Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Taxi para las estrellas (Cuentos para jugar).

Gianni Rodari.
Taxi para las estrellas (Cuentos para jugar).
 
Una noche el taxista Compagnoni Peppino, de Milán, terminado su turno de servicio, iba conduciendo despacito para llevar el coche al garaje, abajo, por
la zona de Porta Genova. No se sentía demasiado contento porque había hecho pocas carreras y tuvo más de un cliente caprichoso, incluyendo a una señora
que le había hecho esperar cuarenta y ocho minutos fuera de una tienda; además el guardia le había puesto una multa. Por eso, mientras iba a encerrar,
miraba a los transeúntes. Y en esto un señor le hace una señal.
—¡Taxi, taxi!
—Entre, señor —el Compagnoni Peppino frenó rápidamente—. Pero voy hacia abajo, hacia Porta Genova, ¿le viene bien?
—Vaya adonde quiera, pero deprisa.
—No, mire, iremos donde usted quiera, no faltaría más. Siempre que no se salga demasiado de mi camino.
—¡De acuerdo! ¡Póngalo en marcha y siga siempre adelante!
—De acuerdo, señor.
El Compagnoni Peppino apretó el pedal del acelerador y adelante. Pero mientras tanto observaba al pasajero por el espejo retrovisor. Qué tipo: «Vaya donde
quiera, siga siempre adelante…» La cara se le veía poco, medio oculta por el cuello del abrigo y el ala del sombrero. «Uuy —pensaba el Peppino—, ¿no será
un ladrón? Voy a fijarme en si nos persigue alguien…
No, parece que no. Ni maleta ni bolsa. Sólo un paquetito. Vaya, ahora lo abre. A saber lo que lleva dentro… ¿Qué puede ser eso? Casi parece un trozo de
chocolate. Exacto, chocolate azul, ¿de cuándo acá hay chocolate azul? Pero él se lo come… Bueno, hay gustos para todo. Animo Peppino, que ya casi hemos
llegado… Eeh, digo, pero… pero ¿qué es esto? ¿Qué pasa? Eeh, ¿qué hace usted?, ¿qué está tramando…?»
—No se preocupe —respondió el pasajero con voz cortante—, siga siempre adelante.
—¡Pero qué adelante ni qué narices! ¡Por aquí no se va ni para delante ni para atrás! ¿No se ha dado cuenta de que estamos volando? ¡Socorro…!
El Compagnoni Peppino viró para no embestir las antenas de la televisión en lo alto de un rascacielos. Luego siguió protestando:
—Pero ¿qué es lo que se le ha metido en la cabeza? ¿Qué es este enredo?
—No tenga miedo, no pasará nada.
—Sí, claro, usted lo llama nada. Un taxi que vuela por el aire es algo que pasa a cada momento… Pero mire, recarambola, estamos sobre la catedral de Milán,
si nos caemos nos ensartamos en una aguja y adiós muy buenas. Pero ¿puede saberse qué clase de broma es ésta?
—Debería darse cuenta por sí mismo de que no es una broma —replicó el pasajero—. Estados volando, ¿y qué?
—Pero como que ¡«qué»! ¡Mi taxi no es un misil!
—Ahora hágase a la idea de que es un taxi espacial.
—¡Cómo que espacial! Además ni siquiera tengo permiso para pilotar. Hará que me pongan una buena multa, ya lo verá. ¿Y quiere explicarme cómo es que podemos
volar?
—Es sencillísimo. ¿Ve esta sustancia azul?
—La he visto sí, también he visto que ha comido un trocho.
—Sí, basta con tragar un pedacito para que funcione. Es un motor antigravitacional que nos hará alcanzar la velocidad de la luz, más un metro.
—Muy bien, todo eso es muy interesante. Pero yo tengo que irme a casa, estimado señor. Yo vivo en Porta Genova, no en la luna.
—No estamos yendo a la luna.
—¿Ah, no? ¿Y adónde vamos?
—Al séptimo planeta de la estrella Aldebarán. Allí es donde vivo yo.
—Me alegro mucho, pero yo vivo en la Tierra.
—Escuche, voy a decirle de lo que se trata. Yo no soy un terrestre, soy un aldebariano. Mire.
—¿Qué es lo que tengo que mirar?
—Aquí, ¿ve el tercer ojo?
—Recarambola, es verdad que tiene tres ojos.
—Míreme las manos. ¿Cuántos dedos tengo?
—Uno, dos, tres… seis… doce. ¿Doce dedos en cada mano?
—Doce. ¿Se ha convencido ya? He estado en una misión en la Tierra, para ver cómo van las cosas entre vosotros, y ahora regreso a mi planeta para informar.
—Magnífico, es su obligación, cada uno en su casa. ¿Y yo? ¿Qué hago yo para volver a casa?
—Le daré un trocito de esto para masticarlo y estará en Milán en un momento.
—¿Realmente necesitaba coger el taxi?
—Lo hice porque quería viajar sentado. ¿Le basta? Mire, estamos llegando.
—¿Esa bola de ahí es su planeta?
Pero «esa bola de ahí» se transformó en unos segundos en un globo enorme hacia cuya superficie descendía a impresionante velocidad el taxi del Compagnoni
Peppino.
—Allí, a la izquierda —ordenó el pasajero—, aterrizaremos en aquella plaza.
—Menos mal que usted ve una plaza, yo lo único que veo es un prado.
 
—En mi planeta no hay prados.
—Entonces será una plaza pintada de verde.
—Uhmm… descienda un poco… descienda… así… ¡Por Aldebarán!
—¿Qué le había dicho? ¡A ver si no es hierba! ¿Y quiénes son aquéllos?
—¿De quién está hablando?
—De aquella especie de gallinas gigantes que se nos echan encima con el arco y las flechas.
—¿Arco? ¿Flechas? ¿Gallinas gigantes? ¡En mi planeta no hay nada por el estilo!
—¿Ah, no? Entonces, ¿sabe lo que le digo?
—Cállese, ya lo sé. Nos hemos equivocado de camino. Déjeme pensar un momentito.
—Pues piense rápido, porque esos tipos están llegando. ¡Ziiip! ¿Lo ha oído? ¡Era una flecha! Vamos, señor Aldebariano, despierte, coma un pedacito de chocolate
azul, vamos a largarnos, levantar el campo, pirarnos, porque el Peppino Compagnoni quiere regresar a Milán con su piel sin agujerear, ¿ha comprendido?
El Aldebariano se apresuró a morder la misteriosa sustancia que el Peppino Compagnoni llamaba chocolate azul.
—¡Trágueselo! ¡Trágueselo sin masticar; que acaba antes! —gritó el taxista.
 
Finales para elegir.
PRIMER FINAL
El taxi reemprendió el vuelo con el tiempo justo, pero una flecha alcanzó a uno de los neumáticos de atrás que se desinfló con un larguísimo ¡PIIIIIIIFF!
—¿Lo ha oído? Se estropeó —exclamó el Compagnoni Peppino—, y puede estar seguro de que ésta se la cobro.
—Pagaré, pagaré —contestó el Aldebariano.
—¿Tomó ahora la cantidad justa? ¿No nos encontraremos en algún otro planeta salvaje?
Pero con las prisas, el Aldebariano no pudo medir la dosis con exactitud. El taxi del cosmos tuvo que estar un rato dando brincos de un lado a otro de
la Galaxia antes de acertar con el planeta del Aldebariano. Pero cuando llegaron, era tan bonito y sus habitantes tan amables, y su guiso de arroz azul
(una especialidad de por allí) tan sabroso, que el Compagnoni Peppino ya no sintió tanto anhelo por regresar a Milán. Se quedó quince días, de maravilla
en maravilla. Tomó nota de todo y, una vez en la Tierra, publicó un libro, ilustrado con doscientas fotografías, que se tradujo a noventa y siete idiomas
y le valió el Premio Nobel. Actualmente el Compagnoni Peppino es el taxista-escritor-explorador más famoso del sistema solar.
 
SEGUNDO FINAL
El taxi despegó y, como era más veloz que las flechas que le seguían, enseguida se encontró fuera de peligro.
—A lo que parece —observó el Peppino— usted tampoco tiene mucha experiencia espacial ¿eh?
—Usted ocúpese de conducir —refunfuñó el Aldebariano—. Yo me encargo del resto.
—Muy bien, procure acertar.
Volaron durante unos minutos, a la velocidad de la luz (más un metro), superando distancias incalculables. Y al final del viaje se encontraron en… Milán,
¡en la plaza de la catedral!
—¡Maldición, he vuelto a equivocarme! —gritaba el Aldebariano, tirándose del pelo con sus veinticuatro dedos—. ¡Vámonos!
—No, gracias —exclamó el taxista, saltando al suelo—, yo me encuentro muy bien aquí. Si quiere, quédese con el coche: pero piénselo antes de causarme este
trastorno. Sólo tengo esas cuatro ruedas para dar de comer a mis hijos.
—Paciencia —gruñó el Aldebariano—, iré a pie.
Salió del coche, mordisqueó su «chocolate azul» y desapareció. Antes de irse a casa, el Compagnoni Peppino entró en un bar a tomarse un aguardiente para
quitarse el susto.
 
TERCER FINAL
Sería demasiado largo de contar. Os doy sólo un esbozo. El taxista y el Aldebariano son hechos prisioneros por las Gallinas Gigantes. La prisión es un
huevo. Escapan con aquel huevo. El Aldebariano desembarca en su planeta. El Compagnoni Peppino vuelve a Milán con el huevo gigante y una buena provisión
de «chocolate azul». Monta una agencia de viajes cósmicos, una línea de taxis Tierra-Marte-Saturno y retorno y una granja de gallinas que ponen huevos
pequeñitos pero, para fritos, insuperables.
 
 
Taxi para las estrellas (Cuentos para jugar).
Gianni Rodari.