Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

La campanilla de la doncella.

Edith Wharton.
La campanilla de la doncella.
 
I
Fue el otoño después que tuve el tifus. Había estado en el hospital, y cuando salí tenía un aspecto tan débil y vacilante que las dos o tres damas a las
que pedí trabajo no quisieron tomarme, por temor. Se me había acabado casi todo el dinero, y después de vivir de la pensión durante dos meses, frecuentando
las agencias de colocaciones y escribiendo a todos los anuncios que me parecían algo respetables, casi perdí las esperanzas, pues el andar de un lado para
otro no me había permitido engordar, así que no veía cómo iba a cambiar mi suerte. Pero cambió..., o así lo creí yo entonces. Una tal Mrs. Railton, amiga
de la señora que me había traído a los Estados Unidos, me encontró un día y me paró para hablarme; era de esas personas que hablan siempre con mucha familiaridad.
Me preguntó qué me pasaba que estaba tan pálida, y cuando se lo conté, dijo:
-Vaya, Hartley, creo que tengo precisamente el puesto que necesitas. Ven mañana y hablaremos de ello.
Al día siguiente, cuando fui a visitarla, me contó que se había acordado de una sobrina suya, una dama joven, aunque algo enferma, que vivía todo el año
en su propiedad de Hudson, ya que no podía soportar las fatigas de la vida ciudadana.
-Bueno, Hartley -dijo Mrs. Railton, con esa alegría que siempre me hacía creer que las cosas iban a mejorar-. Ahora escúchame; no es a un lugar alegre
a donde te voy a enviar. La casa es grande y lúgubre; mi sobrina es nerviosa, melancólica; su marido... bueno, generalmente está fuera, y se le han muerto
sus dos hijos. Hace un año lo habría pensado antes de encerrar a una muchacha activa y agradable como tú en una cripta; pero ahora no te encuentras especialmente
rozagante, ¿verdad?, y nada mejor para ti que un lugar tranquilo, con aire de campo, buenos alimentos y la posibilidad de acostarte temprano. No me digas
que me equivoco -añadió, pues supongo que debí poner cara de decepción-; puede que lo encuentres deprimente, pero no te sentirás desamparada. Mi sobrina
es un ángel. Su anterior doncella, que murió la primavera pasada, la sirvió veinte años, y besaba el suelo que ella pisaba. Es bondadosa con todos, y donde
la señora es bondadosa, como sabes, los criados son generalmente joviales; de manera que probablemente te llevarás muy bien con el resto de la servidumbre.
Eres justamente la muchacha que necesito para mi sobrina: tranquila, de buenos modales y educada por encima de tu condición social. ¿Lees bien en voz alta?
Eso está bien; a mi sobrina le gusta que le lean. Necesita una doncella que pueda ser un poco su compañera: la anterior lo era, y no te puedes hacer idea
de cuánto la echa de menos. Lleva una vida solitaria... Bueno, ¿qué decides?
-Por supuesto, señora -dije-, a mí no me da miedo la soledad.
-Bien, entonces ve; mi sobrina te aceptará con mi recomendación. Le telegrafiaré en seguida, y podrás tomar el tren de esta tarde. No tiene a nadie que
la atienda ahora y no quiero que pierdas tiempo.
Yo siempre estaba dispuesta a ponerme en marcha; sin embargo, había algo en mí que me retenía. Y para ganar tiempo pregunté:
-¿Y el señor, señora?
-El señor casi siempre está fuera, te digo -dijo Mrs. Railton rápidamente-. Y cuando esté en casa -exclamó de repente- no tienes más que eludir su presencia.
Tomé el tren de la tarde y llegué a la estación alrededor de las cuatro. Me esperaba un criado en una calesa, y emprendimos la marcha a buen paso. Era
un oscuro día de octubre, con la lluvia suspendida a poca altura, y cuando ya nos adentrábamos en los bosques de Brympton Place, la luz casi se había ido.
El camino cruzó serpenteante los bosques durante una milla o dos, y salió a un espacio de grava, cerrado por una espesura de altos arbustos oscuros. No
había luces en las ventanas, y la casa tenía efectivamente un aspecto algo lúgubre.
No le hice preguntas al criado, pues jamás he sido partidaria de formarme una idea de mis señores por los otros compañeros: prefiero esperar, y ver por
mí misma. Pero podía decir, por el aspecto de todo, que había entrado en un buen lugar y que las cosas estaban hechas con gusto. Una cocinera, de rostro
afable, me recibió en la puerta de atrás y llamó a la criada para que subiese a enseñarme mi habitación.
-Ya verás a la señora más tarde -dijo-. Mrs. Brympton tiene visita.
No me había imaginado que Mrs. Brympton fuese dama de muchas visitas, y estas palabras me alegraron en cierto modo. Seguí a la criada escaleras arriba
y vi, a través de una puerta del descansillo superior, que la parte principal de la casa parecía bien amueblada, con las paredes revestidas de oscuros
entrepaños y una multitud de viejos retratos. Otro tramo de escalera conducía al ala de los criados. Era ahora casi de noche, y la criada se excusó por
no haber traído una luz.
-Pero hay fósforos en tu habitación -dijo-, y si vas con precaución no tropezarás. Ten cuidado con el escalón del final del pasillo. Tu habitación está
justo después.
Miré en esa dirección mientras ella hablaba, y a mitad del pasillo vi a una mujer. Se retiró a una puerta al pasar nosotras, y la criada no pareció advertir
su presencia. Era una mujer delgada, de cara pálida y con el vestido y el delantal oscuros. La tomé por el ama de llaves y me pareció raro que no dijese
nada, aunque me miró prolongadamente al pasar junto a ella. Mi habitación daba a un vestíbulo que había al final del pasillo. Frente a mi puerta había
otra que estaba abierta; la criada exclamó al verla:
-¡Vaya, Mrs. Blinder ha dejado esa puerta abierta otra vez! -y la cerró.
-¿Mrs. Blinder es el ama de llaves?
-Aquí no hay ama de llaves; Mrs. Blinders es la cocinera.
-¿Es esa su habitación?
-¡No, por Dios! -dijo la criada, vivamente-. Esta no es de nadie. Está vacía, quiero decir, y no debía estar abierta. Mrs. Brympton quiere que permanezca
cerrada con llave.
Abrió mi puerta y me pasó a una habitación limpia, primorosamente amueblada, con un cuadro o dos en las paredes; y tras encender una vela se despidió,
diciéndome que el té en el salón de la servidumbre era a las seis, y que Mrs. Brympton me vería después.
Encontré una agradable tertulia en la sala de los criados, y por lo que comentaban deduje que, como había dicho Mrs. Railton, Mrs. Brympton era la más
bondadosa de las damas; pero no me fijé demasiado en lo que hablaban, pues estaba atenta a ver si entraba la mujer pálida del vestido oscuro. No apareció,
y me pregunté si comería aparte; pero si era el ama de llaves, ¿por qué iba a hacerlo? De pronto se me ocurrió que podía ser una enfermera, en cuyo caso,
naturalmente, se le serviría la comida en su habitación. Si Mrs. Brympton estaba mal de salud era más que probable que tuviera una enfermera. La idea me
molestó, lo confieso, pues no siempre son personas con las que una se siente a gusto; y de haberlo sabido, no habría aceptado el puesto. Pero ya estaba
allí y de nada servía poner cara larga, y puesto que no tenía a quién hacerle preguntas esperé a ver qué ocurría.
Terminado el té, la criada dijo al lacayo:
-¿Se ha ido Mr. Ranford?
Y al contestar éste que sí, me dijo que subiese con ella a ver a Mrs. Brympton.
Mrs. Brympton se hallaba acostada en su cama, y a su lado había una lámpara con pantalla. Era una dama de aspecto delicado, pero cuando sonrió sentí que
no había nada que no hiciera yo por ella. Habló muy dulcemente, en voz baja, preguntándome el nombre y la edad y demás, y si tenía todo lo que quería,
y si no temía sentirme sola en el campo.
-No. Con usted no lo estaré, señora -dije, y a mí misma me sorprendieron estas palabras, pues no soy persona impulsiva; pero fue exactamente como si hubiese
pensado en voz alta.
Ella pareció complacida y dijo que esperaba que siguiese pensando lo mismo; luego me dio unas cuantas instrucciones sobre su tocador, y dijo que Agnes,
la criada, me enseñaría al día siguiente dónde estaban las cosas.
-Esta noche estoy cansada y cenaré arriba -dijo-. Agnes me traerá mi bandeja, de modo que puedes disponer de tiempo para deshacer el equipaje y acomodarte,
y más tarde puedes venir a desvestirme.
-Muy bien, señora -dije-. ¿Hará sonar la campanilla, supongo?
Pareció mirarme extrañada.
-No. Agnes irá a llamarte -dijo rápidamente, y tomó su libro otra vez.
Bien. Eso era ciertamente extraño: ¡ a la doncella de la señora iba a llamarla la criada cada vez que aquélla la necesitaba! Me pregunté si es que no había
campanillas en la casa; pero al día siguiente comprobé que había una en cada habitación y otra especial que llamaba de la habitación de mi señora a la
mía. Después de lo cual me pareció raro que cada vez que Mrs. Brympton quisiera algo llamase a Agnes, que tenía que recorrer toda el ala de los criados
para venir a llamarme.
Pero no era esto lo único extraño en la casa. Al día siguiente mismo descubrí que Mrs. Brympton no tenía enfermera; entonces le pregunté a Agnes quién
era la mujer que había visto en el pasillo la tarde anterior. Agnes dijo que ella no había visto a ninguna mujer, y me di cuenta de que creía que lo había
soñado. Ciertamente, estaba oscuro cuando cruzaba el pasillo, y había pedido disculpas por no traer una luz; pero yo había visto a la mujer con la suficiente
claridad como para reconocerla otra vez, si la viese. Decidí que debía de ser alguna amiga de la cocinera o de alguna de las criadas; quizá había venido
del pueblo, de visita, por la noche, y las criadas querían guardar el secreto. Algunas señoras son muy estrictas en cuanto a dar cobijo a los amigos de
los criados en la casa, por la noche. En cualquier caso, decidí no hacer más preguntas.
Un día o dos después sucedió otra cosa extraña. Estaba yo charlando una tarde con Mrs. Blinder, que era una mujer servicial y llevaba en la casa más tiempo
que los demás criados, cuando me preguntó si me sentía completamente a gusto y tenía todo lo que necesitaba. Le dije que no encontraba ningún inconveniente
ni en mi trabajo ni en mi señora, aunque me resultaba extraño que en una casa tan grande no hubiese una habitación de costura para la doncella de la señora.
-¡Cómo! -dijo ella-. Hay una: la habitación donde tú duermes es la antigua habitación de costura.
-¡Oh! -dije-. ¿Y dónde dormía la otra doncella de la señora?
Aquí se quedó confundida, y dijo apresuradamente que habían cambiado todas las habitaciones de los criados el año anterior y que no recordaba bien.
Esto me sonó raro, pero proseguí como si no lo hubiera advertido:
-Bueno, hay una habitación vacía enfrente de la mía y pienso preguntarle a Mrs. Brympton si puedo utilizarla como cuarto de costura.
Ante mi asombro, Mrs. Blinder se puso blanca y me dio una especie de apretón en la mano.
-No hagas eso, querida -dijo, como temblando-. Para ser sincera, esa era la habitación de Emma Saxon y la señora la ha tenido cerrada desde su muerte.
-¿Y quién era Emma Saxon?
-La anterior doncella de Mrs. Brympton.
-¿Qué clase de mujer era?
-No había otra mejor en la faz de la tierra -dijo Mrs. Blinder-. Mi señora la quería como a una hermana.
-Quiero decir, cómo era físicamente.
Mrs. Blinder se levantó y me lanzó una especie de mirada furiosa.
-No tengo muy buenas dotes para describir -dijo- y creo que mis pastas están subiendo -y se fue a la cocina y cerró la puerta tras de sí.
 
II
Transcurrió casi una semana desde que entré en la casa de los Brympton antes de ver a mi patrón. Corrió la voz de que iba a llegar una tarde y se operó
un cambio en toda la servidumbre. Era evidente que nadie le quería abajo. Mrs. Blinder puso un cuidado especial en la cena esa noche, pero se metió con
la limpiadora de una manera completamente desacostumbrada en ella, y Mr. Wace, el mayordomo, hombre serio y de hablar premioso, se ocupó de sus obligaciones
como si preparase un funeral. Era un gran aficionado a la Biblia Mr. Wace, y tenía una preciosa colección de citas a las que solía recurrir; pero ese día
empleó un lenguaje tan espantoso, que ya iba a marcharme de la mesa cuando me aseguró que era todo de Isaías. Después observé que cada vez que venía el
señor, Mr. Wace recurría invariablemente a los profetas.
Alrededor de las siete, Agnes vino a decirme que fuese a la habitación de la señora y allí encontré a Mr. Brympton. Estaba de pie junto a la chimenea;
era un hombre corpulento, de grueso cuello, cara colorada y unos ojos azules furibundos: la clase de hombre que una bobalicona podría haber considerado
guapo, y después habría pagado caro el haber pensado así.
Se dio vuelta al entrar yo y me miró de arriba abajo en un segundo. Comprendí lo que significaba esa mirada por haberla experimentado una o dos veces en
mis anteriores colocaciones. Luego me volvió la espalda y siguió hablando con su esposa, y comprendí lo que eso significaba también. Yo no era el bocado
que él buscaba. El tifus me había beneficiado bastante en un sentido: mantuvo a esa clase de hombres a distancia.
-Esta es Hartley, la nueva doncella -dijo Mrs. Brympton con su voz dulce; él asintió con la cabeza y siguió con lo que estaba diciendo. Un minuto o dos
después se marchó y dejó que mi señora se vistiese para la cena, y observé, mientras la ayudaba, que estaba pálida y fría al tacto.
Mr. Brympton se fue a la mañana siguiente, y toda la casa dio un gran suspiro al verlo marchar. En cuanto a mi señora, se puso el sombrero y el abrigo
de pieles (pues era una agradable mañana de invierno) y salió a dar un paseo por los jardines, regresando completamente fresca y sonrosada, de modo que
por un minuto, antes de que se le apagasen los colores, pude darme cuenta de lo bonita que debía haber sido, y no hacía mucho, por cierto.
Se encontró con Mr. Ranford en el parque y regresaron los dos juntos, recuerdo, sonriendo y charlando al cruzar la terraza por debajo de mi ventana. Esa
fue la primera vez que vi a Mr. Ranford, aunque había oído mencionar su nombre muchas veces en nuestro comedor. Era un vecino, al parecer, que vivía a
una milla o dos de la propiedad de los Brympton, a la salida del pueblo; y como tenía por costumbre pasar los inviernos en el campo, era casi la única
compañía que mi señora tenía en esa época del año. Era un caballero delgado, alto, de unos treinta años, que me pareció de aspecto algo melancólico hasta
que vi su sonrisa, en la que había una especie de sorpresa, como el primer día cálido de primavera. Era gran aficionado a la lectura, oí decir, igual que
mi señora, y los dos se estaban prestando libros continuamente; a veces (me contó Mr. Wace) le leía a Mrs. Brympton en voz alta durante sus visitas, en
la oscura y enorme biblioteca donde ella se pasaba sentada las tardes de invierno. Todos los criados le tenían afecto y quizá eso sea más que el simple
cumplido que suponen los amos. Siempre tenía una palabra amable para cada uno de nosotros y a todos nos alegraba que Mrs. Brympton tuviera un caballero
tan simpático y sociable para hacerle compañía cuando el señor se marchaba. Mr. Ranford parecía estar en excelentes relaciones con Mr. Brympton, también;
aunque no podía imaginar cómo dos caballeros tan distintos podían ser amigos. Pero luego supe cómo dos personas de verdadera distinción son capaces de
guardar para sí sus sentimientos.
En cuanto a Mr. Brympton, venía y se iba, sin quedarse más de un día o dos, durante cuyo tiempo maldecía la monotonía y la soledad, gruñía por todo y (como
no tardé en averiguar) bebía más de lo que le convenía. Después de abandonar Mrs. Brympton la mesa, él seguía sentado durante media noche, tomándose el
madeira y el oporto del viejo Brympton; y una de las veces en que salía yo de la habitación de mi señora un poco más tarde de lo usual, me encontré con
él, que subía las escaleras en un estado que me produjo náuseas, al pensar en lo que algunas damas tienen que soportar y mantener callado.
Los criados hablaban muy poco del señor, pero por las palabras que inadvertidamente se les escapaban pude inferir que el matrimonio fue desgraciado desde
el principio. Mr. Brympton era un hombre grosero, violento y amante del placer; mi señora era apacible, modesta y quizá un poquito fría. No es que ella
no le hablase siempre con afabilidad: a mí me parecía maravillosamente indulgente. Pero para un caballero tan licencioso como Mr. Brympton diría que parecía
un poco intratable.
Bueno, las cosas siguieron tranquilas durante varias semanas. Mi señora era amable, mis obligaciones ligeras y me llevaba bien con los demás criados. En
suma, no tenía queja;, no obstante, notaba siempre un peso encima de mí. No podía decir cuál era el motivo, pero sabía que no era la soledad. Pronto me
habitué a ello; y dado que aún me notaba débil por el tifus, agradecía la tranquilidad y el aire del campo. Sin embargo, no acababa de sentirme completamente
a gusto en mi interior. Mi señora, sabedora de que yo había estado enferma, insistía en que diese un paseo regularmente, y muchas veces discurría algún
recado para mí: unos metros de cinta que traer del pueblo, una carta que enviar o un  libro que devolver a Mr. Ranford. Y tan pronto como salía de la casa,
se me alegraba el ánimo y acogía con satisfacción aquellos paseos por los bosques desnudos y perfumados de húmeda fragancia; pero en el instante en que
veía la casa otra vez, se me caía el corazón como una piedra en el pozo. No era la casa lúgubre exactamente; sin embargo, jamás entraba en ella sin que
me invadiese una sensación de tristeza.
Mrs. Brympton salía raramente en invierno; sólo los días más agradables paseaba una hora durante el mediodía, por la terraza sur. Aparte de Mr. Ranford,
no teníamos más visitas que la del doctor, que venía del pueblo una vez a la semana. A mí me mandó llamar una vez o dos para darme alguna pequeña instrucción
sobre mi señora, y aunque no me dijo nunca qué enfermedad la aquejaba, me parecía, por el aspecto céreo que tenía algunos días por la mañana, que padecía
del corazón. La época era suave, aunque nociva, y en enero tuvimos una larga temporada de lluvia. Eso fue una penosa prueba para mí, lo confieso, ya que
no podía salir, y sentada ante mi labor todo el día, escuchando el constante gotear de los aleros, me ponía tan nerviosa que el menor ruido me hacía dar
un brinco. De algún modo me dio por pensar que aquella habitación cerrada del otro lado del pasillo empezaba a pesar sobre mí. Una o dos veces, en las
largas noches lluviosas, me pareció oír ruidos en ella; pero eso era una estupidez, por supuesto, y la luz del día disipaba semejantes figuraciones de
mi cabeza. Bien. Una mañana, Mrs. Brympton me dio lo que se dice una gratísima sorpresa al decirme que deseaba que fuese al pueblo de compras. Hasta entonces
no me di cuenta de cuánto había decaído mi ánimo. Emprendí el camino muy contenta y mi primera visión de las calles transitadas y del alegre aspecto de
las tiendas me embargó de placer. Por la tarde, sin embargo, el ruido y la confusión empezaron a cansarme y me hicieron desear la tranquilidad de Brympton
y pensar cómo disfrutaría regresando a través de los bosques sombríos. Entonces me encontré con una antigua conocida, una doncella con la que había estado
sirviendo una vez. No nos habíamos visto desde hacía muchos años, y tuve que entretenerme con ella, contándole qué había sido de mí en todo ese tiempo.
Cuando le dije dónde vivía ahora abrió los ojos y puso cara larga.
-¡Cómo! ¿Con la Brympton que vive todo el año en esa propiedad junto al Hudson? Querida, no durarás los tres meses.
-¡ Oh!, pero a mí no me desagrada el campo -dije, un poco ofendida por su tono-. Desde que he tenido el tifus, prefiero la tranquilidad.
Ella movió negativamente la cabeza.
-No me refiero al campo. Todo lo que sé es que ha tenido cuatro doncellas en los seis últimos meses, y la última, que era amiga mía, me dijo que nadie
podía soportar la casa.
-¿Te dijo por qué? -pregunté.
-No, no me dijo el motivo... Pero me dijo: "Ansey, si ves a alguna joven como tú que piensa ir allí, dile que no merece la pena que deshaga el equipaje".
-¿Es ella joven y bonita? -pregunté, pensando en Mrs. Brympton.
-¡No! Es la clase de chicas que las madres colocan cuando tienen alegres caballeros de la Universidad.
Bien. Aunque yo sabía que la mujer era una charlatana, sus palabras me impresionaron hondamente, y se me encogió el corazón más que nunca, mientras regresaba
a Brympton, ya en el crepúsculo. Había algo en la casa, ahora estaba segura...
Cuando entré a tomar el té, oí decir que Mr. Brympton había llegado, y me bastó una mirada para darme cuenta de que había pasado algo. La mano de Mrs.
Blinder temblaba de tal forma que apenas podía servir el té, y Mr. Wace citó los más espantosos textos cargados de azufre. Nadie me dijo una palabra entonces,
pero cuando subí a mi habitación, Mrs. Blinder me siguió.
-¡Oh, querida! -dijo, tomándome la mano-. ¡Qué contenta y agradecida estoy de que hayas vuelto con nosotros!
Esto me extrañó, como es de suponer.
-¿Por qué? -dije-. ¿Creían que iba a marcharme para siempre?
-No, no; desde luego que no -dijo un poco confundida-. Pero es que no soporto tener que dejar sola a la señora ni por un solo día -me apretó fuertemente
la mano y-: ¡Oh, Hartley! -dijo-. Sé buena con la señora, como cristiana que eres. -Y dicho esto, echó a correr y me dejó boquiabierta.
Un momento después, Agnes me avisó que fuese a ver a Mrs. Brympton. Al oír la voz de Mrs. Brympton en su habitación, di la vuelta por la trasalcoba, pensando
que debía sacarle el vestido para la cena, antes de entrar. La trasalcoba es una amplia habitación de vestirse, con una ventana abierta sobre el pórtico
que mira hacia los jardines. Las habitaciones de Mrs. Brympton están al otro lado. Al entrar, la puerta que daba al dormitorio estaba entornada, y oí que
Mr. Brympton decía irritado:
-¿Debe suponerse que es la única persona apropiada para conversar contigo?
-No tengo muchas visitas en invierno -contestó Mrs. Brympton serenamente.
-¡Me tienes a mi! -le soltó él, con desprecio.
-Tú no estás aquí casi nunca -dijo ella.
-Bueno, ¿de quién es la culpa? Tú animas la casa casi tanto como el panteón de la familia.
Entonces moví los objetos del tocador para advertir a mi señora, y ella se levantó y me dijo que pasase.
Cenaron los dos solos, como de costumbre, y comprendí, por la actitud de Mr. Wace durante nuestra cena, que las cosas debían de andar mal. Citó algo terrible
de los profetas, lo que afectó de tal modo a la limpiadora, que se marchó, pretextando que iba a poner la carne fría en la heladera. Yo me sentía nerviosa,
y después de acostar a mi señora me sentí medio tentada a bajar otra vez y convencer a Mrs. Blinder para que se quedase un rato a jugar una partida de
cartas. Pero la oí cerrar su puerta al retirarse, de modo que continué hacia mi habitación. La lluvia había empezado otra vez a gotear, y gotear, y gotear.
Me parecía que me caía dentro del cerebro. Permanecí despierta, escuchándola, y dándole vueltas a lo que me había dicho mi amiga en el pueblo. Lo que me
tenía perpleja era que fuesen siempre las doncellas las que se marchaban...
Un rato después me dormí; pero súbitamente me despertó un fuerte ruido. Había sonado mi campanilla. Me incorporé aterrada, ante el inusitado tintineo,
que parecía prolongar su estridencia en la oscuridad. Me temblaban las manos de tal manera que no conseguía encontrar los fósforos. Por último, encendí
una luz y salté de la cama. Empezaba a pensar que debía de haberlo soñado, pero miré la campanilla adosada al muro y allí estaba el pequeño badajo estremeciéndose
aún.
Había empezado a vestirme atropelladamente cuando oí otro ruido. Esta vez fue la puerta de la habitación cerrada de enfrente, al abrirse y cerrarse quedamente.
Oí el ruido con claridad, y me asusté de tal modo que me quedé rígida. Luego oí unos pasos apresurados por el pasillo, en dirección al cuerpo principal
de la casa. Dado que el piso estaba alfombrado, el ruido de los pasos era muy apagado; sin embargo, estaba segura de que eran pasos de mujer. Me dejó helada
este pensamiento, y durante un minuto no me atrevía moverme ni a respirar siquiera. Luego recobré mis sentidos.
"Alice Hartley", me dije a mí misma, "alguien acaba de salir de esa habitación ahora mismo y se ha ido corriendo por el pasillo. La idea no resulta agradable,
pero tienes que afrontarla. Tu señora te ha llamado, y para responder a la campanilla tienes que recorrer el mismo trayecto que esa otra mujer".
En fin, lo recorrí. Jamás he caminado más deprisa en mi vida, aunque pensé que nunca llegaría al final del pasillo y a la habitación de Mrs. Brympton.
En el recorrido no oí nada ni vi nada: todo estaba oscuro y tranquilo como una tumba. Cuando llegué a la puerta de mi señora, el silencio era tan profundo
que empecé a pensar que lo había soñado todo, y estaba medio decidida a regresar. Entonces se apoderó de mí el pánico, y llamé.
No obtuve respuesta, y llamé otra vez, fuerte. Para mi asombro, abrió la puerta Mr. Brympton. Dio un salto atrás, al verme; su rostro, a la luz de mi vela,
parecía encendido, salvaje.
-¿Tú? -dijo, con voz extraña-. Pero ¿cuántas son, en nombre de Dios?
Al oírle sentí que el suelo cedía bajo mis pies; pero me dije a mí misma que había estado bebiendo, y contesté lo más firmemente que pude:
-¿Puedo pasar, señor? Mrs. Brympton me ha llamado con la campanilla.
-Por mí pueden pasar todas -dijo, y empujándome a un lado, bajó al salón y se metió en su propio dormitorio. Le vi alejarse y, para mi sorpresa, noté que
caminaba tan derecho como un hombre sobrio.
Encontré a mi señora muy débil e inmóvil, pero forzó una sonrisa cuando me vio y me hizo una seña para que le sirviese unas gotas. Después permaneció echada,
sin hablar. Su respiración se hizo más acelerada y cerró los ojos. De pronto, buscó a tientas con la mano.
-Emma -dijo, desmayadamente.
-Soy Hartley, señora -dije-. ¿Desea algo?
Abrió unos ojos dilatados y me miró con asombro.
-Estaba soñando -dijo-. Ahora puedes irte, Hartley, y gracias por tu amabilidad. Me siento completamente bien otra vez, como ves -y se volvió hacia el
otro lado.
 
III
No volví a conciliar el sueño esa noche, y agradecí la llegada del día.
Poco después, Agnes me avisó que fuese a ver a Mrs. Brympton. Temí que se hubiese puesto mala otra vez, pues raramente me mandaba llamar antes de las nueve.
Pero la encontré sentada en la cama, pálida y desencajada, aunque completamente en sí.
-Hartley -dijo rápidamente-, ¿quieres arreglarte y llegarte al pueblo por mí? Necesito esta receta... -vaciló un momento, y se ruborizó-; me gustaría que
estuvieses de regreso antes de que se levante Mr. Brympton.
-Por supuesto, señora -dije.
-Y... otra cosa -me hizo volver, como si se le acabara de ocurrir una idea-; mientras esperas a que hagan la mezcla, te da tiempo a acercarte a casa de
Mr. Ranford y entregarle esta nota.
El pueblo distaba unas dos millas, y durante el trayecto tuve tiempo de darle vueltas a mis pensamientos. Me resultaba extraño que mi señora quisiera esa
medicina a espaldas de Mr. Brympton. Y al relacionar esto con la escena de la noche anterior y con muchas otras cosas que había notado y adivinado, empecé
a preguntarme si la pobre no estaría cansada de la vida y habría llegado a la insensata decisión de ponerle fin. La idea se apoderó de mí de tal forma
que llegué al pueblo a la carrera y me dejé caer en una silla, ante el mostrador del boticario. El buen hombre, que estaba abriendo los postigos, se quedó
mirándome tan severamente que me hizo volver en mí.
-Mr. Limmel -dije, tratando de hablar con indiferencia-, ¿querría echar una mirada a esto y decirme si es completamente normal?
Se puso sus lentes y examinó la receta.
-Vaya, es del doctor Walton -dijo-. ¿Qué podía tener de anormal?
-Bueno..., ¿es peligrosa de tomar?
-¿Peligrosa? ¿A qué se refiere usted?
Habría sacudido a este hombre por su estupidez.
-Me refiero a que... si una persona toma demasiado, por equivocación, naturalmente... -dije, con el corazón en un puño.
-¡Dios bendito, no! Es sólo agua de lima. Podría alimentarse a un niño de pecho con el contenido de una botella.
Di un gran suspiro de alivio y corrí a casa de Mr. Ranford. Pero por el camino me vino otro pensamiento. Si no había nada que ocultar sobre mi visita al
boticario, ¿sería el otro recado lo que Mrs. Brympton deseaba mantener en secreto? De alguna manera esta idea me asustó más que la otra. Sin embargo, los
dos caballeros parecían ser grandes amigos, y habría sido capaz de apostar mi cabeza sobre la honradez de mi señora. Me avergoncé de mis sospechas y concluí
que aún estaba alterada por los extraños sucesos de la noche anterior. Dejé la nota en casa de Mr. Ranford, regresé apresuradamente a Brympton y entré
calladamente por una puerta de servicio sin ser vista, según creí yo.
Una hora más tarde, sin embargo, cuando llevaba el desayuno a mi señora, me detuvo Mr. Brympton en el vestíbulo.
-¿Qué hacías afuera tan temprano? -me preguntó, mirándome con severidad.
-¿Temprano... yo, señor? -dije con un estremecimiento.
-Vamos, vamos -dijo él, al tiempo que le surgía una mancha rojiza de ira en la frente-. ¿Acaso no te he visto volver, corriendo entre los arbustos, hace
una hora o más?
Soy sincera por naturaleza, pero en esa ocasión me salió una mentira sin pensar:
-No señor, eso no es verdad -dije, y le devolví la mirada con firmeza.
Él se encogió de hombros y soltó una horrible risotada:
-Supongo que pensaste anoche que estaba borracho -me preguntó de pronto.
-No señor, no lo pensé -contesté, esta vez con sinceridad.
Se alejó con otro encogimiento de hombros:
-¡Bonita idea tienen mis criados de mí -le oí murmurar mientras se alejaba.
Hasta que no me senté ante mi labor, por la tarde, no me di cuenta de cuanto me habían alterado los acontecimientos de la noche. No pude pasar por delante
de aquella puerta cerrada sin un estremecimiento. Sabía que había oído a alguien salir de ella y alejarse por el corredor que tenía delante de mí. Pensé
en hablar con Mrs. Blinder o con Mr. Wace, los únicos de la casa que parecían tener alguna idea de lo que ocurría, pero me daba la sensación de que si
les preguntaba lo negarían todo, y que averiguaría más manteniendo la boca cerrada y los ojos abiertos. La idea de pasar otra noche enfrente de aquella
habitación cerrada me producía malestar, y una de las veces me vinieron ganas de meter más cosas en el baúl y tomar el primer tren para la ciudad; pero
no me sentía capaz de dejar plantada de ese modo a una señora tan amable, y traté de continuar mi labor como si nada hubiese ocurrido. No llevaba ni diez
minutos trabajando cuando se estropeó la máquina de coser. Era una que había encontrado en la casa; aunque algo averiada, funcionaba: Mrs. Blinder dijo
que no se había usado desde la muerte de Emma Saxon. Me puse a ver qué le pasaba, y cuando la estaba manipulando se abrió un cajón que yo no había podido
abrir nunca, cayendo de él una fotografía. La recogí y me quedé mirándola, perpleja. Era de una mujer, y me di cuenta de que había visto aquella cara en
alguna parte...; los ojos tenían una mirada interrogante que yo había sentido antes sobre mí. Súbitamente, recordé a la pálida mujer del corredor.
Me levanté, completamente fría, y salí corriendo de la habitación. Me parecía como si el corazón me latiese en lo alto de la cabeza, y creía que nunca
lograría escapar de la mirada de esos ojos. Fui directamente a ver a Mrs. Blinder. Se había echado un poco, y se incorporó vivamente cuando entré.
-Mrs. Blinder -dije-, ¿quién es ésta? -le tendí la fotografía.
Ella se frotó los ojos y la miró.
-¡Vaya, es Emma Saxon! -dijo-. ¿Dónde la has encontrado?
La miré seriamente un minuto.
-Mrs. Blinder -dije-. Yo he visto esa cara antes. Mrs. Blinder se levantó y se dirigió al espejo:
-¡Válgame Dios! He debido quedarme dormida -dijo-. Tengo el postizo caído sobre una oreja. Y debo salir corriendo, Hartley, querida, pues he oído dar las
cuatro y tengo que bajar ahora mismo a sacar el jamón de Virginia para la cena de Mr. Brympton.
 
IV
 
A todos los efectos, las cosas siguieron como de costumbre durante una semana o dos. La única diferencia estaba en que Mr. Brympton se había quedado, en
vez de marcharse como hacía habitualmente, y que Mr. Ranford no se dejaba ver. Oí la observación de Mr. Brympton a este respecto, una tarde, sentado en
la habitación de mi señora, antes de la cena:
-¿Dónde está Ranford? -dijo-. No se acerca a la casa desde hace una semana. ¿Se mantiene alejado porque estoy yo aquí?
Mrs. Brympton habló tan bajo que no pude entender la respuesta.
-Bien -prosiguió él-. Dos es compañía y tres engaño. Siento cruzarme en el camino de Ranford. Creo que tendré que marcharme otra vez, dentro de un día
o dos, y darle una oportunidad. -Y se rió de su propia gracia.
Al día siguiente mismo, casualmente, vino a visitarles. El lacayo dijo que los tres estaban muy contentos tomando el té en la biblioteca, y Mr. Brympton
acompañó hasta la verja a Mr. Ranford cuando éste se marchó.
He dicho que las cosas siguieron como de costumbre. Y así era por lo que respecta al resto de la servidumbre. En cuanto a mí, no volví a ser la misma desde
que sonó la campanilla. Noche tras noche solía permanecer despierta, atenta a si sonaba otra vez y a si se abría furtivamente la puerta de la habitación
cerrada. Pero no sonaba la campanilla, ni se oía ruido alguno en el corredor. Por último, el silencio empezó a hacérseme más espantoso que los más misteriosos
ruidos. Sentía que había alguien agazapado allí, detrás de la puerta cerrada, vigilando y escuchando mientras vigilaba y escuchaba yo. Y casi me daban
ganas de gritar: "¡Quienquiera que seas, sal y deja que te mire cara a cara, y no te ocultes ahí y me espíes en la oscuridad!"
Sintiéndome en ese estado, se extrañarán ustedes de que no dijera a nadie lo que ocurría. Una vez estuve a punto de hacerlo, pero en el último instante
algo me contuvo. No sé si fue la compasión por mi señora, que cada vez confiaba más en mí, o los pocos deseos que tenía de buscarme otra colocación; el
caso es que vivía como hechizada, aunque la noche era espantosa para mí y el día muy poco mejor.
En primer lugar, no me gustaba el aspecto de Mrs. Brympton. Al igual que yo, no volvió a ser la misma desde aquella noche. Pensé que se reanimaría cuando
se marchase Mr. Brympton; pero aunque parecía más tranquila, su ánimo no se restableció, ni su fuerza tampoco. Me había cobrado afecto, y parecía gustarle
tenerme cerca. Agnes me contó un día que desde la muerte de Emma Saxon yo era la única doncella a la que la señora había tomado cariño. Esto despertó en
mí un cálido sentimiento hacia la pobre dama, aunque en definitiva era poco lo que podía hacer para ayudarla. Después de marcharse Mr. Brympton, Mr. Ranford
comenzó a venir otra vez, aunque con menos frecuencia que antes. Lo encontré una vez o dos en el parque, o en el pueblo, y no pude por menos de pensar
que había cambiado también. Pero lo atribuí a mi alterada imaginación.
Pasaron las semanas y Mr. Brympton hacía un mes que estaba ausente. Oímos decir que había emprendido un viaje a las Antillas con un amigo, y Mr. Wace dijo
que eso estaba muy lejos, pero que aunque tuviese las alas de una paloma y se marchase a la región más remota de la tierra, no podría huir del Todopoderoso.
Agnes dijo que a fin de que estuviese lejos de Brympton, ya podía el Todopoderoso recibirle y acogerle. Esto provocó una carcajada, aunque Mrs. Blinder
trató de mostrarse enfadada y Mr. Wace dijo que los osos nos iban a devorar.
Todos nos alegramos al saber que las Antillas quedaban muy lejos; y recuerdo que, a pesar de las miradas solemnes de Mr. Wace, tuvimos una cena muy alegre
ese día en la casa. No sé si era que me sentía más animada, pero me daba la impresión de que Mrs. Brympton tenía mejor color también y parecía más alegre
a su modo. Había salido a dar un paseo por la mañana y, después de la comida, fue a echarse en su habitación, y yo le leí en voz alta. Cuando me despidió,
subí a mi habitación sintiéndome completamente contenta y feliz, y por primera vez desde hacía semanas pasé por delante de la puerta cerrada sin pensar
en ella. Al sentarme ante mi labor, miré hacia la ventana y vi caer algunos copos de nieve. Esta visión era más agradable que la sempiterna lluvia, y me
imaginé lo desnudos que estarían los jardines con su manto blanco. Me parecía como si la nieve cubriese todas las tristezas, tanto las de fuera como las
de dentro de la casa.
Apenas me cruzó la idea por la cabeza, cuando oí unos pasos junto a mí. Alcé los ojos, convencida de que era Agnes.
-Dime, Agnes... -dije, y las palabras se me helaron en la lengua, pues allí, en la puerta, estaba Emma Saxon.
No sé cuánto tiempo hacía que estaba allí. Sólo sé que no podía moverme ni apartar los ojos de ella. Después me sentí terriblemente asustada, pero a la
vez no era miedo lo que sentía, sino algo más hondo y sosegado. Me miró larga, severamente, y su rostro era completamente una muda súplica dirigida a mí.
Pero, ¿cómo podía ayudarla? De pronto dio media vuelta y la vi alejarse por el corredor. Esta vez no tuve miedo de seguirla... Comprendí que debía enterarme
de algo que quería que supiese. Me levanté de un salto y salí corriendo. Estaba ya en el otro extremo del pasillo y pensé que se dirigía hacia la habitación
de mi señora. Pero en vez de eso, abrió la puerta que conducía a la escalera de atrás. Bajé tras ella y la seguí por el corredor que conducía a la puerta
trasera. La cocina y el comedor estaban desiertos a estas horas, ya que los criados habían salido de servicio, salvo el lacayo, que estaba en la despensa.
Se detuvo en la puerta un instante y me dirigió una mirada; luego hizo girar el pomo, y salió. Vacilé un minuto. ¿Adonde me llevaba? La puerta se había
cerrado suavemente tras ella; la abrí y me asomé, casi esperando que hubiera desaparecido. Pero la vi unos metros más allá, cruzando el patio presurosa,
y alejándose por el sendero que se adentraba en los bosques. Su figura destacaba oscura y solitaria en la nieve, y por un segundo me flaqueó el corazón
y pensé en volverme. Pero seguía arrastrándome tras ella. Tomé un viejo mantón de Mrs. Blinder y salí a toda prisa.
Emma Saxon estaba ahora en el sendero del bosque. Caminaba decidida. La seguí al mismo paso hasta que traspusimos la verja y salimos al camino principal.
Entonces echó a andar a campo traviesa, hacia el pueblo. El suelo estaba blanco, y mientras ella subía por la ladera de una colina pelada que se alzaba
delante de mí, observé que sus pies no dejaban huellas detrás. Al darme cuenta de este detalle, se me encogió el corazón y se me aflojaron las rodillas.
En cierto modo, resultaba peor aquí que dentro de la casa. Le confería al campo entero el aspecto de una tumba, sin nadie más que nosotras dos y sin ayuda
alguna del ancho mundo.
Una de las veces traté de regresar, pero ella se volvió y me miró y fue como si tirase de mí con una cuerda. Después la seguí como un perro. Llegamos al
pueblo y me condujo por él; pasamos la iglesia y la herrería y nos metimos por la calle donde se encuentra la casa de Mr. Ranford, cerca ya de la carretera:
es un edificio visiblemente anticuado, con un sendero enlosado entre dos borduras de boj, que conduce a la puerta. El callejón estaba desierto, y al meterme
por él vi que Emma Saxon se detenía bajo un viejo olmo que había junto a la entrada. Ahora me asaltó otro temor. Me di cuenta de que habíamos llegado al
final de nuestro viaje y que me tocaba actuar a mí. Durante todo el trayecto, desde Brympton, me había estado preguntando qué querría de mí; pero la había
seguido en estado de trance, por así decir, y hasta que no la vi detenerse ante la verja de Mr. Ranford no empezó a aclararse mi cerebro. Me detuve a cierta
distancia, en la nieve, con el corazón latiéndome con dolorosa violencia y los pies helados en el suelo; ella se había quedado al pie del olmo y me miraba.
Yo sabía muy bien que no me había traído aquí en balde. Me daba cuenta de que tenía que hacer o decir algo... Pero, ¿cómo podía adivinar el qué? Jamás
se me había ocurrido causar daño a mi señora y a Mr. Ranford, pero ahora estaba segura de que, por una razón o por otra, se cernía algo espantoso sobre
ellos. Ella sabía qué era; me lo diría si podía; quizá contestase si la interrogaba.
La idea de hablar con ella me produjo vértigo; pero haciendo de tripas corazón, avancé las pocas yardas que nos separaban. En ese momento oí abrirse la
puerta de la casa y vi acercarse a Mr. Ranford. Su aspecto era hermoso y alegre, igual que el de mi señora por la mañana; y al verle, volvió la sangre
a circularme en las venas.
-Vaya, Hartley -dijo-. ¿Qué ocurre? La he visto venir por la calle hace un momento y he salido a ver si ha echado raíces en la nieve -se detuvo, y se quedó
mirándome-. ¿Qué mira? -dijo.
Me volví hacia el olmo mientras me hablaba, y sus ojos me siguieron, pero allí no había nadie. La calle estaba vacía en todo lo que alcanzaba la vista.
Me invadió una sensación de desamparo. Ella se había ido, y yo no podía adivinar qué quería. Su última mirada me había traspasado hasta el tuétano. ¡Y,
sin embargo, no me había hablado! De repente me sentí más desolada que cuando estaba allí, vigilándome. Parecía como si me hubiese dejado para que llevase
yo sola el peso del secreto que no podía adivinar. La nieve me envolvió en grandes círculos y el suelo cedió debajo de mí...
Una gota de coñac y el calor de la chimenea de Mr. Ranford me hicieron volver en mí, e insistí en que me llevasen inmediatamente a Brympton. Era casi de
noche y tenía miedo de que mi señora me necesitase. Le expliqué a Mr. Ranford que había salido a dar un paseo y que había sentido un mareo al pasar por
delante de su verja. Era bastante cierto; sin embargo, jamás me sentí más mentirosa.
Cuando vestí a Mrs. Brympton para la cena observó la palidez de mi semblante y me preguntó qué me pasaba. Le contesté que tenía dolor de cabeza; entonces
dijo que no iba a necesitarme más esa noche, y me aconsejó que me acostase.
Era cierto que apenas podía tenerme en pie; sin embargo, no tenía ningún deseo de pasar una noche a solas en mi habitación. Permanecí sentada abajo en
el salón todo el tiempo que fui capaz de mantener levantada la cabeza; pero a las nueve subí, demasiado cansada para importarme lo que sucediera, con tal
de descansar la cabeza sobre la almohada. El resto de la servidumbre se fue a acostar poco después; se retiraban temprano cuando el señor estaba fuera,
y antes de las diez oí cerrarse la puerta de Mrs. Blinder y poco después la de Mr. Wace.
Fue una noche muy tranquila, con la tierra y el aire acolchados de nieve. Una vez en la cama me sentí mejor y me puse a escuchar los extraños ruidos que
se producen en una casa después de oscurecer. Una de las veces me pareció oír abrirse y cerrarse una puerta, abajo: podía ser la puerta de cristal que
daba a los jardines. Me levanté y me asomé a la ventana; pero no había luna y no se veía nada, salvo las estrías de nieve en los cristales.
Me volví a meter en la cama y debí de adormilarme, pues me desperté sobresaltada al oír el furioso tintineo de mi campanilla. Antes de despabilarme del
todo había saltado de la cama, y estaba buscando mis ropas. "Va a suceder ahora", me sorprendí diciéndome a mí misma; pero no tenía idea de lo que quería
decir. Mis manos parecían cubiertas de engrudo, me daba la sensación de que jamás acabaría de ponerme la ropa. Finalmente abrí la puerta y salí al corredor.
Hasta donde alumbraba la llama de mi vela no vi nada anormal ante mí. Seguí andando apresuradamente, sin aliento; pero al empujar la puerta batiente que
daba al salón principal, el corazón se me paralizó, pues allí, junto al borde de la escalera, estaba Emma Saxon mirando terriblemente hacia la oscuridad
de abajo.
Durante un segundo fui incapaz de moverme. Pero mi mano se soltó de la puerta y, al cerrarse, desapareció la figura. En ese mismo instante sonó otro ruido
abajo, un ruido furtivo, misterioso, como el de una llave al girar en la puerta de la entrada. Corrí a la habitación de Mrs. Brympton y llamé.
No obtuve respuesta y volví a llamar. Esta vez oí a alguien moverse en la habitación; se descorrió el cerrojo y apareció mi señora ante mí. Para mi sorpresa,
no se había desvestido para acostarse. Me lanzó una mirada sobresaltada.
-¿Qué ocurre, Hartley? -dijo en un susurro-. ¿Te encuentras mal? ¿Qué haces aquí, a estas horas?
-No me siento mal, señora. Es que ha sonado mi campanilla.
Al oír esto se puso pálida y pareció a punto de desmayarse.
-Te has equivocado. Yo no he llamado. Debes de haberlo soñado. -Nunca la había oído hablar en ese tono-. Vete a dormir -dijo, cerrándome la puerta.
Pero mientras hablaba, oí otra vez ruidos abajo en el vestíbulo, pasos de hombre esta vez. Y comprendí toda la verdad.
-Señora -dije, haciéndome a un lado-, alguien ha entrado en la casa...
-¿Alguien?
-Mr. Brympton, creo... He oído pasos abajo. Una expresión de terror afloró en su rostro, y sin proferir palabra, se desplomó a mis pies. Caí de rodillas
y traté de levantarla: por la forma en que respiraba comprendí que no se trataba de un desmayo corriente. Pero mientras le levantaba la cabeza, oí unos
pasos rápidos que subían la escalera y recorrían el vestíbulo; se abrió la puerta de golpe, y allí estaba Mr. Brympton, en ropas de viaje, y goteándole
la nieve. Retrocedió con un sobresalto al verme arrodillada junto a mi señora.
-¿Qué demonios es esto? -gritó. Estaba menos colorado de lo normal y se le había ido la mancha roja de la frente.
-Mrs. Brympton se ha desmayado, señor -dije.
Soltó una risotada y me apartó a un lado.
-Es una lástima que no haya escogido un momento más oportuno. Siento molestar, pero...
Me levanté horrorizada ante la acción de este hombre.
-Señor -dije-, está usted loco. ¿Qué va a hacer?
-Voy a ver a un amigo -dijo, e hizo ademán de dirigirse a la trasalcoba.
El corazón me dio un vuelco. No sé qué era lo que pensaba o temía, pero me levanté de un salto y lo agarré por la manga.
-Señor, señor -dije-. ¡Por piedad, mire a su esposa! Se zafó de mí furiosamente.
-Parece hecho por mí -dijo, y agarró la puerta de la trasalcoba.
En ese momento oí un leve ruido en el interior. Aunque fue muy leve, él lo oyó también, y abrió de golpe, pero al hacerlo dio un paso atrás. En el umbral
estaba Emma Saxon. Todo estaba a oscuras detrás, pero a ella la vi con claridad, y él también; y alzó las manos como para ocultarse el rostro ante ella.
Cuando miré otra vez, había desaparecido.
Él se había quedado inmóvil, como si le hubiesen abandonado sus fuerzas; y en medio de esta quietud, se incorporó súbitamente mi señora y, abriendo los
ojos, clavó una mirada en él. Luego se desplomó, y vi aletear la muerte en su rostro...
La enterramos al tercer día, en medio de una violenta nevada. Había poca gente en la iglesia, pues hacía mal tiempo para venir desde el pueblo, y me da
la impresión de que mi señora no era de las que tienen muchas amistades. Mr. Ranford fue de los últimos en llegar, poco antes de que la trasladaran a la
nave. Vino de negro, naturalmente, dado que era íntimo de la familia, y jamás vi a un caballero tan pálido. Al pasar junto a mí observé que se apoyaba
un poco en un bastón que llevaba. Creo que Mr. Brympton lo notó también, pues le apareció con violencia la mancha roja de la frente, y durante todo el
oficio permaneció con la mirada fija en Mr. Ranford, en vez de seguir las oraciones, como sería lo propio de una persona afligida.
Cuando terminó y nos dirigimos al cementerio, Mr. Ranford había desaparecido, y tan pronto como el cuerpo de mi infortunada señora estuvo bajo tierra,
Mr. Brympton subió al coche más próximo a la entrada y se marchó sin decirnos una palabra a ninguno de nosotros. Le oí gritar: "A la estación", y los criados
regresamos solos a la casa.
 
 
La campanilla de la doncella.
Edith Wharton.