Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El regalo de boda.

Neil Gaiman.
El regalo de boda.
 
Después de las alegrías y los quebraderos de cabeza de la boda, después de la locura y la magia de todo el acontecimiento (sin olvidar la vergüenza por
el discurso del padre de Belinda al final de la cena, con proyección de diapositivas de familia y todo), después de que la luna de miel se hubiera acabado
literalmente (aunque metafóricamente aún no) y antes de que sus nuevos bronceados se hubiesen atenuado en el otoño inglés, Belinda y Gordon se pusieron
manos a la obra para abrir los regalos de boda y escribir las cartas de agradecimiento: por cada toalla y cada tostadora, por el exprimidor y la máquina
de hacer pan, por la cubertería y la vajilla y el juego de té y las cortinas.
—Bien —dijo Gordon—. Los objetos grandes ya están. ¿Qué nos queda?
—Sobres con cosas dentro —dijo Belinda—. Cheques, espero.
Había varios cheques, unos cuantos vales para regalos e incluso un vale de diez libras de parte de Marie, la tía de Gordon, que era más pobre que las ratas,
le dijo Gordon a Belinda, pero un encanto, y que le había enviado un vale para un libro cada año por su cumpleaños desde que tenía memoria. Y entonces,
debajo de todo el montón, había un sobre grande marrón y sobrio.
—¿Qué es? —preguntó Belinda.
Gordon abrió la solapa y sacó una hoja de papel de color de crema agria, rasgada por arriba y por abajo, con algo mecanografiado en una cara. Las palabras
estaban escritas con una máquina de escribir manual, algo que Gordon no había visto desde hacía varios años. Leyó la página lentamente.
—¿Qué es? —preguntó Belinda—. ¿De quién es?
—No lo sé —dijo Gordon—. De alguien que aún tiene una máquina de escribir. No está firmada.
—¿Es una carta?
—No exactamente —dijo él, y se rascó una aleta de la nariz y la volvió a leer.
—Bueno —dijo ella con voz exasperada (aunque no estaba exasperada de verdad; estaba contenta. Se despertaba por la mañana y comprobaba si aún estaba tan
contenta como lo había estado cuando se fue a dormir la noche anterior o cuando Gordon la había despertado por la noche al rozarla o cuando ella le había
despertado a él. Y sí lo estaba)—. Bueno, ¿qué es?
—Parece que es una descripción de nuestra boda —dijo él—. Está muy bien escrita. Toma —y se la pasó.
En un día frío y despejado de principios de octubre Gordon Robert Johnson y Belinda Karen Abingdon prometieron amarse el uno al otro, ayudarse y honrarse
mientras viviesen. La novia estaba radiante y preciosa, el novio estaba nervioso, pero se le notaba orgulloso y también contento.
Ella la examinó.
Así es como empezaba. Pasaba a describir la ceremonia y la fiesta con claridad y sencillez y de forma entretenida.
—Qué gracia —dijo ella—. ¿Qué pone en el sobre?
—«La boda de Gordon y Belinda» —leyó él.
—¿No hay ningún nombre? ¿Nada que indique quién lo envió?
—No.
—Pues tiene mucha gracia y es un detalle —dijo ella—. Sea de quien sea.
Belinda miró dentro del sobre para ver si había algo que hubiesen pasado por alto, una nota de fuera cual fuese de sus amigos (o de Gordon, o de ambos)
que lo hubiera escrito, pero no había nada, así que, ligeramente aliviada de que hubiera una nota de agradecimiento menos que escribir, volvió a poner
la hoja de papel crema en el sobre, que puso en un archivador, junto a una copia del menú del banquete nupcial, los contactos de las fotos de la boda y
una rosa blanca del ramo.
Gordon era arquitecto y Belinda era veterinaria. Para ambos lo que hacían era una vocación, no un trabajo. Tenían poco más de veinte años. Ninguno de los
dos había estado casado antes, ni siquiera habían tenido una relación seria con otra persona. Se conocieron cuando Gordon trajo a su perro cobrador dorado,
Goldie, una hembra de trece años, de hocico gris y medio paralizada, al consultorio de Belinda para que la matase. Había tenido a la perra desde que era
un niño e insistió en estar con ella al final. Belinda le cogió la mano mientras él lloraba y entonces, de repente y de modo poco profesional, le abrazó,
con fuerza, como si, estrujándole, pudiese quitarle el dolor y la pérdida y la pena. Uno le preguntó al otro si podían verse esa tarde en el bar del barrio
para tomar una copa y, después, ninguno de los dos estaba seguro de quién lo había propuesto.
Lo más importante que hay que saber sobre sus dos primeros años de matrimonio es que fueron bastante felices. De vez en cuando reñían y, ocasionalmente,
tenían una discusión tremenda por muy poca cosa que solía acabar en una reconciliación llena de lágrimas y, entonces, hacían el amor y se quitaban las
lágrimas a besos el uno al otro y se susurraban al oído disculpas sinceras. Al final del segundo año, seis meses después de que dejara de tomar la píldora,
Belinda descubrió que estaba embarazada.
Gordon le compró una pulsera con incrustaciones de rubíes diminutos y convirtió el cuarto de los invitados en el de los niños, empapelándolo él mismo.
El papel pintado estaba cubierto de personajes de canciones infantiles, con la pequeña Bo Peep y Humpty Dumpty y el Plato que se escapaba con la Cuchara,
repetidos una y otra vez.
Belinda volvió a casa del hospital, con la pequeña Melanie en su capazo, y la madre de Belinda vino a pasar una semana con ellos y durmió en el sofá de
la sala.
Habían pasado tres días cuando Belinda sacó el archivador para enseñarle a su madre los recuerdos de la boda y para rememorar aquel día. Parecía que su
boda hubiese ocurrido hacía ya tanto tiempo. Sonrieron al ver aquella cosa marrón y seca en que se había convertido la rosa blanca y se regocijaron al
leer el menú y la invitación. En el fondo de la caja había un sobre grande y marrón.
—«La boda de Gordon y Belinda» —leyó la madre de Belinda.
—Es una descripción de nuestra boda —dijo Belinda—. Tiene mucha gracia. Incluso hay una parte sobre la proyección de diapositivas de papá.
Belinda abrió el sobre y sacó la hoja de papel crema. Leyó lo que estaba escrito en el papel e hizo una mueca. Entonces lo guardó sin decir nada.
—¿No puedo verla, cielo? —preguntó su madre.
—Creo que Gordon me ha gastado una broma —dijo Belinda—. Y no es de muy buen gusto, la verdad.
Belinda estaba sentada en la cama aquella noche, dando de mamar a Melanie, cuando le dijo a Gordon, que estaba mirando con sonrisa de tonto a su mujer
y a su hija recién nacida, «Cariño, ¿por qué escribiste esas cosas?»
—¿Qué cosas?
—En la carta. Aquello de la boda. Ya sabes.
—No, no sé.
—No me ha hecho ninguna gracia.
Él suspiró.
—¿De qué estás hablando?
Belinda señaló el archivador, que había traído arriba y colocado sobre el tocador. Gordon lo abrió y sacó el sobre. «¿Siempre ha puesto esto en el sobre?»,
preguntó. «Pensé que ponía algo sobre nuestra boda». Entonces sacó y leyó la hoja de papel con los bordes rasgados y arrugó la frente. «Yo no he escrito
esto». Le dio la vuelta al papel y miró el lado en blanco como si esperase ver alguna otra cosa escrita ahí.
—¿No lo escribiste tú? —preguntó ella—. ¿De verdad que no? —Gordon negó con la cabeza. Belinda le limpió al bebé un chorrito de leche que le caía por la
barbilla—. Te creo —dijo—. Pensé que lo habías escrito tú, pero no lo hiciste.
—No.
—Déjame verlo otra vez —dijo ella. Él le pasó el papel—. Es tan raro. No tiene ninguna gracia y ni siquiera es cierto.
Escrito a máquina en el papel había una breve descripción de los dos años anteriores de Gordon y Belinda. No habían sido dos años buenos, según la hoja
mecanografiada. Seis meses después de haberse casado, a Belinda le mordió un pequinés en la mejilla y fue tan grave que tuvieron que suturarle la herida.
Le había quedado una cicatriz muy fea. Peor que eso, se le habían dañado los nervios y empezó a beber, quizá para aplacar el dolor. Sospechaba que a Gordon
le repugnaba su cara, mientras que el bebé recién nacido, decía el papel, era un intento desesperado de unir a la pareja.
—¿Por qué tenían que decir algo así? —preguntó ella.
—¿Quiénes?
—Quien quiera que haya escrito esta cosa horrible —se pasó un dedo por la mejilla: estaba perfecta y sin marcas. Era una mujer joven y muy hermosa, aunque
en aquel momento se la veía cansada y frágil.
—¿Cómo sabes que son más de uno?
—No lo sé —dijo ella, pasando al bebé al pecho izquierdo—. Parece cosa de más de uno. Escribir eso y cambiarlo por la carta vieja y esperar a que uno de
nosotros lo leyera… Vamos, Melanie, pequeña, ya está, eres una niña estupenda…
—¿La tiro?
—Sí. No. No lo sé. Creo que… —le acarició la frente al bebé—. Guárdala. Tal vez la necesitemos como prueba. Me pregunto si fue Al quien lo organizó.
Al era el hermano menor de Gordon.
Gordon volvió a poner el papel en el sobre y puso el sobre en el archivador. Lo metieron debajo de la cama y, más o menos, lo olvidaron.
Entre que tenían que dar de comer a Melanie por la noche y que ésta lloraba constantemente, ya que era propensa a los cólicos, ninguno de los dos durmió
mucho durante los meses siguientes. El archivador se quedó debajo de la cama. Y entonces a Gordon le ofrecieron un trabajo en Preston, a varios cientos
de kilómetros al norte y, ya que Belinda estaba de baja laboral y no tenía planeado volver de inmediato al trabajo, la idea le atrajo bastante. Así que
se mudaron.
Encontraron una casa adosada en una calle empedrada, alta y vieja y profunda. Belinda hacía suplencias de vez en cuando para el veterinario del barrio,
examinando a animales pequeños y a mascotas. Cuando Melanie tenía dieciocho meses, Belinda dio a luz a un hijo, al que llamaron Kevin por el difunto abuelo
de Gordon.
A Gordon le hicieron socio de pleno derecho del estudio de arquitectos. Cuando Kevin empezó a ir al jardín de infancia. Belinda volvió a trabajar.
El archivador nunca se perdió. Estaba en uno de los cuartos de invitados que había en el último piso, bajo una pila tambaleante de ejemplares de La revista
del arquitecto y el Boletín arquitectónico. De vez en cuando, Belinda pensaba en el archivador y en lo que contenía, y una noche en la que Gordon estaba
en Escocia, adonde había ido a consultar las reformas de una casa solariega, hizo algo más que pensar.
Los dos niños estaban durmiendo. Belinda subió las escaleras hasta la parte sin decorar de la casa. Apartó las revistas y abrió la caja que, donde no había
estado tapada por las revistas, estaba cubierta del polvo de dos años. En el sobre aún ponía La boda de Gordon y Belinda, y la verdad era que Belinda no
sabía si alguna vez había puesto otra cosa.
Sacó el papel del sobre y lo leyó. Luego lo guardó y se quedó allí sentada, en el último piso, sintiéndose sobrecogida y mareada.
Según el mensaje cuidadosamente mecanografiado, Kevin, su segundo hijo, no había nacido; había perdido al bebé a los cinco meses. Desde entonces, Belinda
había estado sufriendo frecuentes ataques de una depresión sombría y profunda. Gordon casi nunca estaba en casa, decía el papel, porque tenía un lío bastante
lamentable con la socia mayoritaria de la compañía, una mujer muy atractiva pero nerviosa que era diez años mayor que él. Belinda bebía más y solía ponerse
cuellos altos y pañuelos para esconder la cicatriz con forma de telaraña que tenía en la mejilla. Belinda y Gordon hablaban poco, a excepción de las discusiones
pequeñas e insignificantes de aquellos que temen las grandes discusiones, pues sabían que lo único que quedaba por decir era demasiado enorme para decirlo
sin destruir sus vidas.
Belinda no le dijo nada a Gordon sobre la última versión de La boda de Gordon y Belinda. Pero la leyó él mismo, o algo bastante parecido, varios meses
después, cuando la madre de Belinda se puso enferma y Belinda fue al sur una semana para ayudar a cuidarla.
En la hoja de papel que Gordon sacó del sobre había un retrato del matrimonio similar al que Belinda había leído, aunque, en ese momento, su lío con la
jefa había acabado mal y su trabajo corría peligro.
A Gordon le gustaba bastante su jefa, pero no era capaz de imaginarse a sí mismo teniendo una relación romántica con ella. Disfrutaba de su trabajo, aunque
quería algo que le supusiera un reto mayor.
La madre de Belinda mejoró y Belinda volvió a casa en menos de una semana. Su marido y los niños estaban aliviados y encantados de verla.
Gordon no le habló del sobre a Belinda hasta Nochebuena.
—Tú también lo has mirado, ¿verdad? —habían entrado sigilosamente en los cuartos de los niños a primeras horas de la noche y habían rellenado los calcetines
que sus hijos habían colgado para los regalos de Navidad.
Gordon se había sentido eufórico al atravesar la casa, al quedarse parado junto a las camas de sus hijos, pero era una euforia teñida de una pena profunda:
el saber que aquellos momentos de felicidad absoluta no podían durar; que uno no podía detener el Tiempo.
Belinda sabía a qué se refería.
—Sí —dijo—, lo he leído.
—¿Qué opinas?
—Bueno —dijo ella—. Ya no creo que sea una broma. Ni siquiera una broma de muy mal gusto.
—Mm —dijo él—. ¿Entonces qué es?
Estaban en la sala de la parte delantera de la casa con las luces atenuadas, y el tronco que ardía sobre el lecho de carbón iluminaba la habitación con
una luz parpadeante naranja y amarilla.
—Creo que es un regalo de boda de verdad —le dijo Belinda a Gordon—. Es el matrimonio que no estamos teniendo. Lo malo está sucediendo allí, en la página,
no aquí, en nuestras vidas. En vez de vivirlo, lo estamos leyendo, sabiendo que podría haber salido así y también que nunca lo hizo.
—¿Estás diciendo que es mágico? —no lo habría dicho en voz alta, pero era Nochebuena y las luces estaban amortiguadas.
—No creo en la magia —negó ella rotundamente—. Es un regalo de boda y creo que deberíamos guardarlo en un lugar seguro.
El veintiséis de diciembre Belinda sacó el sobre del archivador y lo puso en el joyero, que siempre mantenía cerrado con llave, donde lo dejó extendido
bajo los collares y los anillos, las pulseras y los broches.
La primavera se convirtió en verano. El invierno se convirtió en primavera.
Gordon estaba exhausto. De día trabajaba para clientes, diseñando y actuando de enlace con los constructores y los contratistas; de noche solía quedarse
levantado hasta tarde, trabajando por cuenta propia, diseñando museos y galerías y edificios públicos para concursos. Algunas veces sus diseños recibían
menciones honoríficas y salían en revistas de arquitectura.
Belinda trabajaba más con animales grandes y eso le gustaba, visitaba a granjeros y examinaba y trataba a caballos, ovejas y vacas. Algunas veces, cuando
hacía las visitas, se llevaba a los niños con ella.
Su teléfono móvil sonó cuando estaba en un prado intentando examinar a una cabra preñada que resultó que no tenía ningún deseo de que la cogieran y aún
menos de que la examinaran. Se retiró de la batalla, dejando a la cabra que la miraba furiosa desde el otro lado del campo, y abrió el teléfono con el
pulgar.
—¿Sí?
—¿Sabes qué?
—Hola, cariño. Hum. ¿Has ganado la lotería?
—No. Pero casi. El diseño que hice para el Museo de Patrimonio Británico ha sido preseleccionado. Todavía quedan algunos contendientes, pero la lista es
muy corta.
—¡Eso es maravilloso!
—He hablado con la Sra. Fulbright y le pedirá a Sonja que nos haga de canguro esta noche. Vamos a celebrarlo.
—Genial. Te quiero —dijo ella—. Ahora tengo que volver a ocuparme de la cabra.
Bebieron demasiado champán durante una excelente cena de celebración. Esa noche en su dormitorio, mientras se quitaba los pendientes, Belinda dijo:
—¿Miramos qué pone en el regalo de boda?
Gordon la miró con gravedad desde la cama. Sólo llevaba puestos los calcetines.
—No, creo que no. Es una noche especial. ¿Por qué estropearla?
Belinda puso los pendientes en el joyero y lo cerró con llave. Luego se quitó las medias.
—Supongo que tienes razón. De todos modos, ya me imagino lo que pone. Yo estoy borracha y deprimida y tú eres un triste perdedor. Mientras tanto, estamos…
bueno, la verdad es que estoy un poquitín achispada, pero eso no es lo que quiero decir. Está ahí, sin más, en el fondo del joyero, como el cuadro que
había en el ático en El retrato de Dorian Gray.
—«Y sólo lo reconocieron por los anillos». Sí. Me acuerdo. Lo leímos en el colegio.
—Eso es lo que me asusta en realidad —dijo ella, poniéndose un camisón de algodón—. Que lo que hay en el papel sea el auténtico retrato de nuestro matrimonio
en estos momentos y que lo que tenemos ahora no sea más que un cuadro bonito. Que eso sea real y nosotros no. Quiero decir —en ese momento hablaba muy
concentrada, con la gravedad de los que están ligeramente borrachos—, ¿nunca piensas que lo nuestro es demasiado bueno para ser verdad?
Él asintió.
—A veces. Esta noche, desde luego que sí.
Ella se estremeció.
—A lo mejor sí que estoy borracha y tengo un mordisco de perro en la mejilla y tú te follas todo lo que se te pone por delante y Kevin nunca nació y… todo
eso otro tan horrible.
Gordon se levantó, caminó hacia ella, la rodeó con los brazos.
—Pero no es verdad —señaló—. Esto es real. Tú eres real. Yo soy real. Ese regalo de boda es sólo un cuento. No son más que palabras.
Y la besó y la abrazó con fuerza, y ya no hablaron mucho más esa noche.
Pasaron seis largos meses hasta que se anunció que el diseño de Gordon para el Museo del Patrimonio Británico había ganado, aunque lo ridiculizaron en
The Times por ser demasiado «agresivamente moderno» y en varias revistas de arquitectura por ser demasiado anticuado, y uno de los jueces le describió,
en una entrevista para el Sunday Telegraph, como «un candidato que era, en cierta manera, aceptable para todos. La segunda elección de todo el mundo».
Se mudaron a Londres, tras alquilar la casa de Preston a un pintor y a su familia, porque Belinda no quería que Gordon la vendiera. Gordon trabajaba intensa
y felizmente en el proyecto del museo. Kevin tenía seis años y Melanie ocho. Melanie descubrió que Londres la intimidaba, pero a Kevin le encantó. Al principio,
los dos niños estaban consternados porque se habían quedado sin sus amigos y su colegio. Belinda encontró un empleo a tiempo parcial en una pequeña clínica
de animales en Camden, donde trabajaba tres tardes a la semana. Echaba de menos a las vacas.
Los días en Londres se convirtieron en meses y luego en años y, a pesar de algún revés presupuestario ocasional, Gordon estaba cada vez más entusiasmado.
Se acercaba el día en que empezaría la primera fase del museo.
Una noche Belinda se despertó de madrugada y observó a su marido dormido a la luz amarillo sodio de la farola que había fuera, tras la ventana de su dormitorio.
Las entradas se le pronunciaban cada vez más y estaba perdiendo el pelo de la parte de atrás de la cabeza. Belinda se preguntó cómo sería su vida cuando
estuviera casada con un hombre calvo. Decidió que sería muy parecida a la vida que había llevado hasta entonces. Casi siempre feliz. Casi siempre buena.
Se preguntó qué les estaría pasando a ellos en el sobre. Sentía su presencia, seca e inquietante, en el rincón del dormitorio, guardada bajo llave y a
salvo. Se compadeció, de repente, de la Belinda y el Gordon atrapados en el sobre en su papel, odiándose el uno al otro y a todo lo demás.
Gordon empezó a roncar. Ella le besó, suavemente, en la mejilla y dijo, «Sssh». Él se movió y se calló, pero no se despertó. Ella se le arrimó y pronto
volvió a quedarse dormida.
Después de comer, al día siguiente, en plena conversación con un importador de mármol toscano, Gordon puso cara de mucha sorpresa y se llevó una mano al
pecho. Dijo, «Lo siento muchísimo», y entonces se le doblaron las rodillas y cayó al suelo. Llamaron a una ambulancia pero, cuando llegó, Gordon ya estaba
muerto. Tenía treinta y seis años.
En la investigación el juez de instrucción anunció que la autopsia había demostrado que Gordon sufría del corazón por un defecto congénito. Podía haberle
fallado en cualquier momento.
Los primeros tres días después de la muerte de Gordon, Belinda no sintió nada, una nada profunda y horrible. Consoló a los niños, habló con sus amigos
y con los amigos de Gordon, con su familia y la familia de Gordon, aceptando sus condolencias con cortesía y delicadeza, como se aceptan regalos que no
se han pedido. Escuchaba a gente que lloraba por Gordon, algo que ella todavía no había hecho. Decía todas las cosas correctas y no sentía nada en absoluto.
Melanie, que tenía once años, parecía que lo llevaba bien. Kevin abandonó los libros y los videojuegos y se quedó sentado en su dormitorio, mirando por
la ventana, sin querer hablar.
El día después del funeral los padres de Belinda regresaron al campo, llevándose a los dos niños con ellos. Belinda no quiso ir. Había, dijo, demasiado
que hacer.
El cuarto día después del funeral estaba haciendo la cama de matrimonio que ella y Gordon habían compartido, cuando empezó a llorar y los sollozos la atravesaron
con espasmos de dolor enormes y feos y le cayeron las lágrimas del rostro a la colcha y le gotearon mocos transparentes de la nariz y se sentó en el suelo
de repente, como una marioneta a la que le han cortado los hilos y lloró durante casi una hora, porque sabía que no le volvería a ver.
Se secó la cara. Luego abrió el joyero y sacó el sobre y lo abrió. Extrajo la hoja de papel de color crema y leyó las palabras cuidadosamente mecanografiadas.
La Belinda del papel había tenido un accidente con el coche cuando estaba borracha y estaba a punto de perder el permiso de conducir. Ella y Gordon llevaban
días sin hablarse. Él había perdido su empleo hacía unos dieciocho meses y se pasaba casi todos los días sentado sin hacer nada en la casa de Salford.
Sacaban todo el dinero que tenían con el trabajo de Belinda. Melanie estaba fuera de control: Belinda, mientras limpiaba la habitación de Melanie, había
encontrado un alijo de billetes de cinco y diez libras. Melanie no había dado ninguna explicación sobre cómo una niña de once años había conseguido el
dinero, sólo se había encerrado en su habitación y les miraba furiosa y muda, cuando la interrogaban. Ni Gordon ni Belinda habían hecho más averiguaciones,
asustados por lo que podrían haber descubierto. La casa de Salford estaba sucia y húmeda, tanto que el revoque se caía del techo a pedazos enormes que
se deshacían, y los tres habían contraído feas toses bronquiales.
Belinda les compadecía.
Volvió a meter el papel en el sobre. Se preguntó cómo sería odiar a Gordon, que él la odiase. Se preguntó cómo sería no tener a Kevin en su vida, no ver
sus dibujos de aviones ni oír sus interpretaciones magníficamente desafinadas de canciones populares. Se preguntó de dónde habría sacado Melanie —la otra
Melanie, no su Melanie sino la Melanie que estaría allí de no haber sido por la gracia de Dios— ese dinero y se sintió aliviada de que su propia Melanie
pareciera estar interesada en pocas cosas aparte del ballet y los libros de Enid Blyton.
Echaba tanto de menos a Gordon que sentía como si le estuvieran clavando algo afilado en el pecho, un pincho, quizá, o un carámbano de hielo, hecho de
frío y soledad y del conocimiento de que no le volvería a ver en este mundo.
Entonces llevó el sobre abajo, a la sala, donde un fuego de carbón ardía en la chimenea, porque a Gordon le habían encantado los fuegos. Decía que una
chimenea le daba vida a una habitación. A ella no le gustaban los fuegos de carbón, pero lo había encendido esa noche por rutina y por costumbre, y porque
no encenderlo habría significado reconocer que, a un nivel absoluto, él no volvería jamás a casa.
Belinda se quedó mirando el fuego durante un rato, pensando en lo que tenía en la vida y en las cosas a las que había renunciado; y en si sería peor amar
a alguien que ya no estaba allí o no amar a alguien que sí lo estaba.
Y entonces, al final, casi por casualidad, lanzó el sobre al fuego y observó cómo se ondulaba y se ennegrecía y prendía, observó las llamas amarillas que
bailaban en medio del azul.
Pronto, el regalo de boda no era más que unas virutas negras de ceniza que bailaban con las corrientes ascendentes y subían por la chimenea, como una carta
de un niño a Santa Claus, para perderse en la noche.
Belinda se recostó en la silla y cerró los ojos y esperó a que la cicatriz le brotara en la mejilla.
Así que éste es el cuento que no escribí para la boda de mis amigos. Aunque, por supuesto, no es el cuento que no escribí, ni siquiera es el cuento que
me había propuesto escribir cuando lo empecé, algunas páginas atrás. El cuento que pensé que me proponía escribir era mucho más corto, mucho más como una
fábula, y no acababa así. (Ya no sé cómo terminaba. Tenía algún final, pero una vez que el cuento estaba en marcha el final verdadero se hizo inevitable.)
La mayoría de los cuentos de este volumen tienen eso en común: el sitio donde acabaron llegando no era adonde yo esperaba que fuesen cuando los empecé.
A veces la única forma de saber que un cuento había finalizado era cuando ya no quedaban palabras para escribir.
LEYENDO LAS ENTRAÑAS: UN RONDEL
Los editores que me piden cuentos sobre «…lo que quieras. En serio. Cualquier cosa. Simplemente escribe el cuento que siempre has querido escribir» casi
nunca consiguen que les dé nada.
En este caso, Lawrence Schimel me escribió para pedirme un poema de introducción para su antología de cuentos sobre la predicción del futuro. Quería una
de las formas poéticas con versos repetidos, como una villanela o un pantum, que recordase el modo en que inevitablemente llegamos a nuestro futuro.
Así que le escribí un rondel sobre los placeres y los peligros de la adivinación y puse a modo de introducción el chiste más triste de A través del espejo.
No sé por qué, pero parecía un punto de partida excelente para este libro.
 
 
El regalo de boda.
Neil Gaiman