Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Un lugar de los dioses.

Stephen Vincent Benèt.
Un lugar de los dioses.
 
El Norte, el Oeste y el Sur son buenos terrenos de caza, pero está prohibido ir al Este. Está prohibido ir a cualquiera de los Lugares Muertos excepto
para buscar metal, y en tales casos el que toca el metal tiene que ser un sacerdote o el hijo de un sacerdote. Después, el hombre y el metal tienen que
ser purificados. Esas son las normas y las leyes; y están bien hechas. Está prohibido cruzar el gran río y contemplar el lugar que fue el Lugar de los
Dioses. Está severamente prohibido. Ni siquiera podemos pronunciar su nombre. Allí es donde moran los espíritus, y los demonios. Allí se encuentran las
cenizas del Gran Incendio. Esas cosas están prohibidas; han estado prohibidas desde el principio de los tiempos.
Mi padre es un sacerdote. Por tanto, yo soy el hijo de un sacerdote. He estado en los Lugares Muertos con mi padre. Al principio, estaba asustado. Cuando
mi padre entró en la casa en busca de metal, me quedé de pie junto a la puerta, sintiéndome débil y pequeño. Era la casa de un hombre muerto, la casa de
un espíritu. No tenla el olor del hombre, aunque en un rincón había huesos humanos. Pero el hijo de un sacerdote no puede dar muestras de temor. Contemplé
los huesos en la sombra y mantuve mi voz firme.
Luego salió mi padre con el metal: un trozo grande, impresionante. Mi padre me miró con los dos ojos, pero yo no eché a correr. Me dio el metal para que
lo sostuviera. Lo cogí y continué viviendo. De modo que mi padre supo que yo era realmente su hijo y que cuando me llegara la hora sería un sacerdote.
Eso fue cuando yo era muy joven. Sin embargo, mis hermanos no lo habían hecho, aunque eran buenos cazadores. A partir de entonces, me cedieron el mejor
trozo de carne y el rincón más caliente junto al fuego. Mi padre velaba por mí; estaba muy contento porque sería un sacerdote. Pero cuando fanfarroneaba
o lloraba sin motivo, me castigaba con más severidad que a mis hermanos. Y era justo que lo hiciera.
Pasado un tiempo, recibí autorización para ir a las casas muertas en busca de metal. De modo que aprendí cómo eran aquellas casas, y los huesos dejaron
de asustarme. Los huesos son ligeros y viejos; a veces se deshacen en polvo si los toco. Pero esto es un gran pecado.
Aprendí los cánticos y los sortilegios. Me enseñaron a contener la sangre de una herida, y muchos secretos. Un sacerdote tiene que saber muchos secretos:
eso era lo que mi padre decía. Si los cazadores creen que lo sabemos todo acerca de los cánticos y los sortilegios, pueden creerlo; no les perjudica. Me
enseñaron a leer libros antiguos y a escribir la antigua escritura. Era difícil y me costó mucho aprenderlo. Mis conocimientos me hacían feliz; eran como
fuego en mi corazón. Lo que más me gustaba era oír hablar de los Tiempos Antiguos y las historias de los dioses. Me hacía a mí mismo muchas preguntas que
no podía contestarme, pero el formularlas era bueno. Por la noche, me gustaba permanecer despierto y escuchar el ruido del viento. Me parecía la voz de
los dioses mientras volaban a través del aire.
Nosotros no somos ignorantes como el Pueblo de los Bosques. Nuestras mujeres hilan la lana en la rueca, y nuestros sacerdotes llevan túnicas blancas. Nosotros
no comemos raíces, ni hemos olvidado la antigua escritura, aunque es muy difícil de comprender. Sin embargo, mis conocimientos y mi falta de conocimientos
ardían en mí. Deseaba saber más. Cuando, al fin, fui un hombre, me dirigí a mi padre y le dije:
- Ha llegado el momento de que emprenda mi viaje. Dame tu permiso.
Me miró durante largo rato, acariciándose la barba, antes de contestar:
- Sí, ha llegado el momento,
Aquella noche, en la casa del sacerdocio, pedí y recibí la purificación. El cuerpo me dolió, pero mi espíritu era una roca fría. Mi propio padre me interrogó
acerca de mis sueños.
Me ordenó mirar el humo del fuego y ver. Vi, y dije lo que vi. Era lo que siempre había visto: un río y, más allá del río, un gran Lugar Muerto, por el
que paseaban los dioses. Siempre había pensado en eso. Los ojos de mi padre tenían una expresión severa cuando se lo dije; ya no era mi padre, sino un
sacerdote. Dijo:
- Este es un sueño fuerte.
- Es mío - dije, mientras el humo se dispersaba y mi cabeza se sentía más ligera.
En la cámara exterior estaban entonando el canto de la Estrella, que era como un zumbar de abejas en mi cerebro.
Mi padre me preguntó cómo iban vestidos los dioses, y yo le dije cómo iban vestidos los dioses. Nosotros sabemos cómo van vestidos por los libros, pero
yo les había visto como si estuvieran delante de mí. Cuando hube terminado, dejó caer las támaras tres veces y las estudió mientras caían.
- Este es un sueño muy fuerte - repitió - Puede devorarte.
- No tengo miedo - dije, y le miré con los dos ojos. Mi voz sonó muy débil en mis oídos, pero eso era a causa del humo.
Mi padre me tocó en el pecho y en la frente. Me dio el arco y las tres flechas.
- Tómalas - dijo -. Está prohibido viajar hacia el Este. Está prohibido cruzar el gran río. Está prohibido ir al Lugar de los Dioses. Todas esas cosas
están prohibidas.
- Todas esas cosas están prohibidas - dije, pero la que hablaba era mi voz, y no mi espíritu.
Mi padre volvió a mirarme.
- Hijo mío - dijo -, en mi juventud también tuve sueños. Si tus sueños no te devoran, puedes ser un gran sacerdote. Si te devoran, continuarás siendo mi
hijo. Ahora, puedes emprender tu viaje.
Me puse en marcha rápidamente, como ordena la ley. El cuerpo me dolía, pero no mi corazón. Cuando amaneció, me encontraba fuera de la vista de la aldea.
Oré y me purifiqué a mí mismo, esperando una señal. La señal fue un águila. Volaba hacia el Este.
A veces, las señales son enviadas por espíritus malos. Esperé de nuevo sobre la roca plana, sin tomar ningún alimento. Estaba muy quieto. Podía sentir
el cielo sobre mi cabeza y la tierra debajo de mi cuerpo. Esperé hasta que el sol empezó a hundirse. Entonces, tres ciervos cruzaron el valle, dirigiéndose
hacia el Este; no me olfatearon ni me vieron. Entre ellos había un cervatillo blanco: una señal muy grande.
Los seguí a distancia, esperando lo que sucedería. Mi corazón estaba turbado por aquella marcha hacia el Este, pero yo sabía que tenía que ir. Mi cabeza
estaba muy débil a causa del ayuno; ni siquiera vi la pantera que saltaba sobre el cervatillo blanco. Pero, antes de que pudiera darme cuenta, el arco
estaba en mi mano. Disparé, y la pantera cayó en pleno salto. No es fácil matar a una pantera con una sola flecha, pero la que yo disparé le penetró por
el ojo y se alojó en su cerebro. Entonces supe que tenía que ir hacia el Este. Supe que ése era mi viaje. Cuando se hizo de noche, encendí una fogata y
asé carne.
Hay ocho soles de viaje hasta el Este, y un hombre pasa por muchos Lugares Muertos. El Pueblo de los Bosques les teme, pero yo no. Una vez encendí mi fogata
al borde de un Lugar Muerto, por la noche, y a la mañana siguiente, en la casa muerta, encontré un buen cuchillo, muy poco oxidado. Era pequeño para lo
que llegó más tarde, pero animó a mi corazón. Siempre que buscaba algo que cazar, lo encontraba delante de mi flecha. Por dos veces me crucé con grupos
de cazadores del Pueblo de los Bosques sin que me vieran. De modo que supe que mi magia era fuerte y mi viaje despejado, a pesar de la ley.
Cuando iba a ponerse el octavo sol, llegué a las orillas del gran río. Estaba a medio día de viaje después de que hube dejado el camino de los dioses.
Ahora no utilizamos los caminos de los dioses, ya que están deshaciéndose en grandes bloques de piedra. El bosque es más seguro. Desde muy lejos, había
visto el agua a través de los árboles, pero los árboles eran muy tupidos. Al final salí a un espacio abierto, en la cima de un farallón. Debajo estaba
el gran río, como un gigante tendido al sol. Es muy largo, muy ancho. Puede beberse todos los arroyos que nosotros conocemos y quedarse con sed. Su nombre
es Ou-dis-sun, el Sagrado, el Largo. Ningún hombre de mi tribu lo ha visto; ni siquiera mi padre, el sacerdote. Era mágico, y oré.
Luego alcé mis ojos y miré hacia el Sur. Allí estaba: el Lugar de los Dioses.
¿Cómo puedo decir el aspecto que tenía? No lo comprenderíais. Estaba allí, a la rojiza claridad del crepúsculo. Aquellas cosas eran demasiado grandes para
ser casas. Estaba allí, bañado por la luz roja del crepúsculo, poderoso y en ruinas. Supe que los dioses no tardarían en verme. Me cubrí los ojos con las
manos y me arrastré hasta el bosque.
Desde luego, hacer lo que había hecho y continuar vivo era suficiente. Desde luego, pasar la noche sobre el farallón era suficiente. Los del Pueblo del
Bosque no se atrevían a acercarse tanto. Sin embargo, a lo largo de toda la noche, supe que tendría que cruzar el gran río y llegar al Lugar de los Dioses,
aunque los dioses me devoraran. Mi magia no me serviría para nada, y sin embargo había un fuego en mis entrañas, un fuego en mi mente. Cuando salió el
sol, pensé: «Mi viaje ha sido despejado. Ahora regresaré, dando por terminado mi viaje». Pero, mientras lo estaba pensando, sabía que no lo haría. Si iba
al Lugar de los Dioses, seguramente moriría, pero si no iba, no volvería a haber paz en mi espíritu. Y, si se es sacerdote y el hijo de un sacerdote, es
preferible perder la vida a perder el espíritu.
No obstante, mientras construía la balsa, las lágrimas brotaron de mis ojos. Los hombres del Pueblo de los Bosques podían haberme matado sin lucha, de
haber llegado en aquel momento, pero no se presentaron. Cuando la balsa estuvo hecha, recité los adagios de los difuntos y me pinté a mí mismo para la
muerte. Mi corazón estaba frío como una rana y mis rodillas parecían de agua, pero el fuego que ardía en mi mente no me hubiera permitido reposar. Mientras
empujaba mi balsa río adentro, empecé mi canto fúnebre. Tenía derecho a él. Era un canto muy bonito. Canté:
«Soy John, hijo de John. Mi pueblo es el Pueblo
de las Colinas. Ellos son los hombres.
Voy a los Lugares Muertos, pero no soy asesinado.
Cojo el metal de los Lugares Muertos, pero no soy maldecido.
Viajo por los caminos de los dioses y no tengo miedo.
¡Eh-yah!
He matado la pantera. ¡Eh-yah!
He venido al gran río. Nadie había llegado hasta aquí antes.
Está prohibido ir hacia el Este, pero yo he venido;
prohibido ir al gran río, pero yo estoy aquí.
Abrid vuestros corazones, vuestros espíritus, y escuchad el canto.
Ahora voy al Lugar de los Dioses; no regresaré.
Mi cuerpo está pintado para la muerte, y mis piernas tiemblan.
Pero mi corazón es grande mientras voy al Lugar de los Dioses.
No obstante cuando llegué al Lugar de los Dioses estaba asustado, muy asustado. La corriente del gran río es muy fuerte; agarraba mi balsa con sus manos.
Aquello era magia, ya que el río es ancho y tranquilo. Pude sentir los espíritus malos a mi alrededor en la radiante mañana; pude sentir su aliento sobre
mi nuca mientras me deslizaba corriente abajo. Nunca había estado tan solo. Traté de pensar en mis conocimientos, pero en mis conocimientos no había ya
ninguna fuerza, y me sentí pequeño y desnudo como un pájaro recién salido del cascarón... solo sobre el gran río, el siervo de los dioses.
Sin embargo, al cabo de un rato mis ojos se abrieron y vi. Vi las dos orillas del río; vi que en otra época habían habido caminos de los dioses a través
del río, aunque ahora estaban rotos y caídos. Eran muy grandes y habían quedado rotos en la época del Gran Incendio, cuando cayó fuego del cielo. Y la
corriente me llevaba cada vez más cerca del Lugar de los Dioses, y las enormes ruinas se erguían más altas delante de mis ojos.
No conozco las costumbres de los ríos; nosotros somos el Pueblo de las Colinas. Traté de guiar mi balsa con la pértiga, pero empezó a girar. Pensé que
el río quería llevarme más allá del Lugar de los Dioses y sumergirme en las Aguas Amargas de las leyendas.
Entonces me enfurecí; mi corazón se sintió fuerte. Dije en voz alta: «Soy un sacerdote y el hijo de un sacerdote» Los dioses me escucharon; me enseñaron
cómo tenía que remar con la pértiga en un lado de la balsa. La corriente cambió por sí misma; me acercó cada vez más al Lugar de los Dioses.
Cuando estaba muy cerca, mi balsa chocó contra algo y volcó. Yo puedo nadar en nuestros lagos; nadé hasta la playa. Había un gran espigón de metal oxidado
que se hundía en el río; me arrastré hasta él y me senté allí, jadeando. Había salvado mi arco, y dos flechas, y el cuchillo que había encontrado en el
Lugar Muerto, pero eso era todo. Mi balsa se alejaba remolineando hacia las Aguas Amargas. La miré, pensando que si estuviera montado en ella, al menos
tendría una muerte segura. Sin embargo, cuando hube secado y tensado la cuerda de mi arco, eché a andar hacia el Lugar de los Dioses.
Notaba el suelo bajo mis pies; no me quemaba. No es cierto - como dicen algunas leyendas - que el suelo, allí, queme siempre, ya que a mí no me quemaba.
Aquí y allá había las huellas del Gran Incendio en las ruinas, es verdad. Pero eran unas huellas muy antiguas. No es cierto, tampoco, como dicen algunos
de nuestros sacerdotes, que el Lugar de los Dioses sea una isla cubierta de nieblas y sortilegios. No lo es. Es un gran Lugar Muerto... mayor que cualquiera
de los Lugares Muertos que conocemos. Está Cruzado Y entrecruzado por caminos de los dioses; aunque la mayor parte de ellos están agrietados y rotos. En
todas partes hay las ruinas de las altas torres de los dioses.
¿Cómo diré lo que vi? Avancé cautelosamente, con el arco en la mano, atento a la menor señal de peligro. Tenía que haber oído los lamentos de los espíritus
y los alaridos de los demonios, pero no oí nada. Todo estaba silencioso y bañado por el sol. El viento y la lluvia y los pájaros que dejaban caer semillas
habían hecho su obra; la hierba crecía en las grietas de la piedra rota. Es una hermosa isla; no me extraña que los dioses la escogieran para establecerse
en ella. Si yo hubiese llegado allí como un dios, hubiera hecho lo mismo.
¿Cómo diré lo que vi? Las torres no están todas rotas; aquí y allí se yergue una, como un gran árbol en un bosque, y los pájaros anidan en lo más alto.
Pero las torres tienen un aspecto tenebroso, porque los dioses no moran ya en ellas. Vi a un pez-halcón, cazando peces en el río. Vi una pequeña danza
de mariposas blancas sobre un montón de piedras y columnas rotas. Avancé y miré a mi alrededor; vi una piedra labrada, con unas letras grabadas, partida
por la mitad. Puedo leer letras, pero no pude entender aquéllas. Decían: UBTREAS. Había también la destrozada imagen de un hombre o un dios. Había sido
hecha de piedra blanca y llevaba el pelo largo y echado hacia atrás, como el de una mujer. Su nombre era ASHING, como leí en un trozo de su roto pedestal.
Pensé que sería prudente rezarle a ASHING, aunque yo no conocía a aquel dios.
¿Cómo diré lo que vi? Ni la piedra ni el metal olían a hombre. Ni había muchos árboles en aquel páramo de piedra. Había muchas palomas, que anidaban en
las torres: los dioses debieron amarlas mucho, o quizás las utilizaban para sus sacrificios. Había gatos salvajes de ojos verdes, que vagabundeaban por
los caminos de los dioses sin temer al hombre. Por la noche aullaban como demonios, pero no son demonios. Los perros salvajes son más peligrosos, ya que
cazan en manadas, pero no los encontré hasta más tarde. En todas partes hay piedras labradas, que tienen grabadas cifras y palabras mágicas.
Avancé hacia el Norte; no traté de ocultarme. Cuando un dios o un demonio me viera, moriría. Pero no tenía miedo. Mi hambre de conocimiento ardía en mí;
había demasiadas cosas que no podía comprender. Al cabo de un rato, el que estaba hambriento era mi estómago. Podía haber cazado, pero no lo hice. Es sabido
que los dioses no cazaban como nosotros; obtenían su alimento de cajas y tarros encantados. A veces se encuentra alguno en los Lugares Muertos. En cierta
ocasión, cuando era un chiquillo, abrí uno de aquellos tarros, probé su contenido y lo encontré dulce, pero mi padre me descubrió y me castigó severamente;
ya que a menudo, aquel alimento es mortal. Ahora lo había superado todo en materia de prohibiciones, y entré en las torres más bonitas, buscando el alimento
de los dioses.
Lo encontré finalmente en las ruinas de un gran templo en el centro de la ciudad. Tenla que haber sido un templo importante, ya que el techo estaba pintado
como el cielo nocturno con sus estrellas: pude apreciarlo claramente, a pesar de que los colores estaban muy desteñidos. Descendía hacia unas grandes cuevas
y túneles: tal vez guardaban aquí sus esclavos. Pero, cuando empecé a bajar, oí el chillido de las ratas, de modo que no bajé. Las ratas son asquerosas,
y allí tenía que haber muchas tribus de ratas, a juzgar por los chillidos. Pero encontré comida en el centro de unas ruinas, detrás de una puerta que estaba
abierta. Comí solamente las frutas de los tarros; tenían un sabor muy dulce. Había bebida, también, en botellas de cristal; la bebida de los dioses es
fuerte, y se sube a la cabeza. Cuando hube comido y bebido, dormí encima de una piedra, con el arco al alcance de mi mano.
Al despertarme, el sol estaba bajo. Vi a un perro sentado. Su lengua colgaba fuera de su boca; parecía que estuviera riéndose. Era un perro grande con
un pelaje de color gris oscuro, tan grande como un lobo. Me incorporé de un salto y le grité, pero no se movió; continuó allí sentado, como si se estuviera
riendo. Aquello no me gustó. Cuando cogí una piedra para tirársela, se apartó rápidamente de la trayectoria de la piedra. No me tenía miedo; me miraba
como si yo fuera carne. Desde luego, podía haberle matado con una flecha, pero ignoraba si había otros. Además, se estaba haciendo de noche.
Miré a mi alrededor. No lejos de allí había un ancho y agrietado camino de los dioses, que conducía hacia el Norte. Las torres eran bastante altas, aunque
no tan altas como otras y si bien la mayoría de las casas muertas estaban derruidas, algunas se mantenían en pie. Avancé hacia aquel camino de los dioses,
manteniéndome en las alturas de las ruinas, mientras el perro me seguía. Cuando llegué al camino de los dioses, vi que había otros detrás de él. De no
haberme despertado tan a tiempo, me hubieran sorprendido durmiendo y me hubieran hecho trizas. De todos modos, me tenían atrapado; no se apresuraban. Cuando
entré en la casa muerta, permanecieron vigilantes en la entrada. Indudablemente, pensaban tener una buena caza. Pero un perro no puede abrir una puerta,
y yo sabía, por los libros, que a los dioses no les gusta vivir al nivel del suelo, sino en las alturas.
Acababa de encontrar una puerta que pude abrir cuando los perros decidieron atacar. ¡Ja! Quedaron sorprendidos al cerrarles la puerta en las narices; era
una buena puerta, de metal fuerte. Pude oírles ladrar ferozmente, pero no me detuve a contestarles. Estaba a oscuras. Encontré una escalera y empecé a
subirla. La escalera daba muchas vueltas, y mi cabeza empezó también a darlas. En lo más alto había otra puerta; encontré el tirador y la abrí. Entré en
una pequeña cámara. En uno de los dos lados había una puerta de bronce que no podía ser abierta, ya que no tenía ningún pomo. Tal vez había una palabra
mágica para abrirla, pero yo no conocía la palabra. Me dirigí hacia la puerta de la parte opuesta de la pared. La cerradura estaba rota, de modo que me
limité a empujarla y a entrar.
Dentro, había un lugar de grandes riquezas. El dios que vivió allí debió de haber sido un dios poderoso. La primera habitación era una pequeña antesala.
Esperé allí durante algún tiempo, diciéndoles a los espíritus del lugar que llegaba en son de paz y no como un ladrón. Cuando me pareció que habían tenido
tiempo de oírme, continué avanzando. ¡Ah, qué riquezas! Todo estaba tal como había sido. Las grandes ventanas que se abrían sobre la ciudad no habían sufrido
ningún daño, aunque estaban cubiertas con el polvo de muchos años. Había alfombras en los suelos, cuyos colores no estaban demasiado desteñidos, y las
sillas eran blandas y hondas. Había cuadros en las paredes, muy raros, muy hermosos. Recuerdo uno de un ramillete de flores en un jarrón; si uno se acercaba
a él, no podía ver nada más que manchas de color, pero si retrocedía unos pasos, las flores podían haber sido cogidas el día anterior. Experimenté una
extraña sensación al mirar aquel cuadro, y al mirar la figura de un pájaro, esculpida en alguna arcilla dura y ver que era tan parecido a nuestros pájaros.
En todas partes había libros, la mayoría en lenguas que no pude leer. El dios que vivió allí tuvo que haber sido un dios sabio.
Sin embargo, era muy raro. Había un lugar para lavarse, pero sin agua; quizás los dioses se lavaban con aire. Habla un lugar para cocinar, pero sin leña,
y aunque había una máquina para cocer comida, no había ningún lugar para poner fuego. Tampoco había velas ni lámparas. Había cosas que parecían lámparas,
pero no tenían aceite ni mecha. Todas aquellas cosas eran mágicas, pero yo las toqué y continuaba viviendo; la magia había desaparecido de ellas. Permitidme
decir una cosa muy rara. En el lugar para lavarse, una cosa decía «Caliente», pero no era caliente al tacto; otra cosa decía «Fría», pero no estaba fría.
Esto debió de haber sido una poderosa magia, pero la magia había desaparecido. No comprendí nada... y me hubiera gustado saberlo.
La casa del dios estaba cerrada y seca y polvorienta. He dicho que la magia había desaparecido, pero eso no es cierto; había desaparecido de las cosas
mágicas, pero no había desaparecido del lugar. Sentía los espíritus a mi alrededor, pesando sobre mí. Hasta entonces no había dormido nunca en un Lugar
Muerto y, sin embargo, aquella noche tenía que dormir allí. Al pensar en ello, mi lengua se secó en mi garganta, a pesar de mi deseo de adquirir más conocimientos.
Estuve a punto de bajar y enfrentarme con los perros. Sin embargo no lo hice.
No habla recorrido todas las habitaciones cuando cayó la oscuridad. Entonces, regresé a la gran habitación que se abría sobre la ciudad y encendí fuego.
Había un lugar para hacer fuego y una caja llena de leña, aunque no creo que cocinaran allí. Me envolví en una alfombra y dormí enfrente del fuego.
Ahora contaré lo que es una magia muy poderosa. Me desperté en medio de la noche. Cuando me desperté, el fuego se había apagado y yo tenía frío. Me pareció
oír susurros y voces a mi alrededor. Cerré los ojos para acallarlos. Alguien dirá que volví a dormirme, pero yo no creo que me durmiera. Pude sentir a
los espíritus arrastrando a mi propio espíritu fuera de mi cuerpo, del mismo modo que un pez es arrastrado fuera del agua.
¿Por qué tendría que mentir acerca de ello? Soy un sacerdote y el hijo de un sacerdote. Si existen espíritus, como ellos dicen, en los pequeños Lugares
Muertos próximos a nosotros, ¿qué espíritus no habrá en aquel gran Lugar de los Dioses? ¿Y no desearían hablar después de tan largos años? Sé que me sentí
arrastrado del mismo modo que un pez es arrastrado fuera del agua. Me había salido de mi propio cuerpo; pude ver mi cuerpo dormido enfrente del fuego apagado,
pero no era yo. Me habían arrastrado para que contemplara la ciudad de los dioses.
Tenía que haber sido oscuro, ya que era de noche, pero no había oscuridad. En todas partes había luces: líneas de luz, círculos y manchas de luz... Diez
mil antorchas no hubieran iluminado tanto. El mismo cielo estaba intensamente iluminado; apenas podían verse las estrellas a causa del intenso resplandor
del cielo. Pensé: «Esto es magia poderosa», y temblé. En mis oídos había un rugido semejante al de la torrencial crecida de los ríos. Luego, mis ojos fueron
acostumbrándose a la luz y mis oídos al ruido. Supe que estaba viendo la ciudad tal como había sido cuando los dioses estaban vivos.
¡Sí, era un gran espectáculo! No hubiera podido presenciarlo con el cuerpo: mi cuerpo hubiera muerto. Por todas partes andaban los dioses, a pie y en carruajes;
había dioses en número incontable y sus carruajes bloqueaban las calles. Habían convertido la noche en día para su placer; no se acostaban con el sol.
El ruido de su ir y venir era el ruido de muchas aguas. Lo que podían hacer era mágico; lo que hacían era mágico.
Miré a través de otra ventana; los grandes puentes de sus ríos hablan sido reparados, y los caminos de los dioses iban de Este a Oeste. ¡Y los dioses eran
incansables, siempre estaban en movimiento! Excavaban túneles por debajo de los ríos; volaban por el aire. Con herramientas increíbles, realizaban obras
gigantescas; ninguna parte de la tierra estaba a salvo de ellos, ya que, si deseaban una cosa, la pedían al otro extremo del mundo. Y siempre, mientras
trabajaban y descansaban, mientras se divertían y hacían el amor, había un redoble en sus oídos: el pulso de la ciudad gigante, latiendo y latiendo como
el corazón de un hombre.
¿Eran felices? ¿Qué es la felicidad para los dioses? Eran grandes, eran poderosos, eran maravillosos y terribles. Al contemplarles, a ellos y a su magia,
me sentía como un niño. Un poco más, me parecía, y pondrían sus manos sobre las estrellas. Les veía dotados de sabiduría más allá de la sabiduría, y de
conocimientos más allá del conocimiento. Y, sin embargo, no todo lo que hicieron estuvo bien hecho, y a pesar de su sabiduría no consiguieron la paz.
Entonces vi lo que les había sucedido, y fue algo indescriptiblemente espantoso. Cayó sobre ellos mientras andaban por las calles de su ciudad. He estado
en las luchas contra el Pueblo del Bosque: he visto morir a los hombres. Pero cuando los dioses guerrean contra los dioses, utilizan armas que nosotros
no conocemos. Fuego que cae del cielo y una niebla que envenena. Aquélla fue la época del Gran Incendio y de la Destrucción. Corrían como hormigas por
las calles. ¡Pobres dioses, pobres dioses! Luego, las torres empezaron a caer. Unos cuantos escaparon... sí, unos cuantos. Las leyendas lo cuentan. Pero,
incluso después de que la ciudad se hubo convertido en un Lugar Muerto, durante muchos años el veneno estuvo todavía en el suelo. Lo vi todo; vi morir
al ultimo de ellos. En la ciudad destrozada la oscuridad era completa, y yo lloré.
Vi todo esto. Lo vi tal como lo he contado; aunque no con el cuerpo. Cuando me desperté por la mañana estaba hambriento, pero no pensé en mi hambre, ya
que mi corazón estaba perplejo y aturdido. Conocía el motivo de la existencia de los Lugares Muertos, pero no comprendía por qué habla sucedido. Me parecía
que no tenía que haber sucedido, con toda la magia que poseían. Recorrí toda la casa buscando una respuesta. En la casa había muchas cosas que no pude
comprender, a pesar de ser un sacerdote y el hijo de un sacerdote. Era como estar a orillas del gran río por la noche, sin ninguna luz para mostrar el
camino.
Entonces vi al dios muerto. Estaba sentado en su silla junto a la ventana, en una habitación en la cual no había entrado antes, y, en el primer momento,
creí que estaba vivo. Luego vi la piel del dorso de su mano: era como cuero resecado. La habitación estaba cerrada, caliente y seca; indudablemente, esto
le había conservado tal como era. Al principio tuve miedo de acercarme a él; luego, el temor desapareció. Estaba sentado, contemplando su ciudad; iba vestido
con las ropas de los dioses. No era ni joven ni viejo; no pude calcular su edad. Pero en su rostro había sabiduría, y una gran tristeza. Era evidente que
no había querido huir. Se había sentado junto a su ventana, para ver morir a su ciudad; después, también él había muerto. Pero es preferible perder la
vida que perder el espíritu; y por el rostro de aquel dios podía asegurarse que no había perdido su espíritu. Sabía que, si le tocaba, se desharía en polvo;
y, sin embargo, en su rostro había algo inconquistado.
Y esto es todo, ya que entonces supe que el muerto era un hombre. Supe que todos habían sido hombres, ni dioses ni demonios. Este es un gran conocimiento,
difícil de decir y de creer. Eran hombres. Recorrieron un oscuro camino, pero eran hombres. Después de eso no tuve miedo. No tuve miedo de regresar a mi
hogar, aunque tuve que luchar dos veces con los perros y me vi perseguido durante dos días por el Pueblo del Bosque. Cuando vi de nuevo a mi padre, oré
y fui purificado.
Mi padre tocó mis labios y mi pecho. Dijo:
- Te marchaste siendo un muchacho. Has regresado convertido en un hombre y en un sacerdote.
Dije:
- ¡Padre, eran hombres! ¡He estado en el lugar de los Dioses y lo he visto! Ahora, mátame si es la ley, pero yo sé que eran hombres.
Me miró con los dos ojos.
- La ley no tiene siempre la misma forma - dijo -. Has hecho lo que has hecho. Yo no pude hacerlo en mi época, pero tú has llegado detrás de mí. ¡Cuenta!
Hablé, y él escuchó. Después, quise contárselo a todo el pueblo, pero mi padre me disuadió de hacerlo.
- La verdad es un ciervo difícil de cazar - dijo -. Si comes demasiada verdad de una vez, puedes morir de una indigestión de verdad. Nuestros antepasados
no obraron caprichosamente al prohibir los Lugares Muertos.
Tenía razón; es mejor que la verdad llegue poco a poco. Yo he aprendido esto, siendo un sacerdote. Quizás en los tiempos antiguos comieron el conocimiento
demasiado deprisa.
De todos modos, ha sido un comienzo, ahora no vamos a los Lugares Muertos sólo en busca de metal; allí hay libros, y herramientas. Los libros resultan
difíciles de leer, y las herramientas mágicas están rotas, pero podemos examinarlas e interrogarnos. Al menos, ha sido un comienzo. Y, cuando sea Sumo
Sacerdote, iremos más allá del gran río. Iremos al Lugar de los Dioses - al lugar Nuevayork -, no un solo hombre, sino una compañía. Andaremos por las
calles agrietadas y pronunciaremos sus nombres en voz alta, sin temor.
Buscaremos las imágenes de los dioses y encontraremos el dios ASHING y los otros: los dioses LICOLN y BILTMORE y MOSES. Pero los que edificaron la ciudad
eran hombres; no eran dioses ni demonios. Eran hombres. Recuerdo el rostro del hombre muerto. Eran hombres que estuvieron aquí antes que nosotros. Tenemos
que volver a edificar.
 
 
Un lugar de los dioses.
Stephen Vincent Benèt.