Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Pippi llega a villa Mangaporhombro.

Astrid Lindgren.
Pippi llega a villa Mangaporhombro.
 
En los confines de una pequeña ciudad sueca había un viejo jardín abandonado. En el jardín había una vieja casa, y allí vivía Pippi Calzaslargas. Tenía
nueve años y vivía completamente sola. No tenía padre ni madre, lo cual era una ventaja, pues así nadie la mandaba a la cama precisamente cuando más estaba
divirtiéndose, ni la obligaba a tomar aceite de hígado de bacalao cuando le apetecían caramelos de menta.
Hubo un tiempo en que Pippi tenía un padre al que quería mucho. Naturalmente, también había tenido una madre, pero de esto hacía tanto tiempo que ya no
se acordaba.
La madre murió cuando Pippi era aún una niñita que se pasaba el día acostada en la cuna y lloraba de tal modo que nadie podía acercarse a ella. Pippi creía
que su madre vivía ahora allá arriba en el cielo, y que miraba hacia abajo por un agujero para ver a su hija. Pippi solía saludar con la mano a su madre
y decirle:
—No te preocupes por mí, que yo sé cuidarme solita.
Pippi no había olvidado a su padre. Este había sido capitán de barco y había recorrido todos los mares. Pippi había navegado con su padre hasta el día
en que él se cayó al agua durante una tempestad y desapareció. Pero Pippi estaba completamente segura de que un día volvería, pues no podía creer que se
hubiera ahogado. Estaba convencida de que había empezado a nadar y que había conseguido llegar a una isla llena de caníbales, que estos le habían nombrado
rey y que se pasaba el día con una corona de oro en la cabeza.
—Mi madre es un ángel y mi padre el rey de los caníbales. Pocos niños tienen padres así —solía decir Pippi con orgullo—. Y cuando mi padre pueda construirse
un barco, vendrá por mí, y entonces yo seré la princesa de los caníbales. ¡Qué bien voy a pasarlo!
Hacía muchos años que su padre había comprado la vieja casa del jardín, con la intención de vivir en ella con Pippi cuando fuera viejo y ya no pudiese
navegar. Pero tuvo la desgracia de caerse al mar. Y entonces Pippi, que esperaba su regreso, se fue sin pérdida de tiempo a Villa Mangaporhombro, nombre
de la casita de campo que, por cierto, estaba arreglada y limpia como si la esperase.
Una hermosa tarde de verano, Pippi se despidió de todos los marineros del barco de su padre. Los marineros adoraban a Pippi, y Pippi quería mucho a los
marineros.
—¡Adiós, amigos! —dijo Pippi mientras los iba besando en la frente por riguroso turno—. No os preocupéis por mí, que yo sé cuidarme solita.
 
Recogió dos cosas del barco: un monito llamado Señor Nelson, que le había regalado su padre, y una maleta llena de monedas de oro. Los marineros permanecieron
de pie junto a la borda, mirando a Pippi hasta que la perdieron de vista. La niña siguió andando sin mirar atrás ni una sola vez, con el Señor Nelson sentado
en el hombro y la maleta en la mano.
—¡Qué niña tan extraordinaria! —dijo uno de los marineros, enjugándose una lágrima, cuando Pippi desapareció de su vista.
El marinero tenía razón: Pippi era una niña extraordinaria. Y lo más extraordinario de ella era su fuerza. Era tan fuerte que no había en el mundo ningún
policía que fuera tan fuerte como ella. Si quería, podía levantar un caballo. Y quería levantarlo.
Pippi se compró un caballo para ella sola con una de sus monedas de oro, el mismo día de su llegada a Villa Mangaporhombro. Siempre había soñado con tener
un caballo de su propiedad, y ya lo tenía. Vivía en el porche, pero cuando a Pippi se le antojaba tomar el té allí, lo levantaba en vilo y lo sacaba al
jardín.
 
Junto a la casa de Pippi había otro jardín y otra casa. Allí vivían un padre, una madre y dos hijos muy guapos, un niño y una niña. El niño se llamaba
Tommy y la niña Annika. Además de guapos, eran buenos, educados y obedientes.
Tommy no se mordía nunca las uñas y siempre hacía lo que su madre le ordenaba. Annika no se enfadaba cuando no podía salirse con la suya, y llevaba siempre
vestidos de algodón muy bien planchados que trataba de no ensuciar.
Tommy y Annika lo pasaban muy bien jugando juntos en el jardín, pero más de una vez habían deseado tener un compañero de juegos, y en la época en que Pippi
navegaba con su padre, se asomaban a veces a la valla del jardín y se decían el uno al otro:
—¡Lástima que nadie se mude a esta casa! ¡Ojalá vivieran unos padres que tuviesen niños!
Aquella hermosa tarde de verano en que Pippi cruzó por primera vez el umbral de Villa Mangaporhombro, Tommy y Annika no estaban en casa. Se habían ido
a pasar una semana con su abuela. Por eso no se enteraron de que alguien se había instalado en la casa vecina, y el día después de su regreso, se pararon
en la puerta del jardín, mirando a la calle, sin saber todavía que tenían muy cerca una compañera de juegos.
Precisamente en el momento en que se preguntaban qué podrían hacer, y si les sucedería algo interesante aquel día o, por el contrario, sería uno de esos
días aburridos en que uno no sabe qué hacer, precisamente en ese instante, se abrió la puerta de Villa Mangaporhombro y apareció una niña, la más extraña
que Annika y Tommy habían visto en la vida. Era Pippi Calzaslargas, que se disponía a dar su paseo matinal. Su aspecto era el siguiente:
Su cabello tenía exactamente el color de las zanahorias y estaba recogido en dos trenzas que se levantaban en su cabeza, tiesas como palos. La nariz tenía
la misma forma que una diminuta patata y estaba sembrada de pecas. Su boca era grande y tenía unos dientes blancos y sanos. Su vestido era verdaderamente
singular. Ella misma se lo había confeccionado. Era de un amarillo muy bonito, pero como le había faltado tela, era demasiado corto, y por debajo le asomaban
unas calzas azules con puntos blancos. En las piernas, largas y delgadas, llevaba un par de medias no menos largas, una negra y otra de color castaño.
Calzaba unos zapatos negros que eran exactamente el doble de grandes que sus pies. Su padre se los había comprado en América del Sur, teniendo en cuenta
que los piececitos de la niña pudieran ir creciendo dentro de ellos, y Pippi no quería ponerse otros.
Pero lo que más hizo abrir de par en par los ojos a Tommy y a Annika fue el mono que iba sentado en el hombro de aquella niña desconocida. Era pequeño
y tenía un rabo larguísimo. Llevaba unos pantalones azules, una chaqueta amarilla y un sombrero de paja blanco.
Pippi echó a andar calle abajo, con un pie en el arroyo y el otro en el borde de la acera. Tommy y Annika la siguieron con la vista hasta que desapareció.
Pronto volvió a aparecer, pero ahora andaba de espaldas: no había querido tomarse la molestia de dar media vuelta al emprender el regreso. Al llegar ante
la verja del jardín de Tommy y Annika se detuvo. Los dos hermanos y Pippi se miraron en silencio. Al fin Tommy preguntó:
 
—¿Por qué andas de espaldas?
—¿Que por qué ando de espaldas? —le repuso Pippi—. Estamos en un país libre, ¿no? ¿No puedo andar como quiera? Y permitidme que os diga que en Egipto todo
el mundo anda de espaldas, y a nadie le parece raro.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Tommy—. Porque tú no has estado nunca en Egipto, ¿verdad?
—¿Que si he estado en Egipto? Puedes apostar tus botas a que sí. He recorrido todo el mundo y he visto cosas mucho más extrañas que gente andando de espaldas.
No sé qué habríais dicho si me hubieseis visto andar con las manos, que es como anda la gente en Indochina.
—¡Eso no es verdad! —exclamó Tommy.
Pippi se quedó pensativa un momento.
—Tienes razón —dijo tristemente—: he mentido.
—Mentir es feo —dijo Annika, que por fin se atrevió a abrir la boca.
—Sí, mentir es muy feo —admitió Pippi, aún más triste—. Pero a veces lo olvido, ¿sabes? No se puede pedir a una niña que tiene una madre que es un ángel
y un padre que es el rey de los caníbales, y que se ha pasado la vida en el mar, que diga siempre la verdad. Y a propósito —añadió con una sonrisa que
le cubrió toda la cara pecosa—, puedo aseguraros que en Kenia no hay ni una sola persona que diga la verdad. Allí la gente se pasa el día entero, desde
las siete de la mañana hasta que se pone el sol, diciendo embustes. Por eso, si de vez en cuando digo alguna mentira, tendréis que perdonarme: recordad
que lo hago porque he vivido mucho tiempo en Kenia… Pero podemos ser amigos, a pesar de todo, ¿verdad?
—¡Claro que sí! —exclamó Tommy, comprendiendo de pronto que aquel día no sería de los aburridos.
—Escuchad, ¿por qué no desayunamos en mi casa? —preguntó Pippi.
—¡Bien pensado! —dijo Tommy—. ¿Por qué no? ¡Hala, vamos!
—Sí, vamos —convino Annika.
—Pero antes permitidme que os presente al Señor Nelson —dijo Pippi.
Y el mono se quitó el sombrero y saludó cortésmente.
 
Cruzaron la verja rota del jardín de Villa Mangaporhombro y subieron hacia la casa por el sendero, entre dos hileras de viejos árboles cubiertos de musgo,
árboles excelentes para trepar por ellos. Al llegar al porche vieron el caballo, que estaba comiendo avena en una sopera.
—¿Por qué tienes un caballo en el porche? —preguntó Tommy. Todos los caballos que conocía vivían en una cuadra.
—Bien —dijo Pippi pensativa—, en la cocina estorbaría y la sala no le gusta.
Tommy y Annika acariciaron al caballo y entraron en la casa. En ella había una cocina, una sala y un dormitorio. Pero parecía como si en el fin de semana
Pippi hubiera olvidado limpiar.
Tommy y Annika dirigieron una mirada escrutadora alrededor, preguntándose si estaría en algún rincón el rey de los caníbales. En su vida habían visto un
rey de esta clase. Pero no vieron padre alguno, ni tampoco ninguna madre, por lo que Annika preguntó con cierta inquietud:
—¿Vives sola?
—Ya veis que no. El Señor Nelson y el caballo viven conmigo.
—Bueno; pero ¿no están aquí tu padre ni tu madre?
—No —contestó Pippi alegremente.
—Entonces, ¿quién te dice que te vayas a la cama y todas esas cosas?
—Pues yo misma —repuso Pippi—. La primera vez me lo digo amablemente; si no me hago caso, lo repito con más severidad, y si continúo sin obedecerme, me
doy una buena paliza.
Tommy y Annika no comprendieron del todo este sistema, pero se dijeron que quizá diera resultado. Entretanto, habían llegado a la cocina. Pippi exclamó:
—¡Vamos a freír tortas!
Y sacó tres huevos y los arrojó al aire. Uno de ellos le cayó en la cabeza, se rompió y la yema le resbaló hasta los ojos. Pero los otros dos cayeron y
se rompieron donde debían: en una taza.
—Siempre he oído decir que la yema de huevo es buena para el cabello —dijo Pippi limpiándose los ojos—. Veréis lo deprisa que me crece ahora y lo fino
que me queda. Por eso en Brasil todo el mundo lleva huevo en la cabeza, y por eso no hay brasileños calvos. Hubo un anciano tan original que se comía los
huevos en vez de untárselos en el cabello. Naturalmente, se quedó calvo. Y cuando salía a la calle, la gente se aglomeraba alrededor de él y tenía que
acudir la policía.
Mientras hablaba, Pippi iba sacando cuidadosamente los trocitos de cáscara que habían quedado en la taza. Luego descolgó de la pared un cepillo de baño
y batió con él los huevos de tal modo que salpicó las paredes. Finalmente echó el resto en una sartén que había en el hornillo. Cuando la torta se doró
por un lado, la lanzó al aire, y la torta, dando una voltereta, volvió a caer en la sartén. Cuando estuvo terminada, la arrojó a través de la cocina, y
fue a aterrizar en un plato que había sobre la mesa.
 
—¡Comérosla antes de que se enfríe! —exclamó.
Tommy y Annika se la comieron y la encontraron exquisita. Después, Pippi los invitó a pasar a la sala. En ella no había más que un mueble: una cómoda enorme
con infinidad de cajoncitos. Pippi fue abriéndolos uno por uno y enseñó a Tommy y a Annika todos los tesoros que guardaba en ellos. Había allí huevos de
pájaros raros, conchas y piedras maravillosas, preciosas cajitas, espejitos de plata y collares de perlas, y otras muchas cosas, todo ello comprado por
Pippi y su padre en sus viajes por el mundo. Pippi entregó un regalo a cada uno de sus nuevos camaradas, como recuerdo. A Tommy le dio un cortaplumas con
un brillante mango de nácar, y a Annika una cajita con la tapa cubierta de conchas rosas. Dentro de la cajita había una sortija con una piedra verde.
—Si os marcháis ahora a vuestra casa —dijo Pippi—, podréis volver mañana. Si no os fuerais, no podríais volver, y eso sería una pena.
Tommy y Annika lo creyeron así también y decidieron volver a su casa. Pasaron junto al caballo, que se había comido hasta el último grano de avena, y cruzaron
la verja del jardín. El Señor Nelson, al verlos pasar, se quitó el sombrero.
 
 
Pippi llega a villa Mangaporhombro.
Astrid Lindgren.