Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Pecados.

Jesús Fernández Santos.
Pecados.
 
Cuando el reloj de la catedral daba las cuatro, cogía mi libro de latín y salía de casa. Era entonces la peor hora del calor, cuando las calles quedaban
desiertas y la ciudad exhausta, su aliento detenido bajo el sol, bajo su luz vivísima. Las rejas, las losas de la acera brillaban en el silencio sonámbulo
de la Plaza Mayor que sólo de cuando en cuando alguien atravesaba lentamente ciego, encogido, aguantando sobre sus hombros el peso implacable del estío.
En el interior de los cafés, lejos de las terrazas repletas de sillas arrumbadas hasta las siete, algún cliente repasaba soñoliento el periódico del día,
envuelto en la tibia penumbra de los rincones.
Durante los meses fríos, antes de que cayeran las primeras nevadas, la gente del campo llegaba a la capital para vender, a comprar, o, sencillamente, a
divertirse, pero durante el verano había mucho trabajo con la cosecha y raramente se acercaban, no siendo por algún encargo para las fiestas del santo,
si se celebraban.
Porque estaba la guerra. Una guerra que se iba prolongando tras la esperanza de un rápido fin en los primeros días. Ahora ya nadie fijaba fecha, ni los
jóvenes que iban al frente, ni los viejos que se quedaban, ni los refugiados que llenaban los cafés de la Plaza al anochecer o el Casino a cualquier hora
del día. En el balcón del Ayuntamiento, pendiendo de su baranda, ondeaban en hilera las banderas un poco raídas ya, tras las lluvias del primer otoño que
conoció sobre las armas la ciudad. Todos los días, cruzaban los italianos con sus cañones y sus autos de zumbar estrepitoso, rumbo al polígono de tiro.
Al pasar ante su enseña la vitoreaban con entusiasmo, y los que en el café mataban el tiempo a aquella hora correspondían con una salva de aplausos.
Pero a las cuatro, a mi hora, no había nada de eso, ni ovaciones ni desfiles de tropas como los domingos. Las tiendas abrían más tarde y sólo las de la
acera de la sombra, en cuyas puertas aparecían los dueños, entreabiertos sus ojos cargados de sueño. Por lo general quedaban unos momentos inmóviles, las
manos en los bolsillos, fija su mirada en las otras tiendas como tratando de descifrar alguna leyenda fascinante, hasta que, bruscamente, parecían volver
a la realidad y todos, como de común acuerdo, se metían, alzando el cierre.
Los perros vagaban y el limpiabotas del Café Central descabezaba un sueño largo en el sillón de los clientes. Yo enfilaba la calle Real, deteniéndome muchas
veces bajo los toldos extendidos, ante los escaparates sólo a medias entreabiertos. El que me explicaba la clase era un clérigo que vivía tras la catedral
y que en ella oficiaba. Desde su casa se alcanzaba a ver esta, la explanada abierta ante su entrada principal, cubierta de muchas losas con nombres en
latín que no supe descifrar nunca, sin una cruz, ni un árbol, nada más con sus letras comidas por la lluvia, borrosas, como un cementerio viejo y olvidado
que sólo los turistas antes de la guerra frecuentaban. Ahora, con los frentes, nadie venía. Los chicos pululaban por allí, jugando, seguidos tan sólo por
la mirada ausente de algún canónigo que al atardecer antes del rosario, mataba el rato fumando un cigarro. A eso de las nueve, nueve veces bajaba de la
torre retumbando un son grave, solemne. Los chicos huían definitivamente; el mudo espectador marchaba y yo volvía a mis declinaciones. Mi clérigo debía
ver poco porque usaba unas gafas con montura de alambre, a través de cuyos cristales pequeños y ovalados, me miraban sus ojos azules, acuosos, siempre
a punto de cerrarse. Su rostro pulido, blanco, lleno de arrugas, enrojecía cuando fatigosamente, apoyado en su bastón, acudía a los oficios.
El primer día que entré en el comedor donde me daba la clase, aún no se había levantado de la siesta, de modo que la tarde siguiente me entretuve un poco
más.
—Espera un poco, que le voy a despertar —me decía el ama que era su madre.
Al otro día tardé aún más, y de este modo, en un tácito acuerdo, fuimos retrasando la clase.
—Está el pobre tan viejo… —musitaba su madre.
—¿Cuántos años tiene?
—Cerca de setenta, hijo, cerca de ochenta.
—Setenta y dos —añadía la criada, una mujer baja y redonda que me miraba en el pasillo como si fuera a taladrarme.
A mediados de septiembre se celebran junto al barrio de la Estación, unas fiestas que llaman del Cristo. Fui allí con un chico que constantemente me repetía:
—Ya verás cómo nos divertimos.
—¿Qué hay?
—Ya lo verás. Hay cohetes y música… Verbena…
Llegamos y por más esfuerzos que hice no podía alegrarme. Yo había visto verbenas de verdad, con sus caballos, con su carrusel vertiginoso, con su música
de órgano y sirenas que hacen latir apresuradamente el corazón. Allí no había nada de eso. Sólo una cucaña untada de sebo, con tres naranjas en la punta,
que los quintos trataban de alcanzar. Los miraba la gente, riéndose, y a veces aplaudían, pero a mí aquella música de gaita y tambor me ponía triste, y
los cohetes mezquinos disparados entre aquel calor, a plena luz del día daban un fogonazo débil y mezquino. En tres puestos, al aire libre, sobre cajones
cubiertos con un mantel, servían vino.
—Anda, ven, vamos a echar un trago. A ver si te animas.
—Es que no me gusta el vino.
—¿Que no?
—¿Pues entonces qué te gusta?
Francamente, no lo sabía. Aún estuve un rato con él, y luego visto lo que había me marché, dejándole en el baile que junto a la ermita se acababa de formar.
La criada del ama nos vio aquella tarde, porque también ella andaba por allí y cuando al día siguiente llegué a la clase, don Manuel me preguntó:
—¿Dónde estuviste ayer?
—¿Ayer? En casa.
—No mientas.
—¡Sí, es verdad! Estuve en casa.
—Y antes de ir a casa; cuando saliste de aquí, ¿dónde estuviste? Tuve que contarle lo de la verbena.
—¿Tú solo?
—No, con otro chico.
—Temprano empiezas —y arrugó el ceño.
Le expliqué que el otro chico era refugiado como yo, y su familia amiga de la mía porque vivíamos en la misma casa.
—¿Y tú en Madrid ibas a estos sitios?
—¿Con otros chicos?
—¿Entonces por qué vas ahora?
Me encogí de hombros. No lo sabía. Siempre que me hacía preguntas como esa, me quedaba callado sin saber qué responder. Me entretuve en mirar sus blancas
manos, huesudas, brillantes, donde las venas azules parecían a punto de romperse. Había trenzado sus dedos sobre el pecho y suspiraba:
—¡Cuánto ofendemos al Señor sin saberlo!
Se detuvo. Aquel día se había olvidado de la lección, de las declinaciones. Repentinamente se volvió y señalando un crucifijo que, a sus espaldas, pendía
de la pared, exclamó:
—Cada vez que cometas un pecado, acuérdate de Ese que murió en la cruz por todos nosotros. Yo continuaba en silencio.
—¿No me oyes?
—¿Cómo dice?
—Que si me lo prometes…
—Sí, sí… Se lo prometo.
Al otro día ya lo había olvidado y la clase transcurrió monótona, como siempre. Desde la ventana, miraba yo ese río que se une con el Eresma a los pies
del Alcázar, y un montecillo cubierto de pinos que surge al otro lado. Me quedaba mirando todo aquello, y el libro se cerraba solo en la mesa, y don Manuel
se dormía y yo, que lo notaba, le daba un golpecito en el hombro, porque en las manos no me atrevía.
—¡Eh, don Manuel!
—¿Qué? ¿Qué pasa? —Daba un respingo.
—Que se ha dormido usted.
—¡Ah, sí; que nos hemos dormido…! Yo le respondía:
—Usted solo. Yo no…
Hasta que a fuerza de oírselo repetir todos los días, me di cuenta de que hablaba en plural como los obispos.
Al llegar el invierno, me cambiaron la hora de la clase porque volví al colegio. Entonces iba de siete a ocho y todo en las calles era muy distinto. Los
cafés andaban repletos de paisanos que comentaban la suerte de la guerra, discutiendo sobre si Madrid caía o no, consultando los partes del Adelantado
y El Norte de Castilla. Los de las tiendas echaban el cierre a medias y cuando coincidían con el de enfrente, se les hacía de noche antes de marchar a
casa. Los cadetes de la Academia, los italianos, y la mayor parte de los refugiados llenaban la Plaza Mayor, paseando, haciéndola intransitable.
Un día murió don Manuel. Me lo enseñó el ama, inmóvil dentro de su caja, las manos sobre la sotana nueva que le habían puesto para enterrarle. Tenía un
aspecto extraño, como de ave, sin las gafas, con los ojos cerrados y los dos grandes cirios junto a la cabeza, envuelto todo ello en el olor dulzón de
los crisantemos.
Llegaron a Segovia más refugiados y con las familias que vinieron a vivir en nuestra misma casa dos chicas de mi edad más o menos. Siempre andaban con
los otros chicos, con nosotros. Todo el mes de diciembre nevó, y frotando con tablas el suelo helado, hicimos pistas por las que daba gusto dejarse deslizar.
Cuando el viento arreciaba, nos refugiábamos en los portales, encendiendo fuegos, muy pegados los unos a los otros. Las chicas sabían más que ninguno de
nosotros. A veces se reían, otras quedaban serias, marchándose enfadadas. Yo a veces me acordaba de don Manuel porque por entonces todos debimos pecar
mucho. Cada noche hacía firme propósito de irme a confesar, pero luego amanecía y el miedo pasaba.
Pecamos mucho y cuando, recordando las palabras de don Manuel, procuraba traer a mi memoria la imagen de aquel Cristo crucificado que colgaba de la pared
de su cuarto, lo único que ante mi vista aparecía eran sus blancas, trenzadas manos. Reposaban sobre su pecho, sobre su raída sotana, inmóviles, surcadas
de venas rugosas. Si yo hubiera tenido el valor de pensarlo siquiera, si no hubiera temido cometer un terrible sacrilegio, hubiera llegado a la conclusión
de que aquellas manos me repugnaban. Eran como el pecado mismo; nunca más pude quitármelas de la cabeza.
 
 
Pecados.
Jesús Fernández Santos.