Texto publicado por Leandro Benítez

Confesión de un loco europeo

Se me pide que dé testimonio de un hecho y, aunque me resulte molesto -pues la locura es una enfermedad vergonzosa-, he decidido hacerlo, mecido, en mi delirio, por la dulce ilusión de que podría ser útil.

Yo estoy loco. Como buen número de mis congéneres, no me doy cuenta en absoluto: mi manera de ser me parece coherente y "pega" muy bien con la realidad. Pero el veredicto de las gentes sanas de espíritu es prácticamente unánime, así que yo no puedo hacer otra cosa sino aceptarlo.

Todo comenzó en mi infancia: Yo aprendí el esperanto. Esta lengua me pareció tan atractiva, divertida, maravillosa, que muy pronto llegué a dominarla (lo cual no es un récor, ya que cualquier persona víctima del mismo mal llega al mismo resultado en el mismo plazo). En los primeros años yo no me di cuenta de nada, pero un día, traduciendo en clase un texto griego, nos tropezamos con una forma verbal rara y le dije al profesor: «¿Es quizá un imperativo-interrogativo?» El venerable maestro me explicó pacientemente que yo mezclaba dos nociones contradictorias y que mi hipótesis era absurda. Yo repliqué: «Pero eso existe en esperanto», donde es totalmente corriente decir "Kien ni iru?", lo que no tiene equivalente en francés; "ni iru" significa "vayamos" (imperativo, primera persona del plural), y "kien" significa "en qué dirección, a dónde". Si se puede decir "vayamos allí", ¿por qué no se dirá "vayamos a dónde"? El profesor me puso en mi lugar, explicando que el esperanto no era más que un código sin vida al cual no era posible pedir explicaciones válidas para las otras lenguas.

Al año siguiente les conté a unos compañeros, en presencia de un profesor, una conversación que se había desarrollado en esperanto. El profesor intervino: «Vamos, no seas jactancioso. El esperanto no es una lengua; se puede vagamente escribir, pero no se podría hablar.»

Fue entonces cuando comencé a tener conciencia de mi estado. Si gentes simpáticas, inteligentes, honestas, instruidas, a quienes espontáneamente respetaba (tuve la suerte de tener muy buenos profesores), eran unánimes en demostrar que mi experiencia era falsa, es que lo era. La conclusión se imponía: yo deliraba.

Semejante delirio tiene toda clase de consecuencias molestas. En la escuela primaria un día dije "bajar abajo" y el maestro me corrigió: «Se dice simplemente bajar, porque con eso basta.» Cuando deduje que entonces se debía decir "viejo mujer" para evitar repetir en el adjetivo la noción de feminidad implícita en la palabra "mujer", se me dijo que yo era un impertinente. Eso nos ocurre con frecuencia a los enfermos mentales: se toma por maldad lo que no es sino patología...

Pero en general mi enfermedad mental tenía más ventajas que inconvenientes para un alumno medianamente dotado como yo.

El esperanto me lo ha dado todo a lo largo de mi escolaridad, una ventaja sobre mis compañeros que nunca perdí. Conocía muchas cosas de geografía, porque me escribía en esperanto con niños del mundo entero y porque mis lecturas eran internacionales. Conocía una base de raíces germánicas que había asimilado fácilmente.

Para un europeo que aborda el esperanto, las palabras desconocidas se encuentran situadas en un conjunto que contiene siempre una proporción de palabras familiares: nunca se trata de una masa totalmente extraña a atacar. Consideremos unas palabras muy corrientes como nokto (noche), domo (casa) y pluvo (lluvia). El francés y el español tienen que aprender dos raíces (de las cuales una puede ser, según la edad y la extensión del léxico personal, parcialmente conocida por derivados como "domicilio"); el inglés, dos raíces, y el eslavo, dos raíces ("casa" se dice en ruso y polaco "dom", y en checo "dum").

Además, había adquirido un sólido núcleo de raíces latinas que me ayudaron mucho a asimilar el vocabulario francés. Cuando encontré por vez primera la palabra "simiesco", la comprendí en seguida: simio quiere decir "mono" en esperanto. Cuando se me habló del nervio crural, lo asocié inmediatamente a la palabra corriente que designa la pierna en la lengua de Zamenhof: kruro. Y como, para mí, cabeza es kapo, no tuve ninguna dificultad en ver lo que tenía de común con la familia: decapitar, capitán, capital...

En mi locura, siempre imaginé que había una relación estrecha entre el lenguaje y el pensamiento, es decir, que el lenguaje era una herramienta que ayudaba a pensar. Cosa curiosa, esta visión patológica me fue confirmada cuando hice estudios de sicología. De cualquier modo, tuve siempre la impresión de que el hecho de aprender en la infancia una lengua que se ajuste con facilidad a todos los conductos del pensamiento era un triunfo nada despreciable. Subrayo en la infancia porque me parece que los que contraen la enfermedad en la edad adulta están demasiado acostumbrados a fundir su pensamiento en los moldes rígidos de su lengua materna. Este punto es un detalle que debería comprobarse. Pero la cuestión que nos interesa aquí es saber por qué el esperanto sigue mejor que ninguna otra lengua el movimiento del espíritu pensante. La respuesta es fácil: porque respeta, sin ninguna excepción, la principal de las leyes sicolingüísticas: la asimilación generalizadora.

Un niño que conozco, de 6 años, dijo en la misma semana "florero" por "florista" y "periodiquero" por "periodista". ¿Por qué? Porque había asimilado espontáneamente el sufijo "ero" de la serie: carnicero, panadero, relojero, zapatero..., y lo generalizaba inmediatamente. Y este otro de niño de 12 años a quien pongo una gota de medicamento en el ojo inflamado y que me dice: «¿Es que va a desenrojecer en seguida?», qué hace sino seguir la ley de la asimilación generalizadora... ¡y pecar contra la lengua! Es que todas las lenguas nacionales son unas dictadoras que exigen obediencia en detrimento de la espontaneidad y de las necesidades de la comunicación. No existe más que el esperanto del que se pueda decir: la lengua está hecha para el hombre y no el hombre para la lengua.

Algunos encuentran fácil el inglés. Es que las personas sanas de espíritu carecen de puntos de referencia. Un pobre loco como yo no comprende lo que la comunicación gana en la obligación de decir "East Africa" (África del este), y sin embargo "Eastern Europe" (Europa del este); "injustice" (injusticia), pero "unjust" (injusto); "I sky", "I bicycle", pero no "I car"... Mientras que en esperanto no hay problema: skio, esquí; mi skias, yo esquío; biciklo, bicicleta; mi biciklas, yo voy en bicicleta; aŭto, coche; mi aŭtas, yo voy en coche.

En una lengua donde la asimilación generalizadora no está inhibida por ninguna excepción sino, al contrario, animada por toda la estructura lingüística, el sujeto pensante experimenta una sensación de libertad extraordinaria. Ninguna camisa de fuerza. Cuando persigue una idea, las palabras están allí para servirle.

Imagine que conduce una reflexión sobre los sentimientos y la estructura familiar. Puede hablar de un sentimiento paternal, maternal, fraternal, amical. Pero cuando llega al tío... En esperanto, para formar un adjetivo, se reemplaza la "o" final del sustantivo o la "i" del infinitivo por la terminación "a". Si patro es padre, y frato es hermano, no es necesario memorizar "paterno" y "fraterno"; se los forma: patra, frata. El sentimiento que un tío experimenta por un sobrino tiene algo de muy particular, muy diferenciado en relación con el sentimiento paterno o amical. En esperanto no hay necesidad de reflexionar: onkla sento es la expresión que necesita. En esperanto, abuelo se dice avo, y el adjetivo correspondiente es, por supuesto, ava. Reemplace la terminación "a" por "e" y ya tiene el adverbio.

Cierto, la lengua francesa y las otras lenguas nacionales son ricas y bellas, ellas merecen nuestro amor y nuestro respeto. Pero mi espíritu enfermo quisiera asignarles su puesto. El que no conoce un dialecto pierde toda una atmósfera íntima, puramente regional, que tiene un valor muy grande porque nos ata a nuestras raíces locales. Pero el que no habla más que un dialecto y ninguna lengua nacional pierde una cantidad enorme de riquezas culturales, de matices, y de posibilidades de contacto. ¿No hay aquí una relación equivalente entre la lengua nacional y la lengua internacional? Sin duda es necesario estar loco para desear lo que preconizo: que un día cada humano posea realmente tres medios de comunicación lingüística: el dialecto, la lengua nacional y el esperanto, que correspondan a sus tres niveles de pertenencia, a tres patriotismos que, lejos de oponerse, deberían integrarse los unos en los otros.

Mis corresponsales esperantistas han representado un gran papel en mi adolescencia. A los 14 años tenía uno chino y otro japonés con quienes intercambiaba cartas extremadamente interesantes en esperanto. Ellos me dieron mi gusto por la cultura asiática y nunca diré suficientemente el enriquecimiento cultural que ello supuso para mí. Si más tarde obtuve un título de lengua china, se debió en gran parte a mi amigo esperantista Er Tungguo.

Yo tenía también corresponsales en Argentina, Australia, Suecia y Bulgaria. Uno de mis hermanos fue contagiado (la enfermedad es contagiosa) y él también tuvo correspondencia con esperantistas de diversos países. Teníamos unos 25 años, cuando la Checoslovaquia de la posguerra abrió sus fronteras al turismo. Mi hermano y yo partimos en el primer grupo de viajeros. No olvidaré nunca la calurosa acogida que nos reservó un grupo de esperantistas de nuestra edad reunidos por el corresponsal de mi hermano. Los otros turistas de nuestro grupo, gentes sanas de espíritu, no tuvieron ningún contacto con la población local. Mi hermano y yo aprendimos sobre la verdadera vida checoslovaca más que todo el grupo reunido, gracias a aquellas innumerables conversaciones directas, espontáneas, sin esfuerzo y sin intérprete, con las gentes del pueblo.

Pero, ¿qué digo? Mi delirio no me abandona. Es evidente que todo eso no es más que una ilusión. Yo no puedo comunicarme, puesto que el esperanto no es una verdadera lengua. «Es una utopía», se me ha repetido, «las gentes de pueblos diferentes hablarán una lengua internacional cada uno a su manera, según sus estructuras gramaticales, su acento, su semántica, y nunca llegarán a comprenderse». Con mi espíritu débil, no veo por qué un turco y un argentino que se hablen en inglés pueden sin embargo comunicarse en dicha lengua, muchísimo más difícil de pronunciar y de manejar que el esperanto. Pero, ¿qué puedo contestar? ¡Saben tanto más que yo! Porque esa es la gran característica de las gentes sanas de espíritu: no les hace falta experiencia para saber.

Un lingüista célebre -que nunca aprendió el esperanto- ¿no afirmó que esta lengua podía rendir algunos servicios "a nivel de la vida cotidiana", pero que no podría servir para una comunicación en sentido pleno en los terrenos científico, filosófico, político o literario? He asistido a numerosos intercambios científicos en esperanto, he discutido con frecuencia en esta lengua de política o filosofía, me he emocionado muchas veces leyendo poemas originales escritos en la lengua internacional por Kurzens, Kalocsay o Miyamoto Masao. Pero, ¿qué puedo yo contra un lingüista que no tiene necesidad de aprender una lengua para juzgar sus capacidades?

Un historiador y hombre de letras muy conocido declaró un día, con brío, en la Sociedad de Naciones, con ocasión del examen de un informe muy favorable para el esperanto, establecido por el secretariado de dicha organización (informe pronto enterrado bajo argumentos "irrefutables"): «En esperanto se puede traducir todo, pero no se puede expresar nada.» Desde luego, este señor nunca abrió un manual de esperanto, nunca asistió a un debate en dicha lengua, pero era un hombre sano de espíritu, titular entonces de una cátedra en una gran universidad europea. Frente a esta salud mental, ¿para qué sirve relatar mi experiencia de la realidad: esos hijos de padre francés y madre noruega cuya lengua materna es el esperanto, esa pareja flamenco-húngara cuya sola lengua común es el esperanto, esa expresión que utilizo espontáneamente en esperanto y que soy incapaz de traducir a mi francés natal?

Vosotros que me leéis y sois sanos de espíritu, ayudadme a comprender mi enfermedad. ¿Por qué demonios me siento herido en mi identidad esperantista cuando leo lo de un diario tan serio como "Le Monde", escrito con ocasión de la muerte del Presidente de la República Austríaca, Franz Jonas, que hablaba esperanto con mucha soltura? En ese artículo, que le fue consagrado el 25 de abril de 1974, leo: «Ese handicap, junto a (...) su gusto demasiado exteriorizado por el esperanto y la fotografía en color, hace sonreír.» ¡Cuán sutil es! ¡Cómo transmite hábilmente el periodista su mensaje, sin tocarlo a manos llenas...! Pero mi espíritu enfermo no comprende. Cuando Jonas y Tito conversaron en esperanto, cara a cara, ¿qué se dijeron que se prestase a sonrisa?

Uno de los grandes problemas para los enfermos mentales es el de su inserción social. Existen felizmente dos salidas: las organizaciones internacionales por una parte, y las profesiones sicológicas por otra. Tuve la suerte de ser admitido en unas y otras.

Me convertí en funcionario de la ONU porque había aprendido varias lenguas. Es una complicación bastante frecuente de la enfermedad "esperanto". Mis corresponsales me habían dado el gusto por las culturas extranjeras. Por otra parte, sabía por experiencia que era posible dominar otra lengua. Pero sobre todo -tal es al menos la manera como explica hoy las cosas mi delirio sistemático-, me había condicionado en relación con mi lengua materna. Aprender una lengua supone en efecto dos operaciones: una decodificación y una recodificación. Para mí la decodificación se había hecho fácilmente. En esperanto, las estructuras gramaticales son inmediatamente perceptibles, puesto que la lengua es completamente regular y las relaciones entre las palabras, o, semánticamente, entre las nociones, están expresadas por terminaciones o afijos muy visibles. Yo había asimilado sin darme cuenta una gramática universal que me facilitaba de manera increíble el aprendizaje de las otras lenguas.

Un francófono que aprende alemán, por ejemplo, debe pasar de un sistema complejo, rígido y arbitrario, a otro sistema complejo, rígido y arbitrario, sin que nada facilite la articulación entre los dos sistemas. Para pasar del francés "je vous remercie" al alemán "ich danke Ihnen", es necesario aprender a relativizar dos cosas: el lugar de las palabras en la frase y la naturaleza directa o indirecta del complemento de objeto ("Ihnen" es un dativo). Cuando aprendí esperanto yo decía al principio, según la estructura francesa, mi vin dankas, pero no tardé en notar en los libros o revistas que leía, en las cartas de mis corresponsales o en los enunciados de mis interlocutores, que no había nada incongruente en decir mi dankas vin, o mi al vi dankas, o mi dankas al vi...

El descondicionamiento estaba operado. Todos saben que es mucho más fácil aprender la segunda lengua extranjera que la primera. ¿Por qué? Porque la etapa de decodificación se ha franqueado. Como las estructuras lingüísticas aparecen de manera concreta en esperanto, la decodificación con ayuda de esta lengua es particularmente útil. Aprender esperanto es a la vez asimilar un núcleo de vocabulario extranjero, hacer análisis gramatical y adquirir reflejos que representan una saludable toma de distancia con relación a la lengua materna.

A pesar de estas explicaciones delirantes, me convertí en funcionario de la ONU. Había apenas llegado a la gran casa de cristal, cuando ya se me enviaba a sesión: estaba encargado de establecer el informe analítico de una pequeña reunión. Algún tiempo antes de mi partida para Nueva York, yo había participado en una reunión con otros hablantes de esperanto. Había un japonés, un húngaro, un brasileño, un belga francófono, un islandés... El japonés había comenzado a estudiar esperanto dos años antes; el húngaro, nueve meses antes de la reunión; los otros, no sé. El recuerdo de los debates, animados, espontáneos, vivos, llenos de humor, resuena todavía en mis oídos.

Es con esta deformación, extracto de una vivencia patológica, con la que yo penetré en la pequeña sala de reunión adonde me enviaba mi jefe onusino. El azar quiso que hubiese allí también un húngaro, un brasileño y un japonés, pero los otros eran un francés, un estadounidense, un soviético y un sirio. Era extraordinario. Se les distribuía documentos en cuatro lenguas diferentes. Hablaban delante de un micrófono y tenían en la cabeza unos auriculares por los cuales unos intérpretes les susurraban, en una lengua generalmente diferente de la suya, lo que se decía en la sesión. Para estas siete personas había ocho intérpretes y un técnico.

El francés era un meridional lleno de verborrea, que no cesaba de decir bromas e intentar meter en esta reunión severa un elemento de fantasía. En su entusiasmo risueño, tenía tendencia a dar codazos a su vecino soviético o a tirarle de la manga, sonriendo a más no poder. No olvidaré nunca su cara decepcionada cuando veía que el soviético no reaccionaba. Es que había un retraso de un cuarto, de medio minuto entre la frase humorística del francés y la sonrisa divertida del ruso. El brasileño no sonrió jamás. No porque fuera de humor triste sino porque, aunque de lengua portuguesa, él escuchaba a la intérprete española y esta joven no estaba inspirada: las finezas del francés eran omitidas o tristemente mixtificadas en la lengua de Cervantes.

El momento más interesante para este loco que soy yo fue el descanso. Todo el mundo pasó a una pequeña sala vecina donde se había servido unos bocadillos. Saboreando su naranjada o su café, los expertos (eran todos universitarios de alto vuelo) se miraban sin decir una palabra o rezongaban una jerga que se parecía de muy lejos a la lengua de Shakespeare. Con frecuencia nos pedían traducir frase tras frase lo que ellos querían decirse.

Sorprendido por esta manera de proceder, mi espíritu enfermo emitió una hipótesis: sin duda estos señores no tuvieron tiempo de aprender una lengua donde la relación entre la inversión en energía y la eficacia fuese óptima para la comunicación. Así que los interrogué uno tras otro. El húngaro había puesto siete u ocho años en llegar a un nivel bastante lamentable para expresarse en ruso. El japonés había aprendido inglés durante diez años, causando todavía muchos quebraderos de cabeza a los intérpretes a causa de su acento (recuerdo especialmente que no se sabía nunca si decía "primero" o "tercero" -"first" o "third"-, pues los pronunciaba de manera prácticamente equivalente).

Las gentes sanas de espíritu son verdaderamente raras. Al parecer, habían dedicado un tiempo inaudito para aprender unas lenguas que no dominaban y que no les permitían comprenderse directamente. Pero allí donde verdaderamente chocaron como contra un muro las limitaciones que engendra mi tara mental fue cuando me informé sobre el aspecto financiero del problema. Para la reunión en esperanto a que había asistido antes de mi salida hacia la ONU, los gastos lingüísticos se elevaron a cero francos y cero céntimos. Aquí sin embargo, para entenderse mal, gastaron una fortuna.

Emprendí algunas pesquisas a tal respecto, pero no tuve fuerzas para proseguirlas. Lástima. Los presupuestos de las organizaciones internacionales son muy interesantes. En el año de mis búsquedas, la Conferencia de las Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo, que tuvo lugar en Nueva Delhi, costó 8 millones de francos suizos. De esta cifra, 4 millones estuvieron dedicados exclusivamente al sistema multilingüe empleado, y esta suma no comprendía ni la multiplicidad de gastos de electricidad, de papel, de amortización de las máquinas de escribir y otro material, ni los gastos ocasionados por los 190 intérpretes, revisores y traductores temporeros contratados especialmente para la conferencia al precio de mil dificultades.

Me confieso vencido. Mi deficiencia mental me impide comprender por qué el contribuyente sano de espíritu acepta financiar tales operaciones. Se trataba de una conferencia para el desarrollo. ¿No existiría un mejor uso para esos 4 millones, más que la traducción, interpretación y dactilografía multilingüe, operación puramente estéril, puesto que en el mundo de locos donde yo vivo, nuestras reuniones internacionales prescinden muy bien de todo eso y la comunicación en ellas es mejor?

Traté de trasladar mi experiencia a las personas competentes, pero vi contraerse las caras, las cejas fruncirse, unas sonrisas irónicas dibujarse. Las gentes sanas de espíritu saben que el esperanto es cosa poco seria, una manía de algunos chiflados.

Hay dos soluciones al problema de la comunicación entre extranjeros. La de las gentes sanas de espíritu consiste en estropear lenguas difíciles como el inglés y el francés, después de años y años de estudio, en reuniones donde reina una bonita desigualdad lingüística y donde de todas maneras no se entienden sin intérpretes ni traductores. Esta solución es muy superior a la de los locos, sobre todo en dinero.

La solución facilitada por los enfermos mentales de mi categoría consiste en adoptar para las relaciones entre extranjeros una lengua bien adaptada a las exigencias del siquismo humano, para que las personas de todas las culturas puedan sentirse a sus anchas. En efecto, ¿qué es lo que inhibe la expresión lingüística? Las dificultades de la gramática y del uso, la falta de la palabra correspondiente al concepto. En una lengua como el esperanto, donde se necesitan 5 segundos para aprender a formar el plural de todos los sustantivos, 5 segundos para aprender a formar el presente de indicativo (o el futuro, o el condicional...) de todos los verbos, en todas las personas, 5 segundos para aprender a formar un adjetivo a partir de un nombre y al revés, el rendimiento de cada minuto de aprendizaje es extraordinario y la expresión lingüística es insuperablemente desahogada. Qué sentimiento agradable no tener que preguntarse en todo instante si se dice "vous disez" o "vous dites"; "on the bus" o "in the bus"; "er helft mich" o "er hilft mir".

Nosotros los locos tenemos igual facilidad para el vocabulario. Necesitamos 5 segundos para aprender a formar caballeriza, perrera y pocilga (ĉevalejo, hundejo, porkejo)a partir de caballo, perro y cerdo (ĉevalo, hundo, porko); 5 segundos para aprender a formar yegua, perra y cerda (ĉevalino, hundino, porkino); 5 segundos para aprender a formar potro, perrezno y lechón ĉevalido, hundido, porkido). Cuando uno desea aventurarse, allí está la palabra, inmediatamente presente al espíritu, mientras que en inglés o en alemán, incluso después de diez años de estudio...

Es necesario estar loco, como yo, para juzgar preferible comunicarse entre extranjeros con espontaneidad, sin gastar un céntimo, después de un aprendizaje de duración razonable. (Se necesitan 167 horas para llegar en esperanto a un nivel que, en inglés, exige 1.700 horas de estudio; eso no es nada sorprendente si se considera que del 80 al 90% de las dificultades de una lengua no incorporan nada a la comunicación.) ¿Para qué demonios adoptar una solución tan sencilla, cuando es posible elegir una mucho más complicada que, por añadidura, confiere a algunas lenguas un estatuto privilegiado, con todas las consecuencias económicas y políticas que ello lleva consigo?

Nosotros los locos estamos todos sobre un mismo pie, con su acento extranjero cada uno, cada uno utilizando una lengua que no es la de su país. Entre los sanos de espíritu, el delegado noruego o finlandés, el húngaro y el mongol, el griego y el portugués, hablan una lengua extranjera, mientras que el inglés, el estadounidense, el francés, el ruso, utilizan su propio idioma. ¡Qué ventaja sobre los otros! ¡Qué arma tan temible en los debates, donde el ridículo es tan importante!

Un día, en mi delirio, relaté la experiencia vivida por mí, francófono impenitente: «En Bélgica, los únicos flamencos con quienes no experimento ninguna molestia en la comunicación, ni lingüística ni sicológica, son aquellos con quienes hablo en esperanto.» Las gentes normales que me rodeaban sacudieron la cabeza con piedad, y yo ya sabía lo que estaban pensando: «¡Pobre individuo! Es buena persona, pero...» ¡Qué idea extravagante la mía! Pero mi delirio me impide comprenderles. Les oigo gritar: «¡Derecho del suelo! ¡Derecho de la mayoría!», y veo cerrarse los puños, contraerse los rostros, y tales candidaturas eliminadas de oficio...

Hace falta estar loco para proponer como solución una lengua "artificial", como dicen las gentes de espíritu sano. Es cierto que ella es "artificial": cuando bromeamos cinco amigos de cinco países diferentes alrededor de un simpático chato de vino, basta vernos y oír la rapidez de nuestra facundia para comprender cuán chiflados estamos en nuestra "artificialidad". Mientras que con sus hilos, sus micrófonos, sus botones selectores y sus decenas de traductores que se desviven durante toda una noche entre bastidores para que los documentos salgan en todas las lenguas de trabajo para la sesión de la mañana, la gente sana de espíritu ha encontrado la solución "natural": el micro, la cabina de intérpretes, los auriculares, he ahí a la naturaleza. ¿La boca y los oídos sin intermediarios? ¡Qué horror! ¿Está usted loco?

¡Estoy loco! Veo muy bien sus sonrisas. Ustedes son atentos, gracias. Pero no traten de convencerme. Hace demasiado tiempo que todo esto dura. Temo que mi caso sea desesperado.

Aparecido en · Aperinta en : "Documents pour l'Enseignement" (17/1, janvier-mars 1976)
Tradujo del francés · Elfrancigis : Francisco ZARAGOZA RUIZ

Claude Piron(Namur, Bélgica, 26 de febrero de 1931-Gland, Suiza, 22 de enero de 2008) era un psicólogo suizo, muy conocido como escritor en la lengua internacional esperanto.
Diplomado en la Escuela de Intérpretes de la Universidad de Ginebra, fue traductor en la ONU de chino, de inglés, de ruso y de español. Posteriormente trabajó para la Organización Mundial de la Salud, entre otros en África y Asia. En 1968 empieza a practicar la psicoterapia, hasta su muerte, en su gabinete de Gland (Suiza), ocupándose sobre todo de la supervisión de jóvenes psicólogos. Dio clase en la Facultad de Psicología y de las Ciencias de la Educación de la Universidad de Ginebrade 1973 a 1994.
Claude Piron aprendió el esperanto en su infancia. Utilizó esta lengua en numerosos países, incluyendo Japón, China, Uzbekistán, diversos países de África y de América Latina, y lo enseñó en la Universidad de San Francisco (San Francisco State University, Humanities, 1981 y 1983). Fue miembro de la Academia de Esperanto, miembro honorario de la Asociación Mundial de Esperanto y miembro de la Asociación de Escritores en Esperanto. Publicó numerosos artículos en esperanto, en francés y en inglés en el ámbito de la psicología, de la comunicación intercultural, de las lenguas en general y del esperanto en particular.
Su obra en esperanto comprende una docena de novelas, numerosos cuentos, una recopilación de poemas e incluso canciones, además de traducciones. Parte de ellas fueron publicados mediante el seudónimo Johan Valano (y Johan Balano para una obra erótica). Escribió en francés algunas obras sobre asuntos psicológicos, así como un ensayo sobre la comunicación lingüística: Le défi des langues - Du gâchis au bon sens [El Desafío de las lenguas - Del lío al sentido común] (París: L' Harmattan, 2ª edición 2001).
Su obra más conocida en este ámbito, Gerda malaperis! se utiliza a menudo como primer libro de lectura después de un primer curso de esperanto tal como Lernu!. Esta pequeña novela policíaca se limita a una gramática básica y a un vocabulario reducido a las palabras más frecuentes en los primeros capítulos, para ensancharse progresivamente en estructuras más complejas e introducir una pequeña lista de palabras nuevas en cada capítulo.
Claude Piron es muy famoso en el ámbito del esperanto por su libro "La bona lingvo" (La buena lengua), obra de ensayo en la que critica la práctica de recurrir inútilmente a los neologismos provenientes de las lenguas europeas. En contrapartida, defiende la tesis según la cual el esperanto es fácil porque su estructura se acerca a la del pensamiento gracias a su principio aglutinante que permite expresarse asociando creativamente morfemas según un esquema que está más cerca del esquema del pensamiento. En consecuencia, según Piron, el esperanto, contrariamente a todas las lenguas naturales, permite, tanto en su gramática como en la formación de las palabras, fiarse del propio reflejo de asimilación generalizadora, una ley psicolingüística descrita por Jean Piaget.