Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El simio.

EL SIMIO

Luis De Lión

Para mí era una exageración que a los dictadores latinoamericanos se le
representara en las caricaturas como a simios.
Hasta que un día…
Sobre la vía férrea aparecieron cientos de soldados con su uniforme de
hojas, varias tanquetas taparon los cruces de los caminos y en el cielo
volaron dos de aquellos pájaros.
Era domingo.
En el campo había un juego de fútbol, había bolos en las cantinas y una
marimbita tocando en una fiesta. De pronto, todo quedó como si fuera el
día tunes. Los que pudieron se tiraron a los montes y los que no, se
encerraron en sus ranchos. Tan, tan, tan… un tambor era el corazón.
Claro, de otros lados llegaban noticias de aldeas convertidas en humo y
polvo y ahora le tocaba a ésta.
Pero no pasó nada. Ni bueno ni malo.
Cierto que de vez en cuando aparecían algunos letreros en los pechos de
las ceibas o se encontraban ¡sobre la vía férrea palomitas mensajeras,
como les decían los campesinos a los papelitos clandestinos.
Pero nada más.
Después de que pasó el susto, la gente que se quedó en la aldea empezó a
salir y se enteró de la noticia: el Dictador llegaba de visita.
El Dictador era un poco humorista y había llegado en tren como lo hacía
toda la gente. Era gordo y mantecoso como un cerdo y llevaba una
cachucha, una estrellita al hombro, un montón de babosaditas en el pecho
y una 45 en la cintura. Caminaba tieso, bien macho, rodeado de su
ministro de la defensa, de su plana mayor y de sus asesinos, todos con
lentes oscuros.
¿Aquí vendrá?, era la pregunta.
En la aldea no había inauguración de nada, pues no había ninguna obra en
construcción.
Pero…
Tal vez nos van a poner drenajes.
No. Antes de los drenajes, el agua. No podemos seguir tomando de esa
agua de chocolate que sale de los pozos. Peor en invierno.
¿No será que nos van a construir casas?
Tierras, tierras antes que nada.
Pero también un dispensario es necesario, ¿no cree, usted?
Y que asfaltaran el camino, así entra camioneta y no usamos sólo el tren.
Cada quien especulaba según sus necesidades, pero resulta que el
Dictador no preguntó nada a nadie y nadie se atrevió a preguntarle algo.
¿A qué llegaba?
El Dictador llegaba en busca de don Juan Bonito.
Esa pregunta me la hicieron a mí en presente cuando recién había llegado
a la escuela y yo les dije que sabía de las hermosas papayas de la
aldea, pero nada de ningún don Juan Bonito ni feo. Pero me llamó la
atención el nombre y averigüé.
Ah, es un señor.
Desde luego, pero, ¿por qué le dicen así?
Mírele la cara.
¿Y dónde vive para írsela a ver?
Detrás de la escuela.
Lo busqué, pero detrás de la escuela sólo había un rancho deshabitado y
nadie viviendo.
Un día, por fin, vi a alguien, y le vi la cara.
Era él. No podía ser otro.
Me dijo: Maistro y entró al rancho.
Como a mí, a todos nos impresionaba.
¿Ya lo conoció? me preguntaron.
Sí.
¿Ven que es bonito?
Sí dije riendo.
Cómo se parece a su miquito, ¿verdad?
Sí.
Pero no, pues el miquito era lindo.
La gente decía que uno sin el otro eran imposibles, que el mico era el
alma de don Juan, y don Juan decía lo mismo. Y andaba con él para arriba
y para bajo. Lo llevaba con una cadena al cuello, parecía su esclavo.
Pero no.
El esclavo es él decía la gente. Pues el miquito encarna en él y don
Juan tiene que servirle.
¿Encarna?, ¿cuándo y dónde?
En las noches, en la Catedral.
¿Qué Catedral?
Allí, detrás de la escuela.
¿Catedral ese rancho? Catedral la metropolitana o la de la Plaza de
Armas de la ciudad de Antigua. O cualquier otra iglesia. Pero… ese
rancho. Sin embargo, Catedral era su nombre y no había para donde.
Don Juan y su mico eran impresionantes En sus sesiones, don Juan ponía
al mico a su lado y lo amarraba fuertemente para que no se moviera y
para que el alma del mico se pasara a él sin dificultades. Alguna parte
de su clientela estaba basada en la impresión que causaban él y la
pequeña bestia.
Aunque…
Clientela no tengo yo porque no cobro decía. Lo que ellos me dan son
ofrendas.
Y era cierto. Dinero propiamente no aceptaba. Pero sí una gallina, un
chompipe, unas libras de frijol, de maíz, de arroz, sal, cigarros,
guaro, fósforos, can-délas, flores, pan. Si era posible, un marranito. O
una vaquita.
Como no eran más que él y su mico, parte de las ofrendas le servía
directamente para el consumo y parte la vendía para hacerse de dinero y
comprar otras cosas.
Un día me dijo:
Maistro, ¿quiere una cerveza?
Era mediodía y había un calor de la gran diabla. Además era sábado.
Claro que sí, don Juan.
Y pidió una cerveza para mí, otra para él y otra para el miquito.
¡Y usted le da cerveza al miquito, don Juan!
Sí. Si yo chupo, él tiene que chupar.
Y, efectivamente, el miquito chupaba, pero no aguantaba mucho; rápido se
emborrachaba y don
Juan risa y risa de su nahual. Cuando el miquito se dormía, don Juan lo
cargaba como si fuera su hijo y se lo llevaba trastumbando para la
Catedral. Y no permitía que su nahual padeciera los malestares del día
siguiente. Siempre estaba listo para darle su quitagoma, ya fuera trago
o cerveza, y su caldo de huevos. Luego, los dos dormían otra vez. A
veces, se quedaban tirados los dos a medio camino entre la cabecera
municipal y la aldea.
Juntos iban también a las casas de putas.
Y era divertido ver al miquito sentarse en las piernas de alguna
muchacha y echarse su trago.
Que viva don Juan y su mico decían las muchachas cuando lo veían entrar.
Luego se ponían a hacer juegos de palabras.
Huy, qué mico más peludo. Se parece al de la Vilma.
No, vos. Ese no le llega ni a la suela de los zapatos al mío.
Y ja,jaja,já,ja. Y así por el estilo.
Y don Juan va trago tras trago. Y piezas en las rocolas. Y bailes con
las muchachas.
¿Quién quiere salir a bailar con él? y señalaba al mico.
Yo, si me paga.
Ah, pues, bailen mico con mico decía, y pagaba.

Pero como el mico no sabía bailar, la muchacha sólo lo abrazaba, lo
cargaba y se lo llevaba a media pista, toda ella moviéndose.
Y jajajajaja.
¿Y por qué no entrás al cuarto con él, vos?
Don Juan, es que no es gente.
Pero te voy a pagar.
Ni aunque me ofrezca casamiento.
Jajajaja don Juan reía y decía:
Tráiganme otro trago.
Así era el hombre que el Dictador buscaba.

Cuando don Juan vio al Dictador en la puerta de su casa, se le fue el alma.
Por dos o tres aciertos de los buenos, la fama de don Juan había
trascendido los límites aldeanos, municipales, departamentales, había
subido las montañas y había llegado al Palacio.
El Dictador lo había mandado llamar, pero don Juan, a pesar de ser como
era, tenía su dignidad y el había negado. Cuando lo vio, pensó que lo
venía a fusilar, pero luego se dio cuenta de que no. A qué venía, no se
sabe. Aunque por algunas cosas, don Juan no dio a entender que venía a
saber algo así como sobre un posible golpe de Estado. Pero quién sabe.
De todos modos, lo divertido no era saber a qué venía, sino verlo
humillado frente a la mesa de don Juan, él que era todo soberbio, y
oírle rezar la oración del mico, él que tenía a su servicio un chorro de
psicólogos para implantar el terror, y finalmente, verlo beber un poco
del agua contaminada que don Juan mantenía en el altar y que le daba a
beber a toda la gente que le consultaba.
Se estuvo así casi toda la tarde y después se fue de la misma manera
como llegó.
Don Juan, por su parte, no se ensoberbeció con la llegada del Dictador.
Se portó como si nada, a pesar de la persona que había puesto los
zapatos en su casa. La verdad es que si el Dictador había llegado, era
porque el Dictador le hacía los mandados.
¿Y qué le dejó de ofrenda, don Juanito?
Le pregunté.
Ni mierda. Pero véngase. Echémonos un trago.

Un mes.
Dos meses.
Parecía que el Dictador quería comprobar, primero, si don Juan realmente
era bueno o si sólo era fama.
Un día llegó a la aldea un jeep con unos de aquellos hombres de lentes
oscuros. Buscaron a don Juan y le dijeron que el Dictador, ellos dijeron
El Señor Presidente, le daba las gracias por sus servicios y que le
enviaba eso.
¿Qué es, don Juan?
Mire.
Whiski.
Había que ver como don Juan se relamía la boca.
Pero el güisqui era demasiado para él. Ver una caja de guaro extranjero
en su casa lo enloqueció. Pero probó un poco y como tenía sabor a
purgante y no el del guaro común y corriente, prefirió venderlo.
Botellas que valían pistarrajales, las vendió a precio de quemazón. Si
una botella de güisqui valía 40 quetzales, él la vendía a 20, 15, 10 é 5
quetzales en la cabecera municipal. De todos modos. como el octavo de
venado o de Indita valía 50 centavos en ese tiempo, de una botella
sacaba para una, dos o tres chupas, sobre todo porque ya se embolaba muy
rápido, tan rápido como su nahual. Cuando ya estaba muy borracho, hasta
cambiaba whiski por guaro común y corriente.
En una de esas…
¿,Qué pasó? pregunté.
Que el miquito de don Juan amaneció muerto.
Habían venido borrachos. Pero durante la noche, el hígado del miquito
había hecho crisis.
De la muerte del mico, el Dictador se enteró por medio del comisionado
militar, que le envió un telegrama. El Dictador le remitió otro
ordenándole que le dijera a don Juan que organizara los funerales. Don
Juan se sintió transportado al cielo al pensar que su nahual iba a
recibir un entierro digno inmediatamente dejó de chupar y colocó al
animalito en medio del rancho, sobre la mesa del altar, lo cubrió con un
mantel blanco, le puso cuatro cirios grandes alrededor y un cristo en la
cabecera, lo rodeó de flores por todos lados, contrató un conjunto de
músicos, de violinistas, de ésos que tocan los instrumentos como si
fueran zancudos, para que tocaran toda la noche junto al cadáver, el
invitó a la gente.
Claro que ésta se negó a asistir en masa.
No es gente decían.
Pero algunos sí llegaron. Unos por curiosidad, otros por el pan, el café
y el guaro y otros porque don Juan era Don Juan.
Cuánto lo sentimos, don Juanito.
Mi más sentido pésame, don Juanito.
Cuando las muchachas de los bares de la cabecera municipal llegaron, don
Juan había acumulado tantas lágrimas, que ya no pudo contenerse y
contagió a otras gentes.
Durante toda la noche hubo lotería, dulces, naipes, chistes, chismes. En
la madrugada hubo un pleito entre dos que salieron borrachos del velorio
y que se machetearon. También ocurrió la violación de una muchacha en el
campo de fútbol. A las tres de la mañana, como en tierra fría, se cantó
la salve. Con voz de sonsonete, se oía:
Dios te saaalve, María.
En la mañana apareció un jeep con los hombres de los lentes oscuros y
una cajita forrada de seda blanca. Una cajita de niño.
Cuando yo la vi, pensé en el niño que días antes había sido velado en la
estación del tren y había sido enterrado envuelto en unos periódicos.
También me mandó pisto me dijo don Juan.
Qué topado. Así pagará todos los gastos.
Don Juan aprovechó para pedirme un grupo de niños.
Para que carguen el cadáver, Maistro.
Yo pensé que ya sólo faltaba que me pidiera que diese feriado. Le- dije
que desgraciadamente los niños sólo llegaban en la mañana y que como el
entierro iba a ser en la tarde que qué pena.
Me entendió que no quería. Y no insistió.
Al entierro acudieron los delegados del Dictador, las putas, algunas
gentes del pueblo y don Juan. Éramos vecinos, pero yo me hice el baboso.
Sin embargo, salí a ver el entierro. Quienes llevaban al simio en
hombros eran las muchachas, atrás iban cinco o seis gentes del pueblo
rezando y cantando y más atrás, los delegados del Dictador y don Juan.
Naturalmente, mucha gente estaba que trinaba. ¿Cómo era posible que el
animal fuera llevado así y enterrado en el cementerio? El hígado más
picado era el de don Jacinto. Don Jacinto era un tipo muy deahuevo, un
viejo alto, de lentes, cachureco hasta los huesos, pero muy recto. Era
la autoridad civil del lugar, el hombre que andaba para arriba y para
abajo con la vara representativa del alcalde del municipio. Era, en la
aldea, el alcalde auxiliar.
Lo siento, pero no se puede, don Juanito. El, que en paz descanse, no es
persona y usted no tiene permiso para enterrarlo en el cementerio. Su
voz fue dulce, pero fuerte.
Si no eran amigos, tampoco eran enemigos y don Juan casi le da la razón
y casi ordena el regreso.
¿Y usted, quién es?
Soy el alcalde auxiliar.
¿Así? No se preocupe. Nosotros traemos el permiso,
Bueno, pues quiero mirarlo.
Aquí está le dijo uno de los delegados del Dictador y se hizo a un lado
la chumpa, sacó de su cintura la 45 y se la puso en el pecho a don Jacinto.
Haber quién puede más, si su varita de alcaldito de mierda o esto.
Don Jacinto se fue de espalda.
Bueno, pues con esa orden, ni modo les dijo y dio la vuelta impotente.
El féretro siguió adelante.
Y fue enterrado en el cementerio, entre una lluvia reía de rezos y
cantos y una lluvia espesa de flores que habían sido llevadas en el
jeep. Don Juan le puso una cruz, una bonita cruz de cedro oloroso que
también había sido donada por el Dictador. "Aquí yace quien en vida
fuera", decía en la madera, sólo así, sin nombre porque no tenía nombre,
luego la fecha. Don Juan lloraba, algunas putas lloraban; los delegados
del Dictador no.
Yo pensé que todo se terminaría allí. Pero esa misma noche principió la
novena. Y durante nueve días, con poca gente si, en la Catedral pude
escuchar chorros de avemarías, de padres nuestros, de letanías y cantos
y cuanta babosada se emplea para los rezos de difuntos. Y de seguro, ha
de haber habido pan y café o chocolate. El Dictador pagaba.
Don Juan era mi vecino y digamos que mi amigo y yo había estado un rato
en el velorio, un poco por amistad, Otro por curiosidad y por joder,
pero sino había ido al entierro, menos a la novena. Sería el colmo de mi
parte. No totalmente, pero yo enseñaba ciencia.
Pero él no se olvidó de mí. Al término de la novena, a la hora de la
cena, alguien llegó a la escuela y me dijo:
Dice don Juan que le manda esto.
Eran dos tamales de los buenos y un vaso de guaro hasta el copete.
Yo vivía solo y medio comía, así que los tamales y el guaro me cayeron
de lugar común, de perlas. Y no quise ir, pero durante toda la noche oí
la misma música de zancudo y toda la jodedera de la noche del velorio.
Durante los nueve días, don Juan fue un solitario alcohólico anónimo.
Pero al terminar la no-vena, rompió la furia. Mañana, tarde y noche
andaba revoloteando para arriba y para abajo. Y no se enteró de los
acontecimientos, a pesar de tener un viejo radio Phillips, todo hecho
desgracia, pero que todavía sonaba. Así que para él no hubo golpe de
Estado de parte del Ministro de la Defensa al Dictador que lo había
visitado.
Un día, el trasero me hizo así al ver que a la aldea llegaba el mismo
aparato de fuerza que había usado el Dictador desplazado y que se
estacionaba exactamente enfrente de la escuela.
Unas dos o tres semanas antes, nosotros, los maestros, nos habíamos
parado después de mucho tiempo y nos habíamos declarado en huelga. No
estábamos bien organizados y nos habían hecho pedazos. Yo no era
dirigente. pero como me había declarado en huelga, pensé que ese día me
iban a traer. Muchos de mis compañeros habían desaparecido.
Pero no. Para capturarme a mí bastaban dos judiciales o uno o medio y no
todo ese aparato. Me serené. Salí al corredor y entonces pude mirar que
alguien bajaba de un jeep con un miquito en los brazos y que se dirigía
a la casa de don Juan, de don Juan Bonito.
Es el nuevo Presidente me dijo. Y fíjese que me trae un nuevo nahual.
Después de algún tiempo, don Juan había dejado de chupar, pero había
perdido la clientela.
Ahora me voy a levantar de nuevo, Maistro.
Le dije que le deseaba éxitos.
Pues fíjese la confianza que me tiene el
Presidente, que me dijo que así como había ayudado al
Presidente anterior que ahora lo ayude a él a prevenir “accidentes”.
Creí que no oía bien, que mis oídos estaban atrofiados o sucios. Pero
no. Estaban perfectos y limpios.
Y yo que había pensado que los caricaturistas eran unos exagerados.