Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El campeón de la muerte.

El campeón de la muerte – Enrique López Albújar – Perú

1.

Se había puesto el sol y sobre la impresionante tristeza del pueblo
comenzaba a asperjar la noche sus gotas de sombra. Liberato Tucto, en
cuclillas a la puerta de su choza, chachaba, obstinado en que su coca
le dijera qué suerte había corrido su hija, raptada desde hacía un mes
por un mozo del pueblo, a pesar de su vigilancia.
Durante esos treinta días su consumo de coca había sobrepasado al de
costumbre. Con regularidad matemática, sin necesidad de cronómetro que
le precisara el tiempo, cada tres horas, con rabia sorda y lenta, de
indio socarrón, y cachazudo, metía mano alhuallqui, que, inseparable y
terciado al cuerpo, parecía ser su fuente de consuelo. Sacaba la hoja
sagrada a puñaditos, con delicadeza de joyero que recogiera polvo de
diamantes, y se la iba embutiendo y aderezando con la cal de la
shipina, la que entraba y salía rápidamente de la boca como la pala
del horno.
Con la cabeza cubierta por un cómico gorro de lana, los ojos
semioblicuos y fríos –de frialdad ofídica- los pómulos de prominencia
mongólica, la nariz curva, agresiva y husmeadora, la boca tumefacta y
repulsiva por el uso inmoderado de la coca, que dejaba en los labios
un ribete verdusco y espumoso, y el poncho listado de colores sombríos
en el que estaba semienvuelto, el viejo Tucto parecía, más que un
hombre de estos tiempos, un ídolo incaico hecho carne.
Y de cada chacchada no había obtenido la misma respuesta. Unas veces
la coca le había parecido dulce y otras amarga, lo que le tenía
desconcertado, indeciso, sin saber qué partido tomar. Por antecedentes
de notoriedad pública sabía que Hilario Crispín, el raptor de su hija,
era un indio de malas entrañas, gran bebedor de chacta, ocioso, amigo
de malas juntas y seductor de doncellas; un mostrenco, como
castizamente llaman por estas tierras al hombre desocupado y
vagabundo. Y para un indio honrado esta es la peor de las tachas que
puede tener un pretendiente.
¿A dónde habría llevado el muy pícaro a su Faustina? ¿Qué vida estaría
haciéndola pasar? ¿O la habría abandonado ya en represalia de la
negativa que él, como hombre juicioso, le hiciera al padre de Crispín
cuando fue a pedírsela para su hijo?
En estas hondas meditaciones estaba el viejo Tucto el trigésimo día
del rapto de la añorada doncella, cuando de entre las sombras de la
noche naciente surgió la torva figura de un hombre, que, al descargar
en su presencia el saco que traía a las espaldas, dijo:
-Viejo, aquí te traigo a tu hija para que no la hagas buscar tanto, ni
andes por el pueblo diciendo que un mostrenco se la ha llevado.
Y, sin esperar respuesta, el hombre, que no era otro que Hilario
Crispín, desató el saco y vació de golpe el contenido, un contenido
nauseabundo, viscoso, horripilante, sanguinolento, macabro, que, al
caer, se esparció por el suelo, despidiendo un olor acre y repulsivo.
Aquello era la hija de Tucto descuartizada con prolijidad y paciencia
diabólicas, escalofriantes, con un ensañamiento de loco trágico.
Y con sarcasmo diabólico, el indio Crispín, después de sacudir el
saco, añadió burlonamente:
-No te dejo el saco porque puede servirme para ti si te atreves a
cruzarte en mi camino.
Y le volvió la espalda.
Pero el viejo, que, pasada la primera impresión, había logrado
impasibilizarse, levantóse y con tranquilidad, inexplicable en hombres
de otra raza, exclamó:
-Harás bien en llevarte tu saco; será robado y me traería mala suerte.
Pero ya que me has traído a mi hija debes dejar algo para las velas
del velorio y para atender a los que vengan a acompañarme. ¿No tendrás
siquiera un sol?
Crispín, que comprendió también la feroz ironía del viejo, sin volver
la cara respondió:
-¡Qué te podrá dar un mostrenco! ¿No quisieras una cuchillada, viejo ladrón?
Y el indio desapareció, rasgando con una interjección flagelante el
silencio de la noche…
II
Entre la falda de una montaña y el serpenteo atronador y tormentoso
del Marañón yacen sobre el regazo fértil de un valle cien chozas
desmedradas, rastreras y revueltas, como cien fichas de dominó sobre
un tapete verde. Es Pampamarca. En medio de la vida pastoril y
semibárbara de sus moradores, la única distracción que tienen es el
tiro al blanco, que les sirve de pretexto para sus grandes bebezones
de chicha y chacta y para consumir también gran cantidad de cápsulas,
a pesar de las dificultades que tienen que vencer para conseguirlas,
llevándoles su afición, hasta pagar en casos urgentes media libra por
una cacerina de máuser. A causa de esto tienen agentes en las
principales poblaciones del departamento, encargados de proveerles de
munición por todos los medios posibles, los que, conocedores del
interés y largueza de sus clientes, explotan el negocio con una
desmedida sordidez, multiplicando el valor de la siniestra mercancía y
corrompiendo con precios tentadores a la autoridad política y al
gendarme.
Y cuando el agente es moroso o poco solícito, ellos bajan de sus
alturas, sin importarles las grandes distancias que tienen que
recorrer a pie, y se les ve entonces en Huanuco, andando lentamente,
como distraídos, con caras de candor rayanas en la idiotez, penetrando
en todas las tiendas, hasta en las boticas, en donde comienzan por
preguntar tímidamente por las clásicas cápsulas del 44 y acaban por
pedir balas de todos los sistemas en uso. Se les conoce tanto que, a
pesar del cuidado que ponen en pasar inadvertidos, todo el que los ve
murmura despectivamente: “shucuy de Dos de Mayo”, y los comerciantes
los reciben con una amabilidad y una sonrisa que podría traducirse en
esta frase: “Ya sé lo que quieres, shucuysito: munición para alguna
diablura”.
Es en este caserío, en esta tierras de tiradores –illapaco jumapa-,
como se les llama en la provincia, donde tuvo la gloria de ver por
primera vez el sol Juan Jorge, flor y nata de illapacos, habiendo
llegado a los treinta años con una celebridad que pone los pelos de
punta cundo se relatan sus hazañas y hace desfallecer de entusiasmo a
las doncellas indias de diez leguas a la redonda. Y viene a aumentar
esta celebridad, si cabe, la fama de ser, además, el mozo un eximio
guitarrista y un cantor de yaravíes capaz de doblegar el corazón
femenino más rebelde.
Y también porque no es un shucuy, ni un cicatero. Y en cuanto a vestir
y calzar, calza y viste como lomistis, y luce cadena y reloj cuando
baja a los pueblos grandes a rematar su negocio –como dice él mismo-
que consiste en eliminar de este mezquino mundo a algún predestinado
al honor de recibir entre los dos ojos una bala suya.
III
En lo que Juan Jorge no andaba equivocado, porque su fortuna y
bienestar eran fruto de dos factores suyos: el pulso y el ojo.
IV
Y fue a este personaje, a esta flor y nata de illapacos, a quien el
viejo Tucto le mandó su mujer para que contratara la desaparición del
indio Hilario Crispín, cuya muerte era indispensable para tranquilidad
de su conciencia, satisfacción de los yayas y regocijo de su Faustina
en la otra vida.
La mujer de Tucto, lo primero que hizo, después de saludar
humildemente al terrible illapaco, fue sacar un puñado de coca y
ofrecérselo con estas palabras:
-Para que endulces tu boca, taita.
-Gracias, abuela; siéntate.
Juan Jorge aceptó la coca y se puso a chacchar lentamente, con la
mirada divagante, como embargado por un pensamiento misterioso y
solemne. Pasado un largo rato, preguntó:
-¿Qué te trae por aquí Marina?
-Vengo para que me desaparezcas a un hombre malo.
-¡Hum! Tu coca no está muy dulce…
-Tomarás más, taita. Yo la encuentro muy dulce… y también te traigo
Ishcayrealgota.
Y sacando la botella de agua de florida llena de chacta se la pasó al illapaco.
-Bueno. Beberemos.
Y ambos bebieron un buen trago, paladeándole con una fruición más
fingida que real.
-¿Quién es el hombre malo y qué ha hecho, por que tú sabrás que yo no
me alquilo sino para matar criminales. Mi máuser es como la vara de la
justicia…
-Hiralio Crispín, de Patay – Rondos, taita, que ha matado a mi Fausta.
-Lo conozco; buen cholo. Lástima que haya matado a tu hija, porque es
un indio valiente y no lo hace mal con la carabina. Su padre tiene
terrenos y ganados. ¿Y estás segura de que Crispín es el asesino de tu
hija?
-Como de que ayer la enterramos. Es un perro rabioso, un mostrenco.
-¿Y cuánto vas a pagar porque lo mate?
-Hasta dos toros me manda a ofrecerte Liberato.
-No me conviene. Ese cholo vale cuatro toros; ni uno menos.
-Se te darán, taita. También me encarga Liberato decirte que han de
ser diez tiros los que le pongas al mostrenco, y que el último sea el
que le despene.
Juan Jorge se levantó bruscamente y exclamó:
-¡Tatau! Pides mucho. Pides una cosa que nunca he hecho, ni se ha
acostumbrado jamás por aquí.
-Se te pagará, taita. Tiras bien y te será fácil.
Juan Jorge volvió a sentarse, se echó un poco de coca a la boca y
después de meditar un gran rato en quién sabe qué cosas, que le
hicieron sonreír, dijo:
-Bueno; diez, quince y veinte si quieres. Pero te advierto que cada
tiro va a costarle a Liberato un carnero de yapa. Los tiros de máuser
están hoy muy escasos y no hay que desperdiciarlos en caprichos que
pague su capricho Tucto. Además, haciéndole tantos tiros a un hombre,
corro el peligro de desacreditarme, de que se rían de mí hasta los
escopeteros.
-Se te darán las yapas, taita. De lo demás no tengas cuidado. Yo haré
saber que lo has hecho así por encargo.
-Juan Jorge se frotó las manos, sonrió, dióle una palmadita a la
Martina y resolviese a sellar el pacto con estas palabras:
-De aquí a mañana haré averiguar con mis agentes si es verdad que
Hilario Crispín es el asesino de tu hija, y si así fuera, mandaré por
el ganado como señal de que acepto el compromiso.
V
Cuatro días después comenzó la persecución de Hilario Crispín. Jorge y
Tucto se metieron en una aventura preñada de dificultades y peligros,
en que había que marchar lentamente, con precauciones infinitas,
ascendiendo por despeñaderos horripilantes, cruzando sendas
inverosímiles, permaneciendo ocultos entre las rocas horas enteras,
descansando en cuevas húmedas y sombrías, evitando encuentros
sospechosos, esperando la noche para proveerse de agua en los
manantiales y quebradas. Una verdadera cacería épica, en la que el uno
dormía mientras el otro avizoraba, lista la carabina para disparar.
Peor que si se tratara de cazar a un tigre.
Y el illapaco, que a previsor no le ganaba ya ni su maestro Ceferino,
había preparado el máuser, la víspera de la partida, con un esmero y
una habilidad irreprochables. Porque Juan Jorge, fuera de saber el
peligro que corría si llegaba a descuidarse y ponerse a tiro del indio
Crispín, feroz y astuto, estaba obsedido por una preocupación, que
sólo por orgullo se había atrevido a arrostrarla: tenía una
supersición suya, enteramente suya según la cual un illapaco corre
gran riesgo cuando va a matar a un hombre que completa cifra impar en
la lista de sus víctimas. Tal vez por eso siempre la primera víctima
hace temblar el pulso más que las otras, como decía el maestro
Ceferino. Y Crispín, según su cuenta, iba a ser el número sesenta y
nueve. Esta superstición la debía a que en tres o cuatro ocasiones
había estado a punto de parecer a manos de sus victimados,
precisamente al añadir una cifra impar a la cuenta.
Por esta razón sólo se aventuraba en los desfiladeros después de otear
largamente todos los accidentes del terreno, todas las peñas y
recovecos, todo aquello que pudiera servir para una emboscada.
Así pasaron tres días. En la mañana del cuarto, Juan Jorge, que ya se
iba impacientando y cuya inquietud aumentaba a medida que transcurría
el tiempo, dijo, mientras descansaba a la sombra de un peñasco:
-Creo que el cholo ha tirado largo, o estará metido en alguna cueva,
de donde sólo saldrá de noche.
-El mostrenco está por aquí, taita. En esta quebrada se refugian todos
los asesinos y ladrones que persigue la fuerza. Cunce Maille estuvo
aquí un año y se burló de todos los gendarmes que lo persiguieron.
-Peor entonces. No vamos a encontrar a Crispín ni en un mes.
-No será así, taita. Los que persiguen no saben buscar; pasan y pasan
y el perseguido está viéndoles pasar.
Hay que tener mucha paciencia. Aquí estamos en buen sitio y te juro
que no pasará el día sin que aparezca el mostrenco por la quebrada, o
salga de alguna cueva de las que ves al frente. El hambre o la sed le
harán salir.
Esperemos quietos.
Y tuvo razón Tucto al decir que Crispín no andaba lejos, pues a poco
de callarse, del fondo de la quebrada surgió un hombre con la carabina
en la diestra, mirando a todas partes recelosamente y tirando de un
carnero, que se obstinaba en no querer andar.
-Lo ves, taita –dijo levemente el viejo Tucto, que durante toda la
mañana no había apartado los ojos de la quebrada-. Es Crispín. Cuando
yo te decía… Apúntale, apúntale; asegúralo bien.
Al ver Juan Jorge a su presa se le enrojecieron los ojos, se le
inflaron las narices, como al llama cuando husmea cara al viento, y
lanzó un hondo suspiro de satisfacción. Revisó en seguida el máuser y
después de apreciar rápidamente la distancia, contestó:
-Ya lo ví; se conoce que tiene hambre, de otra manera no se habría
aventurado a salir de día de su cueva. Pero no voy a dispararle desde
aquí; apenas habrán unos ciento cincuenta metros y tendría que variar
todos mis cálculos. Retrocedamos.
-¡Taita, que se te va a escapar!…
-¡No seas bruto! Si nos viera, más tardaría él en echar a correr que
yo en meterle una bala. Ya tengo el corazón tranquilo y el pulso
firme.
Y ambos, arrastrándose felinamente y con increíble rapidez, fueron a
parapetarse tras una blanca peñolería que semejaba una reventazón de
olas.
-Aquí estamos bien –murmuró Juan Jorge-. Doscientos metros justos; lo
podría jurar.
Y, después de quitar el seguro y levantar el librillo, se tendió con
toda la corrección de un tirador de ejército, que se prepara a
disputar un campeonato, al mismo tiempo que musitaba:
-¡Atención, viejito! Está en la mano derecha para que no vuelva a
disparar más. ¿Te parece bien?
-Si taita, pero no olvides que son diez tiros los que tienes que
ponerle. No vayas a matarlo todavía.
Sonó un disparo y la carabina voló por el aire y el indio Crispín dio
un rugido y un salto tigresco, sacudiendo furiosamente la diestra. En
seguida miró a todas partes, como queriendo descubrir de donde había
partido el disparo, recogió con la otra mano el arma y echó a correr
en dirección a unas peñas; pero no habría avanzado diez pasos cuando
un seguro tiro le hizo caer y rodar al punto de partida.
-Esta ha sido en la pierna derecha –dijo sonriendo el feroz illapaco–
para que no pueda escapar. Veo que completaré con felicidad mi sesenta
y nueve. Y volvió a encararse el arma y un tercer disparo fue a
romperle al infeliz la otra pierna. El indio trató de incorporarse,
pero solamente logro ponerse rodillas. En esta actitud levantó las
manos al cielo, como demandando piedad, y después cayó de espaldas,
convulsivo, estertorante, hasta quedarse inmóvil.
-¡Los has muerto, taita!
-No, hombre. Yo sé donde apunto. Está más vivo que nosotros. Se hace
el muerto por ver si lo dejamos allí, o cometemos la tontería de ir a
verlo, para aprovecharse él del momento y meternos una puñalada. Así
me engañó una vez José Illatopa y casi me vacía el vientre. Esperemos
que se mueva.
Y Juan Jorge encendió un cigarro y se puso a fumar, observando con
interés las espirales del humo.
-¿Te fijas, viejo? El humo sube derecho; buena suerte.
-Va a verte Crispín, taita, no fumes.
-No importa. Ya está al habla con mi máuser.
El herido, que al parecer había simulado la muerte, juzgando tal vez
que había transcurrido ya el tiempo suficiente para que el asesino lo
hubiera abandonado, o quizás por no poder ya soportar los dolores que,
seguramente, estaba padeciendo, se volteó y comenzó a arrastrarse en
dirección a una cueva que distaría uno cincuenta pasos.
Juan volvió a sonreír y volvió a apuntar, diciendo:
-A la mano izquierda…
y así fue: la mano izquierda quedó destrozada. El indio, descubierto
en su juego, aterrorizado por la certeza y ferocidad con que le iban
hiriendo, convencido de que su victimador no podía ser otro que el
illapacode Pampamarca, ante cuyo máuser no había salvación posible, lo
arriesgó todo y comenzó a pedir socorro a grandes voces y a maldecir a
su asesino.
Pero Juan Jorge, que había estado siguiendo con el fusil encarado
todos los movimientos del indio, aprovechando del momento en que éste
quedará de perfil, disparó el quinto tiro, no sin haber dicho antes:
-Para que calles…
el indio calló inmediatamente, como por ensalmo, llevándose a la boca
las manos semimutiladas y sangrientas. El tiro le había destrozado la
mandíbula inferior. Y así fue hiriéndole el terrible illapaco en otras
partes del cuerpo, hasta que la décima bala, penetrándole por el oído,
le destrozó el cráneo.
Había tardado una hora en este satánico ejercicio; una hora de horror,
de ferocidad siniestra, de refinamiento inquisitorial, que el viejo
Tucto saboreó con fruición y que fue para Juan Jorge la hazaña más
grande de su vida de campeón de la muerte.
En seguida descendieron ambos hasta donde yacía destrozado por diez
balas, como un andrajo humano, el infeliz Crispín. Tucto le volvió
boca arriba de un puntapié, desenvainó su cuchillo y diestramente le
sacó los ojos.
-Estos –dijo, guardando los ojos en el huallqui– para que no me
persigan; y ésta –dándole una feroz tarascada a la lengua- para que no
avise.
-Y para mí el corazón –añadió Juan jorge-. Sácalo bien. Quiero
comérmelo porque es de un cholo muy valiente.

Se había puesto el sol y sobre la impresionante tristeza del pueblo
comenzaba a asperjar la noche sus gotas de sombra. Liberato Tucto, en
cuclillas a la puerta de su choza, chachaba, obstinado en que su coca
le dijera qué suerte había corrido su hija, raptada desde hacía un mes
por un mozo del pueblo, a pesar de su vigilancia.
Durante esos treinta días su consumo de coca había sobrepasado al de
costumbre. Con regularidad matemática, sin necesidad de cronómetro que
le precisara el tiempo, cada tres horas, con rabia sorda y lenta, de
indio socarrón, y cachazudo, metía mano alhuallqui, que, inseparable y
terciado al cuerpo, parecía ser su fuente de consuelo. Sacaba la hoja
sagrada a puñaditos, con delicadeza de joyero que recogiera polvo de
diamantes, y se la iba embutiendo y aderezando con la cal de la
shipina, la que entraba y salía rápidamente de la boca como la pala
del horno.
Con la cabeza cubierta por un cómico gorro de lana, los ojos
semioblicuos y fríos –de frialdad ofídica- los pómulos de prominencia
mongólica, la nariz curva, agresiva y husmeadora, la boca tumefacta y
repulsiva por el uso inmoderado de la coca, que dejaba en los labios
un ribete verdusco y espumoso, y el poncho listado de colores sombríos
en el que estaba semienvuelto, el viejo Tucto parecía, más que un
hombre de estos tiempos, un ídolo incaico hecho carne.
Y de cada chacchada no había obtenido la misma respuesta. Unas veces
la coca le había parecido dulce y otras amarga, lo que le tenía
desconcertado, indeciso, sin saber qué partido tomar. Por antecedentes
de notoriedad pública sabía que Hilario Crispín, el raptor de su hija,
era un indio de malas entrañas, gran bebedor de chacta, ocioso, amigo
de malas juntas y seductor de doncellas; un mostrenco, como
castizamente llaman por estas tierras al hombre desocupado y
vagabundo. Y para un indio honrado esta es la peor de las tachas que
puede tener un pretendiente.
¿A dónde habría llevado el muy pícaro a su Faustina? ¿Qué vida estaría
haciéndola pasar? ¿O la habría abandonado ya en represalia de la
negativa que él, como hombre juicioso, le hiciera al padre de Crispín
cuando fue a pedírsela para su hijo?
En estas hondas meditaciones estaba el viejo Tucto el trigésimo día
del rapto de la añorada doncella, cuando de entre las sombras de la
noche naciente surgió la torva figura de un hombre, que, al descargar
en su presencia el saco que traía a las espaldas, dijo:
-Viejo, aquí te traigo a tu hija para que no la hagas buscar tanto, ni
andes por el pueblo diciendo que un mostrenco se la ha llevado.
Y, sin esperar respuesta, el hombre, que no era otro que Hilario
Crispín, desató el saco y vació de golpe el contenido, un contenido
nauseabundo, viscoso, horripilante, sanguinolento, macabro, que, al
caer, se esparció por el suelo, despidiendo un olor acre y repulsivo.
Aquello era la hija de Tucto descuartizada con prolijidad y paciencia
diabólicas, escalofriantes, con un ensañamiento de loco trágico.
Y con sarcasmo diabólico, el indio Crispín, después de sacudir el
saco, añadió burlonamente:
-No te dejo el saco porque puede servirme para ti si te atreves a
cruzarte en mi camino.
Y le volvió la espalda.
Pero el viejo, que, pasada la primera impresión, había logrado
impasibilizarse, levantóse y con tranquilidad, inexplicable en hombres
de otra raza, exclamó:
-Harás bien en llevarte tu saco; será robado y me traería mala suerte.
Pero ya que me has traído a mi hija debes dejar algo para las velas
del velorio y para atender a los que vengan a acompañarme. ¿No tendrás
siquiera un sol?
Crispín, que comprendió también la feroz ironía del viejo, sin volver
la cara respondió:
-¡Qué te podrá dar un mostrenco! ¿No quisieras una cuchillada, viejo ladrón?
Y el indio desapareció, rasgando con una interjección flagelante el
silencio de la noche…
II
Entre la falda de una montaña y el serpenteo atronador y tormentoso
del Marañón yacen sobre el regazo fértil de un valle cien chozas
desmedradas, rastreras y revueltas, como cien fichas de dominó sobre
un tapete verde. Es Pampamarca. En medio de la vida pastoril y
semibárbara de sus moradores, la única distracción que tienen es el
tiro al blanco, que les sirve de pretexto para sus grandes bebezones
de chicha y chacta y para consumir también gran cantidad de cápsulas,
a pesar de las dificultades que tienen que vencer para conseguirlas,
llevándoles su afición, hasta pagar en casos urgentes media libra por
una cacerina de máuser. A causa de esto tienen agentes en las
principales poblaciones del departamento, encargados de proveerles de
munición por todos los medios posibles, los que, conocedores del
interés y largueza de sus clientes, explotan el negocio con una
desmedida sordidez, multiplicando el valor de la siniestra mercancía y
corrompiendo con precios tentadores a la autoridad política y al
gendarme.
Y cuando el agente es moroso o poco solícito, ellos bajan de sus
alturas, sin importarles las grandes distancias que tienen que
recorrer a pie, y se les ve entonces en Huanuco, andando lentamente,
como distraídos, con caras de candor rayanas en la idiotez, penetrando
en todas las tiendas, hasta en las boticas, en donde comienzan por
preguntar tímidamente por las clásicas cápsulas del 44 y acaban por
pedir balas de todos los sistemas en uso. Se les conoce tanto que, a
pesar del cuidado que ponen en pasar inadvertidos, todo el que los ve
murmura despectivamente: “shucuy de Dos de Mayo”, y los comerciantes
los reciben con una amabilidad y una sonrisa que podría traducirse en
esta frase: “Ya sé lo que quieres, shucuysito: munición para alguna
diablura”.
Es en este caserío, en esta tierras de tiradores –illapaco jumapa-,
como se les llama en la provincia, donde tuvo la gloria de ver por
primera vez el sol Juan Jorge, flor y nata de illapacos, habiendo
llegado a los treinta años con una celebridad que pone los pelos de
punta cundo se relatan sus hazañas y hace desfallecer de entusiasmo a
las doncellas indias de diez leguas a la redonda. Y viene a aumentar
esta celebridad, si cabe, la fama de ser, además, el mozo un eximio
guitarrista y un cantor de yaravíes capaz de doblegar el corazón
femenino más rebelde.
Y también porque no es un shucuy, ni un cicatero. Y en cuanto a vestir
y calzar, calza y viste como lomistis, y luce cadena y reloj cuando
baja a los pueblos grandes a rematar su negocio –como dice él mismo-
que consiste en eliminar de este mezquino mundo a algún predestinado
al honor de recibir entre los dos ojos una bala suya.
III
En lo que Juan Jorge no andaba equivocado, porque su fortuna y
bienestar eran fruto de dos factores suyos: el pulso y el ojo.
IV
Y fue a este personaje, a esta flor y nata de illapacos, a quien el
viejo Tucto le mandó su mujer para que contratara la desaparición del
indio Hilario Crispín, cuya muerte era indispensable para tranquilidad
de su conciencia, satisfacción de los yayas y regocijo de su Faustina
en la otra vida.
La mujer de Tucto, lo primero que hizo, después de saludar
humildemente al terrible illapaco, fue sacar un puñado de coca y
ofrecérselo con estas palabras:
-Para que endulces tu boca, taita.
-Gracias, abuela; siéntate.
Juan Jorge aceptó la coca y se puso a chacchar lentamente, con la
mirada divagante, como embargado por un pensamiento misterioso y
solemne. Pasado un largo rato, preguntó:
-¿Qué te trae por aquí Marina?
-Vengo para que me desaparezcas a un hombre malo.
-¡Hum! Tu coca no está muy dulce…
-Tomarás más, taita. Yo la encuentro muy dulce… y también te traigo
Ishcayrealgota.
Y sacando la botella de agua de florida llena de chacta se la pasó al illapaco.
-Bueno. Beberemos.
Y ambos bebieron un buen trago, paladeándole con una fruición más
fingida que real.
-¿Quién es el hombre malo y qué ha hecho, por que tú sabrás que yo no
me alquilo sino para matar criminales. Mi máuser es como la vara de la
justicia…
-Hiralio Crispín, de Patay – Rondos, taita, que ha matado a mi Fausta.
-Lo conozco; buen cholo. Lástima que haya matado a tu hija, porque es
un indio valiente y no lo hace mal con la carabina. Su padre tiene
terrenos y ganados. ¿Y estás segura de que Crispín es el asesino de tu
hija?
-Como de que ayer la enterramos. Es un perro rabioso, un mostrenco.
-¿Y cuánto vas a pagar porque lo mate?
-Hasta dos toros me manda a ofrecerte Liberato.
-No me conviene. Ese cholo vale cuatro toros; ni uno menos.
-Se te darán, taita. También me encarga Liberato decirte que han de
ser diez tiros los que le pongas al mostrenco, y que el último sea el
que le despene.
Juan Jorge se levantó bruscamente y exclamó:
-¡Tatau! Pides mucho. Pides una cosa que nunca he hecho, ni se ha
acostumbrado jamás por aquí.
-Se te pagará, taita. Tiras bien y te será fácil.
Juan Jorge volvió a sentarse, se echó un poco de coca a la boca y
después de meditar un gran rato en quién sabe qué cosas, que le
hicieron sonreír, dijo:
-Bueno; diez, quince y veinte si quieres. Pero te advierto que cada
tiro va a costarle a Liberato un carnero de yapa. Los tiros de máuser
están hoy muy escasos y no hay que desperdiciarlos en caprichos que
pague su capricho Tucto. Además, haciéndole tantos tiros a un hombre,
corro el peligro de desacreditarme, de que se rían de mí hasta los
escopeteros.
-Se te darán las yapas, taita. De lo demás no tengas cuidado. Yo haré
saber que lo has hecho así por encargo.
-Juan Jorge se frotó las manos, sonrió, dióle una palmadita a la
Martina y resolviese a sellar el pacto con estas palabras:
-De aquí a mañana haré averiguar con mis agentes si es verdad que
Hilario Crispín es el asesino de tu hija, y si así fuera, mandaré por
el ganado como señal de que acepto el compromiso.
V
Cuatro días después comenzó la persecución de Hilario Crispín. Jorge y
Tucto se metieron en una aventura preñada de dificultades y peligros,
en que había que marchar lentamente, con precauciones infinitas,
ascendiendo por despeñaderos horripilantes, cruzando sendas
inverosímiles, permaneciendo ocultos entre las rocas horas enteras,
descansando en cuevas húmedas y sombrías, evitando encuentros
sospechosos, esperando la noche para proveerse de agua en los
manantiales y quebradas. Una verdadera cacería épica, en la que el uno
dormía mientras el otro avizoraba, lista la carabina para disparar.
Peor que si se tratara de cazar a un tigre.
Y el illapaco, que a previsor no le ganaba ya ni su maestro Ceferino,
había preparado el máuser, la víspera de la partida, con un esmero y
una habilidad irreprochables. Porque Juan Jorge, fuera de saber el
peligro que corría si llegaba a descuidarse y ponerse a tiro del indio
Crispín, feroz y astuto, estaba obsedido por una preocupación, que
sólo por orgullo se había atrevido a arrostrarla: tenía una
supersición suya, enteramente suya según la cual un illapaco corre
gran riesgo cuando va a matar a un hombre que completa cifra impar en
la lista de sus víctimas. Tal vez por eso siempre la primera víctima
hace temblar el pulso más que las otras, como decía el maestro
Ceferino. Y Crispín, según su cuenta, iba a ser el número sesenta y
nueve. Esta superstición la debía a que en tres o cuatro ocasiones
había estado a punto de parecer a manos de sus victimados,
precisamente al añadir una cifra impar a la cuenta.
Por esta razón sólo se aventuraba en los desfiladeros después de otear
largamente todos los accidentes del terreno, todas las peñas y
recovecos, todo aquello que pudiera servir para una emboscada.
Así pasaron tres días. En la mañana del cuarto, Juan Jorge, que ya se
iba impacientando y cuya inquietud aumentaba a medida que transcurría
el tiempo, dijo, mientras descansaba a la sombra de un peñasco:
-Creo que el cholo ha tirado largo, o estará metido en alguna cueva,
de donde sólo saldrá de noche.
-El mostrenco está por aquí, taita. En esta quebrada se refugian todos
los asesinos y ladrones que persigue la fuerza. Cunce Maille estuvo
aquí un año y se burló de todos los gendarmes que lo persiguieron.
-Peor entonces. No vamos a encontrar a Crispín ni en un mes.
-No será así, taita. Los que persiguen no saben buscar; pasan y pasan
y el perseguido está viéndoles pasar.
Hay que tener mucha paciencia. Aquí estamos en buen sitio y te juro
que no pasará el día sin que aparezca el mostrenco por la quebrada, o
salga de alguna cueva de las que ves al frente. El hambre o la sed le
harán salir.
Esperemos quietos.
Y tuvo razón Tucto al decir que Crispín no andaba lejos, pues a poco
de callarse, del fondo de la quebrada surgió un hombre con la carabina
en la diestra, mirando a todas partes recelosamente y tirando de un
carnero, que se obstinaba en no querer andar.
-Lo ves, taita –dijo levemente el viejo Tucto, que durante toda la
mañana no había apartado los ojos de la quebrada-. Es Crispín. Cuando
yo te decía… Apúntale, apúntale; asegúralo bien.
Al ver Juan Jorge a su presa se le enrojecieron los ojos, se le
inflaron las narices, como al llama cuando husmea cara al viento, y
lanzó un hondo suspiro de satisfacción. Revisó en seguida el máuser y
después de apreciar rápidamente la distancia, contestó:
-Ya lo ví; se conoce que tiene hambre, de otra manera no se habría
aventurado a salir de día de su cueva. Pero no voy a dispararle desde
aquí; apenas habrán unos ciento cincuenta metros y tendría que variar
todos mis cálculos. Retrocedamos.
-¡Taita, que se te va a escapar!…
-¡No seas bruto! Si nos viera, más tardaría él en echar a correr que
yo en meterle una bala. Ya tengo el corazón tranquilo y el pulso
firme.
Y ambos, arrastrándose felinamente y con increíble rapidez, fueron a
parapetarse tras una blanca peñolería que semejaba una reventazón de
olas.
-Aquí estamos bien –murmuró Juan Jorge-. Doscientos metros justos; lo
podría jurar.
Y, después de quitar el seguro y levantar el librillo, se tendió con
toda la corrección de un tirador de ejército, que se prepara a
disputar un campeonato, al mismo tiempo que musitaba:
-¡Atención, viejito! Está en la mano derecha para que no vuelva a
disparar más. ¿Te parece bien?
-Si taita, pero no olvides que son diez tiros los que tienes que
ponerle. No vayas a matarlo todavía.
Sonó un disparo y la carabina voló por el aire y el indio Crispín dio
un rugido y un salto tigresco, sacudiendo furiosamente la diestra. En
seguida miró a todas partes, como queriendo descubrir de donde había
partido el disparo, recogió con la otra mano el arma y echó a correr
en dirección a unas peñas; pero no habría avanzado diez pasos cuando
un seguro tiro le hizo caer y rodar al punto de partida.
-Esta ha sido en la pierna derecha –dijo sonriendo el feroz illapaco–
para que no pueda escapar. Veo que completaré con felicidad mi sesenta
y nueve. Y volvió a encararse el arma y un tercer disparo fue a
romperle al infeliz la otra pierna. El indio trató de incorporarse,
pero solamente logro ponerse rodillas. En esta actitud levantó las
manos al cielo, como demandando piedad, y después cayó de espaldas,
convulsivo, estertorante, hasta quedarse inmóvil.
-¡Los has muerto, taita!
-No, hombre. Yo sé donde apunto. Está más vivo que nosotros. Se hace
el muerto por ver si lo dejamos allí, o cometemos la tontería de ir a
verlo, para aprovecharse él del momento y meternos una puñalada. Así
me engañó una vez José Illatopa y casi me vacía el vientre. Esperemos
que se mueva.
Y Juan Jorge encendió un cigarro y se puso a fumar, observando con
interés las espirales del humo.
-¿Te fijas, viejo? El humo sube derecho; buena suerte.
-Va a verte Crispín, taita, no fumes.
-No importa. Ya está al habla con mi máuser.
El herido, que al parecer había simulado la muerte, juzgando tal vez
que había transcurrido ya el tiempo suficiente para que el asesino lo
hubiera abandonado, o quizás por no poder ya soportar los dolores que,
seguramente, estaba padeciendo, se volteó y comenzó a arrastrarse en
dirección a una cueva que distaría uno cincuenta pasos.
Juan volvió a sonreír y volvió a apuntar, diciendo:
-A la mano izquierda…
y así fue: la mano izquierda quedó destrozada. El indio, descubierto
en su juego, aterrorizado por la certeza y ferocidad con que le iban
hiriendo, convencido de que su victimador no podía ser otro que el
illapacode Pampamarca, ante cuyo máuser no había salvación posible, lo
arriesgó todo y comenzó a pedir socorro a grandes voces y a maldecir a
su asesino.
Pero Juan Jorge, que había estado siguiendo con el fusil encarado
todos los movimientos del indio, aprovechando del momento en que éste
quedará de perfil, disparó el quinto tiro, no sin haber dicho antes:
-Para que calles…
el indio calló inmediatamente, como por ensalmo, llevándose a la boca
las manos semimutiladas y sangrientas. El tiro le había destrozado la
mandíbula inferior. Y así fue hiriéndole el terrible illapaco en otras
partes del cuerpo, hasta que la décima bala, penetrándole por el oído,
le destrozó el cráneo.
Había tardado una hora en este satánico ejercicio; una hora de horror,
de ferocidad siniestra, de refinamiento inquisitorial, que el viejo
Tucto saboreó con fruición y que fue para Juan Jorge la hazaña más
grande de su vida de campeón de la muerte.
En seguida descendieron ambos hasta donde yacía destrozado por diez
balas, como un andrajo humano, el infeliz Crispín. Tucto le volvió
boca arriba de un puntapié, desenvainó su cuchillo y diestramente le
sacó los ojos.
-Estos –dijo, guardando los ojos en el huallqui– para que no me
persigan; y ésta –dándole una feroz tarascada a la lengua- para que no
avise.
-Y para mí el corazón –añadió Juan jorge-. Sácalo bien. Quiero
comérmelo porque es de un cholo muy valiente.

Enrique López Albújar