Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

La confesión de una muchacha.

Marcel Proust.
La confesión de una muchacha.
 
«Los deseos de los sentidos nos arrastran acá y allá,
pero, pasado el momento, ¿qué lleváis?
Remordimientos de conciencia y disipación del espíritu.
Se sale en la alegría y los placeres de la tarde entristecen la
mañana. Así la alegría de los sentidos halaga primero,
pero al final hiere y mata».
Imitación de Jesucristo, Libro I, Cap. XVIII.
 
 
I
«Entre el olvido que buscamos en falsas alegrías.
Vuelve el dulce perfume melancólico de las lilas,
Más virginal a través de la embriaguez».
(Parmi l’oubli qu’on cherche aux fauses allégresses,
Revient plus virginal a travers les ivresses,
Le doux parfum mélancolique du lilas).
HENRI DE REGNIER
Por fin se acerca la liberación. Es verdad que he sido torpe y he disparado mal y estuve a punto de errar. Cierto que más hubiera valido morir al primer
tiro, pero en fin, no ha podido extraerse la bala y han empezado los accidentes del corazón. Ya no puede durar mucho. ¡Ocho días, sin embargo! Puede durar
todavía ocho días. Durante los cuales no podré haber otra cosa que tratar de recobrar el horrible encadenamiento. Si no estuviese tan débil, si lograse
la suficiente voluntad para levantarme y partir, quisiera irme a morir a los Olvidos, en el parque en que pasé todos los veranos hasta los quince años.
Ningún lugar más lleno de mi madre, a tal punto su presencia y más aún, su ausencia, la impregnaron de su persona. ¿No es acaso la ausencia, para quien
ama, la más segura, la más eficaz, la más indestructible, la más fiel de las presencias?
Mi madre me llevaba a los Olvidos a fines de abril, partía al cabo de dos días, pasaba conmigo otros dos días a mediados de mayo, y volvía a buscarme en
la última semana de junio. Sus viajes tan breves eran lo más dulce y lo más cruel. Durante esos dos días me prodigaba unas ternuras de las que era muy
avara por lo común, para curtirme y calmar mi enfermiza sensibilidad. Las dos noches que pasaba en los Olvidos, venía a mi cama para despedirse, antigua
costumbre que perdió porque le hallaba yo demasiado placer y demasiado pesar, y ya no me dormía a fuerza de llamarla de nuevo para que se despidiera otra
vez, no atreviéndome más al final y experimentando solo y más aun la necesidad apasionada, inventando siempre nuevos pretextos, mi almohada ardiente que
había que dar vuelta, mis pies helados que sólo ella podía calentar entre sus manos … . Tan dulces momentos recibían otra dulzura del hecho de que yo percibía
que eran aquellos en que mi madre era verdaderamente ella misma y que debía costarle mucho su habitual frialdad. El día en que volvía a irse, día de desesperación
en que me colgaba de su vestido hasta llegar al vagón, suplicándole que me llevara a Paris con ella, separaba yo muy bien lo sincero de lo fingido, su
tristeza que asomaba debajo de sus reproches regocijados y con enojo por mi tristeza “tonta y ridícula”, que quería enseñarme a dominar, pero que compartía.
Vuelvo a sentir aún la emoción de uno de esos días de partida (precisamente era emoción intacta, inalterada por el doloroso regreso de la actualidad) de
uno de esos días de partida en que realicé el dulce descubrimiento de su ternura tan semejante y tan superior a la mía. Como todos los descubrimientos,
había sido presentido, adivinado pero los hechos parecían contradecirla muy a menudo. Mis impresiones más dulces son aquellas de los años en que volvió
a los Olvidos, avisada de que yo estaba enferma. No sólo me hacía una visita más con la que no había contado, sino que entonces sólo era dulzura y ternura
florecidas, sin disimulo ni freno. Aun en ese tiempo en que no estaban suavizadas, ni enternecidas ante la idea de que un día me faltarían, está dulzura,
esta ternura eran tanto para mí que el encanto de las convalecencias siempre me resultó mortalmente triste: se acercaba el día en que estaría lo bastante
curada para que mi madre pudiese partir nuevamente y hasta entonces no estaba lo bastante enferma para que no recobrase sus severidades, y la justicia
sin indulgencia que antes.
Un día, los tíos en cuya casa habitaba yo en los Olvidos, me habían ocultado la llegada de mi madre, porque un primito había venido a pasar conmigo unas
horas y no me hubiera ocupado bastante de él, en la alegre angustia de esa espera. Ese tapujo fue quizás la primera de las circunstancias independientes
de mi voluntad que fueron cómplices de todas las aptitudes para el mal que, como todos los niños de mi edad y no más que ellos entonces, llevaba dentro
de mí. Ese primito que tenía quince años —yo tenía catorce— ya era muy vicioso y me enseñó unas cosas que me dieron en seguida un escalofrío de remordimiento
y voluptuosidad. Gozaba, oyéndolo, dejando que sus manos acariciaran las mías, una alegría emponzoñada en su misma fuente; pronto tuve la fuerza de dejarlo
y me escapé por el parque con unas ganas locas de mi madre que ¡ay de mí! sabía entonces en París, llamándola por todos lados, por los senderos, a riesgo
de extraviarme. De pronto, al pasar frente a una alameda, la vi en un banco, sonriente y abriéndome los brazos. Se levantó el velo para besarme y me precipité
contra sus mejillas, deshecha en llanto; lloré largo rato, contándole todas esas cosas feas que necesitaban la inocencia de mi edad para poder decírselas
y que supo escuchar divinamente, sin comprenderlas, disminuyendo su importancia con una bondad que aliviaba el peso de mi conciencia. Ese peso se aligeraba,
se aligeraba; mi alma, agobiada, humillada, subía cada vez más leve y potente, desbordaba, yo era todo alma. Una divina dulzura emanaba de mi madre y de
mi inocencia recobrada. Sentí pronto bajo mis narices un olor muy puro y fresco. Era una lila, cuya rama oculta por la sombrilla de mi madre ya estaba
florida y que embalsamaba, invisible. Allá en lo alto de los árboles los pájaros cantaban con todas sus fuerzas. Más alto, entre las cimas verdes, el cielo
era de un azul tan profundo que parecía apenas la entrada de un cielo en el que podía subirse sin término. Besé a mi madre. Nunca volví a hallar la dulzura
de ese beso. Partió al día siguiente y esa partida fue más cruel que todas las anteriores. Al mismo tiempo que la alegría, me parecía que ahora, que había
pecado una vez, me abandonaban la fuerza y el sostén necesarios.
Todas esas separaciones me enteraban, a pesar de mí misma, de lo irreparable que acaecería algún día, aunque nunca encarara seriamente en esa época la
posibilidad de sobrevivirla a mi madre. Estaba decidida a matarme, en el minuto que siguiera a su muerte. Más tarde, la ausencia trajo otras enseñanzas
más emerges aún; la de que se acostumbra uno a la ausencia, que es la mayor disminución de sí mismo, el más humillante sufrimiento de sentir que ya no
se sufre por su causa. Esas enseñanzas por lo demás debían desmentirse luego. Vuelvo a pensar, sobre todo ahora, en el jardincillo en donde tomaba el desayuno
con mi madre, y en donde había innúmeros pensamientos. Siempre me habían parecido algo tristes, graves como emblemas, pero dulces y aterciopelados, a menudo
malvas, a veces violetas, casi negros, con graciosas y misteriosas imágenes amarillas, algunas blancas por completo y de una frágil inocencia. Todos esos
pensamientos los recojo ahora en mi recuerdo, su tristeza creció al haberlos comprendido, la dulzura de su aterciopelado ya desapareció para siempre.
II
¿Cómo habrá podido surgir una vez más toda esa agua fresca de recuerdos y correr por mi alma impura de la actualidad sin mancillarse? ¿Qué virtud posee
ese olor matutino de las lilas para atravesar tantos vapores fétidos sin mezclarse y sin debilitarse? ¡Ay al mismo tiempo que dentro de mí, muy lejos de
mí, fuera de mí se despierta aún mi alma de catorce años. Demasiado sé que ya no es mi alma y que no depende de mí que vuelva a serlo. Entonces, sin embargo,
no creía que alguna vez llegaría a, lamentarla. No era más que pura, tenía que hacerla fuerte y capaz de las más altas tareas en el porvenir. A menudo,
en los Olvidos, después de haber estado con mi madre al borde del agua llena con los juegos del sol y los peces, durante las cálidas horas del día o por
la mañana y la tarde, paseándome con ella en los campos, soñaba confiadamente en ese porvenir que nunca era lo bastante hermoso a la medida de su amor,
de mi deseo de complacerla y de las potencias, ya que no de voluntad, por lo menos de imaginación y sentimiento que se agitaban dentro de mí, convocando
tumultuosamente al destino en donde se realizarían y herían reiteradamente el tabique de mi corazón como para abrirlo y precipitarme fuera de mí, a la
vida. Si entonces saltaba con todas mis fuerzas, si besaba mil veces a mi madre, corría de lejos hacía adelante como un cachorro o muy atrasada, porque
estaba recogiendo amapolas y centáureas, las traía dando gritos, no era tanto por la alegría del paseo en si y de eras cosechas como para expandir la felicidad
de sentir dentro de mí toda esa vida dispuesta a brotar, a extenderse hasta el infinito, en perspectivas más amplias y más encantadoras que el horizonte
extremo de los bosques y del cielo que hubiese querido alcanzar de un solo salto. Ramilletes de centáureas, de tréboles y amapolas, si os llevaba con tanta
embriaguez, con los ojos ardientes, palpitante toda, si me-hacíais reír y llorar, es que os componía con todas mis esperanzas de entonces que, ahora, como
vosotros, se han secado, se han corrompido y sin haber florecido como vosotros, han vuelto al polvo.
Lo que desesperaba a mi madre era mi falta de voluntad. Todo lo hacía por impulso del momento. Mientras fue dada por el espíritu o el corazón, mi vida
sin ser completamente buena, no fue sin embargo verdaderamente mala. La realización de todos mis hermosos proyectos de trabajo, de calma, de razón, nos
preocupaba por sobre todas las cocas, a mi madre y a mí, porque advertíamos, ella con más claridad que yo, y yo confusamente, pero con mucha fuerza, que
no sería más que la imagen proyectada en mi vida de la creación por mí misma y en mí misma de esa voluntad que había concebido y alentado. Pero lo postergaba
siempre para mañana. Me daba tiempo, me desesperaba a veces de verlo pasar, pero había tanto por delante… Sin embargo, tenía algún terror y sentía vagamente
que la costumbre de estar así, sin querer, comenzaba a pesar cada vez con más fuerza sobre mí a medida que cumplía más años, pensando tristemente que las
cocas no cambiarían de golpe y que no había que confiar en absoluto, para transformar mi vida y crear mi voluntad, con un milagro que no me hubiese costado
algún trabajo. No bastaba desear voluntad. Habría necesitado lo que precisamente no podía tener sin voluntad: quererlo.
III
«Y el viento furibundo de la concuspicencia, hace flamear
vuestra carne como una antigua bandera».
(Et le vent furibond de la concupiscence,
fait claquer votre chair ainsi qu’un vieux drapeau).
BAUDELAIRE
A los dieciséis años atravesé una crisis que me dejó enferma. Para distraerme me presentaron en sociedad. Los jóvenes tomaron la costumbre de visitarme.
Entre ellos, uno era perverso y malo. Tenía modales a un tiempo dulces y audaces. Me enamoré de él. Mis padres se enteraron y no violentaron nada para
no apenarme demasiado. Invirtiendo todo el tiempo que no lo veía, pensando en él, acabé por rebajarme hasta parecérmele, tanto como era posible. Me inducía
a obrar, mal, casi por sorpresa; luego me acostumbró a despertar malos pensamientos a los que no tuve voluntad que oponerle, única potencia capaz de hacerlos
volver a la sombra infernal de donde salían. Cuando concluyó el amor, el hábito ocupó su lugar y no faltaban jóvenes inmorales para explotarlo. Cómplices
de mis faltas, también se constituían en apologistas frente a mi conciencia. Tuve primero unos atroces remordimientos, hice unas confesiones que no fueron
interpretadas. Mis camaradas me convencieron dé que no insistiera ante mi padre. Me convencían lentamente de que todas las muchachas procedían de idéntica
manera y que los padres fingían ignorarlo. Las mentiras a que me veía obligada incesantemente, las coloreó muy pronto mi imaginación con las apariencias
de un silencio que convenía guardar acerca de una necesidad ineludible. En ese momento, ya no vivía bien; soñaba, pensaba, sentía aún.
Para distraer y expulsar todos esos malos deseos, comencé a frecuentar mucho la sociedad. Sus placeres resecos me acostumbraron a vivir en una compañía
perpetua y perdí, con el gusto de la soledad, el secreto de las alegrías que me habían dado hasta entonces la naturaleza y el arte. Nunca he asistido a
tantos conciertos como durante esos años. Nunca, ocupada por entero por el deseo de que me admiraran en un palco elegante, he sentido menos hondamente
la música. Escuchaba y no oía nada. Si por casualidad, oía, había dejado de ver todo lo que la música sabe revelar. También mis paseos quedaron como atacados
de esterilidad. Las cosas que antaño bastaban para hacerme feliz por todo el día, el perfume que sueltan las hojas junto con las últimas gotas de lluvia,
habían perdido, como yo, su dulzura y su alegría. Los bosques, el cielo, las aguas parecían apartárseme y si los interrogaba ansiosamente, a solas con
ellos, frente a frente, ya no murmuraban eras respuestas esfumadas que me encantaban antaño. Los huéspedes divinos que anuncian las voces de las aguas,
del follaje y del cielo, sólo se dignan visitar los corazones que, por habitar en sí mismos, se han purificado.
Fue entonces que, en busca de un remedio inverso y porque no tenía el valor de querer lo verdadero que estaba tan cerca y ¡ay! tan lejos de mí, dentro
de mí, dentro de mí misma, me abandoné nuevamente a los placeres culpables, creyendo con ello reanimar la llama extinguida por el mundo. Fue en vano. Contenida
por el placer de gustar, aplazaba día a día la decisión definitiva, la elección, el acto verdaderamente libre, la opción para la soledad. No renuncié a
uno de esos dos vicios por el otro, los mezclé. ¿Qué digo? Encargándose cada cual de quebrar todos los obstáculos de pensamiento, de sentimiento que hubiesen
detenido al otro, parecía llamarlo también. Frecuentaba la sociedad para calmarme, tras un pecado y cometía otro en cuanto me tranquilizaba. Y en ese momento
terrible, después de perdida la inocencia y antes del remordimiento actual, en ese momento en que he valido menos que en todos los momentos de mi vida,
fue cuando más me apreciaron todos. Me habían considerado una chiquilla presuntuosa y loca; ahora, por el contrario, las cenizas de mi imaginación eran
del gusto del mundo que se deleitaba con ello. Cuando cometía respecto a mi madre el mayor de los crímenes, les parecía a los demás, debido a mis modales
tiernamente respetuosos para con ella, el modelo de las hijas. Después del suicidio de mi pensamiento, admiraban mi inteligencia, mi ingenio hacía furor.
Mi imaginación reseca, mi sensibilidad agotada, bastaban para la sed de los más sedientos de vida espiritual, a tal punto esa sed era ficticia y mentida
como la fuente donde creían calmarla. Nadie, por otra parte, sospechaba el crimen secreto de mi vida y a todos les parecía la muchacha ideal. Cuántos padres
dijeron entonces a mi madre que si mi posición hubiese sido más reducida y si hubiesen podido pensar en mí, no hubieran deseado otra mujer para su hijo.
En el fondo de mi conciencia obliterada experimentaba sin embargo, debido a esas alabanzas inmerecidas, una vergüenza desesperada; no llegaba a la superficie
y había caído tan bajo que cometí la indignidad de traérselas, entre risas, a los cómplices de mis crímenes.
IV
«A quienquiera que haya perdido
o que nunca se recobra…».
(“A quiconque a perdu ce qui ne se retrouve jamais… jamais…”).
BAUDELAIRE
Durante el invierno en que cumplí veinte años, la salud de mi madre, que nunca había sido vigorosa, sufrió un quebranto. Me enteré que tenía el corazón
atacado, sin gravedad, por lo demás, pero que había que evitarle todo disgusto. Uno de mis tíos me dijo que mi madre deseaba casarme. Un deber preciso,
importante, se me presentaba. Iba a poder probarle a mi madre cuánto la quería. Acepté el primer pedido que me transmitió, aprobándolo, cargando así, a
falta de voluntad, con la necesidad de obligarme a cambiar de vida. Mi novio era precisamente el joven que, por su infinita inteligencia, su dulzura y
su energía, podía tener sobre mí la más afortunada influencia. Además, estaba decidido a vivir con nosotros. No me separaría de mi madre, lo que hubiese
constituido para mí la pena más cruel.
Entonces tuve el valor de contarle todas mis faltas al confesor. Le pregunté si le debía la misma confesión a mi novio. Tuvo la compasión de apartarme
de ello, pero me hizo jurar que nunca volvería a cometer esos errores y me dio la absolución. Las flores tardías que la alegría floreció en mi corazón,
que creía estéril para siempre, trajeron frutos. La gracia de Dios, la gracia de la juventud —en donde se ven tantas heridas cicatrizarse por sí mismas
por la vitalidad de esa edad— me habían curado.
Si, como lo dijo San Agustín, es más difícil volver a ser santo que haberlo sido, conocí entonces una virtud difícil. Nadie dudaba que valía infinitamente
más que antes y mi madre me besaba cada día la frente que nunca creyera dejara de ser pura, sin saber que estaba regenerada. Más aún, me hicieron, en ese
momento, acerca de mi actitud distraída, mi silencio y mi melancolía en sociedad, injustos reproches. Pero no me enojaba por ello: el secreto que existía
entre yo y mi conciencia satisfecha me proporcionaba bastante voluptuosidad. La convalecencia de mi alma que me sonreía ahora sin cesar con un rostro similar
al de mi madre y me miraba como con tierno reproche a través de sus lágrimas que se secaban tenía un encanto y una languidez infinitos. Sí, mi alma renacía
a la vida. No comprendía yo misma cómo había podido maltratarla, hacerla sufrir, matarla casi. Y le daba gracias a Dios, con efusión, por haberla salvado
a tiempo.
Es la concordancia de esta alegría profunda y pura la que gozaba la noche “en que todo se cumplió”. La ausencia de mi novio, que había ido a pasar dos
días en casa de su hermana, la presencia, en la comida, del joven que tenía la mayor responsabilidad, de mis faltas pasadas, no proyectaban la menor tristeza
sobre esa límpida noche de mayo. No había una nube en el cielo que se reflejase exactamente en mi corazón. Mi madre, por lo demás, como si hubiese entre
ella y mi alma, aunque estaba en una ignorancia absoluta de mis faltas, una misteriosa solidaridad, estaba curada o poco menos. “Hay que cuidarla quince
días, había dicho el médico, y después de ello no habrá posibilidad de recaída”. Esas solas palabras eran para mí la promesa de un porvenir de felicidad
cuya dulzura me hacía deshacerme en sollozos. Mi madre tenía esa noche un vestido más elegante que de costumbre y por vez primera, desde la muerte de mi
padre, diez años atrás sin embargo, había agregado algún detalle malva a su acostumbrado vestido negro. Estaba muy confusa por haberse vestido así, como
cuando era más joven, y feliz por haber violentado su pena y su luto para complacerme y festejar mi alegría. Acerqué a su corpiño un clavel rosado que
desechó en el primer momento, y que se ajustó luego, porque provenía de mis manos, con una mano vergonzosa y algo vacilante. En el momento en que íbamos
a sentarnos a la mesa, atraje junto a mí, hacia la ventana, su rostro delineadamente descansado de sus sufrimientos pasados y la besé con pasión. Me había
equivocado al decir que no encontrara la dulzura del beso de los Olvidos. O más bien, fue el mismo beso de los Olvidos que, evocado por la atracción de
un minuto semejante, se deslizó suavemente desde el fondo del pasado y se posó entre las mejillas de mi madre aun algo pálidas y mis labios.
Brindaron por mi próximo casamiento. Yo nunca bebía sino agua debido a la excitación demasiado viva que el vino causaba a mis nervios. Mi tío declaró que
en un momento como éste podía incurrir en excepción. Vuelvo a ver perfectamente su cara alegre mientras pronunciaba esas palabras estúpidas … . Dios mío,
Dios mío, te he confesado todo con tanta calma, ¿voy a verme obligada a interrumpirme aquí? Ya no veo más nada. Sí… mi tío dijo que bien podía en un momento
semejante hacer una excepción. Me miró riendo al decir eso y bebí pronto antes de haber mirado a mi madre, en el terror de que me lo prohibiera. Ella dijo
suavemente: “Nunca debe hacérsele lugar al mal, por pequeño que sea”. Pero el vino de Champagne estaba tan fresco que bebí otros dos vasos. Mi cabeza se
había puesto muy pesada, necesitaba a un tiempo descansar y gastar mis nervios. Nos levantábamos de la mesa: Santiago se me acercó y dijo, mirándome fijamente
—¿Quiere venir conmigo? Quiero mostrarle unos versos míos…
Sus hermosos ojos brillaban con dulzura en sus mejillas, atusó lentamente sus bigotes con la mano. Comprendí que me perdía y no tuve fuerzas para resistir.
Dije, temblorosa: —Sí, eso me gustará.
Fue al decir esas palabras, aun antes quizás, al beber el segundo vaso de vino de Champagne, que cometí el acto verdaderamente responsable, el acto odioso.
Después de eso no hice más que dejarme conducir. Habíamos cerrado con llave las dos puertas y él, con su aliento en mis mejillas, me estrechaba, hurgando
con sus manos a lo largo de mi cuerpo. Entonces, mientras el placer se apoderaba cada vez más de mí, sentí despertar en el fondo de mi corazón una tristeza
y una infinita desolación; me parecía que hacía llorar el alma de mi madre, el alma de mi ángel guardián, el alma de Dios. Nunca había podido leer sin
estremecimientos de horror, el relato de las torturas que algunos canallas hacen sufrir a su propia mujer, a sus hijos; se me aparecía confusamente ahora
que en todo acto voluptuoso y culpable hay mucha ferocidad de la parte del cuerpo que goza y que dentro de nosotros se martirizan, otros tantos ángeles
y lloran otras tantas buenas intenciones.
Pronto terminarían mis tíos su partido de naipes y volverían. Íbamos a adelantarnos, no caería más, era la última vez. Entonces, sobre la estufa, me vi
en el espejo. Toda esa vaga angustia de mi alma, no estaba pintada en mi cara, pero toda ella respiraba, desde los ojos brillantes a las mejillas encendidas
y la boca ofrecida, una alegría sensual, estúpida y bruta. Pensé entonces en el horror de quien me hubiera visto besar hacía un instante a mi madre, con
ternura, y me viera ahora transfigurada en esa forma, en animal. Pero en seguida se irguió en el espejo, contra mi cara, la boca de Santiago, ávida bajo
sus bigotes. Turbada hasta lo más profundo, acerqué mi cabeza a la suya, cuando frente a mí vi —sí, lo digo como era, escuchadme ya que puedo decirlo—,
sobre el balcón, delante de la ventana, a mi madre, que me miraba estupefacta. No sé si ella gritó, no oí nada, pero cayó hacia atrás y se quedó con la
cabeza apresada entre dos barrotes del balcón…
No es la primera vez que lo cuento: ya lo he dicho, casi he errado, había apuntado bien, pero disparé mal. No ha podido extraerse la bala y han empezado
los accidentes del corazón. Sólo que puedo quedar ocho días en esa forma y hasta entonces no podré dejar de razonar acerca de los comienzos y de “ver”
el final. Preferiría que mi madre hubiese visto cometer otros crímenes más y ese mismo, pero que no viera por el espejo esa expresión alegre que tenía
mi cara. No, no pudo verla… Es una coincidencia… la sorprendió la apoplejía un minuto antes de verme… No la ha visto… Eso no es posible. Dios, que todo
lo sabía, no lo hubiera querido.
 
 
La confesión de una muchacha.
Marcel Proust.