Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Sesión de ordenador.

Barbara Ruth Rendell.
Sesión de ordenador
 
 
Sophia de Vasco (Sheila Vosper según su partida de nacimiento) estaba
esperando el autobús cuando vio a su hermano, que acababa de doblar la
esquina. Estaba mucho más joven que hacía siete años, los que llevaba
muerto, pero Sophia desechó cualquier duda sobre su identidad cuando
llegó a su altura y le pidió dinero.
—¿Me da para un té, jefa?
—Veo que no has cambiado nada, Jimmy —dijo Sophia, y soltó una risita.
Él no replicó, pero siguió tendiéndole la mano—. ¿Y cómo quieres que
sepa lo que vale un té? —añadió Sophia en tono travieso.
—Cincuenta peniques —respondió el fantasma de Jimmy—. Un par de libras
para un té y un bocata.
—Me parece que has estado siguiendo mi carrera desde el Otro Lado,
Jimmy. Veo que sabes que me las he apañado bastante bien desde que
falleciste. Sabes que he sido la responsable del renacimiento
espiritista de Londres, ¿verdad? Pero debes comprender que soy tan
pobre como antes. Si crees que papá y mamá me dejaron algo, estás
completamente equivocado.
—¿Está usted chiflada, o qué? —Jimmy miraba su abrigo de pieles
falsas, sus botas de tacón alto, las dos bolsas grandes de plástico y
el pequeño maletín de cuero—. ¿Qué hay en el maletín?
—Mi ordenador. Un instrumento de trabajo imprescindible, Jimmy. Puedes
llamarlo un símbolo de los avances electrónicos del espiritismo en los
últimos años. Ahí viene mi autobús, así que tenemos que despedirnos.
Sophia subió al vehículo. Se dijo que tal vez la seguiría, pero al
sentarse y mirar hacia atrás comprobó que había desaparecido. Los
encuentros con parientes muertos no eran acontecimientos
extraordinarios en la vida de Sophia. La semana anterior sin ir más
lejos, la tía Lily había entrado en su dormitorio a medianoche
—siempre había sido un tanto noctámbula— y le había trasmitido un
montón de mensajes de su madre, la mayoría, advertencias de que no
bajara la guardia en cuestiones de hombres y dinero. Luego, hacía dos
días, una anciana había atravesado la pared mientras Sophia cenaba. En
su opinión, se manifestaban con tanta confianza porque nunca mostraba
miedo, porque no la asustaban en absoluto. La anciana estuvo poco
rato, pero se deslizó por el piso observándolo todo y, antes de
desaparecer, informó a Sophia de que era su abuela materna, que había
muerto durante la epidemia de gripe española de 1919.
En consecuencia, ver a Jimmy no la había sorprendido en exceso. En
vida había sido un tarambana incapaz de conservar un trabajo, siempre
escaso de dinero y sin más talento que el de sablear a sus conocidos.
Pocos lo habían llorado al aparecer su cadáver flotando en las aguas
del Grand Union Canal , al que había caído tras tomarse dos o tres
copas de más en el Hero of Maida. Sofía esperaba fervientemente que no
la avergonzara manifestándose durante la sesión que celebraría al cabo
de media hora en casa de la señora Paget-Brown.
Pero, de hecho, hizo una aparición más positiva, casi concreta, antes
de la sesión. Al bajar las escaleras del piso superior del autobús, lo
vio esperándola en la parada. Una mujer menos perceptiva que Sophia
habría supuesto que Jimmy había subido al autobús y se había sentado
abajo; pero ella era una profesional. ¿Para qué iba a coger Jimmy el
autobús cuando, como cualquier espíritu, podía trasladarse en el
espacio instantáneamente y estar donde le apeteciera en un abrir y
cerrar de ojos?
Sophia decidió que lo más inteligente era no hacerle caso. Lo miró,
meneó la cabeza y echó a andar a buen paso por Kendal Street. A la
altura de la carnicería, volvió la cabeza y comprobó que la seguía. No
podía hacer nada, aparte de esperar que no se le pegara o, peor aún,
se instalara en su piso y la obligara a exorcizarlo, con todas las
complicaciones y gastos que eso implicaba.
La señora Paget-Brown vivía en Hyde Park Square. Antes de pulsar el
timbre, Sophia volvió a mirar a sus espaldas. Corno había oscurecido
no pudo ver a Jimmy, que no obstante podía habérsele adelantado y
estar dentro, esperándola en el salón. No había forma de impedirlo. La
señora Paget-Brown abrió enseguida. Lo tenía todo preparado: la larga
mesa rectangular cubierta con un mantel de felpilla marrón oscuro, la
silla de Sophia en un extremo y las demás, en semicírculo tras ella.
Asistirían cinco personas, dos de las cuales ya habían llegado.
Esperaban en el comedor tomando una infusión, pues Sophia
desaconsejaba el consumo de alcohol antes de un encuentro con los
habitantes del Otro Lado.
Cuando la señora Paget-Brown volvió junto a sus invitados, Sophia sacó
el ordenador portátil del maletín y lo colocó sobre la mesa. Levantó
la tapa para dejar al descubierto la pantalla y el teclado. A
continuación, sacó una pantalla grande de una de las bolsas de
plástico y la conectó a uno de los puertos del ordenador. Volvió la
cabeza para asegurarse de que la señora Paget-Brown se había ausentado
de verdad y había cerrado la puerta, sacó un teclado grande de la otra
bolsa y conectó el cable a otro puerto.
Sonó el timbre y volvió a sonar cinco minutos después, lo que
seguramente significaba que habían llegado todos, pues dos de los
asistentes eran marido y mujer, el señor y la señora Jameson, que
deseaban comunicarse con su difunta hija. La señora Paget-Brown le
había contado muchas cosas de aquella joven, que se llamaba Deirdre,
estaba casada, tenía dos hijos y era arpista. En ocasiones, Sophia se
sentía embargada por una cálida dicha al considerar con cuánta
frecuencia conseguía proporcionar alivio y esperanza a personas como
los Jameson poniéndolos en contacto con sus deudos.
El ordenador estaba encendido, la pantalla pequeña apagada y la grande
encendida pero en blanco. Sophia acababa de sentarse en la silla
grande, con las manos y el teclado en el regazo, cubiertos por la
falda del mantel de felpilla, cuando llamaron a la puerta y
preguntaron si estaba lista. Con voz aflautada, Sophia contestó que
podían pasar.
No la habría sorprendido lo más mínimo que Jimmy entrara con ellos.
Por supuesto, no habrían podido verlo, pero ella sí. No obstante, en
el salón solo había seis personas aparte de ella: la señora
Paget-Brown, el matrimonio que había perdido a su hija, un hombre muy
gordo que silbaba al respirar y dos ancianas, una muy elegante con su
traje turquesa y la otra vulgar y mal peinada.
—Por favor, siéntense detrás de mí —dijo Sophia tras darles las buenas
tardes—, donde puedan ver la pantalla. Dentro de unos instantes
apagaremos las luces, pero antes me gustaría explicarles lo que
ocurrirá. Lo que podría ocurrir. Por supuesto, no puedo garantizar
nada si los espíritus se muestran mal dispuestos o se niegan a
colaborar.
Los asistentes tomaron asiento. El asmático respiraba ruidosamente. La
del traje turquesa se quitó el sombrero. Sophia, que veía sus rostros
reflejados en la pantalla, distinguió los ojos de la señora Jameson,
brillantes de esperanza y anhelo. La mujer mal vestida dijo que si
podía hacer una pregunta, y cuando Sophia le respondió que por
supuesto, adelante, preguntó si verían algo o todo consistiría en
golpes en la mesa y ectoplasmas.
Sophia no pudo reprimir la risa al oír lo de los ectoplasmas. Qué
ideas tan anticuadas tenía aquella gente... No obstante, su risa fue
amable, y tras ella les explicó que no oirían golpes en la mesa. Los
espíritus, que estaban muy avanzados en aquellas cosas, darían a
conocer sus sentimientos y sus mensajes a través del ordenador.
Aquellos buscadores de la verdad sentados tras ella verían las
respuestas en la pantalla.
Por supuesto, todas las miradas se concentraron en el pequeño teclado
del portátil. Y, cuando se apagaron las luces, era fácil imaginar que
aquellas teclas se movían. Sophia tenía las manos bajo el mantel y los
dedos sobre el teclado grande. Nunca se felicitaría lo bastante de
haber hecho aquel curso de mecanografía hacía tantos años, siendo aún
una niña.
El primer espíritu en manifestarse fue la mujer del asmático. Cuando
su marido le preguntó si era feliz, la pantalla grande mostró un «sí»
en letras verdes. A continuación, el hombre quiso saber si lo echaba
de menos, y la respuesta fue: «te estoy esperando, cariño».
Profundamente impresionada, la señora Paget-Brown convocó a su padre.
Con voz trémula, aseguró que distinguía el leve movimiento de las
teclas del teclado pequeño pulsadas por los dedos del espíritu
paterno. El padre respondió «sí» a la pregunta de si lo acompañaba su
mujer y «NO» cuando la señora de la casa quiso saber si la muerte era
una experiencia dolorosa. Sophia se reclinó en el asiento y cerró los
ojos. Comunicarse con los espíritus era agotador.
No obstante, consiguió satisfacer a la anciana desaliñada convocando a
un antiguo novio, el predecesor de su difunto marido. En respuesta a
una pregunta un tanto tímida, el espíritu aseguró que siempre había
lamentado no casarse con ella y que su vida había sido un fracaso.
Cuando la mujer le recordó que había tenido cinco hijos y tres casas,
y llegado a subsecretario de Estado con Margaret Thatcher y a
presidente de una multinacional más tarde, Sophia se dijo que debía
ser más prudente.
Con Deirdre Jameson tuvo más suerte. Los Jameson no cabían en sí de
gozo cuando Deirdre se declaró feliz en la pantalla y dijo que velaba
por su marido y sus hijos desde el más allá. En el lugar en que se
encontraba ahora tenía muchas oportunidades de tocar el arpa, con la
que de hecho solía deleitar a los habitantes del Cielo. Por un
momento, Sophia temió haber ido demasiado lejos; pero el señor y la
señora Jameson lo aceptaron todo y, cuando se encendieron las luces,
le dieron las gracias, tal como dijeron, desde lo más profundo del
corazón.
—Gracias, muchísimas gracias, ha hecho algo maravilloso por nosotros,
ha transformado nuestras vidas.
Mientras recogía, Sophia reflexionó sobre algo en lo que pensaba de
vez en cuando. No podía ir demasiado lejos, no podía engañar. Aunque
ocultara el teclado y el ajetreo de sus manos a aquellos buscadores de
la verdad, lo cierto era que aquellos espíritus estaban presentes y
ansiosos de comunicarse. Era una auténtica médium, de cuyas manos se
servían para transmitir sus mensajes. El mundo aún no estaba preparado
para ver el teclado y la agitación de sus dedos, había demasiada
ignorancia y demasiados prejuicios, pero un día...
Un día, pensaba Sophia, todo el mundo estaría preparado para ver a los
muertos y hablar con ellos, como ella había visto a Jimmy y hablado
con él. Un día, cuando la tierra estuviera llena, rebosara, de la
gloria de lo sobrenatural.
Cargada con las dos bolsas y el maletín del portátil, llamó a la
puerta del comedor, entró y aceptó una copita de jerez. Discretamente,
la señora Paget-Brown le deslizó el sobre de su talón en la mano. La
señora del traje turquesa le preguntó si sería tan amable de celebrar
una sesión para ella y un grupo de íntimos en Westbourne Terrace la
próxima semana, y los Jameson le manifestaron su deseo de volver a
comunicarse con Deirdre. Sophia aceptó amablemente ambas invitaciones.
Siempre era la primera en irse. No convenía dar demasiada conversación
a los invitados, si quería preservar el vago aire de misterio que la
rodeaba. Cuando salió a la calle, había oscurecido por completo, y las
farolas apenas conseguían iluminar el arbolado vecindario. Pero había
suficiente luz para que pudiera ver a su hermano. La estaba esperando
en la esquina de las calles Hyde Park y Connaught.
No se veía un alma y, dado que Edgware Road era una zona poco
recomendable para recorrerla sola de noche, Sophia se dijo que, aunque
Jimmy era un inútil, no le vendría mal la compañía de un hombre
mientras esperaba el autobús. Naturalmente, comprendió que era una
ocurrencia absurda de inmediato. La presencia de Jimmy no disuadiría a
ningún atracador, puesto que sería incapaz de verlo.
—Ya va siendo hora de que regreses al sitio del que has venido, Jimmy
—le dijo en tono más bien severo—. Debo decir que dudo de que sea un
sitio muy agradable, pero eso deberías haberlo pensado mientras
estabas en este mundo.
—Maldita chiflada —refunfuñó Jimmy—. Quiero el maletín. Quiero el
maletín y las bolsas. Dámelas y no te pasará nada.
—¿Que te dé mi ordenador? ¡Vaya ocurrencia! Ni siquiera podrías
llevarlo. El asa te atravesaría la mano.
Como para demostrarle cuánto se equivocaba, Jimmy alargó la mano hacia
el maletín del portátil. Sophia lo retiró bruscamente y lo levantó
sobre su cabeza. No gritó. Aquello era el colmo del absurdo. Tampoco
vio la navaja. De hecho, no llegó a verla en ningún momento, tan solo
la sintió como un golpe que le cortó la respiración y, después, la
vida. Soltó las bolsas. El teclado clandestino produjo un ruido sordo
al golpear la acera.
Jimmy, o Darren Palmer, cogió las bolsas y le quitó el maletín. A la
mañana siguiente, vendió todo el lote a un individuo que conocía en el
mercado de Leather Lane y se gastó el dinero en cocaína de primera.
 
 
Sesión de ordenador.
Barbara Ruth Rendell.