Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

La enfermedad del tiempo.

Martin Amis.
La Enfermedad Del Tiempo.
 
Visión veinte por veinte, y la enfermedad del tiempo es epidémica. En mi grupo de crédito, al menos. Y en el tuyo también, amigo, si no me equivoco. Ya
nadie piensa en otra cosa. Oh, sí, salvo en el cielo, claro. El pobre cielo... Hay que ver. Vaya situación. Todos pensamos en el tiempo, apresar el tiempo,
enfermarse de tiempo. Yo, de momento, todavía estoy bien, creo.
Saqué mi espejo de mano. Ahora todo el mundo lleva uno cuando menos. En los trenes ves carradas de personas erguidas como navajas estudiándose tensamente
los cabellos y las órbitas de los ojos. La ansiedad es tan eléctrica como el cable que vibra por encima de nuestras cabezas. Dicen que hay más gente abatida
por la ansiedad del tiempo que por el tiempo mismo. Pero solamente el tiempo es fatal.
 
De acuerdo, es un problema, un definitivo embrollo. ¿Cómo se hace para cambiar
de tema cuando hay un solo tema? La gente no quiere hablar del cielo. No quieren hablar del cielo, y no los culpo.
Saqué mi espejo de mano y me dediqué una inspección de unos diez segundos: encía inferior, párpado izquierdo. Tan reanimado me sentí que con mucho cuidado
fui hasta la cocina y abrí una cerveza. Me comí un emparedado y una ensalada de jamón. Encendí otro cigarrillo. Puse la tele y me instalé en el Canal Terapéutico.
Miré un documental de hace setenta años sobre un proyecto de ampliación de carreteras en un lugar llamado Orpington, allá en Inglaterra... El aburrimiento
cumple una función altamente profiláctica cuando se trata del tiempo. A todos se nos aconseja experimentar todo el aburrimiento posible. Se dice que aburrir
a otro es aun más curativo que dejar que a uno mismo lo aburran. Por eso nos lo pasamos alzando la voz en compañía, dale que te pego con cualquier cosa
que se nos meta en la cabeza. Yo, por mi parte, me paso todo el tiempo hablando del tiempo: una costumbre imprudente. Y escúchame. Ya empiezo de nuevo.
 
Sonó el intercomunicador. Cambié el Terapéutico a Recepción. Ninguna imagen. «¿Quién es?», le pregunté a la tele. La tele me lo dijo. Suspiré, y puse la
llamada en un período de medio minuto. Música relajante. Música aburrida... De acuerdo, ¿quieres oír mi teoría? Bien, algunos dicen que las causas del
tiempo son la congestión, la pestilencia del aire, la vida urbana (y en esta época no hay otra vida que la urbana). Otros dicen que el tiempo fue el resultado
de los primeros conflictos nucleares (de teatro limitado, Persia vs. Paquistán, Zaire vs. Nigeria y otros, nada importante; a ellos les tocaron el calor
y la luz y a nosotros el frío y la oscuridad; ese factor contribuyó a que se jodiera el cielo), y en particular, de la saturación de cobertura televisiva
que siguió: el día entero la pantalla se contraía con carne, carne moribunda, o viva pero en un extraño estado de edad. Otros dicen que el tiempo fue una
consecuencia de las empresas de la humanidad en el espacio
(no debieron haber ido allí, siendo las cosas en casa tan inestables). La comida, la pornografía, la cura contra el cáncer... Yo pienso que fue cosa del
siglo veinte. El siglo veinte tiene toda la culpa.
-Hola, Happy -dije-. ¿Qué hay de nuevo?
 
-¿Lou...? -dijo la voz de ella con cautela-. Lou, no me siento del todo bien.
-Eso no tiene nada de nuevo. Es viejo.
 
-No me siento bien. Creo que esta vez va en serio. 
-Oh, claro.
 
Bien, era Happy Farraday. Correcto: la estrella de la tele. La feliz Happy Farraday. Oh, tiene mucha historia lo de Happy y yo.
-Veamos un poco qué aspecto tienes -dije-. Anda, Happy, déjame verte.
 
La pantalla permaneció en blanco, las células muertas en una especie de retorcimiento o revoloteo. En un arranque cambié de Recepción a Diadrama. Allí
estaba Happy, todo el rostro vuelto hacia la cámara, haciendo vívidamente lo suyo. Volví a cambiar. Seguía sin haber imagen.
-Acabo de controlarte en el otro canal -dije-. Estás soberbia. ¿Qué te ha picado?
 
-Esto -dijo su voz-. El tiempo.
Las estrellas de cine son especialmente propensas a la ansiedad del tiempo y hay que decir que al tiempo también. ¿Por qué? Bueno, yo creo que nos encontramos
ante un riesgo ocupacional. Es notable. De veras, difícilmente el trabajo podría ser más aburrido. Mucha gente no lo sabe, pero en la actualidad todos
los personajes en los canales Sofá, Diadrama y Proscenio escriben sus propios parlamentos. Es un nuevo truco, ideado para promover la falta de forma, para
combatir la secuencialidad, y así sucesivamente. Los gurúes de la investigación de objetivos han establecido que esto se concilia mucho mejor con el confinamiento
en el hogar. Además, todo el talento literario se ha volcado a la invención de juegos o a la terapia masiva, y produce material sedante para los desocupados
y otras secciones del populacho que se apartan de la existencia funcional. Se pueden hacer fortunas en las industrias del tiempo libre y el aplacamiento.
Los escritores más notables se parecen a los billonarios adolescentes de los primeros tiempos de la revolución del chip. Por otro lado hacer dinero -como
leer y escribir, si vamos a eso- incrementa peligrosamente los niveles de ansiedad del tiempo. Es obvio. Cuanto más dinero tienes, más tiempo te queda
para preocuparte por el tiempo. Es
notable. Happy Farraday tiene el máximo crédito, y también soporta el peso de la fama televisiva (en la cual hay millones que te conocen o creen conocerte);
esa empatía colectiva, esa identificación, esa implicancia que, sospecho, agota seriamente la resistencia contra el tiempo. Yo he abierto una especie de
archivo sobre la cuestión. Empiezo a pensar que es como un síndrome de reciprocidad, uno de los nuevos...
 
¿Por dónde iba? Ah, sí. Por el diálogo con Happy. Mi mente tiene cierta tendencia a vagar. Compréndeme. Ayuda, en lo concerniente al tiempo.
-De acuerdo. ¿Quieres decirme cuáles son los síntomas? -Me los dijo.- Llama a un médico -bromeé-. Oye, dame un respiro. Ya van... ¿cuántas? ¿Dos veces
este año? ¿Tres?
 
-Ahora es distinto.
-Es el nuevo papel, Happy. Nada más. -En su nueva serie del Diadrama, Happy representa el papel proverbial de una fascinante mujer de cuarenta años seriamente
enferma de ansiedad del tiempo. Y se le estaba contagiando; vaya si no.- ¿Sabes a qué le echo yo la culpa? ¡A tu talento! Como actriz eres condenadamente
buena, demasiado. Con Greg Buzhardt estábamos...
 
-Ahórratelo, Lou -dijo ella-. No me aburras. Es de verdad. Tengo el tiempo.
-Sé lo que vas a hacer. Sé lo que vas a hacer. Vas a pedirme que tome el coche y vaya.
 
-Te pagaré.
-No es el dinero, Happy, es el tiempo.
 
-Toma el carril de 2 dólares.
-Caray -dije yo-. Esta vez va... debe de ir en serio.
 
De modo que enderecé los hombros, mientras esperaba que Roy me trajera el «Horsefly» del cobertizo. Bueno, Happy es una vieja amiga y una de mis mejores
clientes, también una de mis ex mujeres, y yo tenía que hacer lo que se supone debía hacerse. Afuera, por un momento, no supe qué hora se pensaba que era
ni si el rollo que me traía entre manos era diurno o nocturno; pero entonces vi, al este, los débiles temblores y latidos del sol. La densa luz verde se
colaba por entre la tropósfera raída y deshilachada, como por un trozo de seda o una panty llena de carreras, con una cualidad liquida, agitada, cambiante.
Luz verde: adelante... La otra semana yo mismo me llevé un buen susto, un susto terrible. Estaba en la cama con Danuta y nos la íbamos a jugar a hacer
el amor. De acuerdo, una decisión torpe; pero era el cumpleaños de ella, y esa noche habíamos tomado cantidad de tranquilizantes. Fíjate que yo no creo
que hacer el amor sea tan arriesgado como dice la gente. Si oyes lo que dicen algunos, resulta que el sexo es un pacto de suicidio. Tomarse de la mano
es poner la vida en juego. «Mirad las cifras de casos fatales de tiempo entre las clases bajas», les digo yo. Joden como si mañana se acabara el mundo,
¿y enferman de tiempo? No, somos nosotros, los personajes de alto crédito, quienes corremos un peligro real. Como yo y Danuta. Como Happy. Como tú... Bien,
el caso es que estábamos juntos en la cama, como digo, medio desnudos, y considerando la posibilidad de situarnos quizá en el marco anímico adecuado para
empezar con cuidado el viejo juego amoroso, cuando de pronto siento que comienzo a emanar un brillo rosado. Era un calor interno, un calor fuerte, con
algo de ilimitado, justo en el centro de mi ser. Bueno, me aterroricé. Uno siempre se dice que va a ser valiente, digno, estoico. Corrí al cuarto de baño
aullando. Desplegué el espejo triple; la luz automática de inspección se encendió con un chasquido. Abrí los ojos y miré. Me quedé esperando. Sí, estaba
limpio, estaba a salvo. Me derrumbé y lloré de alivio. Un rato después Danuta me ayudó a volver a la cama. No intentamos hacer el amor ni nada. No había
manera. Me sentía demasiado condenadamente bien. Permanecí echado acariciándome los ojos, tan feliz, tan agradecido: nuevamente yo mismo.
-¿Tú jodes mucho, Roy?
 
-¿...Señor?
-¿Tú jodes mucho, Roy?
 
-Algo. Supongo.
Roy era un grave joven asalariado de la variedad sumisa y abigotada. Parecía tener responsabilidades agobiantes; hasta usaba el cinturón de la cartuchera
como una especie de faja para la hernia o soporte vertebral. Ése era el aspecto de la gente de crédito B, el aspecto de la clase paragolpes. Muy pronto,
se proyecta, la sociedad quedará dividida en tres secciones iguales. La sección B se dedicará en su totalidad a proteger a la sección A de la sección C.
Me alegro de tener de mi lado a Roy y sus muchachos.
 
-¿Adónde irá hoy, señor? -me preguntó al entregarme mi tarjeta de conducción.
-Al otro lado de las colinas y muy lejos, Roy. Voy a ver a Happy Farraday. ¿Algún mensaje?
 
Roy parecía inquieto.
-Señor -dijo-. Tiene que contarle lo de Duncan. El muchacho nuevo del condo. Tiene un problema con el alcohol. Happy Farraday todavía no lo sabe. Debe
avisarle. Duncan, con el problema que tiene, es un peligro de incendio.
 
-¿El problema, Roy? Eso es grave, Roy.
-Bien, de acuerdo. Yo no quiero enjuiciar a nadie ni nada por el estilo. Puede que haya sido... que haya sido cuando era pequeño, o algo así. Pero la cosa
es que Duncan se trae un rollo alcohólico. La verdad es ésa, señor Goldfader. Y Happy Farraday todavía no lo sabe. Tiene usted que avisarle. Tiene que
avisarle, señor; ahora mismo, antes de que sea demasiado tarde.
 
Eché una mirada al rostro agradable, implorante, profundamente estúpido de Roy. La mirada ardiente, las mejillas trémulas, el bigote. Santo Cristo, ¿qué
creeran estos tipos que puede cambiar porque usen bigote? Por centésima vez le dije:
-Roy, es todo inventado. Es sólo la tele, Roy. Se lo escribe ella misma. No es real.
 
-Bueno, de eso yo no sé nada -dijo él, extendiendo la mano en silenciosa conciliación-. Pero me tranquilizaría el ánimo saber que usted la prevendrá del
asunto de Duncan.
Roy hizo una pausa. Con cierta dificultad se inclinó para tocar una mancha de aceite que tenía en el pantalón azul superlavable. Se enderezó con un largo
jadeo. En tanto joven, Roy era, desde luego, increíblemente gordo -por razones de tiempo-. Inmóviles, ambos contemplamos el cielo, los derrames, los colores
chorreantes, las grandes traiciones químicas...
 
-Qué feo está -dijo Roy-. Señor... Señor Goldfader... ¿Es cierto lo que dicen, que Happy Farraday ha enfermado de tiempo?
El tráfico estaba ligero y llegué a casa de Happy antes de darme cuenta. El tráfico sí que es un problema, como no deja de repetir todo el mundo. La cosa
funciona, sin embargo, si usas los carriles más caros. Aquí en nuestro país tenemos un sistema de cinco carriles: gratis, de cinco centavos, de diez, de
un cuarto y de un dólar (cero, cinco, diez, veinticinco o cien dólares la milla); pero por supuesto que en este momento el carril gratuito no es operativo:
una jaula, una caravana, una columna de desechos abollados y rotos, chatarra muerta que no avanza nunca. Muy pronto también se encontrarán con un problema
en el carril de a cinco centavos. El rollo con esto de conducir, vayas donde vayas, es que es increíblemente aburrido. Y aquí tienes otra: desde que prohibieron
los espejos retrovisores, no ha quedado mucho campo para la ansiedad del tiempo. Sí señor, tuvieron que suprimir los retrovisores. En eso yo les di mi
apoyo. La pérdida de concentración era un trastorno real, ¿te das cuenta? ¿Cómo se podía conducir y controlarte las patas de gallo y el cuero cabelludo,
todo al mismo tiempo? En la carretera, en los carriles más baratos, donde la movilidad es baja o mínima, solía haber una atmósfera de fiesta. La gente
salía de los coches y se ponía a saltar por ahí. No tengo idea, pero puede que continúe de ese modo. Ahora, con la nueva Conducción de Aburrimiento, las
barreras divisorias son más altas y no puedes decir qué pasa realmente. Sin embargo una vez sí que vi algo interesante. No pude evitarlo. Durante la larga
espera en el cruce de seguridad, donde hasta el carril de a dólar se
atasca con tanta ambulancia y camión con remolque -y con las grandes escuadras de motos y coches de la policía-, vi a tres corredores, tres punks del tiempo,
galopando a ritmo sostenido por el carril de carga en desuso, a la altura del Viaducto Este. Allá iban, claros como el día: pantalones cortos, camiseta,
zapatillas de correr. Todos los coches atascados hicieron sonar los cláxones, un sordo, furioso bramido de viejas bestias hacinadas. Unas docenas de policías
con altavoces intentaron darles el alto; pero ellos contestaron con muecas, nada más, y siguieron corriendo, desafiantes. Esos punks están mal de la cabeza,
aunque me imagino que alguna lógica habrá en el asunto. Toman vitaminas, sabes. Sí. Trabajan fuera y van por ahí jodiendo, tienen sus maratones nihilistas.
La semana pasada vi una, cerca de los estudios. Un guardia de seguridad la encontró corriendo por el viejo camino exterior. Le hicieron unas preguntas
y luego la soltaron. Tendría alrededor de treinta años, supongo. Parecía estar en una forma tremenda.
 
Y así que conduje sin incidentes. Pero incluso a través del cristal tratado del parabrisas podía ver y sentir los atroces desgarros y estampidos en el
cielo estropeado. Es algo que te conmueve. Mira fijo, durante diez o quince minutos una bombilla encendida de muchos vatios; luego cierra los ojos, con
fuerza y de golpe. Así es como se ve el cielo. Nos da pena, sabes, o al menos me da pena a mí. Miro el cielo y pienso... ay. Uy. Oh, el cielo, el pobre
cielo.
Happy Farraday me había dejado un pase en la oficina central de Bienes Raíces, de modo que no tuve que esperar tanto. Para serte sincero, me escandalizó
lo laxo y rutinario que se estaba volviendo la gente. Siempre es así después de unas semanas de tranquilidad. Luego se levanta otra tormenta de mierda
desde la sección C, y otra vez empiezan a volar las órdenes. En el cubículo me vestí de nuevo y me sequé el pelo. Mientras aprobaban mi análisis de orina
y las pruebas radiográficas miré la tele en la comisaría. Me senté con delicadeza y cautela (ya sabes lo que te pasa después de que te revisan desnudo)
y saqué tres recortes de la billetera. Son para el archivo. ¿Qué te parecen?
 
ítem 1, de las páginas informativas de Pantalla Semanal:
En una serie de experiencias reiteradas en el Laboratorio Químico del Valle, el estudiante de ciencias Edwin Navasky ha «demostrado» que el agua caliente
se congela más rápido que la fría. «Hicimos la prueba cuatro veces», dijo Edwin. «Es fantástico. Estamos realmente azorados», añadió el consejero estudiantil
Joy Broadener.
ítem 2, de la sección de sucesos de la Guía del Sofá:
 
El lunes pasado la candidata Day McGwire contrató un espacio publicitario en el canal 29. Propósito: negar los rumores insistentes pero infundados de que
sufría problemas cardíacos. Lamentablemente no le fue posible presentarse. El motivo: repentina hospitalización debido a un problema cardíaco.
ítem 3, de la columna de actualidad de Televisión:
 
El piloto meteorólogo Lars Christer informó acerca de una nueva manifestación de «La Cosa Que Hay Allá Arriba», divisada por él en el curso de un vuelo
rutinario de bajo nivel. La localización: mil metros por encima del lago Baltimore. La descripción del piloto: «Era una especie de óvalo, con una especie
de círculo negro en el centro». Se cree que el fenómeno es un cúmulo o formación espórica. La reacción de Christer: «No sé con qué comérmelo. Es un hueso».

-Goldfader -rugió el altavoz, desvaneciendo mis pensamientos. El carricoche esperaba en la puerta. Hacia el este los cielos nuclearizados parecían especialmente

infernales y desquiciados, con un efecto de ojo desnudo palpitando en el horizonte: inyectado en sangre, conjuntivítico. Ojo rosa. Tal vez, sospecho a
veces, La Cosa que Hay Allá Arriba se parezca a un ojo, manchado de lágrimas dolorosas, penentrante, envuelto en incienso... Valiéndome de mi bastón di
con cuidado la vuelta por detrás del bungalow de Happy. Sunny, la hija veinteañera, estaba desnuda en una tumbona, absorbiendo la neblina. No hizo el menor
gesto de cubrirse mientras yo, cojeando, bordeaba la piscina. La pequeña Sunny quiere que algún día sea su representante, y supongo que me estaba mostrando
la mercancía. Bueno, es como dicen por ahí: si lo tienes, lúcelo.
 
-Hola, Lou -dijo, somnolienta-. Bébete una copa. Anda. Son las cinco.
Le eché a Sunny una mirada crítica mientras pasaba a su lado en dirección al bar. La chica era una verdadera página central, de eso no había duda. Pero,
bueno, no me malinterpretes. Dije página central, y está claro que la pornografía no ha avanzado al mismo paso que el tiempo. Al principio intentaron llenar
las revistas y los canales para adultos con mujeres de nuevo tipo cómo Sunny, pero no resultó.
El tiempo, en efecto, ha liquidado la pornografia excepto como deporte de sangre clandestino, o como rollo punk. El tiempo ha matado muchas más cosas.
He aquí un interesante lugar común. Ahora que la masturbación es la única práctica sexual que no sufre una advertencia sanitaria del gobierno, ¿en qué
pensamos cuando lo estamos haciendo, en qué nos queda pensar? No lo digo por mí. Cristo, ¿tú si? ¿Qué imágenes se deslizan, qué espectros aletean... qué
pasa con esos pensamientos a medida que flotan y se aglomeran allá en lo alto en lo detonado, en lo completo, allá en el jodido cielo?
 
-Vamos, Sunny. ¿Dónde tienes la bata?
Mientras me preparaba un combinado con vodka y chupaba con precaución un pretzel, me fijé en el parche de la calva de Sunny, que brillaba suavemente en
la
niebla. Suspiré.
 
-¿Te gusta mi cabeza? -me preguntó sin volverse- Tranquilo, es artificial. -Entonces se sentó y me lanzó una mirada esquiva. Sonrió. Sí, también le habían
arreglado los dientes, sin duda algún vaquero del Valle metido a artista de la odontología. Volví a situarme al borde de la piscina y le eché una lenta
mirada escrutadora. El pellejo y la palidez estaban bien, pero las marcas del estiramiento eran demasiado cosméticas, demasiado simétricas, demasiado pronunciadas.

-Bien, muchacha, ahora escúchame -comencé-. Las realidades son éstas. Está bien que una chica se dé baños de niebla, mariposee todo el día junto a la piscina
con una o dos botellas, se quite un poco de peso de allí en medio. Quiero decir que tienes que mantenerte en forma. Pero este numerito estúpido, Sunny,
es cosa de punks. En mis libros nunca ha entrado un embaucador, y nunca entrará ninguno. Por las siguientes razones...
 
Y le di a la joven Sunny una larga monserga, se las canté claras de verdad. La tenía arrinconada en el aburrimiento y no iba a dejar que se escapase. Seguí
y seguí hablando con saña, dale y dale que te pego. En cuanto a mí, casi tuve que refrenarme cuando el aburrimiento, como suele hacerlo, viró hacia la
desesperación, mirando el vacío de la piscina, el cielo reflejado y la estática activa, el sedimento de la lluvia negra.
-Bien, bien -dije, reanimándome-. De todos modos, ¿cuál es el problema? Tienes un aspecto magnífico.
 
Ella se rió, tosió y escupió.
-No me hagas caso, Lou -dijo con voz ronca-. Sólo lo hago para divertirme.
 
-Me alegra oírlo, Sunny. ¿Y dónde está tu madre? 
-Hace dos días.
 
-¿Cómo?
-En su habitación. Hace dos días que está en su habitación. Esta vez va en serio.
 
-Sí, claro.
Volví a llenarme la copa y entré. La única luz del vestíbulo provenía de la insomne lámpara del espejo. Mientras pasaba cojeando me miré. El pesado aburrimiento
y el ligero estrés del viaje de siete horas me habían hecho bien. Me veía estupendo, estupendo.
 
-¿Happy? -dije, y golpeé.
-¿Eres tú, Lou? -la voz era fuerte y clara, y también rápida. Directa, alerta-. Voy a abrir la puerta, pero no entres en seguida.
 
-Claro -dije. Sorbí un trago de bebida y busqué una silla alrededor. Pero entonces se oyeron el chasquido y la enérgica voz de Happy-. Adelante. Bien,
tengo que decirte que, llegado ese punto, hubo dos cosas que me desconcertaron. Primero, la voz; segundo, la rapidez. Por lo general, a esa mujer casi
no puedes oírla cuando está en ese estado, y llegar hasta la puerta y volver a la cama le lleva una hora o más. Sí, pensé, ha de haber estado esperando
con los dedos en el picaporte. A Happy no le pasa nada malo. La dama está estupenda, estupenda.
Así que entré. Tenía las largas redes negras tendidas sobre la cama: odulantes, destellando, un lecho para la progenie del diablo. Avancé entre las sombras
hasta la silla que había junto a la cama y me senté con un gruñido. Una silla familiar. Una vigilia familiar.
 
-¿Te molesta si no fumo? -le dije-. No es por los pulmones. Es sólo que me fastidia andar encendiendo todo el tiempo esos chismes. ¿Comprendes lo que quiero
decir?
Sin respuesta.
 
-¿Cómo te sientes, Happy? 
Sin respuesta.
 
-Vale, muchacha, escúchame. Tienes que dejarte de tonterías. Sé que es difícil con el nuevo papel y todo eso, pero ¿hace falta que vuelva a decirte lo
que le ocurrió a Day Montague? ¿Hace falta, Happy? ¿Hace falta? Tienes cuarenta años. Estás fantástica. Permite que te cuente lo que Greg Buzhardt dijo
la semana pasada cuando vio las tomas. Dijo: «Estilo. Clase. Presencia. Sinceridad. Fíjate en los ratings. Fíjate en los perfiles. Happy Farraday es la
mujer con quien sueñan los hombres». Eso dijo. «Happy Farraday es...»
-Lou.
 
La voz había sonado a mis espaldas. Me giré, y sentí la punzada en los tendones del cuello. Happy estaba de pie en el baño bajo un chorro de luz, y también
bajo el
chorro más suave de su bata de seda. Estaba allí, vívida como la salud misma, gráfica como la juventud, con sus propias fuentes luminosas, los ojos, la
boca, el cabello, las curvas y hondonadas de la garganta fulgurante. La seda cayó a sus pies, y a mí se me cayó la copa de las manos, y algo más cayó o
se hundió dentro de mi pecho.
-Oh, Cristo -dije-. Happy, lo siento.
 
Recuerdo cómo era el cielo, cuando el cielo era joven -sus chales y vellones, sus osos y ballenas, sus cúspides y grietas-. Un cielo de gris, un cielo
de azul, un cielo de especies. Pero ahora el cielo se ha ido, y nos enfrentamos a cielos diferentes. Cierta envoltura vital ha desaparecido de nuestras
vidas. Allá arriba, me parece, algo se está reordenando. Allá arriba se acumula el miedo al tiempo, y nos llega de vuelta en forma de tiempo. Es el cielo,
el cielo, el jodido cielo. Si la suficiente cantidad de gente cree que algo es real o está pasando, al fin parece que debe pasar, que debe hacerse realidad.
Contra todo lo profetizado y esperado, estamos viviendo tiempos mágicos: magia proletaria. ¡Magia gris!
Ahora que ha terminado todo, ahora que estoy en casa y mejorando, con Danuta de regreso para siempre y Happy para siempre ausente, creo que puedo conversar
y contar la verdadera historia. Estoy sentado en el angosto balcón con una manta sobre las piernas. Ante mí, por entre los barrotes de contención, el ocaso
se extiende en su contaminada pompa, lleno de genios, fantasmas encapotados, demonios escarlatas del cielo medio. Luz roja: paremos, terminemos. La Cosa
Que Hay Allá Arriba puede no ser Dios, por supuesto: puede ser el diablo. Muy pronto Danuta me llamará para que entre por mi caldo. Luego una siesta, y
quizá una hora de televisión. El Canal Terapéutico. Me acuesto realmente temprano... Esta tarde fui a caminar por el borde de la carretera. No sé por qué.
No creo que vaya a hacerlo de nuevo. A la vuelta apareció Roy y me ayudó a subir al ascensor. Luego, con timidez, me preguntó:
 
-¿Happy Farraday se encuentra bien, señor?
-¿Bien? -dije yo-. ¿Bien? ¿Qué quieres decir con bien? ¿Tú nunca lees las noticias, Roy?
 
-Tuvo que irse a Australia. Yo me preguntaba si se encontraría bien. Me imagino que para ella será mejor. Estaba metida en un problema, con Duncan. Era
un rollo.
-Por el amor de Dios, eso es tele. Se lo escribieron -dije, y sentí una calma abrupta, plúmbea-. No está en Australia, Roy. Está en el cielo.
 
-¿Cómo, señor?
-Está muerta, maldita sea.
 
-Bueno, yo de eso no sé nada -dijo él, alzando una palma regordeta-. Sólo espero que se encuentre bien, allí en Australia.
Happy está en el cielo, o espero que lo esté. Ojalá que no esté en el infierno. El infierno es el cielo del atardecer, y espero que no esté allí. Ah, ¿cómo
soportarlo? Qué rollo. No, de veras.
 
Ahora sí admito que me aterroricé en el dormitorio del bungalow, con el chorro de luz, la mujer alterada y mi propio ser tan abruptamente tenso por la
fragilidad y el miedo. Grité muchísimo. ¡Acuéstate! ¡Llama a Trattman! ¡Ponte la bata! Esa clase de cosas. «Vamos, Lou, sé realista -dijo ella-. Mírame.»
Y miré. Sí. La piel estaba toda cubierta de esa brillante suculencia delatora. El pelo -que hacía una semana, maldita sea, colgaba tan delgado e incoloro
como el mío-, zumbaba de espesor y fulgor. Y la boca, Cristo... labios plenos y húmedos, y una lengua de animal, como un corazón, no con la boca de Happy,
ni la de otra mujer, sino más grande, más ávida, más joven. Más joven. Tiempo clásico. Oh, clásico.
Hizo que me acercara y me tendiera con ella en la cama para darle consuelo, para darle cierta sensación de seguridad definitiva. Yo me hallaba en un crítico
estado de nervios, como te imaginarás. El tiempo no es contagioso (al menos eso sabemos del tiempo), pero la enfermedad, en cualquiera de sus formas, no
es muy atrayente y yo quería guardar toda la distancia posible. Manténte lejos, dice. Luego vi; vi sus pechos, altos pero pesados, las pequeñas puntas
tiernas, inflamadas por el tiempo; y el olor, el olor de memoria profunda, fluyente, submarina... Yo sabía qué clase de consuelo necesitaba ella. Sí, a
menudo el tiempo se manifestaba de este modo, pensé en mi terror lento y majestuoso. Has venido hasta aquí: ahora sigue, me dije. Acércate más, más. Hazlo
por ella, por ella y por los viejos tiempos. Me volví, dispuesto a permitir que tomara todo lo que la cabeza y la mano pudieran dar, hasta que también
yo sentí fiebre en las líneas de calor, la hinchazón y el olor de la juventud y la muerte. En cierto momento durante la madrugada, justo antes del amanecer,
me levanté y arrastrándome hasta la ventana miré el cielo dolorido, lastimado; por un instante me sentí yo mismo gris y suavemente vibrante, como una percha
que se ha dejado brillando en el travesaño, con Happy allí, detrás de mí, sola en la cama y en la tórrida muerte. «Cariño», dije en voz alta, y fui a reunirme
con ella. Me gusta, pensé, y de pronto asentí. ¿Qué es lo que me gusta? Me gusta el amor. Me estoy suicidando y no me importa.
 
Durante los dos meses siguientes, te diré, estuve en una forma terrible, hecho una mierda, desquiciado, desquiciado del todo. Me daban ataques de energía.
En vez de mi comida, me desesperaba por la carne gruesa y el vino espeso. No conseguía mirar nada terapéutico. Tras media hora escasa de una exhibición
de carpintería o de un concurso de lanzamiento de dardos me encontraba paseándome por la sala con las uñas comidas y los dedos frenéticos. También, en
varias ocasiones, puse en peligro a Danuta. Hasta hice un intento con la pequeña Sunny Farraday, que después de la cremación se mudó aquí por un tiempo.
Danuta se divorció de mí. Incluso se fue de casa. Pero ahora ha vuelto. Danuta es una buena chica; me ayudó a salir. Ahora todo ha quedado atrás, y creo
(toco madera) que ya vuelvo a ser más o menos yo mismo.
Dentro de muy poco daré unos golpecitos en la ventana con el bastón para que Danuta me traiga otra manta. Más tarde ella me ayudará a entrar para que tome
el caldo. Luego una siesta, y tal vez una hora de televisión. El Canal Terapéutico. Por el momento soy feliz y afronto de buena gana el vívido tormento,
el acné- hirviente del cielo agonizante. Cuando el cielo haya muerto, ¿nos darán uno nuevo? Hoy mi servicio de respuesta dejó un mensaje extraño: tengo
que llamar a un número de Sidney, allá en Australia. Lo haré mañana. O pasado. Sí. Ahora no puedo hacer el esfuerzo. Alcanzar el bastón, levantarlo, golpear
el cristal, decir Danuta: incluso esto requiere empinadas ascensiones de tiempo. Ahora todo sucede con tanta lentitud. Tengo un nuevo trastorno en la espalda.
La semana pasada me rompí un diente con una tostada. Jesús, como detesto agacharme y las escaleras. Arriba cuelga el cielo en telarañas desgarradas, en
sangrientos añicos. Es un gran alivio, y me siento agradecido. Estoy perfecto, estoy bien, bien. Sea como sea, por el momento no hay síntomas de que vaya
a enfermar de tiempo.
 
 
La enfermedad del tiempo.
Martin Amis.