Texto publicado por Irene Azuaje

Qué aprendes de ti mismo cuando eres ciego por una hora.

El periodista alemán Andreas Heinecke te lleva a una reveladora experiencia en un viaje en total oscuridad.

Recibes una invitación para hacer una experiencia que te describen más o menos así: "Vamos a caminar en la oscuridad por una hora, y nos va a guiar una persona ciega". Te parece interesante y aceptas.

Pero como no eres del tipo de persona que va a un sitio a ciegas, te pones a investigar.

"Diálogo en la oscuridad" ("Dialogo nel buio" en italiano) es una experiencia sensorial creada por el periodista y doctor en filosofía alemán Andreas Heinecke en 1988, cuando en su trabajo en una estación de radio le pidieron que desarrollara un programa de rehabilitación para un compañero ciego.

Una vez inmerso en el mundo de la ceguera, y eliminados los propios prejuicios, Heinecke pensó que el mejor modo de acortar distancias era sacar a los videntes de su zona de confort y llevarlos a un mundo sin imágenes.

Para ello creó un recorrido de una hora en la oscuridad total y reprodujo en cuatro ambientes distintos olores, texturas y sonidos de la vida cotidiana. A la experiencia, presentada por primera vez en Franckfurt (Alemania) en 1989, la llamó "Dialogue in the dark".

Perfecto, por el momento no quieres saber más. Solo te resta esperar el día. Todavía no sabes que muy pronto descubrirás que el único modo de verse a sí mismo con claridad es no ver absolutamente nada.

Nada que temer

En una sala en penumbras del Instituto de Ciegos de Milán, un anfitrión explica lo básico del recorrido que está por comenzar: la voz que sentirán adentro es la de Mauro, su guía no vidente. No encontrarán obstáculos en medio del camino, se guiarán con el bastón, pasarán por diferentes ambientes y finalizarán en un bar.

Lo oyes pero no lo escuchas, tu cerebro ya está en alerta y no puede perder tiempo en detalles. Tratas de registrar lo poco que aún ves, los rostros y dimensiones de tus cinco compañeros de recorrida, las telas negras que cubren las paredes, los bastones verdes que pronto serán repartidos.

Quieres acumular información. Pero no te servirá de nada.

El alerta cerebral se traslada al resto del cuerpo: el ritmo cardíaco se acelera, las piernas se aflojan levemente, las manos te sudan. Te sientes como en los instantes previos a tirarte de una montaña rusa.

No hay nada que temer, no hay nada que temer. Pero temes. "Nuestro objetivo no es que se pongan en los zapatos de una persona ciega, la idea es que experimenten la vida con los otros cuatro sentidos", nos dice el anfitrión.

Crees que será difícil no pensar en las dificultades cotidianas de una persona ciega.

Error: una vez en la oscuridad solo piensas en ti mismo.

"El miedo a la oscuridad está dentro de todos nosotros. Reflexiono sobre esto cuando veo a mis hijos, que necesitan que esté todo oscuro para poder dormir. Se trata de una oscuridad deseada y controlada. Pero cuando hay una oscuridad que no puedes medir ni controlar, viene el miedo", explica Rodolfo Masto, que tiene baja visión y es el presidente del Instituto de Ciegos de Milán.

"Es una experiencia muy fuerte para las personas videntes porque el 85% de la información la reciben a través de la vista", agrega Franco Lisi, no vidente desde que tenía 3 años y director científico del mismo instituto.

¿Qué aprendes de ti mismo cuando eres ciego por una hora? La reveladora experiencia de un viaje en t

Entramos.

"Ciao a tutti", escuchas decir a Mauro. Su voz suena áspera y desgastada, posiblemente nuestro guía ya no es joven. Su voz viene de arriba, seguramente es un hombre alto.

Mientras se presenta, intentas deducir dónde está ubicado. Lo tienes cerca, no hay dudas, pero ¿qué tan cerca? ¿Y los compañeros? Es como si se hubiesen esfumado. Estiras tu brazo derecho para tratar de entender cómo es el sitio en el que estás. Pero es inútil, solo tocas el vacío.

Ya perdiste la noción del espacio, tu única certeza es el piso. Y la voz de Mauro.

"Vengan", dice el guía desde un punto distinto al que estaba un segundo atrás. ¿Adónde? ¿Cómo? Te aferras al bastón e intentas avanzar; pero caminas lento, con pasos cortitos, como un anciano.

¡Hablá Mauro, habla que sin tu voz no voy a ningún lado!

Entonces recuerdas las palabras del anfitrión sobre los "otros cuatro sentidos" y paras las orejas. Comprendes que en la oscuridad tus oídos serán tus ojos.

"En la oscuridad hay nuevas dimensiones. Los videntes estamos habituados a recorrer con los ojos el perímetro en el que estamos, no solo el perímetro ambiental sino también el humano. En la oscuridad estas dimensiones se transforman, pierdes el sentido del tiempo y el espacio", aclara Masto.

Ya no puedes prejuzgar
Pasamos al primer ambiente. Tocas una pared y te sientes a salvo. Piso, pared y bastón: ¡tierra firme! Tienes unos segundos para recuperar la calma y escuchar el relato de Mauro, que habla sobre las peripecias de ser ciego.

Solo tienes una voz, su cadencia y un puñado de palabras. Te rompes la cabeza tratando adivinar su rostro (por alguna extraña razón lo imaginas con barba y gafas), sus gestos, los movimientos de su boca, su personalidad.

Quieres a toda costa deducir cómo es, no soportas la idea de no saber con quién estás hablando. Pero no tienes las herramientas, sin tus ojos no eres capaz de intuir ni un aspecto del carácter del otro. Ya no puedes prejuzgar.

Entonces te vuelves un poco más animal y pruebas con el olfato, buscas con la nariz la información faltante. Pero no encuentras nada, tu olfato está aburguesado. Mauro sigue siendo un misterio.

Ya lo había explicado Lisi: "'Diálogo' quiere utilizar esta metáfora de la oscuridad -que no se encuentra en la sociedad o en la vida cotidiana- para incidir en la discusión de grandes temas como la confianza, la solidaridad, el respeto; y todo ese sistema de prejuicios que alejan a las personas. Hoy todos vivimos un poco más desconfiados de nuestro prójimo".

El sentido del tacto te pasa factura
Llevas media hora en la oscuridad y tus ojos siguen buscando un rayo de luz, un punto blanco, una referencia que te devuelva al espacio. ¡Ya basta, olvídate de ver, siente! Y al minuto estás otra vez mirando hacia abajo, esperando que una lucecita se cuele por debajo de alguna puerta.

"Toquen, traten de adivinar qué es", dice Mauro en el segundo ambiente.

Son formas en relieve sobre la pared, es un libro en braille, son plantas, semillas. Recorres las formas con la punta de los dedos, te concentras al máximo, hurgas entre las millones de imágenes que tienes en tu cerebro. Pero adivinas solo una, la más obvia.

El sentido del tacto te pasa factura: "Claro, si solo te acuerdas de mí solo cuando te quemas".

Entramos en la ciudad. La voz del guía se confunde con el sonido de motores de autos y de motos, helicópteros, bocinas. Perdiste tu faro, todo parece todavía más negro. ¿Por dónde seguimos, Mauro? Pregunta tonta. Adelante, atrás, izquierda o derecha, qué más da, cualquier movimiento parece ser hacia el vacío.

Por primera vez durante el recorrido piensas en cómo será ser ciego en la ciudad: aterrador.

"De las personas videntes aprendí que lo distinto es el sistema de razonamiento, que mis puntos de referencia no son los mismos y que, por lo tanto, cuando nos relacionamos con personas videntes debemos entrar de alguna forma en ese sistema diverso. Lo mismo vale al contrario", me dice una de las guías, Arianna, 29 años, que trabaja aquí desde 2011 y que no ve desde los 7 años.

Última estación
Saliendo de la ciudad te abraza el olor a café. Ok, fácil, llegaste al bar, la última parada del viaje. Una voz femenina te da la bienvenida. Es dulce y segura, como la voz de una abuela. Te vienen ganas de abrazarla y de pedirle que te cuide.

¿Qué van a tomar?, pregunta la señora. Notas que sirve las cinco bebidas sin derramar una gota. Has mejorado, ya escuchas los detalles. Luego buscas su mano para pagar y no te sientes incómodo, en este contexto tocar es estrictamente necesario.

De la barra pasas a una mesa. Una vez sentados, nuestras voces denotan que volvimos a la calma. Tal vez porque luego de una hora recuperamos la confianza, tal vez porque cuando estás sentado la oscuridad ya no te respira en la nuca.

"Es hora de despedirnos", dice Mauro luego de una breve charla. "Síganme que los llevo a la salida". Caminas pocos metros y ¡al fin!, un poco de luz, una cortina negra, la espalda del compañero de adelante. Quieres correr y sacar de una vez tu cuerpo de la oscuridad. Pero avanzas como en cámara lenta.

Pasas una cortina y frente a ti, una pequeña sala en penumbras, un espacio definido que empieza y que termina, que ves. Y ahí te encuentras con un elegante Mauro, nuestro guía, que no tiene lentes ni barba, que no es para nada anciano (tiene 47 años) y que es menos alto de lo que pensaste. Lo observas al detalle, pero a pesar de la hora compartida, no lo reconoces.

El reencuentro con la luz es como renacer. Y aunque no tenga lógica, parecería incluso que respiras mejor. Te sientes a salvo.

Dice Franco Lisi que "en la oscuridad emergen cosas que en otro sitio permanecen ocultas", y tiene razón.

En la oscuridad descubres una dimensión de ti mismo que nunca viste.

Salen a la luz tus prejuicios y tus limitaciones, tus miedos, tu torpeza. Se te hace evidente lo poco que cultivas tus restantes cuatro sentidos y te rompe los ojos el hecho de que, a pesar de las mejoras en políticas de accesibilidad, la vida cotidiana de un ciego es una interminable carrera con obstáculos.

Te retiras confuso pero con una certeza: la oscuridad te abre los ojos.