Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Voces nocturnas (Cuentos para jugar).

Gianni Rodari.
Voces nocturnas (Cuentos para jugar).
 
Si os acordáis de la antigua fábula de la princesa que no conseguía dormir porque había un guisante debajo del último colchón de la montaña de colchones
sobre la que se había acostado, os parecerá más comprensible la historia de este viejo señor. Un viejo señor muy bueno, más bueno que cualquier otro señor
viejo.
Una noche, cuando ya está en la cama y va a apagar la luz, oye algo, oye una voz que llora…
—Qué raro —dice—, me parece oír… ¿Habrá alguien en casa?
El viejo señor se levanta, se pone una bata, recorre el pequeño apartamento en el que vive completamente solo, enciende las luces, mira por todas partes…
—No, no hay nadie. Será donde los vecinos.
El viejo señor vuelve a la cama, pero al cabo de un rato oye otra vez aquella voz, una voz que llora.
—Me parece —dice— que viene de la calle. Seguramente que ahí abajo hay alguien llorando… Tendré que ir a ver.
El viejo señor vuelve a levantarse, se tapa lo mejor posible, pues la noche es fría, y baja a la calle.
—Vaya, parecía que era aquí, pero no hay nadie. Será en la calle de al lado.
Guiado por la voz que llora el viejo señor sigue y sigue, de una calle a otra, de una a otra plaza, recorre toda la ciudad y junto a la última casa de
la última calle encuentra a un viejecito en un portal que se lamenta débilmente.
—¿Qué hace aquí? ¿Se siente mal?
El viejecito está tumbado sobre unos cuantos andrajos. Al oír que le llaman se asusta:
—¿Eh? ¿Quién es?… Ya entiendo. El dueño de la casa… Me marcho en seguida.
—¿Y dónde va a ir?
—¿Dónde? No sé dónde. No tengo casa, no tengo a nadie. Me había resguardado aquí… Esta noche hace frío. Tendría que ver lo que es dormir sobre un banco,
en los parques, tapado con un par de periódicos. Es como para no volverse a despertar. Pero bueno, ¿y a usted qué le importa? Me voy, me voy…
—No, oiga, espere… No soy el dueño de la casa.
—Entonces, ¿qué quiere? ¿Un poco de sitio? Acomódese. Mantas no hay, pero sitio hay para los dos…
—Quería decir… En mi casa, si le parece, hace un poco más de calor. Tengo un diván…
—¿Un diván? ¿Al calor?
—Ale, venga, venga. ¿Y sabe lo que haremos? Antes de dormir nos haremos una buena taza de leche…
Van a casa juntos, el viejo señor y el viejecito sin casa. Al día siguiente el viejo señor acompaña al viejecito al hospital porque ha cogido una fea bronquitis
de dormir en los parques y en los portales. Después regresa, ya de noche. El viejo señor está a punto de acostarse, pero vuelve a sentir una voz que llora…
—Vaya, otra vez —dice—. Es inútil que mire en casa, sé muy bien que no hay nadie. También es inútil que intente dormir: seguro que no lo conseguiré oyendo
esas voces. ¡Ánimo! Vamos a ver qué pasa.
Como la noche anterior, el viejo señor sale y camina, y camina, guiado por la voz que llora que, esta vez, parece venir de muy lejos. Anda y anda y atraviesa
toda la ciudad. Sigue y sigue y le sucede algo muy extraño porque se encuentra andando por una ciudad que no es la suya, y después en otra. Continúa y
continúa, cada vez más lejos. Atraviesa toda la región. Llega a un pueblecito en lo alto de una montaña. Allí hay una pobre mujer que llora porque tiene
un niño enfermo y a nadie que vaya a buscarle un médico.
 
—No puedo dejar al niño solo, no puedo sacarle con esta nieve…
Hay nieve por todas partes. La noche parece un desierto blanco.
—Animo, ánimo —dice el viejo señor—, explíqueme dónde vive el médico, iré a buscarle, le traeré yo mismo. Mientras tanto, lávele la frente al niño con
un paño húmedo, le refrescará, a lo mejor podrá descansar.
El viejo señor hace todo lo que tiene que hacer. Y hele de nuevo en su habitación. Ya es la noche siguiente. Como de costumbre, cuando está a punto de
dormirse, una voz se introduce en su sueño, una voz que llora y parece estar allí junto a la almohada. Ni oír hablar de dejarla llorar. Con un suspiro,
el viejo señor vuelve a vestirse, sale de casa y anda y anda. Y le sucede la acostumbrada cosa extraña, muy extraña. Porque esta vez atraviesa toda Italia,
cruza también el mar, y se encuentra en un país donde hay guerra, y hay una familia que se desespera porque una bomba le ha destruido la casa.
—Valor, valor —dice el viejo señor. Y les ayuda como puede. No puede solucionarlo todo, como es natural. Pero al fin dejan de llorar y él puede volver
a casa. Ya se ha hecho de día, no es cosa de meterse en la cama.
—Esta noche —dice el viejo señor— me iré a descansar un poco antes.
Pero siempre hay una voz que llora. Siempre hay alguien que llora, en Europa, o en África, en Asia o en América. Siempre hay una voz que llega por la noche
a la casa del viejo señor, junto a su almohada, y no le deja dormir. Siempre así, noche tras noche. Siempre siguiendo a una voz lejana. Puede venir del
otro lado del mundo, pero él la oye. La oye y no consigue dormir…
 
Finales para elegir.
PRIMER FINAL
Aquel viejo señor era bueno, muy bueno. Pero de no dormir nunca, empezó a ponerse nervioso, muy nervioso.
—Si al menos pudiera —suspiraba— dormir una noche sí y otra no. A fin de cuentas yo no soy el único en el mundo. No es posible que nadie sienta nunca esas
voces, que a nadie se le ocurra levantarse para ir a ver.
Algunas noches, en cuanto sentía las voces, intentaba resistir:
—Esta vez no me levanto, estoy acatarrado y me duele la espalda, nadie podrá echarme en cara que soy un egoísta.
Pero la voz insistía, insistía tanto que el viejo señor no tenía más remedio que levantarse.
Cada vez estaba más cansado. Cada vez más nervioso.
Por último se acostumbró a meterse dos tapones en los oídos antes de acostarse. Así no sentía las voces y se dormía.
—Lo haré sólo durante un tiempo —decía—, sólo para descansar un poco. Será como tomarse unas pequeñas vacaciones…
Se puso los tapones un mes seguido.
Una noche no se los colocó. Tendió la oreja. Ya no oía nada. Se quedó despierto la mitad de la noche, escuchando: ni voces, ni llantos, únicamente algún
perro que ladraba a lo lejos.
—O nadie llora —concluyó— o me he quedado sordo. Paciencia, mejor es así.
 
SEGUNDO FINAL
El viejo señor siguió de aquella manera durante noches y noches, durante años y años, levantándose siempre, hiciera el tiempo que hiciera, y corriendo
de un extremo a otro de la Tierra para ayudar a alguien. Apenas dormía algunas horas, después de comer, sin ni siquiera desnudarse, en una poltrona más
vieja que él.
Los vecinos empezaron a desconfiar.
—¿Dónde va todas las noches?
—Va a corretear. Es un vagabundo, ¿todavía no os habéis dado cuenta?
—A lo mejor es un ladrón…
—¿Un ladrón, eh? ¡Es verdad! ¡Eso explica el misterio!
—Habrá que vigilarle.
Una noche hubo un robo en aquel edificio. Los vecinos le echaron la culpa al viejo señor. Registraron su casa y tiraron todo por los aires. El viejo señor
protestaba con todas sus fuerzas:
—¡Soy inocente! ¡Soy inocente!
—¿Ah, sí? Entonces, díganos, ¿dónde estaba la noche pasada?
—Estaba… ah, ya… estaba en Argentina, un campesino no conseguía encontrar su vaca y…
—¡Escuchad qué descarado! ¡En Argentina! ¡Cazando vacas!
En fin, el viejo señor terminó en la cárcel. Y estaba desesperado porque todas las noches oía una voz que lloraba y no podía salir de su celda para ir
en busca de quien le necesitaba.
 
TERCER FINAL
Por ahora no hay tercer final.
Podría ser éste: que una noche, en toda la Tierra no haya ni siquiera un hombre que llore, ni tampoco un niño… y a la noche siguiente lo mismo… y así todas
las noches. Nadie llora, nadie es infeliz.
Quizá esto sea posible algún día. El viejo señor es demasiado viejo para vivir hasta aquel día. Pero continúa levantándose, porque lo que se hace debe
hacerse siempre, sin perder la esperanza nunca.
 
 
Voces nocturnas (Cuentos para jugar).
Gianni Rodari.