Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

hemingway en el espacio.

Kingsley Amis. 
Hemingway en el espacio.
La mujer lo observó y él hizo un nuevo barrido. Seguía sin detectar nada, pero él sabía que uno de ellos andaba por ahí. Lo sentía. Después de veinte años, uno sentía de algún modo que uno de ellos andaba por ahí.
—¿Ves algo?
—Todavía no.
—Pensaba que eras un experto en localizar a esas cosas —dijo ella—. Pensaba que te habíamos contratado porque nos ibas a llevar directamente hasta una de esas cosas. Pensaba que esa era precisamente la razón por la que te habíamos contratado.
—Cálmate, Martha —dijo el tipo joven—. Nadie es capaz de encontrar xeeb donde no hay xeeb, ni siquiera el señor Hardacre. Veremos alguno en cualquier momento.
Ella se alejó de donde estaban ellos, junto al cuadro de mandos, meneando su arrogante trasero bajo los ajustados vaqueros espaciales. «Serás zorra —pensó Philip Hardacre de repente—. Maldita zorra aburrida, pesada y estúpida». Sintió lástima por el tipo joven. Aunque él era bastante agradable, allí estaba, casado con esa maldita zorra estúpida, y parecía que le tenía demasiado miedo como para mandarla a la mierda, aunque se veía que ganas no le faltaban.
—Siento que está cerca —dijo el viejo marciano, volviendo la más grande y entrecana de sus dos cabezas hacia Philip Hardacre—. Lo veremos enseguida.
La mujer se apoyó en el costado de la nave y miró por la portilla.
—No entiendo por qué te ha dado por ir a cazar esas monstruosidades. Hace ya dos días que salimos, y podríamos haber estado en Venusport todo este tiempo, en vez de encerrados en este cacharro de acero a dos años luz de la civilización. ¿Qué tiene de bueno cazar un xeeb, si es que conseguimos cazar uno? ¿Qué demuestras cazando un xeeb?
—El xeeb es la forma de vida más grande de esta parte de la galaxia. —El tipo joven era profesor en alguna facultad o algo parecido: se notaba en su forma de hablar—. Y, lo que es más importante, es el único organismo dotado de un sistema sensorial que vive aquí, en el espacio exterior, y es feroz. Se sabe que ha llegado a enfrentarse a una nave exploradora. Es la maldita criatura más violenta que existe en todo el universo. ¿O no?
—Entre otras cosas —dijo Philip Hardacre. Aunque todo eso era cierto, había mucho más: la libertad que uno sentía ahí fuera y las estrellas brillando en la oscuridad, los hombres insignificantes con sus trajes espaciales, asustados y, aun así, no asustados, y hasta los enormes xeeb, tan pequeños en la inmensidad, y esa sensación de felicidad que uno tenía cuando cazaba un buen ejemplar…
—Ya viene —dijo el viejo marciano con su tono sibilante y la cabeza más pequeña vuelta hacia la pantalla—. Mire, señora.
—No quiero mirar —dijo ella, volviéndose de espaldas. Eso era un insulto terrible en el viejo código de honor marciano, y ella lo sabía, y Philip Hardacre sabía que ella lo sabía. Sintió el odio en la garganta, pero ahora no había tiempo para el odio.
Se puso en pie. No había duda. Un aficionado podría haber tomado el pitido por un asteroide u otra nave, pero después de veinte años uno sabía lo que era inmediatamente.
—Pónganse los trajes —dijo—. En el espacio en tres minutos.
Ayudó al tipo joven con el casco y, entonces, sucedió lo que había estado temiendo: el marciano había sacado su traje y estaba metiendo sus rígidas piernas traseras en él con cierta dificultad. Se acercó y colocó su mano entre los dos cuellos con el gesto tradicional de llamada.
—Esta no es tu cacería, Ghlmu —dijo en la elegante y arcaica lengua marciana.
—Todavía soy fuerte. Él es grande y se acerca con velocidad.
—Lo sé, pero esta no es tu cacería. Más que cazar, a los viejos los cazan.
—Tengo todos los ojos derechos y las manos fuertes.
—Pero son lentas, y deben ser rápidas. En su día eran rápidas, pero ahora son lentas.
—Har-dasha, es vuestro compañero quien os lo pide.
—Mi sangre es tuya como lo ha sido siempre. Solo mi pensamiento parece cruel, viejo amigo. Cazaré sin ti.
—Entonces, buena caza, Har-dasha. Espero tus instrucciones, siempre —dijo la vieja criatura, utilizando la fórmula ritual de aquiescencia.
—¿Vamos a cargarnos a esa maldita ballena o no? —La voz de la mujer era aguda—. ¿O tú y esa cosa os vais a pasar toda la noche silbando?
Se volvió hacia ella con violencia.
—Usted no participará. Se quedará aquí, en su sitio. Vuelva a colocar el bláster en el estante metálico, quítese el traje espacial y póngase a hacer la comida. Volveremos dentro de media hora.
—A mí no me des órdenes, cretino. Puedo disparar tan bien como cualquier hombre y tú no vas a impedírmelo.
—Aquí mando yo, y los demás obedecen. —Por encima del hombro de la mujer, vio al marciano colgar su traje y se le secó la garganta—. Si intenta entrar en la cámara estanca con nosotros, nos volvemos a Venus inmediatamente.
—Lo siento, Martha. Tendrás que hacer lo que te dice —dijo el tipo joven.
Los dos bláster Wyndham-Clarke estaban preparados: los puso a la máxima potencia mientras esperaban a que saliera el aire en la cámara estanca. Después, la puerta exterior se abrió deslizándose por la pared y allí estaban: flotando en la libertad y la inmensidad y sintiendo aquel miedo que no era miedo. Las estrellas eran muy frías, y había oscuridad entre las estrellas. No había muchas estrellas, y la oscuridad era inmensa donde no había estrellas. La combinación de las estrellas y la oscuridad era lo que proporcionaba la libertad. Sin las estrellas o sin la oscuridad, no habría habido libertad, solo inmensidad, pero con las estrellas y con la oscuridad uno tenía la libertad y la inmensidad. Había pocas estrellas, y la luz que llegaba de ellas era escasa y fría, y a su alrededor había oscuridad.
Habló con el tipo joven por la radio del traje.
—¿Lo ve? Cerca de esa estrella grande, junto a la pequeña.
—No lo veo.
—Mire hacia donde estoy señalando. Todavía no nos ha divisado.
—¿Cómo hace para divisarnos?
—No se preocupe por eso. Ahora, escúcheme. Cada vez que se lance en picado, le dispara una vez. Solo una. Después avance en línea recta con su traje a propulsión lo más rápido que pueda. Eso lo confunde más que el movimiento lateral.
—Ya me lo había dicho.
—Pues se lo repito. Un disparo. Volverá a casa cuando le dispare. Prepárese: nos ha visto; está dando la vuelta.
La enorme y hermosa figura fosforescente se hizo más estrecha al acercarse de cabeza hacia ellos, y después pareció agrandarse. El xeeb se aproximaba a toda velocidad, más rápido que ninguno que hubiera visto antes. Se trataba de un xeeb grande y veloz, probablemente un buen ejemplar. Estaría seguro en cuanto hubiera pasado por primera vez. Quería que fuera un buen xeeb por el tipo joven. Quería que el tipo joven disfrutara de su primera cacería con un buen xeeb, grande y rápido.
—Dispare como en quince segundos, después accione la propulsión —dijo Philip Hardacre—. Y no tendrá mucho tiempo antes de que vuelva a atacar, así que estese preparado.
El xeeb se aproximó y el disparo del tipo joven trazó un arco. Había accionado el gatillo demasiado pronto, y apenas consiguió rozar el extremo de la cola. Philip Hardacre esperó hasta el último momento, apuntó a la joroba donde se encontraban los ganglios principales y accionó la propulsión sin esperar a ver dónde había acertado.
Sin duda, se trataba de una buena pieza. Por el modo en que su fosforescencia había empezado a vibrar, estaba claro que le habían alcanzado en alguna parte del sistema nervioso o lo que fuera su equivalente en su extraña anatomía, pero en pocos segundos dio la vuelta e inició otro gran ataque, elegante y hermoso, dirigido a los dos hombres. Esta vez, el tipo joven aguantó el disparo un poco más, consiguió alcanzarlo de lleno cerca de la joroba y accionó la propulsión como le habían dicho que hiciera. Pero, entonces, el xeeb cayó de una forma en la que solo caen una de cada cien veces, y estuvo a punto de chocar con el hombre. A Philip Hardacre no le quedó otra opción que vaciar su Wyndham-Clarke inmediatamente con la esperanza de que la pérdida de tanta energía hiciera al xeeb cambiar de opinión y dirigirse hacia él. Luego avanzó a la máxima velocidad en línea recta y llamó por la radio del traje a su compañero para que volviera a la nave cuanto antes.
—Me echó algo… He perdido mi bláster —le llegó la voz del tipo joven.
—Diríjase a la nave.
—No conseguiremos llegar, ¿verdad?
—Lo intentaremos. Confiemos en que su último disparo lo haya dañado lo suficiente como para ralentizarlo o hacerle perder su fino sentido de la orientación —dijo Philip Hardacre. Pero sabía que no tenían nada que hacer. El xeeb estaba solo a unos pocos metros por encima de sus cabezas y empezaba a girar preparándose para iniciar un nuevo ataque. Se movía más despacio, pero no lo suficientemente despacio. La nave también estaba encima de ellos, pero en dirección contraria. A esto era a lo que uno se enfrentaba cada vez que cazaba xeeb y, cuando ocurría, significaba que había llegado el fin de la cacería, y el fin de la libertad y de la inmensidad, pero ese fin tenía que llegar en algún momento.
De repente, un arco de luz surgió de la nave y, durante un segundo, el xeeb se volvió más brillante que nunca. A continuación el resplandor se apagó y quedaron sumidos en la más profunda oscuridad.
Encontraron al viejo marciano agazapado en la cámara estanca; el tercer Wyndham-Clarke seguía entre sus pinzas. Los dos hombres esperaron a que se cerrara la puerta exterior y a que el aire lo inundara todo.
—¿Por qué no se puso el traje? —preguntó el tipo joven.
—No tuvo tiempo. Solo disponía de un minuto para salvarnos. Se tarda mucho más en ponerse un traje para marcianos.
—¿Qué le afectaría primero? ¿El frío?
—La falta de aire. No aguantan mucho. Cinco segundos como máximo. Lo justo para apuntar y disparar. —«Resulta que al final sí era rápido», pensó Philip Hardacre.
Dentro, la mujer los esperaba.
—¿Qué ha pasado?
—Está muerto, claro. Mató al xeeb.
—¿Y tenía que morir para hacerlo?
—Solo había un arma a bordo y un lugar desde el que usarla —dijo Philip Hardacre. Entonces bajó la voz—. ¿Por qué lleva puesto todavía el traje espacial?
—Quería saber lo que se sentía. Y por llevarte la contraria.
—Entonces, ¿por qué no cogió usted el arma y fue a la cámara estanca?
Sus ojos se apagaron.
—No sabía cómo funcionaba el mecanismo de apertura.
—Pero Ghlmu sí. Él podría haberla abierto desde aquí. Y usted sabe disparar, o eso dijo.
—Lo siento.
—¿Que lo sientes? —dijo el tipo joven. Ahora no sonaba como un profesor de facultad, ni como si tuviera miedo de ella—. Si lo sintieras, ese viejo seguiría vivo, ¿verdad? Que lo sientas no es suficiente y, además, sentirlo es algo más que decir «lo siento». ¿Sabes cuándo lo vas a sentir de verdad? Cuando te deje en Venusport y me coja el trasbordador de vuelta a la Tierra yo solo. Te gusta Venusport, ¿no? Bueno, pues esta es tu oportunidad para perderte allí.
Philip Hardacre terminó de componer las extremidades y los apéndices del viejo marciano y musitó cuanto sabía del mantra prescrito para esa situación.
—Perdóname —dijo.
—Prepara la cena —le ordenó el tipo joven a la mujer—. Ya.
—Esta era tu cacería —dijo Philip Hardacre al cuerpo de su amigo.
Hemingway en el espacio.
Kingsley Amis.