotamia. El
derrocamiento de Saddam Hussein había sido todo un éxito y se sentía
orgulloso de su patria y su ejército que, como buenos paladines de la
democracia, lucharon a favor de la libertad del pueblo iraquí.
Sin embargo, la alegría le duró poco y vio con sus propios ojos las
consecuencias de una guerra que, para millares de personas, era total y
absolutamente ilegal.
Poblados bombardeados, mujeres y niños mutilados muertos en las calles…
todo ese panorama siniestro y sangriento le hizo sentirse el más
miserable de los seres humanos, ocultando al planeta la otra cara de la
moneda e informando solamente de aquello que a los telediarios marcados
por la censura les agradaba escuchar.
Una tarde, mientras grababa unas imágenes para el informativo matutino,
divisó en el campo un bulto extraño que le llamó la atención. Se acercó
con sigilo al objeto de su escrutinio y al ver de qué se trataba, el
llanto ascendió por su esófago con la furia de una ola gigante en un
océano azotado por una tormenta. Un niño de unos cinco años agonizaba
tumbado boca arriba, con el estómago destrozado por la metralla.
-Ayúdame -sollozó la criatura en un idioma que Peter comenzaba a
aprender por pura necesidad.
El periodista cayó de rodillas junto al chiquillo con las venas
palpitando en las sienes. Tomó su cabecita sucia y ensangrentada y la
sostuvo en su regazo, abrazándole y llorando a gritos. Su compañero los
observaba con los ojos desorbitados, incapaz de comprender el porqué de
su reacción.
-Renton… será mejor que nos vayamos.
Peter clavó sus iris marrones en el niño. Las frías garras de la muerte
se habían apoderado de él y el brillo de la vida había huido de su
mirada infantil.
-Graba esto, Granger -le ordenó Peter.
-Pero tío…
-¡Que lo grabes te digo!
El cámara, temblando, obedeció. Renton, contemplando el objetivo con
odio, ladró:
-¡Madres americanas! ¿Veis a este niño asesinado? ¡Podría ser vuestro hijo!
Granger tembló y dudó si pulsar el botón “off” del aparato.
-Ni se te ocurra apagarla -amenazó Peter.
-Estás loco, Renton -susurró su interlocutor-. Nos va a caer una buena
por esto y no estoy por la labor de perder mi trabajo.
-Este chico ha perdido la vida -farfulló Peter entre dientes-. Los
héroes no matan inocentes, Granger.
De pronto se oyeron disparos. Los dos hombres miraron a su alrededor
desorientados, tratando de averiguar de dónde provenían. Peter se puso
en pie y chilló a voz en cuello:
-¿Queréis matarme? ¡Hacedlo, cerdos! ¡Hacedlo! Ya no tengo nada que perder.
Un estruendo ensordecedor estalló en sus tímpanos. Peter se mareó y se
desplomó en el suelo.
-¡Renton! ¡Por Dios! ¡Le habéis dado, desgraciados! ¡Le habéis dado!
-escuchó gemir a Granger.
Después, todo se sumió en una profunda oscuridad.

Despertó en la destartalada cama de un hospital cuatro días más tarde,
con un dolor insoportable en las costillas y unas vendas amarillentas
que le oprimían el abdomen. Le costaba respirar, y al analizar el
entorno de la habitación donde se hallaba, hizo una mueca de desdén.
Para ser un hospital, la higiene no era demasiado cuidada.
-En mitad de una guerra poco se puede pedir, señor Renton - dijo una voz
joven y femenina.
Peter se giró asustado y emitió un quejido a causa del pinchazo que
recibió en el estómago por el brusco movimiento.
-Tenga cuidado.
Renton elevó los párpados para mirar el rostro de la mujer que le
hablaba. Su inglés era correcto, aunque tenía un acento extraño.
-¿Quién eres? -inquirió con curiosidad.
Ella, tras cambiarle la bolsa de suero vacía por una nueva, respondió:
-Fatemeh. Y soy su enfermera.
El periodista recorrió el cuerpo de la intrusa con las pupilas
dilatadas, confundido. Le habían pegado un tiro en un descampado
abandonado y ahora una nativa le cuidaba como si fuese uno de los suyos.
-Soy americano -declaró, temiendo que al revelar su nacionalidad la
enfermera le tirara por la ventana.
-¿No me diga? -se burló Fatemeh-. Veamos… cabello castaño, ojos pardos,
piel blanca, rasgos occidentales y nombre anglosajón. Pues no, no parece
usted ser de ninguna de las provincias.
Peter rio.
-Un humor ácido el suyo.
La joven de negra cabellera y ojos del color de las aceitunas se inclinó
sobre él para meterle un termómetro en la boca. Peter experimentó un
ligero cosquilleo en la nariz al notar el aroma a una mezcla de canela
con alguna flor exótica.
-Tu perfume…
-Jazmín y canela. Los fabrica mi madre, que regentaba una tienda de
fragancias femeninas. Desde hace tres semanas los vende de puerta en puerta..
-¿Qué pasó con su negocio?
Fatemeh suspiró.
-Una bomba lo destrozó y no hay dinero para reconstruirlo. Además, dado
que estamos en guerra, tratar de llevar la misma vida de antes es una
pérdida de tiempo. ¿Cómo está hoy, señor Renton?
-Bien, gracias.
-Ahora quédese callado un momento, que voy a tomarle la temperatura.
Hipnotizado por el aura cautivadora de aquella desconocida, Peter
obedeció y relajó los músculos sobre la almohada que Fatemeh puso con
cuidado detrás de su espalda. Su pelo brillante y azabache le llegaba
hasta el hombro y Renton pensó que nunca había visto una melena tan
espectacular. Suerte que esta no estaba cubierta.
Fatemeh, que en silencio trataba de acabar su tarea, se sintió incómoda
ante tanto escrutinio. Dirigió su mirada a Peter por unos instantes,
clavando en él sus contraídas pupilas. Renton se dio cuenta en aquel
momento de que los ojos de la chica tenían pequeñas motitas marrones
desperdigadas por sus iris verdosos, como los melones piel de sapo que
probó en Madrid el año que fue con Sarah de vacaciones a España. Sarah…
Apartó la vista de la enfermera como si su retina irradiara algún tipo
de rayo nocivo para la salud y el abdomen volvió a dolerle como si un
niño estuviera saltando encima de él. Lo que estaba experimentando su
cuerpo era una burda traición al recuerdo de su preciosa esposa. ¿Cómo
podía sentirse atraído así por otra mujer? Habían pasado tres largos
años, pero el dolor por su amor perdido continuaba intacto. Quizá porque
nunca dejaría de amarla o porque se negaba a aceptar que, como le dijo
Miller, su mejor amigo, Sarah no regresaría y debía dejarla marchar.
Se miró la mano. Aún llevaba su alianza. Los recuerdos comenzaron a
aporrear su mente sin piedad y Peter estuvo a punto de girarse en su
catre para echarse a llorar con el rostro hundido en la almohada.
-¿Echa de menos a la señora Renton? -oyó preguntar a Fatemeh..
Peter la miró. Esa muchacha era muy observadora. Al ver que no
respondía, la joven continuó hablando, consciente de que entre ellos se
había instalado un singular ambiente de tensión.
-Hoy es un día especial para ustedes, ¿verdad?
El periodista frunció el ceño.
-Catorce de febrero, señor Renton. No me diga que lo ha olvidado. ¿No
celebran en Estados Unidos el día de los enamorados?
Peter abrió los ojos como platos. ¿Era San Valentín? ¿Y también el
cumpleaños de Sarah?
-Mi mujer falleció hace tres años - soltó con una repentina amargura -.
No tengo nada que celebrar.
-Oh, perdone. Lo siento mucho. Como aún lleva su alianza, no imaginé…
Qué estúpida he sido. Discúlpeme.
Las adorables mejillas de Fatemeh se tiñeron de escarlata y Peter notó
su rubor a pesar de que su piel morena lo disimulaba bastante. La
enfermera sacudió el termómetro después de tomarle la temperatura y afirmó:
-No hay fiebre. Se recuperará rápido. Pronto podrá regresar a su patria.
-¿Por qué no llevas velo?
Peter no llegó a adivinar qué parte de la pregunta la sobresaltó.
Fatemeh dio un respingo y se le cayó al suelo la bolsa vacía de suero.
-Perdona. ¿Te he ofendido con mi pregunta?
-No -contestó ella, enderezándose-. Supongo que con lo indiscreta que he
sido antes al hablarle de su familia sin conocerle, eso le da derecho a
hacerme otra pregunta de índole personal.
Sin vacilar, la enfermera introdujo su mano en el recatado escote de su
uniforme y agarró entre sus finos dedos una cadena de oro que llevaba
prendida al cuello, balanceando la pequeña cruz que colgaba de la misma.
-¿Eres cristiana?
-Sí, señor. Existe una comunidad importante de cristianos en Irak..
Aunque me temo que con el nuevo gobierno que se levantará después de la
guerra nos veremos obligados a emigrar. Ya no estaremos seguros en
ninguna parte.
Renton la miró con compasión.
-Solo queríamos ayudar, Fatemeh -afirmó avergonzado.
Ella le observó con recelo.
-A veces los remedios son peores que las enfermedades -aseveró-. Créame.
Soy enfermera. Si me disculpa, he de ir a atender a un par de quejicas
convalecientes.
Antes de que Fatemeh saliera, la boca de Peter se abrió automáticamente.
El periodista se sorprendió a sí mismo al osar decir:
-¿Volverás?
La chica sonrió.
-Regresaré tantas veces que se cansará de verme la cara, señor Renton.

Y así fue. Fatemeh regresó en innumerables ocasiones aunque, tal y como
le comentó Peter después, no se cansó en absoluto de verle la cara. Los
días pasaban ante sus ojos como una neblina que se asienta desafiante
entre los árboles de un bosque en una tarde otoñal, y la herida de bala
fue cerrando con lentitud, pero sin darle ni a él ni a los médicos
ninguna complicación. Al menos no física. Porque en lo que a él se
refería, su cabeza se hundía en un mar de confusión cada mañana que
Fatemeh entraba por la puerta con esa sonrisa radiante, el pelo recogido
en una coleta y dispuesta a darle conversación.
Como por arte de magia, esa chica alegre de tez del color del caramelo
líquido fue introduciéndose en su alma. Al comienzo se negaba a
asumirlo, mas la terrible atracción que sentía por ella tomaba las
riendas de la situación cuando se encontraban frente a frente en la
misma habitación. Le hablaba sin miedo, sin reservas, relataba historias
sobre su pueblo y le entretenía con los cuentos autóctonos que su abuela
le contaba de pequeña. Sus padres eran inmigrantes iraníes que se habían
establecido hacía veintiocho años en Irak y ella había nacido una
madrugada de primavera en la casa que éstos compraron a las afueras de
Bagdad.
Así era Fatemeh. Abierta, lista, divertida y hermosa. Le hacía reír con
sus ocurrencias y bromas inesperadas, y su compañía empezó a ser
necesaria para él cada minuto que transcurría en aquel país destrozado
por la guerra y la miseria. Necesaria para enfrentarse a la vida con
valentía y no desmayar en el intento de superar su rencor y su dolor.
Una tarde, cuando Peter y ella paseaban por los pasillos del hospital
una hora después de que Fatemeh terminara su turno, él le soltó:
-Creo que me he enamorado de ti.
Fatemeh aligeró el paso y se deslizó rápidamente por el corredor,
entrando en el cuarto donde Peter se recuperaba de su herida. Renton la
siguió en silencio y cerró la puerta, quedando detrás de la enfermera.
-Lo lamento. Lo he dicho sin pensar.
La joven se dio la vuelta. Su semblante era tan serio que Peter no supo
interpretar con exactitud qué clase de sentimientos había suscitado su
confesión.
-Señor Renton…
-Llámame Peter, ¿quieres?
-Peter.
-Así está mejor. Me hace sentirme menos imbécil.
Fatemeh se acercó y acarició su gruesa barba con el dorso de la mano.
-Estás más guapo con el rostro lampiño - anunció -. No estaría mal que
te cortaras el pelo y te afeitaras.
Cada rincón de la anatomía de Peter se electrificó con aquel inocente
toque. Giró la cabeza para besar el interior de la muñeca de su
interlocutora. Fatemeh no retiró la mano, lo que le dio a entender que
si trataba de avanzar más, ella no se lo impediría. La tomó de las manos
y se inclinó hacia adelante rozándole la frente con los labios.
-Fatemeh -susurró sin apenas aliento-. No sé qué me has hecho, pero
desde que has entrado en mi vida parezco otra persona. Ya no me duele
recordar quién soy ni lo que he vivido. No le encuentro una explicación
posible a nada de lo que sucede a nuestro alrededor y la ira que antes
me ayudaba a sobrevivir me causa ahora repugnancia. Era un monstruo
consumido por el afán de vengarme del mundo y me sorprende ver que mi
corazón aún es capaz de experimentar algo de calidez. Una calidez que me
envuelve por entero y que brota de tus preciosos ojos verdes.
Ella rio.
-Se te dan bien las palabras.
-Soy periodista. Me tragué años de estudios universitarios para aprender
a expresarme. No obstante te juro que la elocuencia se esfuma en cuanto
apareces en escena.
Fatemeh se puso de puntillas y le besó en la punta de la nariz. Renton
no permitió que se alejara y la apresó con sus brazos, impaciente por
probar el sabor de su boca carnosa e irresistiblemente femenina.
Cuando sus labios se fundieron en uno solo, todo dejó de tener sentido
para ellos. Un conflicto absurdo e inhumano había unido a dos almas
solitarias que lo habían perdido todo y Peter, envuelto en el delicioso
aroma floral de la mujer que le había devuelto las ganas de vivir,
sonrió al evocar el momento en el que se conocieron.
San Valentín. El día que la que fue su gran amor había escogido para
venir al mundo. Era el cumpleaños de Sarah y estaba convencido de que
esta, desde el cielo, había persuadido a Dios para que le diera una
segunda oportunidad para ser feliz.
-Ven conmigo a Estados Unidos - rogó pegado como una lapa a su boca,
como si sus pulmones dependieran del aliento que exhalaba su garganta
para continuar ejerciendo sus funciones vitales-. Ven conmigo, pequeña..
-¿Te das cuenta de lo que me pides, Peter? No puedo abandonar a los
míos. Mis padres…
-¿Crees que les gustaría vivir allí?
Fatemeh enarcó una ceja.
-¿Pretendes…?
-Subiré a un avión a toda tu familia si esa es la condición que me pones
para no desaparecer de mi vida.
-No te impongo ninguna condición.
-Entonces déjalo todo, cariño. Eres mi última oportunidad. ¿Lo
entiendes? No habrá más. Y si decides no salir de aquí y protegerte de
la muerte que acampa a sus anchas por las calles, no tendré otro remedio
que mandar a tomar viento a mi equipo y permanecer a tu lado.
-¡No harás eso! ¡No puedes! -exclamó ella dándole un manotazo en el
pecho-. Has perdido la cordura. Regresa a la paz de tu tierra, Peter.
Este no es tu lugar.
Renton sonrió con ironía. ¿Paz? No había paz para él ni en su patria ni
en ningún rincón del planeta. La batalla que libraba estaba en su
interior y no lograría vencer si no era de la mano de aquella mujer que
apareció como la respuesta a sus oraciones y llantos, igual que el hada
de Cenicienta fue atraída por los sollozos de la sirvienta cuando sus
malvadas hermanastras hicieron trizas su vestido de baile.
-Escúchame, Fatemeh -sentenció agarrando suavemente sus codos-. No me
iré sin ti. Es mi última palabra. Salvarnos a ambos o condenarnos a
intentar sobrevivir. Tú eliges.
La chica se desinfló ante su férrea determinación. Una dolorosa punzada
se alojó en su pecho y musitó llorosa:
-Amarte me dolerá mucho más de lo que creía.
El periodista la besó de nuevo.
-Hay dolores que solo reportan cosas buenas. Con dolor vienen los niños
al mundo.
Fatemeh no pudo más que reírse de su ingeniosa réplica y se apartó de él
al escuchar unos golpes en la puerta. Fue a abrir y encontró a Granger,
el cámara de Peter, en el umbral esperando.
-¿Se puede? -inquirió su compañero de trabajo.
Fatemeh se escurrió hacia la salida y les dejó solos. Granger miró a su
amigo.
-Acaban de darte el alta. Parece que te has recuperado bien. Van a abrir
una investigación por lo ocurrido. Ese disparo no iba dirigido a ti.
-Ahora mismo besaría el arma de quien me pegó ese tiro, Granger
-sentenció Renton, dejando a Granger con la boca abierta-. Hasta me
atrevería a besar al despistado que casi me arranca el bazo.
-Bueno, al menos has recobrado tu sentido del humor.
El corresponsal asintió.
-El sentido del humor y algo mucho más importante: el deseo de abrazar
la vida de nuevo -respondió mirando hacia la puerta cerrada.
-Un futuro prometedor se abría ante él. Y Fatemeh era la principal
culpable de eso.

-¿Peter?
Renton baja la mirada y se vuelve al oír su nombre. Por unos minutos, no
sabe cuántos, estuvo inmerso en los recuerdos que le trajeron hasta el
lugar en el que ahora se halla. Se coloca una mano sobre la antigua
herida de bala y la mira. Ahí está ella, al principio de la plataforma
de madera del embarcadero, negándose a cruzarla para ir en su busca.
Lleva un jersey de lana rosa y unos pantalones vaqueros adheridos a sus
espléndidas piernas como una segunda piel y su pelo negro, largo y
suelto, ondea al viento cual gloriosa bandera exhibida en lo alto de un
mástil. Le da miedo el agua. No sabe nadar y le aterroriza que las
tablas cedan bajo sus pies si se aventura a acercarse a él.
-La cena está hecha y ya he puesto la mesa. Si no vienes se enfriará.
-Ven.
-Fatemeh se niega rotundamente.
-No sé nadar, Peter. Ya lo sabes.
-Si te caes, el agua no te llegará más arriba de la cintura. Además,
estoy aquí. Nada malo te pasará. Disfruta conmigo de las vistas. El lago
Candlewood emite unos destellos de luz preciosos al anochecer.
-Mañana daremos una vuelta por tu querido lago en bote, ¿vale? -promete
la chica, abrazándose el cuerpo-. Hace frío. Vamos a entrar.
-Es cierto. En pleno febrero, el aire que pulula en el ambiente aún te
congela las orejas.
Renton accede a su petición y se retira de la barandilla, caminado en
dirección a la casita.
-¿Qué hay para cenar?
-Cordero con patatas de la huerta. Y budín de fresas. La receta de tu madre.
-¿Y el postre?
-Peter Renton, no seas indecente.
El ex periodista le propina una palmada en las nalgas y Fatemeh da un
respingo.
-Atrevido.
Ambos suben las escaleras de la mano y Peter entra al coqueto saloncito
preparado para la velada.
-Esto parece un centro de brujería -bromea al ver los cientos de velas
rojas encendidas desperdigadas por la estancia.
Su mujer frunce el ceño con desaprobación.
-Tu hermana me dio la idea, listillo.
-¿Te ha contado Charles que un año por poco incendia la casa con tanta
vela? A Rebecca le gusta prender fuego a las cosas. No le hagas nunca
caso a nada de lo que te diga.
La pareja se acomoda en la mesa con mantel de cuadros rojos y blancos y
Fatemeh destapa la bandeja. El estómago de Peter ruge como un león y
toma los cubiertos para disfrutar del festín.
Saborean la comida, mirándose de vez en cuando por encima del humo que
despide la carne asada. Las burbujitas del champán rompen el silencio
establecido entre ellos y Peter susurra, derrochando amor en sus palabras:
-Feliz San Valentín, cariño.
Fatemeh sonríe.
-Feliz San Valentín.
-¿Te gusta Connecticut?
-No la imaginaba así. Creí que en Estados Unidos solo había rascacielos.
-Pues Connecticut es un estado de lo más rural. He pensado que podríamos
comprarnos un terrenito aquí y construirnos una casa de estilo colonial.
La enfermera sopesa la proposición y no le parece mala idea. Ahora que
Peter está retirado del periodismo y se ha aventurado a probar suerte
como escritor de novela negra viendo el éxito que ha cosechado con su
primera novela, un pueblecito perdido en los boscosos parajes de
Connecticut es un sitio perfecto para dejar correr la imaginación.
-¿Terminaste ya de corregir el manuscrito? -pregunta con expectación.
Renton siempre le permite a ella ser la primera en leer sus historias.
-No estoy convencido con el antagonista. Reed no resulta creíble como
asesino perturbado. Un ex soldado que regresa de Afganistán
completamente enloquecido y que desea vengar la muerte de su novia a
manos de una mafia californiana… no sé. ¿No es algo exagerado?
-Yo creo que es una sinopsis estupenda y que venderás miles de ejemplares.
Renton sesga los labios en una media sonrisa, animado. Fatemeh tiene
buen olfato para los buenos relatos y sus críticas literarias son
bastante objetivas.
-Pues te lo pasaré esta semana. Quizá después de leerlo no pienses lo mismo.
-¿Qué te apuestas?
Peter finge meditar en una propuesta. Acto seguido contesta:
-Si el manuscrito no te gusta y al final tengo que modificarlo, te
bañarás conmigo desnuda en el lago. En verano, claro.
-Ni hablar. Tenemos bañera en el cuarto de baño. Una tan grande como una
piscina. Además, nos podrían ver. Y no sé nadar, Peter. Te lo he
repetido cientos de veces.
El recién estrenado escritor levanta la copa de champán en alto.
-Vamos a sellar esta apuesta con un brindis.
-No voy a bañarme en el lago.
-Sí que lo harás, si me obligas a reescribir mi novela.
-¿Sabes? He decidido que me encantan Reed y su mente enferma.
Peter estalla en carcajadas. Tras limpiarse las lágrimas con la manga de
su jersey, se levanta de su asiento, tendiendo la mano a su esposa.
-¿Bailamos?
Fatemeh señala el budín de fresas.
-Aún no hemos acabado.
-Luego nos lo comemos. Vamos a pedir a Ella que nos cante algo mientras
pisoteamos la alfombra con nuestros andares torpes y descompasados.
La joven accede a regañadientes e imita a su marido. Renton introduce un
CD en la minicadena y suspira, tomando a Fatemeh por la cintura y
preparándose para la apoteósica tarea de guiarla en los pasos de una
balada.
“You´re my funny valentine,
sweet comic valentine,
you made me smile with my heart….”
La letra de My Funny Valentine, cantada por la inolvidable y melodiosa
voz de la diva Ella Fitzgerald, acapara los sentidos de los dos amantes,
que se recorren la espalda con caricias cargadas de ternura, cual
cortina de agua que lame sensualmente las rocas de una cascada.
“Yet, you´re my favorite work of art…”
Fatemeh se estremece en los brazos de su amado al oírle cantar esas
palabras. Eres mi obra de arte favorita. El que compuso esa canción lo
hizo con muy mala idea. ¿Cómo podía resistirse una a hacer lo que su
hombre quisiera si este le hacía cosquillas en los oídos con frases tan
bonitas?
Sus glándulas lacrimales se ponen manos a la obra y le encharcan la
retina con aquel líquido salado que aparece en el momento menos
indicado, y Fatemeh comprueba que también se puede llorar de alegría. En
una ocasión le había dicho a Peter que las lágrimas por las penas
propias impedían que viéramos con claridad las desgracias ajenas, pero
en esos segundos de dicha suprema le importa un pimiento quedarse ciega
perdida y no ver nada más que el rostro de Peter pegado a ella. Él es su
momento. Su porción de gloria. Su hogar.
-Me estás mojando el jersey - murmura Renton, apartándose unos centímetros.
Fatemeh sonríe. Este acto se ha convertido en una especie de tic. Desde
que le conoció no es capaz de dejar de hacerlo.
Aparta un mechón de pelo castaño de la frente de su marido, que la
observa serio y con las pupilas dilatadas. Su barba de tres días le
queda endemoniadamente bien. Le rodea el cuello con sus delicados brazos
y le besa despacio, al compás de la música que suena por los altavoces.
Peter se detiene.
-Te quiero, Pete.
-Ajá. No me has comprado ningún regalo, ¿verdad?
-¿Por qué lo dices?
-Tratas de distraerme con zalamerías. Ahora intentarás seducirme y me
mostrarás algún tanga rosa transparente que tengas por ahí. Pero yo
quiero mi regalo. Que conste.
-¿Es que me has comprado tú algo?
Renton la suelta y se dirige al dormitorio, sacando del armario un
enorme oso de peluche de al menos un metro y medio de altura, con un
lazo gigante atado al pescuezo y un corazón bordado en el pecho.
-Aquí lo tienes. Me gasté un rollo de papel plateado intentando
envolverlo. Charles y Rebecca me ayudaron, pero no pudimos con él. No te
importa, ¿no?
Fatemeh ríe como una colegiala delante del guapo profesor de gimnasia el
primer día de instituto.
-Es imposible envolver semejante criatura. Trae.
La chica abraza su oso de peluche y lo estruja con fuerza.
-Gracias.
La señora Fitzgerald ha dejado de cantar. Ha llegado el momento de
decírselo. Se hizo la prueba cuatro veces esa mañana y le dio positiva.
¿Cómo dar una noticia así?
“Vas a ser padre”. No, esa es muy directa. “Estoy embarazada”. No, esa
tampoco. “Estoy esperando un bebé”. Esa está mejor.
-Pete, yo…
La frase se le atasca en la garganta y recuerda el primer día que llegó
a América y Peter le dio a probar un muesli extraño mezclado con leche
para desayunar. Qué potingue tan asqueroso. Se le pegaba en el paladar
como una bola de chicle en el pelo de una muñeca. Carraspea e inicia su
discurso.
-No… te he comprado nada.
El escritor se desinfla como un globo.
-Nena, dame mi regalo ahora mismo o te voy a matar a cosquillas.
-¡No!
Peter se prepara para atacar. Fatemeh se aleja con paso felino. El
hombre se lanza a por ella, que grita:
-¡Peter Renton! ¿Qué maneras son esas de tratar a la madre de tu hijo?
El depredador se queda inmóvil y sus facciones aterciopeladas y bañadas
por la luz de las velas se vuelven pétreas.
-¿Qué?
Fatemeh se ruboriza y asiente, extendiéndole unos patucos de lana
amarillos.
-Aún no sé si será niño o niña. Solo estoy de dos meses. Rebecca me ha
enviado varias revistas de punto. Le estoy haciendo una bufanda a juego.
Peter se arrodilla en el suelo y se arrastra en esa postura hacia
Fatemeh. Acaricia con la palma su vientre aún plano y acerca su mejilla.
-Aún es pronto para escuchar su corazón - le advierte ella.
Renton mira hacia arriba y la contempla embelesado.
-Gracias.
-¿Por qué?
-Por darme una segunda oportunidad. Por secar mis lágrimas. Por amarme..
La enfermera también se arrodilla y le abraza.
-¿Aún te duele quererla?
El escritor niega con energía. El mechón rebelde de su melena castaña
vuelve a escaparse de su sitio y cubre nuevamente su amplia frente.
-Sarah forma parte de mis recuerdos, Fatemeh. Un bello recuerdo que
guardaré como un tesoro en mi corazón. Pero tú ahora eres el presente.
El centro de mi existencia. El motivo por el que me levanto cada
amanecer dispuesto a enfrentarme a cualquier tempestad que se me ponga
delante. Te quiero a ti por ser quien eres. No eres la sustituta de
nadie. Si a alguien le has usurpado el trono es a la profunda soledad
que carcomía mis entrañas. Las palabras jamás podrán expresar lo mucho
que te amo.
Fatemeh se acurruca en el pecho de Peter y lanza un largo y silencioso
suspiro. Siglos atrás, el día catorce de febrero se convirtió en la
pesadilla de un hombre que fue cruelmente ejecutado por orden del
emperador Claudio solo por casar en secreto a las parejas que deseaban
unirse en sagrado matrimonio. Sin embargo, para ella es el día en el que
celebra su regreso a la vida gracias a aquel encuentro en un hospital de
Bagdad. Un regreso a la esperanza. A un futuro donde el amor llenará sus
años de buena ventura.
Una brisa fresca se cuela por la ventana abierta y les rodea el olor a
hierba húmeda que impregna el aire del bosquecillo. Peter besa su pelo y
canturrea otra vez My Funny Valentine, entonándola como si se tratara de
una serenata bajo el balcón de su dormitorio. Descubre jubilosa que la
felicidad puede tener nombre de persona. Y que, mientras esa persona
esté a bordo, no habrá tempestades que puedan hundir su barca.
-De acuerdo -contesta, decidida-. Lo haré.
-¿Que harás qué? -ronronea él.
-Me bañaré en el lago.
-¿Tan segura estás de que no te gustará la novela?
Fatemeh chasquea la lengua con un gesto de rendición en la mirada.
-No. Será un éxito rotundo. Esto no tiene que ver con mis gustos
literarios. Ya es hora de vencer mis miedos. Igual que tú has vencido
los tuyos.
Renton la besa en los párpados y la tumba en la mullida alfombra,
apoyando su cabeza con cuidado en el que, durante los próximos meses,
será el refugio de su bebé hasta que este esté preparado para mostrarse
al mundo.
-Claro que le ha comprado un regalo por San Valentín, mas aún no puede
dárselo, pues no han pisado todavía el aeropuerto. Lo único que espera
es que a sus suegros les agrade Estados Unidos, porque la patria de
Peter será su casa a partir de hoy.
No más llamadas telefónicas con el corazón en un puño, rogando porque la
fatalidad no haya decidido ensañarse con ellos. No más gritos en mitad
de la noche consecuencia de horribles pesadillas que muestran imágenes
nítidas de sangre, horror y muerte.
Su familia ya no estará cercada por los rifles ni las bombas. Ya no
venderán sus perfumes de puerta en puerta.
Un magnífico porvenir se alza para recibirles con los brazos abiertos y
Peter eleva al cielo una oración de agradecimiento. Se acabó el frío
invierno que anidaba en sus cándidas almas. Una nueva estación que hará
florecer sus corazones está a punto de comenzar.

FIN

Miranda Kellaway nació en Brasil, se educó en España y descubrió su
pasión por la escritura a una edad muy temprana. Miranda, que habla tres
idiomas, pertenece a la Asociación Cultural Victoriana Augusta, una
sociedad con sede en España dedicada a la recreación histórica de la
vida civil del siglo XIX. Actualmente reside en el Reino Unido.