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JAPON.

JAPON > LA CIUDAD DE LOS TEMPLOS

Recuerdos del imperio

Kioto custodia el alma más tradicional del país del Sol Naciente. Sus santuarios son ideales para ver pasear a las mujeres en kimono, probar suerte vaticinando el futuro en el amor, internarse en una selva de arcos que rinden homenaje a la diosa Inari y mientras tanto enfrentarse al extrañamiento que provoca la cultura oriental. Por Graciela Cutuli

Fotos de Graciela Cutuli

Después de Tokio –tal vez el mayor monumento a la cultura urbana del mundo– uno corre el riesgo de creer que nunca más volverá a enamorarse de otra ciudad con la misma intensidad, con la misma fascinación irreversible que provoca esta urbe donde lo gigantesco se combina perpetuamente con lo minimalista. Pero bastan un par de horas en shinkansen –el famoso tren bala– para que el viajero enamoradizo de Oriente llegue a Kioto y descubra que puede lanzarse sin remordimientos a una nueva pasión: la antigua capital imperial japonesa, que tiene una escala más humana, es la metáfora citadina de una geisha. Tan bella como misteriosa y experta en entretener.

La parte moderna de Kioto y su torre de observación, que domina la ciudad con sus 131 metros de altura.
CIUDAD CAPITAL Además de ser el anagrama de Tokio (que significa “capital del este”), Kioto tiene su propio significado, el de “ciudad capital”, ya que tuvo durante siglos ese papel que hoy ostenta Tokio. Pero como nada es tan sencillo, es un mero espejismo pensar que bastará haber aprendido los kanjis de Tokio para darlos vuelta y poder leer los de Kioto: en realidad, Tokio se escribe con los símbolos correspondientes a “capital” y “este”. Y Kioto, con kanjis (diferentes) que corresponden a “capital”.

Quien quiera saber más, desde hace pocas semanas tiene en Kioto desde hace pocas semanas el nuevo Museo del Kanji, destino inexorable de todo extranjero estudiante de japonés, además de los alumnos locales de primaria y secundaria.

La estación central es como una ciudad en sí misma, un gigantesco edificio con todos los servicios útiles e inútiles que un viajero pueda desear. Sobre todo wi-fi: después de despedirnos con lágrimas en los ojos del wi-fi pocket que nos prestara nuestro hospedaje en Tokio (un pequeño dispositivo con una sim 4G que comparte Internet inalámbrica a varios celulares o computadoras en forma simultánea), tendremos que sobrevivir unas horas sin conexión hasta llegar a nuestro destino en Kioto, donde nuestro anfitrión también provee esta cajita imprescindible que nos permite orientarnos en forma permanente, gracias a los mapas del celular, y estar siempre comunicados con el resto del mundo aunque haya un hemisferio de diferencia.

Lo cierto es que no estamos alojados tan lejos de la estación como para que justifique tomar un taxi, de modo que iremos a nuestro departamento a pie, y logramos ese desafío sin perdernos gracias a las instrucciones del propietario, impartidas con paciencia oriental y hasta fotos de todas las principales referencias del camino (incluyendo la entrañable tintorería vecina del departamento que en el moderno Japón parece transplantada de las tintorerías nipo-porteñas de los años 70).

Es invierno y, como en el haiku de Matsuo Basho, “yendo hacia Kioto cubrían medio cielo nubes de nieve”. No nieva, sin embargo; sólo cae una llovizna persistente que disimula entre la niebla la silueta futurista de la Torre de Kioto que podemos ver desde la ventana. Estamos alojados bastante cerca, en un departamento que podría ser un compendio de la vivienda japonesa y una oda al orden de Marie Kondo: una cocina donde hay todo lo necesario encastrado como en un perfecto rompecabezas doméstico; un baño minúsculo con el archifamoso inodoro japonés; un armario donde guardar los tatamis que nos sirven para apoyar los colchones por la noche (de día se guardan para aprovechar el exiguo espacio)… y nada más. ¿Poco? En absoluto. Está todo lo esencial –hasta los típicos paraguas transparentes y semidescartables que se consiguen por todos lados apenas caen dos gotas– para que dejemos nuestras cosas y salgamos a descubrir Kioto.

Miles de torii jalonan, a lo largo de cuatro kilómetros, los senderos del santuario dedicado al dios Inari.
TEMPLO DORADO La plaza frente a la estación de trenes está desbordada de turistas que buscan las paradas de ómnibus correspondientes a sus visitas del día. En Kioto la red de metro no es tan amplia y accesible como en Tokio, de modo que conviene moverse en bus... y las cosas se complican un poco. O mejor dicho bastante. Pero lo esencial es buscar el número de línea y el destino (que aparecerá en inglés si vamos a un lugar muy visitado) y luego rezar para no perderse en la maraña de kanjis, tarifas y máquinas para pagar en efectivo o conseguir cambio. Puede ser bastante estresante, pero conviene: 1) llevar una tarjeta prepaga Suica para acelerar el pago (que se hace al bajar, por la parte delantera del bus) 2) mirar para dónde van todos los demás turistas del vehículo y tratar de seguirlos. Así y todo, puede haber confusiones: al fin y al cabo, Kinkaku-ji (el Templo Dorado) y Ginkaku-ji (el Templo Plateado) sólo se diferencian en una letra, un detalle casi menor para el occidental extraviado en la selva de kanjis.

La ventaja es que, al llegar a destino, el viajero se sentirá un experto y aunque esté inexorablemente destinado a perderse en algún otro traslado, ya no se preocupará tanto porque al fin y al cabo siempre hay quien puede ayudar encontrar el camino. No confíe en el inglés, de todos modos: nadie o casi nadie lo habla fuera de lugares muy estratégicos como la oficina de informes de una estación de trenes.

Kinkaku-ji –el Templo o Pabellón Dorado– es uno de los monumentos más bellos y célebres de Japón, integra el Patrimonio Mundial de la Unesco y es uno de los lugares que hay que ver sí o sí aunque se pase por Kioto por pocas horas. La belleza y armonía del edificio revestido en pan de oro –que data originalmente del siglo XVI– y los jardines que lo rodean dejan una huella indeleble en cualquiera de las cuatro estaciones: se lo puede ver nevado en invierno, resplandeciente bajo el sol en verano, rodeado de rojo follaje en otoño y de flores en primavera. Lo rodea un jardín japonés y, enfrente, un estanque refleja majestuosa su figura, como un espejo natural donde algunas piedras simbolizan la historia budista de la Creación. Los buenos lectores no podrán sino pensar en Yukio Mishima y su novela El Pabellón de Oro, donde el escritor japonés cuenta la historia del monje que incendió el templo en 1950.

El Ginkaku-ji, por su parte, fue construido en el siglo XV por un shogun que deseaba seguir los pasos de su abuelo, el constructor del Templo Dorado, levantando este pabellón “plateado” como lugar de retiro. Si bien debía ser recubierto de plata –y de ahí su nombre– nunca se completó y hoy luce su estructura de madera sin brillo alguno: pero no sin la belleza de su silueta oriental y los jardines de arena y musgo que completan el entorno. Muy cerca, el Camino de los Filósofos invita a recorrerlo especialmente en la época de floración de los célebres sakura.

El Pabellón de Oro y el Pabellón de Plata no están cerca entre sí: de modo que a la hora de organizar un recorrido, conviene dedicarse primero al Templo Dorado (el más alejado), seguir por el Templo Plateado, y luego encaminarse hacia uno de los templos más peculiares y populares de la ciudad, sobre todo entre los jóvenes. Ya se verá por qué.

Anochece en Gion, el barrio de las geishas, de casas de té y antiguas construcciones.
CUPIDO ORIENTAL Un desfile de chicas primorosamente ataviadas con kimonos y peinadas con el pelo recogido, que caminan todas en la misma dirección, son la mejor señal para saber que la callecita en ascenso bordeada de decenas de locales de venta de recuerdos y comida rápida (imprescindible detenerse a probar un taiyaki, pastelitos dulces en forma de pescado) desemboca en el Kiyomizu-dera, un templo –o mejor dicho un conjunto de templos, pagodas, puertas y jardines– que se levanta sobre las colinas del este de la ciudad y precisamente por eso ofrece algunas de las vistas más hermosas sobre la antigua capital imperial. Por supuesto, las chicas no se visten así todo el año: pero es costumbre entre muchas mujeres jóvenes –y mayores también– cumplir con el ritual del traje tradicional para recorrer el templo. Un paseo que va acompañado de selfies, porque al hábito antiguo se suma el moderno de no desprenderse jamás del celular. No se sorprenda si ve pasar también mujeres de rasgos occidentales en kimono: no es tan común, pero algunas se animan también a alquilar su traje en alguno de los muchos locales que los ofrecen en Kioto (los hay incluso cerca del Kiyomizu-dera y hasta proponen hacerse el peinado para lograr una authentic kimono experience). Nos queda la duda de cómo se ve que una turista se vista en kimono: ¿una falta de respeto, en esta cultura que hace del respeto un culto? La sonriente empleada del local asegura que no: en todo caso, explica en su inglés vacilante, se ve como un gesto amistoso de parte del extranjero.

Como en todo lugar muy concurrido, también aquí conviene llegar temprano para conocer la calle que lleva al templo y luego visitarlo por dentro (a diferencia del Pabellón de Oro y el de Plata, el Kiyomizu-dera se puede recorrer internamente y lleva no menos de un par de horas, porque es bastante grande e invita a detenerse en sus hermosos balcones para apreciar el panorama sobre Kioto). Uno de los lugares más visitados es el manantial Otawa-no-taki, donde dice la leyenda que las aguas (que la gente se pone en fila para beber) tiene propiedades curativas. Y el otro es el que explica la presencia de tantas chicas y chicos en el templo: es que aquí se levanta el Jishu-jinja, el “templo del amor”, donde nadie se resiste a un tradicional test para saber si encontrará o no su media naranja. Bien podría aparecer por aquí Kotoko, la adolescente protagonista de la popular serie Love in Tokyo, porque como mínimo la mitad de las chicas que pasean por aquí se le parecen. Al menos a los ojos occidentales.

El rito consiste en recorrer en línea recta la distancia que separa dos piedras –ubicadas a 18 metros una de la otra- con los ojos tapados y sin desviarse. Quien lo logre, encontrará el amor en el término de ese año. Y si lo consigue con ayuda de un tercero, lo mismo ocurrirá en su romance: habrá alguien que ayude. Muchos se animan al desafío y salen triunfantes: pero por las dudas, al terminar también se llevan alguno de los múltiples amuletos que se ofrecen en el templo. Los hay por decenas y son muy populares entre los japoneses; no sólo los destinados al amor, sino también aquellos que prometen contribuir al éxito en los estudios, que representan una altísima vara de exigencia en esta sociedad.

MILES DE ARCOS Kioto tiene, y es famosa por eso, miles de templos. No es pura hipérbole, como se puede comprobar paseando por las distintas zonas de la ciudad. Y así como el Templo Dorado es imperdible, lo mismo puede decirse del santuario sintoísta de Fushimi Inari. Difícil no haberlo visto en redes sociales o folletos turísticos antes de poner siquiera un pie en Japón: aunque es sólo uno de los más de 30.000 santuarios dedicado en el país a Inari (el dios del arroz y por lo tanto de los comerciantes, ya que una buena cosecha implicaba desde siempre buenos negocios), es también uno de los más antiguos e importantes.

Para quienes están cortos de tiempo no hay excusas: Fushimi Inari abre las 24 horas y muchos recomiendan visitarlo justamente a partir del atardecer, en parte porque habrá menos gente y en parte porque se le suma la magia de la iluminación nocturna. Pero es a gusto, porque en cualquier momento del día se podrá recorrer su espectacular camino jalonado por miles de torii, a lo largo de unos cuatro kilómetros que forman casi una galería techada por estos arcos armoniosos rojos, todos iguales, en una sucesión que parece infinita. Los torii –que pueden verse habitualmente en la entrada de los templos sintoístas, a veces incluso en el agua– indican una frontera: la que hay entre un espacio sagrado y otro profano. Aquí son los donados por los comerciantes en ofrenda al dios Inari, precisamente para que les resulte favorable.

El camino es largo y son pocos los que llegan a ver el final, pero no es eso lo que cuenta, sino la increíble experiencia de recorrer las bajadas y subidas del camino siempre bajo la sombra de los arcos, entre lámparas de piedra y estatuas de zorros (kitsune), el animal mensajero de Inari, que se multiplica en amuletos y souvenirs. Por supuesto, un arco en miniatura es el recuerdo más popular, y los hay incluso de tamaños considerables en los puestos que se encuentran afuera del templo, junto con muchos locales de comida al paso, ideales para tentarse con toda clase de rarezas niponas. Lo cierto es que, en Japón y en el mundo, probablemente no sean muchos los lugares que, siendo tan concurridos, logran conservar su alma mística: pero Fushimi Inari es uno de ellos.

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