Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

La estatua de sal, Leopoldo Lugones.

He aquí cómo refirió el peregrino la verdadera historia del monje
Sosistrato:
- Quien no ha pasado alguna vez por el monasterio de San Sabas, diga que
no conoce la desolación. Imaginaos un antiquísimo edificio situado sobre
el Jordán, cuyas aguas saturadas de arena amarillenta, se deslizan ya
casi agotadas hacia el Mar Muerto, por entre bosquecillos de terebintos
y manzanos de Sodoma. En toda aquella comarca no hay más que una palmera
cuya copa sobrepasa los muros del monasterio. Una soledad infinita, sólo
turbada de tarde en tarde por el paso de algunos nómadas que trasladan
sus rebaños; un silencio colosal que parece bajar de las montañas cuya
eminencia amuralla el horizonte. Cuando sopla el viento del desierto,
llueve arena impalpable; cuando el viento es del lago, todas las plantas
quedan cubiertas de sal. El ocaso y la aurora se confunden en una misma
tristeza. Sólo aquellos que deben expiar grandes crímenes, arrostran
semejantes soledades. En el convento se puede oír misa y comulgar. Los
monjes que no son ya más que cinco, y todos por lo menos sexagenarios,
ofrecen al peregrino una modesta colación de dátiles fritos, uvas, aguas
del río y algunas veces vino de palmera. Jamás salen del monasterio,
aunque las tribus vecinas los respetan porque son buenos médicos. Cuando
muere alguno, le sepultan en las cuevas que hay debajo a la orilla del
río, entre las rocas. En esas cuevas anidan ahora parejas de palomas
azules, amigas del convento; antes, hace ya muchos años, habitaron en
ellas los primeros anacoretas, uno de los cuales fue el monje Sosistrato
cuya historia he prometido contaros. Ayúdeme nuestra Señora del Carmelo
y vosotros escuchad con atención. Lo que vais a oír me lo refirió
palabra por palabra el hermano Porfirio, que ahora está sepultado en una
de las cuevas de San Sabas, donde acabó su santa vida a los ochenta años
en la virtud y la penitencia. Dios le haya acogido en su gracia. Amén.
Sosistrato era un monje armenio, que había resuelto pasar su vida en la
soledad con varios jóvenes compañeros suyos de vida mundana, recién
convertidos a la religión del crucificado. Pertenecía, pues, a la fuerte
raza de los estilitas. Después de largo vagar por el desierto,
encontraron un día las cavernas de que os he hablado y se instalaron en
ellas. El agua del Jordán, los frutos de una pequeña hortaliza que
cultivaban en común, bastaban para llenar sus necesidades. Pasaban los
días orando y meditando. De aquellas grutas surgían columnas de
plegarias, que contenían con su esfuerzo la vacilante bóveda de los
cielos próxima a desplomarse sobre los pecados del mundo. El sacrificio
de aquellos desterrados, que ofrecían diariamente la maceración de sus
carnes y la pena de sus ayunos a la justa ira de Dios, para aplacarla,
evitó muchas pestes, guerras y terremotos. Esto no lo saben los impíos
que ríen con ligereza de las penitencias de los cenobitas. Y sin
embargo, los sacrificios y oraciones de los justos son las claves del
techo del universo.
Al cabo de treinta años de austeridad y silencio, Sosistrato y sus
compañeros habían alcanzado la santidad. El demonio, vencido, aullaba de
impotencia bajo el pie de los santos monjes. Estos fueron acabando sus
vidas uno tras otro, hasta que al fin Sosistrato se quedó solo. Estaba
muy viejo, muy pequeñito. Se había vuelto casi transparente. Oraba
arrodillado quince horas diarias, y tenía revelaciones. Dos palomas
amigas traíanle cada tarde algunos granos de granada y se los daban a
comer con el pico. Nada más que de eso vivía; en cambio olía bien como
un jazminero por la tarde. Cada año, el viernes doloroso, encontraba al
despertar, en la cabecera de su lecho de ramas, una copa de oro llena de
vino y un pan con cuyas especies comulgaba absorbiéndose en éxtasis
inefables. Jamás se le ocurrió pensar de dónde vendría aquello, pues
bien sabía que el señor Jesús puede hacerlo. Y aguardando con unción
perfecta el día de su ascensión a la bienaventuranza, continuaba
soportando sus años. Desde hacía más de cincuenta, ningún caminante
había pasado por allí.
Pero una mañana, mientras el monje rezaba con sus palomas, éstas
asustadas de pronto, echaron a volar abandonándole. Un peregrino acababa
de llegar a la entrada de la caverna. Sosistrato, después de saludarle
con santas palabras, le invitó a reposar indicándole un cántaro de agua
fresca. El desconocido bebió con ansia como si estuviese anonadado de
fatiga; y después de consumir un puñado de frutas secas que extrajo de
su alforja, oró en compañía del monje.
Transcurrieron siete días. El caminante refirió su peregrinación desde
Cesarea a las orillas del Mar Muerto, terminando la narración con una
historia que preocupó a Sosistrato.
- He visto los cadáveres de las ciudades malditas - dijo una noche a su
huésped -. He mirado humear el mar como una hornalla, y he contemplado
lleno de espanto a la mujer de sal, la castigada esposa de Lot. La mujer
está viva, hermano mío, y yo la he escuchado gemir y la he visto sudar
al sol del mediodía.
- Cosa parecida cuenta Juvencus en su tratado De Sodoma - dijo en voz
baja Sosistrato.
- Sí, conozco el pasaje - añadió el peregrino -. Algo más definitivo hay
en él todavía; y de ello resulta que la esposa de Lot ha seguido siendo
fisiológicamente mujer. Yo he pensado que sería obra de caridad
libertarla de su condena…
- Es la justicia de Dios - exclamó el solitario.
- ¿No vino Cristo a redimir también con su sacrificio los pecados del
antiguo mundo? - replicó suavemente el viajero que parecía docto en
letras sagradas - . ¿Acaso el bautismo no lava igualmente el pecado
contra la Ley que el pecado contra el Evangelio?…
Después de estas palabras, ambos se entregaron al sueño. Fue aquélla la
última noche que pasaron juntos. Al siguiente día el desconocido partió,
llevando consigo la bendición de Sosistrato, y no necesito deciros que,
a pesar de sus buenas apariencias, aquel fingido peregrino era Satán en
persona.
El proyecto del maligno fue sutil. Una preocupación tenaz asaltó desde
aquella noche el espíritu del santo. ¡Bautizar la estatua de sal,
liberar de su suplicio aquel espíritu encadenado! La caridad lo exigía,
la razón argumentaba. En esta lucha transcurrieron meses, hasta que por
fin el monje tuvo una visión. Un ángel se le apareció en sueños y le
ordenó ejecutar el acto.
Sosistrato oró y ayunó tres días, y en la mañana del cuarto, apoyándose
en su bordón de acacia, tomó, costeando el Jordán, la senda del Mar
Muerto. La jornada no era larga, pero sus piernas cansadas apenas podían
sostenerle. Así marchó durante dos días. Las fieles palomas continuaban
alimentándole como de ordinario, y él rezaba mucho, profundamente, pues
aquella resolución afligíale en extremo. Por fin, cuando sus pies iban a
faltarle, las montañas se abrieron y el lago apareció.
Los esqueletos de las ciudades destruidas iban poco a poco
desvaneciéndose. Algunas piedras quemadas, era todo lo que restaba ya:
trozos de arcos, hileras de adobes carcomidos por la sal y cimentados en
betún… El monje reparó apenas en semejantes restos, que procuró evitar a
fin de que sus pies no se manchasen a su contacto. De repente, todo su
viejo cuerpo tembló. Acababa de advertir hacia el sur, fuera ya de los
escombros, en un recodo de las montañas desde el cual apenas se los
percibía, la silueta de la estatua.
Bajo su manto petrificado que el tiempo había roído, era larga y fina
como un fantasma. El sol brillaba con límpida incandescencia, calcinando
las rocas, haciendo espejear la capa salobre que cubría las hojas de los
terebintos. Aquellos arbustos, bajo la reverberación meridiana, parecían
de plata. En el cielo no había una sola nube. Las aguas amargas dormían
en su característica inmovilidad. Cuando el viento soplaba, podía
escucharse en ellas, decían los peregrinos, cómo se lamentaban los
espectros de las ciudades.
Sosistrato se aproximó a la estatua. El viajero había dicho verdad. Una
humedad tibia cubría su rostro. Aquellos ojos blancos, aquellos labios
blancos, estaban completamente inmóviles bajo la invasión de la piedra,
en el sueño de sus siglos. Ni un indicio de vida salía de aquella roca.
¡El sol la quemaba con tenacidad implacable, siempre igual desde hacía
miles de años, y sin embargo, esa efigie estaba viva puesto que sudaba!
Semejante sueño resumía el misterio de los espantos bíblicos. La cólera
de Jehová había pasado sobre aquel ser, espantosa amalgama de carne y de
peñasco. ¿No era temeridad el intento de turbar ese sueño? ¿No caería el
pecado de la mujer maldita sobre el insensato que procuraba redimirla?
Despertar el misterio es una locura criminal, tal vez una tentación del
infierno. Sosistrato, lleno de congoja, se arrodilló a orar en la sombra
de un bosquecillo…
Cómo se verificó el acto, no os lo voy a decir. Sabed únicamente que
cuando el agua sacramental cayó sobre la estatua, la sal se disolvió
lentamente, y a los ojos del solitario apareció una mujer, vieja como la
eternidad, envuelta en andrajos terribles, de una lividez de ceniza,
flaca y temblorosa, llena de siglos. El monje que había visto al demonio
sin miedo, sintió el pavor de aquella aparición. Era el pueblo réprobo
lo que se levantaba en ella. ¡Esos ojos vieron la combustión de los
azufres llovidos por la cólera divina sobre la ignominia de las
ciudades; esos andrajos estaban tejidos con el pelo de los camellos de
Lot; esos pies hollaron las cenizas del incendio del Eterno! Y la
espantosa mujer le habló con su voz antigua. Ya no recordaba nada. Sólo
una vaga visión del incendio, una sensación tenebrosa despertada a la
vista de aquel mar. Su alma estaba vestida de confusión. Había dormido
mucho, un sueño negro como el sepulcro. Sufría sin saber por qué, en
aquella sumersión de pesadilla. Ese monje acababa de salvarla. Lo
sentía. Era lo único claro en su visión reciente. Y el mar… el incendio…
la catástrofe… las ciudades ardidas… todo aquello se desvanecía en una
clarividente visión de muerte. Iba a morir. Estaba salvada, pues. ¡Y era
el monje quien la había salvado! Sosistrato temblaba, formidable. Una
llama roja incendiaba sus pupilas. El pasado acababa de desvanecerse en
él, como si el viento de fuego hubiera barrido su alma. Y sólo este
convencimiento ocupaba su conciencia: ¡la mujer de Lot estaba allí! El
sol descendía hacia las montañas. Púrpuras de incendio manchaban el
horizonte. Los días trágicos revivían en aquel aparato de llamaradas.
Era como una resurrección del castigo, reflejándose por segunda vez
sobre las aguas del lago amargo. Sosistrato acababa de retroceder en los
siglos. Recordaba. Había sido actor en la catástrofe. Y esa mujer… ¡esa
mujer le era conocida!
Entonces un ansia espantosa le quemó las carnes. Su lengua habló,
dirigiéndose a la espectral resucitada:
- Mujer, respóndeme una sola palabra.
- Habla… pregunta…
- ¿Responderás?
- Sí, habla; ¡me has salvado!
Los ojos del anacoreta brillaron, como si en ellos se concentrase el
resplandor que incendiaba las montañas.
- Mujer, dime qué viste cuando tu rostro se volvió para mirar.
Una voz anudada de angustia, le respondió:
- Oh, no… ¡Por Elohim, no quieras saberlo!
- ¡Dime qué viste!
- No… no… ¡Sería el abismo!
- Yo quiero el abismo.
- Es la muerte…
- ¡Dime qué viste!
- ¡No puedo… no quiero!
- Yo te he salvado.
- No… no…
El sol acababa de ponerse.
- ¡Habla!
La mujer se aproximó. Su voz parecía cubierta de polvo; se apagaba, se
crepusculizaba, agonizando.
- ¡Por las cenizas de tus padres!…
- ¡Habla!
Entonces aquel espectro aproximó su boca al oído del cenobita, y dijo
una palabra. Y Sosistrato, fulminado, anonadado, sin arrojar un grito,
cayó muerto. Roguemos a Dios por su alma.
Nota de Ciudad Seva: Según la Biblia, en Sodoma dos ángeles le dijeron a
Lot: «Date prisa, toma a tu esposa y a tus dos hijas y márchate, no sea
que te alcance el castigo de esta ciudad.» Una vez fuera, le dijeron:
«Ponte a salvo. Por tu vida, no mires hacia atrás ni te detengas en
parte alguna de esta llanura, sino que huye a la montaña para que no
perezcas.» Entonces Yavé hizo llover del cielo sobre Sodoma y Gomorra
azufre ardiendo que venía de Yavé, y que destruyó completamente estas
ciudades y toda la llanura con todos sus habitantes y la vegetación. La
mujer de Lot desatendió el mandato de los ángeles y miró hacia atrás:
quedó convertida en una estatua de sal.
Fin.