Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El bosque, Chris Priesley.

El bosque

El camino que llevaba a la casa de tío Montague cruzaba a través de un
pequeño bosque. El sendero daba curvas entre los árboles como una
serpiente escondiéndose en un matorral y aunque el sendero no era largo
y el bosque no era nada grande, esta parte del recorrido parecía siempre
tomar más tiempo de lo que yo nunca hubiera pensado que tomaría.
Se me había convertido en una costumbre visitar a mi tío durante las
vacaciones escolares. Yo era hijo único y mis padres no se sentían
cómodos con niños alrededor. Mi papá se esforzaba al máximo, poniendo la
mano sobre mi hombro y señalándome varias cosas, pero cuando ya no tenía
más cosas a las que señalar lo vencía una especie de taciturna
melancolía y abandonaba la casa para ir a cazar en solitario durante
horas. Mi mamá era de temperamento nervioso y parecía incapaz de
relajarse en mi compañía, saltando en los pies con un pequeño grito cada
vez que me movía, limpiando y brillando todo lo que yo tocaba o donde me
sentaba.
-Es un bicho raro -dijo mi papá un día en el desayuno.
-¿Quién? -preguntó mi mamá.
-El tío Montague -respondió él.
-Sí -asintió ella-. Muy raro. ¿Qué hacen tú y él durante toda la tarde
cuando lo visitas, Edgar?
-Me cuenta historias -respondí.
-Por Dios -dijo mi papá-. Historias, ¿ah? Una vez escuché una historia.
-¿Sí, papá? -dije expectante. Mi papá frunció el ceño y miró hacia el plato.
-No -dijo-. Ya no me acuerdo.
-No te preocupes, querido -dijo mi mamá-. Estoy segura de que era
maravillosa.
-Ah, sí que lo era -dijo él-. En realidad lo era -se rio entre dientes-.
Maravillosa, sí.
El tío Montague vivía en una casa cerca. No era mi tío estrictamente
hablando, más bien era una especie de tío abuelo, pero como había
estallado una discusión entre mis padres sobre cuántos “abuelos” debería
haber exactamente, al final pensé que lo mejor sería llamarlo
simplemente “tío”.
No recuerdo haber ido a visitarlo en ninguna oportunidad que los árboles
del bosque entre las dos casas estuvieran con hojas. Todos los recuerdos
que tengo de mis caminatas a través de aquel bosque son de cuando estaba
cubierto de escarcha o nieve y las únicas hojas que alguna vez vi
estaban muertas y pudriéndose en el suelo.
Al extremo del bosque había una verja sencilla: una de esas que sólo
dejan pasar una persona a la vez, a la vez que se aseguran de no quedar
abiertas y permitir que las ovejas se escapen. No puedo imaginar por qué
el bosque o el prado que lo rodeaba tenían una verja semejante, pues
nunca había visto ninguna clase de criatura en aquel terreno, ni en
ninguna otra parte en toda la propiedad de mi tío. Bueno, ninguna que
uno pueda llamar ganado de alguna especie.
Nunca me gustó esa verja. Tenía un resorte endiabladamente fuerte y mi
tío no lo había aceitado tan seguido como tocaba. En todo caso, nunca la
atravesé sin sentir el más extraño horror de quedar atrapado. En el
particular estado de pánico que me invadía, imaginaba tontamente que
algo venía a atraparme por la espalda.
Por supuesto, en poco tiempo, conseguí jalar la chirriante verja y
deslizarme al otro lado, y cada vez me daba la vuelta para ver con
alivio el bosque intacto al otro lado del pequeño muro de piedra que
acababa de atravesar. Aun así, en mi costumbre infantil, me daría la
vuelta de nuevo una vez cruzaba el prado, con la esperanza (o más bien
tal vez con el terror) de ver por casualidad a alguien… o algo. Pero
nunca vi nada.
Dicho esto, en realidad algunas veces sí tenía compañía en mis
caminatas. Los niños del pueblo de vez en cuando se ocultaban por ahí.
Yo no tenía nada que ver con ellos, ni ellos conmigo. Yo estaba lejos en
el colegio. No desearía sonar esnob, pero veníamos de mundos diferentes.
Algunas veces podía verlos entre los árboles, como sucedió este día en
particular. Nunca se acercaban y nunca decían una palabra. Permanecían
en silencio entre las sombras. Evidentemente, su intención era de
intimidarme, y habían contado con cierto éxito al respecto, aunque yo me
esforzaba por no parecer alterado. Aparenté ignorarlos y seguí adelante.
El prado estaba cubierto por un pasto desordenado y por los brotes secos
y marrones de semillas de cardos, espinos y perejil silvestre. A medida
que avanzaba por el camino de hierba pisada hacia la puerta del jardín,
podía ver y escuchar el presuroso movimiento de lo que pensaba eran
conejos o faisanes, arrastrándose bajo la maleza.
Siempre hacía una pausa al llegar a la puerta para echarle una ojeada a
la casa, que se levantaba sobre su propio montículo como muchas
iglesias, y en efecto había algo de cementerio en su jardín con tapia y
algo de iglesia en sus góticas ventanas con arco y en sus puntas y
ornamentos. La puerta del jardín necesitaba de tanto aceite como la
verja y el picaporte era tan pesado que fue necesaria toda mi fuerza
juvenil para levantarlo; el metal estaba tan frío y húmedo que me
congeló los dedos hasta el hueso.
Cuando me giraba para cerrar la puerta de nuevo, siempre volteaba a
mirar y me sorprendía de cómo la casa de mis padres quedaba
completamente oculta por el bosque y de cómo, en la particular
inmovilidad de aquel lugar, parecía como si no hubiera ninguna otra
criatura viva kilómetros a la redonda.
El camino cruzaba entonces el prado en dirección a la puerta de mi tío,
por entre un extraño montón de arbustos podados. Sin duda estos inmensos
matorrales habían sido podados con destreza alguna vez, en los usuales
arreglos de conos y pájaros, pero desde hacía varios años crecían sin
control. Estos setos salvajes se levantaban ahora con malevolencia sobre
la casa, incitando a la imaginación a encontrar en sus figuras deformes
el indicio de un diente, la insinuación de un ala correosa, la ilusión
de una garra o un ojo.
Yo sabía, por supuesto, que sólo se trataba de arbustos, pero aun así me
avergüenza admitir que siempre me veía corriendo por ese camino que
pasaba en el medio y nunca me sentí con la tentación de mirar por encima
del hombro mientras llamaba con la inmensa aldaba de la puerta, para
anunciarle a mi tío de mi llegada; una aldaba, debo decir, que colgaba
de la boca de la criatura más peculiar; el rostro, formado en un cobre
oscuro y deslustrado, parecía oscilar de manera alarmante entre el de un
león y el de un hombre.
Después de la que parecía ser siempre una extraordinaria cantidad de
tiempo, y justo cuando estaba a punto de levantar la aldaba de nuevo, la
puerta se abría y aparecía el tío Montague, sosteniendo, como siempre,
una vela y sonriéndome, invitándome a entrar.
-No te quedes ahí en el frío, Edgar -decía-. Entra, muchacho. Entra.
Yo entraba con evidente afán, aunque para decir la verdad había muy poca
diferencia de temperatura entre el jardín y el vestíbulo de la casa de
mi tío, y si existía alguna diferencia yo diría que era a favor del
jardín, pues nunca había sentido tanto frío al interior de una
construcción como al estar dentro de la casa de mi tío. Juro haber visto
una vez hielo sobre la baranda de la escalera.
Mi tío se ponía en camino por entre el corredor de losas de piedra y yo
lo seguía, detrás de la vacilante luz de la vela tan embelesado como una
polilla. Como parte de las muchas excentricidades de mi tío, aunque
evidentemente no era por cuestión de dinero, estaba la de no tener nada
que ver con la luz eléctrica -tampoco con la luz de gas, para el caso- y
alumbraba la casa sólo con velas de cera y eso escasamente. Por lo
tanto, ir detrás de él hacia su estudio era siempre un asunto
desconcertante, pues a pesar del hecho de encontrarme en la seguridad de
la casa de mi tío, no me sentía cómodo al quedar allí en la oscuridad y
aceleraba el paso para mantenerme en contacto tanto con él como con la luz.
Mientras mi tío avanzaba por la casa llena de corrientes de aire, la luz
de la vela sin duda aumentaba mi nerviosismo: su agitado recorrido
creaba todo tipo de sombras grotescas sobre la pared, que danzaban y
brincaban de un lado a otro, dando la aterradora impresión de adquirir
vida propia y huir para esconderse debajo de algunos muebles o
escabullirse arriba por las paredes para ocultarse en las esquinas del
techo.
Después de caminar más de lo que parecía posible por el tamaño de la
casa vista desde afuera, llegábamos al estudio de mi tío: una gran
habitación con hileras de estanterías llenas de libros y curiosidades
traídas de sus viajes. Las paredes estaban recubiertas de estampas y
pinturas, y unas cortinas pesadas tapaban las ventanas con varas de
plomo. No importaba que aún no se terminara la tarde; el estudio estaba
tan oscuro como una cueva. El piso estaba cubierto por una elegante
alfombra persa y el color principal de aquella alfombra era el rojo,
como lo era el tono de la pintura en las paredes y en la tela con
arabescos de las cortinas. En la chimenea ardía un fuego alto que hacía
resplandecer el color, vibrando rítmicamente con el movimiento de las
llamas, como si este cuarto fuera el palpitante corazón de la casa.
En efecto se trataba del único rincón que había visto en toda la casa
que podía describir como confortable, aunque debo decir en este punto
que a pesar de haber estado muchas veces en la casa de mi tío este fue
de hecho el único cuarto donde estuve (exceptuando el baño).
Esto puede parecer extraño, pero no se me ocurrió así en aquel tiempo.
Los encuentros con el tío Montague no eran en realidad reuniones
familiares sino más bien algo por el estilo de una cita de negocios. El
tío y yo nos teníamos bastante cariño a nuestra manera, pero los dos
sabíamos qué era lo que me había traído hasta acá: el hambre… hambre de
historias.
-Siéntate, muchacho -dijo (como siempre)-. Timbraré a ver si Franz
consiente en traernos algo de té y galletas.
El tío jaló la larga cuerda que había al lado de la chimenea y me
tensioné como siempre al escuchar el ruido de una campana lejos en la
casa. Poco a poco unos pasos empezaron a oírse y aumentaron de volumen a
medida que se aproximaban lentamente hacia la puerta del estudio. Se
detuvieron afuera, entonces siguió una prolongada pausa y después tres
golpes alarmantemente fuertes.
La manija de la puerta giró, traqueteando al hacerlo, y la puerta se
abrió. Desde donde me encontraba sentado la puerta me tapaba la vista y
todo lo que podía ver era a mi tío de pie frente a la puerta abierta,
susurrando nuestro pedido antes de que la puerta se cerrara lentamente
una vez más y los pasos desaparecieran en la distancia, mezclándose de
manera singular con sus propios ecos para producir un ruido extraño y
apresurado.
Me habría encantado poder decirles algo sobre la apariencia de Franz,
pues estoy seguro de que se preguntarán si era alto o gordo o
pelirrubio, pero me temo que nunca, en ninguna de mis visitas, alcancé a
tener el mínimo vistazo de Franz.
Para cuando mi tío y yo habíamos intercambiado algunas bromas y él había
preguntado sobre la situación actual de mi instrucción escolar,
retumbaban otros tres sonoros golpes en la puerta y tío, levantándose
para abrirla de nuevo, regresaba con una bandeja, sobre la que había una
tetera grande, tazas y platos y una bandejita con tortas y galletas. No
había jarra de leche porque tío y yo tomábamos el té negro. Había una
taza con terrones de azúcar y, aunque nunca vi que efectivamente
agarrara uno, mi tío debía tener un paladar bastante dulce, pues siempre
se habían terminado por completo cuando era el momento de irme y yo
nunca usaba nada de azúcar, incluso siendo niño.
Nos sentamos, mi tío y yo, a lado y lado de la chimenea, con la bandeja
sobre una mesita entre los dos; mi tío con los codos sobre los brazos de
la silla y los dedos de las manos juntos. Cuando se recostó hacia atrás,
su rostro desapareció completamente bajo las sombras.
-Supongo que tu viaje hasta aquí estuvo bien -dijo.
-Sí, tío -contesté.
-¿No viste… nada… en el bosque?
Tío Montague a menudo hacía esta pregunta y mi respuesta era siempre la
misma.
-No, tío -dije, sin ver la necesidad de mencionar a los niños del
pueblo, ya que no podía imaginar que le fueran a interesar a un hombre
como mi tío-. No vi nada en el bosque.
Mi tío sonrió extrañamente y asintió, tomando un sorbo de té. Suspiró
con melancolía.
-No hay nada como un bosque en la noche, ¿cierto, Edgar? -comentó.
-No -contesté, tratando de sonar como si tuviera algún tipo de
conocimiento sobre los bosques nocturnos.
-¿Y dónde estaría la humanidad sin los árboles? -continuó-. La madera es
el verdadero combustible de la civilización, Edgar: desde el arado hasta
el papel, de la rueda hasta la casa, de los mangos de las herramientas
hasta los barcos. El hombre no hubiera sido nada sin los árboles,
jovencito -se levantó para echar otro leño en la chimenea y las llamas
parecieron saltar hacia fuera y arrebatárselo de la mano-. Después de
todo, ¿qué podría simbolizar mejor la diferencia entre el hombre y el
animal que el fuego… el calor del fuego y la luz del fuego? -los dos
miramos hacia el fuego, hipnotizados durante un rato por sus danzantes
llamas.
-Los pueblos nórdicos creían que el mundo estaba suspendido entre las
ramas de un inmenso fresno. ¿Sabías eso, Edgar?
-No, tío.
-Sí -dijo-. La gente de los bosques del norte ha tenido siempre una
relación especial con el árbol. Después de todo, aquellos antiguos
bosques salvajes eran sus depósitos para materiales de construcción y de
combustible y comida… Pero al mismo tiempo eran oscuros y misteriosos,
llenos de osos y ladrones y quién sabe qué más cosas…
-¿Se refiere a brujas… tío? Sus ojos brillaron.
-Brujas, hechiceros, magos, espíritus del bosque, hombres lobo…
-¿Hombres lobo? -pregunté, con un pequeño sobresalto.
-Quizás -tío Montague se encogió de hombros-. El caso es que ellos
respetaban el bosque y respetaban los árboles; les temían, los veneraban.
-¿Cómo los veneraban, tío? -pregunté y tomé una galleta y me di cuenta
de que el azúcar había desaparecido.
-De muchas maneras, estoy seguro -dijo-. Los historiadores romanos nos
hablan de arboledas sagradas, de robles manchados de sangre…
-¿Sangre? -dije, balbuceando sobre la galleta.
-Sí -contestó tío Montague-. Hablan de sacrificios… algunas veces
humanos. Los celtas eran aficionados a llevarse las cabezas de sus
enemigos como trofeos de batalla. Para ellos, colgar las cabezas en un
roble era algo tan festivo como para tu querida mamá colgar adornos en
un árbol de Navidad.
Levanté dudoso una ceja ante el par de ideas y tío sonrió.
-Pero ¿por qué adorar un árbol? -dije.
-Puedo pensar en muchas otras cosas menos dignas de veneración
-replicó-. Considera la cantidad de tiempo que han vivido algunos
árboles. Piensa en lo que han visto. Dios, existen algunos árboles de
tejo en cementerios que probablemente tengan más de cien años de vida;
más viejos incluso que la antigua iglesia al lado. Sus raíces pertenecen
a un milenio y sus ramas a otro. Y ¿no podemos dejar de maravillarnos
cuando vemos un gran roble o un fresno o un olmo levantándose solitario
como un gigante afligido?
Dio unos golpecitos con la punta de los dedos y vi entre la sombra su
sonrisa como de lobo.
-Conozco una historia sobre un árbol de estos -dijo mi tío-. ¿Te
gustaría escucharla, Edgar?
-Mucho.
Después de todo, esa era la razón por la que me encontraba ahí.
-Podría resultar un poco aterradora para ti.
-No importa, tío -dije con un coraje mayor al que sentía, pues yo era
como alguien que, después de haber sido arrastrado hasta el punto más
alto de una montaña rusa, empezaba a tener sus dudas.
-Muy bien -dijo tío Montague, mirando hacia el fuego-. Entonces comenzaré