Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Solamente una vez.

Eduardo Mendicutti.
Solamente una vez (Cuento erótico).
 
A Elvira Lindo.
 
Te voy a dejar el sinfonier hecho unos zorros.
Eso fue lo que me dijo Jonatan, y a mí no se me iba de la cabeza, y mira que pasaron otras muchísimas cosas de las que no se pueden olvidar, pero lo que
se te clava se te clava, quiero decir en el cerebro. Ya puede hundirse el mundo, que lo que se te ha metido hasta la bola en el espinazo del pensamiento
no hay quien te lo arranque. Y eso que yo tenía que concentrarme en otros detalles, porque el cura me preguntó:
—¿Cuántas veces, hijo?
Y yo le contesté, sin darle muchas vueltas:
—Solamente una vez, padre.
Y luego el cura quiso saber:
—¿Solo o en compañía de otros, hijo?
Y yo me dije para mis adentros ni que estuviera confesando el crimen de los Urquijo, por el amor de Dios, pero en voz alta respondí:
—En compañía de Jonatan, padre.
—No sé quién es Jonatan —protestó el cura, con poca delicadeza, pero con razón, él no tenía por qué saber quién era Jonatan.
—Jonatan es uno de los chicos que fueron a hacerme la mudanza, padre —le dije yo, porque si uno se confiesa hay que hacerlo bien, dando todos los detalles.
—Jonatan el asturiano —dijo él.
O sea que la muy zorra sabía quién era Jonatan, y además yo creo que le dio un vuelco el corazón.
—¿Y estás seguro de que fue solamente una vez? —me preguntó entonces el cura, y ya le noté de manera diáfana ese puntito de ansiedad que se nos pone en
la voz a todos cuando preguntamos algo sobre el chulo que nos tiene comido el seso y destrozado el sinfonier y nos da pavor saber la verdad, así que una
de dos: o la lagarta del cura se lo montaba con Jonatan y estaba coladita por él, o el tarambana de Jonatan se iba derecho al confesionario después de
cada faena y le contaba a su confesor cómo le dejaba el sinfonier hecho unos zorros al primero que se le ponía por delante, de manera que el cura tenía
bien calado al asturiano y sabía cómo se las gastaba y las energías que derrochaba y las ganas de repetir que se le quedaban y cómo los del sinfonier le
suplicaban más, más, papito, dame más, y naturalmente el cura se preocupaba con ansiedad por la salvación de mi alma, pensé yo (ingenuo de mí), porque
no se puede mentir en el sacramento de la confesión y decir que sólo fue una vez cuando fueron unas cuantas veces, en el caso de que así fuera.
La verdad es que decidí confesarme, porque había escuchado el discurso de don José Bono en su toma de posesión como ministro de Defensa y me dije tiene
razón, hay que ser católico sin complejos, y además eso de confesarse tenía mucho morbo cuando yo era chico, y en eso no se cambia, lo que te da morbo
de chico te lo sigue dando hasta el momento de la santa extremaunción. De modo y manera que, en cuanto Jonatan se fue, me planté en mi parroquia y le pedí
a nuestro párroco confesión, absolución y penitencia.
Hay que decir que nuestro párroco está que cruje. Sin ser demasiado joven —si no ha cumplido los treinta, poco le falta— es guapo a lo Zinedine Zidane,
pero con pelo, está cachas —va al gimnasio todos los días, que yo lo veo porque es el mismo gimnasio al que voy yo, y hace pesas como un descosido—, marca
paquete que te mueres —y no sólo en el gimnasio, también en su vida diaria: su hábito de calle son los jeans— y no sonríe ni aunque lo torturen, lo que
para mí ya es lo más de lo más. Confesarse con él es un pasaporte al pecado; cuando la Iglesia se moderniza, uno se tropieza con estas paradojas. Pero,
ya digo, a mí es que no se me iba de la cabeza la frasecita de Jonatan: Te voy a dejar el sinfonier hecho unos zorros.
—Te dijo lo del sinfonier, ¿verdad? —me espetó el cura, y era como si me pidiese cuentas por haberme aprovechado de algo de su exclusiva propiedad.
—Pues claro —le dije yo, un poco rebotado, no voy a negarlo—. Ya le he dicho que vino a hacerme la mudanza, y no es por presumir pero uno tiene un sinfonier
clásico que es una maravilla, heredado de mamá, y a Jonatan le encantó nada más verlo, buen gusto que tiene el chico. Pero como el pobre estaba todo sudado
y lleno de polvo, porque la mudanza es un trabajo muy perro, me dijo con un poco de sadismo (no hay por qué ocultarlo), pero sadismo del bueno, eso sí,
me dijo que me iba a dejar el sinfonier hecho unos zorros.
—Y ahí empezaron los toqueteos —adivinó el cura, y estoy seguro de que en ese mismo momento el confesionario empezó a echar humo, de lo quemado que nuestro
párroco estaba.
—Pues sí, ahí empezaron los toqueteos —le confirmé yo, bastante borde, que enseguida comprendí que ese era el rollo que le iba al páter.
—¿Y por dónde empezaste a toquetearle, hijo? —me preguntó entonces él, con esa falsa dulzura que suelen emplear los tíos más cañeros y que a mí me pone
como una moto.
—Pues empecé a toquetearle —le dije yo, como mucha sorna— por donde se le empieza a toquetear a un hombre. Por la cintura.
—¿Por aquí empezaste a toquetearle, hijo? —y noté que me ponía la mano justo al final de la espalda. El cura tiene unas manos como hormigoneras, qué poderío.
—Por ahí empecé a toquetearle, padre —insistí yo, un poco aturdido, tengo que reconocerlo, un poco zombi, intentando que no se me notase el frenesí en
el que me había hundido de sopetón la muy lagarta, un frenesí que me llegó de golpe hasta las pestañas, sobre todo porque me acordé de Jonatan, de su cara
de gimnasta ruso, de su sonrisa de cowboy tejano, de sus bíceps de minero neozelandés, de sus pectorales de delincuente carioca, de sus cachas de esquiador
austriaco, de sus muslos de futbolista portugués, de aquel acento asturiano con el que, nada más ponerle yo la mano en la cintura, me dijo de nuevo que
me iba a dejar el sinfonier irreconocible: Con esto, añadió, y me llevó la mano, sin contemplaciones, a aquel estandarte de la gloria que tenía el angelito
entre las piernas.
—¿Y después qué hizo Jonatan, hijo? —me preguntó el cura, con aquella ansiedad que ya le estaba zarandeando los labios (unos labios que decían muérdeme,
por cierto) y para mí que se sabía la película de memoria.
—Después, Jonatan me llevó la mano ahí, padre —susurré, más que nada porque me estaba ahogando por culpa de la sofoquina, aunque el cura debió de interpretar
que me sentía compungido.
—¡No me digas que te arrepientes de haberte dejado! —exclamó el cura sin la menor discreción, menos mal que no había por allí otros penitentes.
—Ni hablar —dije yo, sincero—. Lo que tiene ahí esa criatura es como para arrepentirse, vamos.
—Lo cual quiere decir que disfrutaste, ¿no es eso?, que sentiste placer pecaminoso, que manchaste tu alma al recrearte en el apetito lujurioso que te puso
en la mano, y nunca mejor dicho, esa maravilla de muchacho.
Toda la perorata la soltó con tono de inquisidor tenebroso, que es una cosa que a mí me desbarata de gusto por completo. Bueno, toda la frase menos el
final, esas últimas palabras que pronunció empapaditas de saliva, prueba palpable de que se le había hecho la boca agua.
—Pues sí —uno se estaba confesando, ¿no?— disfruté como un bellaco.
No era para menos, bonita, pensé yo, dirigiéndome al cura, pero para mis adentros. Sólo tocar aquello por encima del mono de trabajo, que era de color
café, ponía las hormonas del prójimo como unas castañuelas, sobre todo porque se disparaba la imaginación, que me lo digan a mí, que era el prójimo de
Jonatan en aquel momento y me imaginé zarandeado, desparramado, despatarrado, revoleado, y desde luego dispuesto a morir como un mártir (como santa María
Goretti, vamos, pero al revés) antes de perder la oportunidad de que aquel arcángel de la lujuria me dejase como unos zorros el sinfonier.
—Que te derretiste de gusto, vamos —insistió el cura.
—Del todo no me derretí, padre —reconocí yo, porque cuando uno se confiesa no hay que jugar sucio—. Tenga usted en cuenta que yo me había hecho ya a la
idea de que aquello era sólo el aperitivo.
—Qué jodio —dijo el cura, muy poco sacerdotal, la verdad.
—Eso, después —le aclaré yo, honesto, y por si quería quemar etapas, hacerse pronto una idea de todo el acontecimiento, y darme por lo ligero la absolución.
Pero él no estaba pensando en la absolución, no parecía muy a favor de precipitarse con el sacramento, porque de pronto me suplicó:
—Hijo, ponme la mano ahí…
—Sí, padre —obedecí yo, y le puse la mano, sin andarme con rodeos y con una puntería de concurso, en, digamos, el carné de identidad.
Como yo ya me había figurado de tanto fijarme en el gimnasio, tenía un carné de identidad del tamaño de la torre de Pisa, y con una inclinación por el
estilo.
—Gracias, hijo —se emocionó él, y tuvo fuerzas para añadir—: pero no me refería a eso. Por favor, pon mi mano en lo tuyo. Por favor.
Ni corto ni perezoso, hice con su mano lo mismo que hizo con la mía Jonatan: se la quité de mi cintura y se la puse en mi carné de identidad. Tembló. De
verdad que tembló. Tembló tanto como yo cuando la mano era mi mano y, el carné de identidad, el de Jonatan. Y no tenía que herniarme para convencerme de
que el manoslargas del cura estaría evocando (qué verbo tan fino), a mi costa, las muchas veces que le había puesto la mano allí a Jonatan, que le había
abierto la portañuela del mono de color café con el virtuosismo y el tino de un neurocirujano, que le había pasado las yemas de los dedos por la cúpula
escarlata de su hombría (o sea, por el capullo), que le había sacado la salivilla de la satisfacción por la cerradura temblorosa del desahogo, que le había
llenado el cuerpo entero de calambres, que lo había puesto a cien por hora, que le había soliviantado al máximo el cosquilleo de los despropósitos, hasta
que el bandido de Jonatan no tenía más remedio que pedirle lo que le pedía.
—Te la quiero besar, hijo mío —me pidió el cura, descompuesto, pero muy educado.
Yo, sin la menor educación, le dije:
—Sí, padre, ¡chúpemela!
Exactamente como me lo dijo Jonatan:
—¡Chúpamela!
Exactamente como Jonatan seguro que se lo había pedido al cura.
El cura me la chupaba, en medio de la confesión, igualito que yo se la chupaba a Jonatan en medio de la mudanza, y me apuesto la memoria emocional (qué
cultura, hijas) a que el cura se la había chupado muchísimas veces al asturiano como me la estaba chupando a mí, y seguro que muchísimas veces, en un momento
de respiro, el cura le había dicho a Jonatan lo que a mí me dijo:
—Hijo, qué rico.
Y la verdad es que eso fue exactamente lo que yo le dije a Jonatan, qué rico, sólo que no le dije hijo, le dije canalla, y Jonatan es de esos muchachos
a los que, si les dices canalla, se embalan, y se embaló, y casi me asfixia del empujón que me metió en la campanilla con su desmesurada virilidad, mientras
me agarraba de los pelos como un energúmeno para que no despegase la cabeza de aquel bosque sedoso en el que su virilidad campaba por sus respetos, y yo,
claro, al evocarlo, ¡zas!, casi asfixio al cura, que mi virilidad tampoco es moco de pavo, que no se va uno a desmerecer, y también es de justicia poner
de manifiesto que la virilidad de mi confesor, que rompe con la pana, estaba ya chorreando salivilla, que había que ver cómo se estaba poniendo la sotana
el pobre por aquella parte, pero yo no podía obsequiar a una virilidad tan rozagante como se merecía, por culpa de la postura, problema que no existía
con Jonatan porque él sólo se preocupaba de su gusto, así son los hombres, aunque a mí no me importaba que aquel hombre fuese en eso como los demás, yo
a lo mío, yo a chupársela mientras cantaba mentalmente tengo una muñeca vestida de azul, con su camisita y su canesú, para mantener el ritmo.
—Sí, papi, qué rico —le dije yo al cura—, pero atento al rimo, atento al ritmo, atento al ritmo…
Y es que el ritmo es muy importante. A mí eso me lo enseñó un cabo de gastadores al que me ligué una noche de invierno en una taberna del viejo Madrid,
y él ya me lo advirtió bien clarito antes de consentir en subir a casa, a mí sólo me mola que me la mamen (eso es una aliteración, di que sí, cariño),
y yo dije a tus órdenes, mi cabo, y él se puso al mando de la operación con un dominio que te dejaba mudo, lo cual no tenía la menor importancia porque
la boca debía cumplir otro menester, y se puso a cumplirlo sin pérdida de tiempo, pero el cabo se ve que no estaba satisfecho con el ritmo, de pronto empezó
a decirme atento al ritmo, atento al ritmo, atento al ritmo, y yo me atarugué, la verdad, y es que uno quiere hacerlo divinamente, pero la ansiedad por
la perfección lo echa todo a perder, y él me dijo canta mentalmente el himno de la Legión y ya verás lo bien que llevas el ritmo, y yo me puse a cantar
mentalmente el himno de la Legión, pero el himno de la Legión tiene un problema, que de pronto, cuando entra en eso tan emocionante de soy un hombre a
quien la suerte hirió con zarpa de fiera, soy el novio de la muerte el ritmo cambia, y ahí estuve a punto de arruinarlo todo, pero uno tiene recursos,
así que me puse a cantar mentalmente tengo una muñeca vestida de azul, que tiene un ritmo imperturbable, y desde entonces es mi canción fetiche para tan
gustosa situación. Así que le dije al cura:
—Cante mentalmente tengo una muñeca vestida de azul, papi, y siga chupando.
Siguió chupando hasta que notó que yo estaba a punto de desembocar, porque eso se nota la mar de bien, que yo también se lo noté divinamente a Jonatan,
y además Jonatan me dijo como sigas así te vas a quedar con las ganas de que te deje hecho unos zorros el sinfonier, y yo pensé de eso nada, pero no dije
ni mu, lo que hice fue ponerme en pompa en un santiamén, que fue también lo que hizo el cura de pronto con una facilidad pasmosa, que yo creo ahora que
nuestro párroco tiene dotes de contorsionista, y a partir de ahí aquello fue un lío, pero qué alegría de lío, por favor, aquello fue, técnicamente hablando,
un sándwich, yo en medio, con el niño por detrás y el papi por delante, yo el jamón, y me gustaba tanto la realidad como la evocación, y estaba disfrutando
a la vez con el pensamiento y con la virilidad, y Jonatan empujaba como un miura contra el burladero, sólo que bien enganchado, y yo empujaba dentro de
papi como un bizcocho en el molde, y el mundo entero empujaba, y Jonatan empezó a canturrearme al oído el himno de la Legión, y yo empecé a canturrearle
al oído a papi Tengo una muñeca vestida de azul, y el ritmo era de escándalo, y se me pusieron de punta todos los poros del cuerpo, y todos los ángeles
del cielo se pusieron a cantar, y todos los soldados del mundo gritaron a la vez ¡victoria!, y el desenlace fue para premio, porque Jonatan, papi y yo
desembocamos a la vez.
Me quedé como muerto encima de mi párroco.
—Papi… —suspiré.
Pero sólo al cabo de un rato mi párroco, controlando el resuello, sin cambiar de postura, susurró:
—Hijo, ¿te arrepientes de esto?
—Para nada, padre —dije yo.
—¿Y tienes dolor de corazón? —me preguntó, yo creo que preocupado.
—Ni lo sueñe, padre.
—¿Y propósito de enmienda?
—Ni loco.
Me di cuenta de que sonreía, aliviado.
—Te comprendo, hijo —ya estaba empezando a recuperarse de la hazaña, se le notaba en la voz—. Pero dime la verdad, ¿me prometes que fue sólo una vez?
—Solamente una vez, padre —le dije yo.
La verdad es que Jonatan y yo repetimos, pero, como fue sin solución de continuidad, técnicamente yo creo que fue sólo una vez.
—Pues repíteme que no tienes propósito de enmienda.
—No tengo propósito de enmienda, padre. Se lo repito.
—Júramelo.
—Se lo juro.
—Qué bien —dijo él—. Lo malo, claro, es que no voy a poder darte la absolución.
—Bueno —dije yo—. Otra vez será.
Y será pronto, por mi salud. Porque la semana que viene, como muy tarde, me voy a mudar de nuevo, aunque tenga que empeñar el sinfonier.
 
 
Solamente una vez.
Eduardo Mendicutti.