Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El último silfo.

Catulle Mendès.
El último silfo.
 
En la cama de mi querida, una noche que yo no dormía allí – ¡eh! ¡qué indicación temporal tan poco clara! pues dormir en esa adorable cama, lo que se dice
dormir, nunca me sucede,– se vio mi espíritu transportado (mi querida, un poco cansada, tenía los ojos cerrados), hacia el bosque de Broceliande y las
islas de Avalon. Pensar en el país que habitaron las hadas, o en las mismas pequeñas hadas que bailan en corrillo sobre los céspedes de los linderos, a
la luz de la luna o a la rojiza luz del alba, me resulta un sueño recurrente.
 
Soy, entre los hombres, uno de los últimos que se preocupan por Oriana, Viviana y por la misericordiosas Abunda! Mi almohada no ignora cuanto me gusta
contar en las noches de insomnio las hermosas historias en las que las Buenas-Damas vienen en ayuda de las princesas cautivas en crueles torreones, donde
los jinetes, seductores flores, están prisioneras de lianas vivas: y si logran evadirse, yo los compadezco. Ahora bien, esa noche yo pensaba en vosotras,
Holda, Urganda, Urgele, Melusina, con una emoción muy particular, más tierna que de costumbre; tal vez era porque mi muy querida, antes de estar cansada
y para merecer estarlo, me había engañado como nunca antes lo había hecho, con encantamientos y perfumes mágicos.
 
Con los párpados a medio cerrar, yo os veía entre el quimérico decorado que creaba la aproximación incompleta de las pestañas, hermosas como lo fuisteis,
como lo sois, dejando arrastrar vuestros vestidos por las flores; incluso podía distinguir a vuestro alrededor la lenta danza y el estremecimiento semejante
a una bufanda formada por mil revoloteantes pequeños silfos que golpeaban el claro de luna en ligeros golpes de alas transparentes; se hubiese dicho un
aire rosa dentro de un aire azul.
 
Entonces, en un instante despertado del sueño, me invadió una amarga tristeza. Desde luego sabía que las exquisitas hadas no han dejado de existir, a pesar
del ferrocarril que atraviesa el Bosque cerca de Atenas: algunas veces las he encontrado, tanto ésta, como aquella, tanto vestidas de diamantes y aurora
como de harapos que se pronto se transforman en reales trajes deslumbrantes de oro y pedrerías. Si no fuese el más discreto de los amantes, podría decir
que dos o tres veces me fue concedido retrasarme en el misterioso fondo de las grutas en compañía de Morgana que posee unos cabellos un poco rojos porque
a menudo tiene la fantasía de teñirlos con el rocío de rosas rojas, o de Alcina que tiene los ojos verdes porque es prima de una sirena.
 
Pero debo confesar que nunca había encontrado silfos, en la vida real al menos; no, nunca, en ningún lugar, en ninguna circunstancia, ni en los senderos
estrellados de luciérnagas, ni el las fiestas a las que fui convidado por la confianza de gnomos y otros duendes. Me entristecía y decía: «¿Es que ya no
existen los silfos? ¿no duermen ya en las rosas, sus más queridas alcobas? ¿La noche ha dejado de poblarse por sus furtivos estremecimientos, apenas posados
sobre los follajes o las cabelleras como presentimientos de vagos besos? ¿Quién entonces, habiendo desaparecido ellos, golpea a media noche con una punta
emplumada, el cristal de las muchachitas enamoradas? » Y me entristecía cada vez más, cuando una voz excesivamente débil y dulce, tan débil y tan dulce
que se podría haber tomado por el misterioso canto del aliento de tus labios dormidos, ¡oh, querida mía!, me respondió en la mortecina claridad de la alcoba:
«¡Ah! ¡puedes llorar por nosotros, en efecto, poeta lleno de ternura por las gracias difuntas! pues ahora existimos tan poco que se podría decir que no
existimos ya del todo. Antaño más numerosos que los perfumes fecundadores transportados por el viento de palmera en palmera, de melocotonero en melocotonero;
presentes antes en un tumulto de diáfanas mariposas en las fiestas que se celebraban en los senderos y los claros por el himeneo de las gavanzas, los silfos
han desaparecido para no regresar, derribados, espantados, destrozados, ¡a causa de las violentas máquinas que atraviesan con silbidos y humaredas el silencia
y la bruma de los bosques!
 
La ciencia, asesina de sueños, ha matado a los silfos, sueños también: y, de todos mis hermanos yo soy el único que queda, dispuesto a morir y anhelando
la muerte ». Yo escuchaba, pero ya no veía. «¡Oh, último de los silfos, dije, ¿estás tan próximo al desfallecimiento que ya posees la invisibilidad de
las almas inmateriales?» Él replicó: «Todavía se me puede discernir.» En efecto, esforzando la vista no tardé en distinguir, revoloteando y zumbando sobre
el sueño de mi querida, un mosquito! Sí, ¡un mosquito! He aquí en lo que se había convertido, a saber tras cuantas travesías, el superviviente de todos
los silfos. De las alas que tuvo a las que tenía, ¡qué decadencia! Mi primer pensamiento fue atraparlo y aplastarlo entre dos uñas, pues, ¿el muy cruel
no iba a picar la pálida carne rosada de un seno que, debido a su camisa deslizada y los brazos abiertos, mi amiga dormida ofrecía inocentemente al próximo
despertar de mi deseo?
 
Él adivinó mi intención. «¡Oh! gracias, puesto que mi última hora está próxima, y ya destronado de las antiguas glorias y bonitos vuelos sobre las rosas
matinales, deseo el dulce tránsito al otro lado que una oscura vida de insecto de alas grises; ¡pero al menos dejadme morir con la muerte que prefiera,
y permitidme elegir mi tumba!» ¿Qué querría decir con eso? Yo lo observaba, asombrado y conmovido, sin embargo un tanto inquieto. El continuaba revoloteando,
– apenas con un zumbido– sobre el querido cuerpo de la joven mujer adormilada: amenazaba sus ojos, se aproximaba a sus labios, a punto estuvo de posarse
sobre una de las puntas floridas del pecho oscilante. ¡Si se hubiese posado allí, lo habría matado sin piedad en mi furioso ataque de celos!, pero continuaba
en el aire, dudando; y yo lo vigilaba.
 
De pronto, –como en una elección definitiva– se precipitó bajo el hombro de mi amiga hacia el misterio frondoso de los rizos pelirrojos de la axila, que
se retorcían. Tal vez picada, pero sin despertarse, mi muy querida tendió su brazo a lo largo de su busto: y el bichejo había quedado aplastado en la olorosa
prisión. ¡Desde luego yo hice un movimiento provocado por la cólera! pero me invadió la piedad y no tuve el valor de guardar rencor al último de los silfos,
nostálgico de los cálices, que había querido morir –al día siguiente encontré su cadáver entre las gasas– en la más perfumada de las rosas rubias.
 
 
El último silfo.
Catulle Mendès.
 
Traduccido por J.M. Ramos.