Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Una entretenida historia.

Una historia de Galindo el Ciego

Que José Galindo era ciego resultaba evidente. Tenía el rostro, típico en muchos vendedores de cupones, el de las personas que de nacimiento han carecido del desarrollo de los globos oculares.

Pero incluso con esa carencia, tan importante, Galindo resultaba agradable, y sobretodo, hablando, tenía la virtud de cautivar. En cualquier reunión, de trabajo o de amigos, sabía callar y hablar. Sorprendía siempre el saber qué se comentaba, y a quién se criticaba en cada una de las mini tertulias que se formaban en la reunión.

Su padre también fue ciego y le enseñó a admirar el sentido de la vista.

- Carecemos de ese sentido, que por todo lo que he llegado a comprender, es esencial en los seres vivos. Vivimos gracias a que estamos rodeados de seres humanos con capacidad de ver, y no por su caridad, pero sí por su tolerancia, nos es dado subsistir.

- Observa, que en el reino animal no hay ciegos. Sólo en las profundidades del mar dicen que hay seres sin ojos. Nosotros tenemos que valernos de los otros cuatro sentidos para movernos por el mundo.

- Para los videntes somos prescindibles. Pero no al revés. Acuérdate de la novela del Día de los Trífidos.

- Gracias al desarrollo de la sociedad de los videntes y a su sentido de la solidaridad hay un hueco para nosotros. Debemos ser conscientes de esa realidad, por poco que no guste, y aceptarla de la mejor forma posible.

A lo largo de su juventud, Galindo escuchó mil veces las palabras de su padre, repitiéndole las mismas ideas, de una forma u otra.

Entender que es la visión, para un ciego de nacimiento, es muy difícil. Un tacto que se proyecta en la distancia, percibir las cosas sin tocarlas, son cosas que necesitan un desarrollo muy especial de la imaginación. Para eso estuvo siempre su madre.

La señora Galindo, Doña Amalia, se casó ya mayorcita, pero absolutamente enamorada de Don José. Tuvieron sólo ese hijo.

- Somos tres de familia, y con dos ciegos ya hay suficiente.

Amalia nunca se sintió desgraciada con su suerte. Todo lo contrario. Sabía que en muchas cosas su marido y su hijo dependían de ella, y ellos también lo reconocían. Si hubiese que elegir un patrón de familia feliz y bien avenida, eran ellos.

José tuvo una educación especial hasta los catorce años. A partir de esa edad le aconsejaron los padres que se integrara con los videntes.

Siempre destacó en los estudios, fue a la universidad, viajó y no tuvo problemas en el estudio de la carrera de ciencias exactas. Se relacionaban bien con los compañeros de clase, en muchos aspectos era el líder. Siempre lo elegían como representante y portavoz de los intereses del curso, ya fueran reivindicativos o lúdicos.

Hasta que llegó su problema. Tenía 22 años, y el problema fue Carmina. Se reunían en casa de ella a estudiar y pasaban largas horas solos. Él conoció el amor de su mano y se enamoró absolutamente. Con ese estímulo los algoritmos más complejos se desarrollaban y descomponían ante su mente como flores maduras. Finalmente una tarde, después de sentir el calor de toda la piel de ella, le pidió su amor para siempre. Carmina lloró y lloró. No le dijo nada más. Allí acabaron tantas tardes de estudio, amistad y amor.

José tardó mucho en recuperarse. Gracias a la comprensión de sus padres y a su interés por las matemáticas pudo salir adelante. Pero fueron casi dos años de profunda angustia y depresión. Sin comentarlo con nadie, pidió hora y se esterilizó.

Decidió no tener, en la medida de lo posible, más relaciones con el mundo de los videntes. Su brillante currículum lo llevó a trabajar en la ONCE y desde allí, con una perspectiva de grupo y arropado por él, fue reconciliándose con la vida.

Los años fueron pasando, vivió el dolor de la muerte de sus padres, y se encontró con la sola compañía de su trabajo a los 45 años. Su secretaria, Marta, del mundo de los videntes, y compañera suya desde ocho años atrás, tomó la iniciativa, y logró romper sus últimas reticencias, cuando le contó que, por desgracia, ella nunca podría ser madre.

Y así se inició una vida en común, plácida y sin altibajos, pero llena de compensaciones para ambos. Y así llevaban más de 20 años.

... Y nuestra historia empieza por aquí.

Había que presentar debidamente a José Galindo y Marta, su mujer, para que la narración que presentaremos, aun siendo de las que sólo ocupan un espacio menor en los periódicos y una referencia de minutos en los telediarios, adquiriese la suficiente consistencia.

Era el 9 de Agosto y las cuatro y diez de la tarde. El calor de Madrid era notable, pero en las calles lo notaban muy pocas personas. Los comercios no abren hasta las 5, y muchos de ellos están de vacaciones hasta la semana del 15.

José Galindo ya había superado los primeros años tras la jubilación y había sustituido la rutina del trabajo por nuevas rutinas. Ésta se la había aconsejado el médico. Andar. Al menos dos horas al día. Por la mañana iba a pié hasta la piscina de calle Pradillo y allí hacía un hora de natación. Ya tenía conocidos.

¿Como sabes cuándo has llegado al final de la piscina?

Les sonreía. Era muy difícil de explicar. Como iban a entender las sutiles diferencias del eco de sus brazadas en al agua. Estos videntes no saben percibir la cromaticidad de los sonidos. Sólo perciben ruidos.

Y por la tarde el paseo era siempre el mismo y a la misma hora. Cuando terminaba el telediario de las tres, se despedía de su mujer, cogía el bastón blanco , y en días de sol, como hoy, el sombrero de paja, y subía a paso calmado la calle López de Hoyos, desde su casa, en el bloque de viviendas de la que fue la fábrica DANONE hasta el cruce con Calle Cartagena. Subía por la acera izquierda, y bajaba por el mismo lado hasta llegar al mercado de La Prosperidad, en que se cambiaba a la acera opuesta. Como siempre hacía el mismo recorrido iba reconociendo los sonidos del comercio y las voces de muchas personas.

Ése 9 de Agosto fue cuando pasó algo insólito.

Se estaba acercando al semáforo de calle Cardenal Silíceo, oía claramente el pitido de señalización para los ciegos, que indicaba de que el semáforo estaba abierto para el paso de coches. Le faltaban aún unos 12 ó 15 metros para llegar. Oyó claramente a sus espaldas unos pasos acelerados, el corredor llevaba zapatillas de deporte, y corría como de puntillas.

Simultáneamente percibió el ruido de un coche que arrancaba y aceleraba por la izquierda, aun por calle Cardenal Silíceo, iba a salir a López de Hoyos y parecía querer aprovechar el semáforo en verde.

Fue cuestión de segundos. Oyó un impacto, un grito y el ruido de la carrocería contra un objeto blando.

Galindo se quedó estático. Por un momento solo hubo silencio. Después oyó la puerta del coche que se abría. Alguien salió del coche por el lado del conductor y gritó ¡Hay Dios mío!. Tenía acento suramericano.

Solo un minuto después ya no pudo distinguir unos sonidos de otros. Había bulla y todos los que se habían incorporado hablaban a la vez.

Estuvo un rato oyendo todas las conversaciones que podía distinguir. Parece ser que nadie había visto en directo el accidente. Oyó la voz de alguien que comentó que cuando él salió de la tienda vió a un hombre que hablaba con el conductor y le aconsejaba que llamase al 112. Parece que fue el primero que acudió. Luego se había marchado.

Como en estos casos es habitual, se oyeron sirenas, vino el SAMUR, la policía, fueron preguntando a todos, incluyéndole a él, y finalmente una grúa levantó el coche, sacaron el cadáver, se llevaron el coche. Una hora y media después se reestableció la circulación.

Galindo volvió a su casa sin terminar su paseo. Lo tenía claro. Él había sido el único testigo directo del atropello.

Cuando entró por la puerta de casa, Marta le preguntó de inmediato:

- ¿Qué te ha pasado? Vienes pálido como un muerto.

- El muerto ha sido otro. Respondió Galindo.

Y pormenorizadamente le contó lo sucedido.

Marta al final dijo:

- Parece claramente un accidente de un alocado que iba corriendo sin ton ni son, y en último extremo un suicidio.

- No, un suicidio lo descartaría, no creo que nadie elija algo tan rebuscado como tirarse a las ruedas de un coche en calle Cardenal Silíceo, ... pero... hay algo que no me encaja y no sé qué es.

Una de las ventajas de la llamada tercera edad, es la disponibilidad de tiempo para pensar. Marta aún trabajaba, y por tanto tenía que madrugar. Así que se acostaban temprano. Galindo se pasaba, a veces largas horas despierto, paseándose por sus pensamientos. Los distraía con la radio en los oídos o bien repasando con sus dedos sus libros de matemáticas en Braille. Pero desde el día del accidente no dejaba de darle vueltas a los sonidos de aquella tarde.

Al cuarto día del accidente llamaron a la puerta:

- ¿Don José Galindo?

Marta, que había abierto la puerta, atendió al que había llamado al piso. Se identificó como empleado de los Juzgados de la Plaza de Castilla, y entregó una citación para que Don José Galindo se presentase el lunes siguiente a las 11 de la mañana en el Juzgado de Instrucción Número 4.

Se le citaba como testigo presencial del accidente, con resultado de víctima mortal, en el cruce de López de Hoyos con Cardenal Silíceo.

Seguía la letra pequeña en que se anunciaban amenazas sin fin si no acudía en la fecha y hora anunciadas.

Si ya José Galindo andaba con insomnios, desde ese día, hasta el lunes señalado, estuvo aun peor.

Por supuesto allí estuvieron, ... estuvieron esperando desde las 11 hasta casi las 12 en que por fin les convocaron.

Después de un entrar y salir de gente, un funcionario les hizo pasar. Galindo percibió cierta expectación cuando entró en la sala. Había personas a derecha e izquierda, sentadas, y estaba claro por la altura de donde salía la voz, que existía un estrado desde donde le invitaban a pasar.

- Don José Galindo, pase Vd., siéntese aquí en uno de los primeros bancos.

Se trataba, según dijo el Juez, de una audiencia preliminar para determinar si había motivo de delito por parte del conductor. La defensa, de la compañía de seguros había insistido en que le convocasen, aún a sabiendas de su ceguera, por que era el único testigo directo del suceso.

El abogado tenía un voz atiplada y hablaba deprisa.

- Hemos solicitado la presencia del señor Galindo, en su calidad de testigo, en la seguridad de que su ayuda será fundamental para esclarecer los hechos del día 9 de Agosto. Permítaseme presentar un breve pero explícito currículum de D. José Galindo.

Aquí el abogado, empezó a cantar las alabanzas de Galindo, de forma que a no ser por que 68 años ya cubren mucho el rostro de cualquiera, se hubiese puesto colorado. Sus calificaciones en la Universidad. Sus conocimientos de inglés, alemán y francés. Los diversos puestos ocupados en la ONCE como delegado en las comisiones internacionales de invidentes, su publicación sobre “La Honradez de los Juegos de Azar con Fines Sociales”, su pertenencia a los comités directivos de la “Deutche Blindengemeinschaft”, y la “European Blain Assotiation” y un largo etcétera de éxitos profesionales.

- Todos estos datos se aportan para que su señoría entiendan, que si bien el señor Galindo no pudo ver lo que ocurrió, si pudo, por la posición que ocupaba en el momento del accidente, oír en directo los sonidos que se produjeron, y que determinarán la inocencia de mi cliente.

- Señor Galindo, seré muy breve, sólo voy a hacerle dos preguntas:

- Cuando Vd. oyó salir el automóvil por el cruce de calle Cardenal Silíceo hacia la calle López de Hoyos ¿En qué estado se encontraba el semáforo?

-

Galindo ya esperaba esa pregunta, y tenía la respuesta más que pensada.

- Efectivamente, un semáforo es una señal óptica, que manifiestamente yo no pude ver. Ahora bien, en el cruce al que Vd. hace referencia, hay instalado un repetidor de la señal óptica en forma sonora, que emite un pitido característico cuando el paso está abierto para los automóviles, y distinto y fácilmente distinguible, cuando pueden pasar los peatones. Esta señal es de gran ayuda para los ciegos y daltónicos. En el momento a que Vd. hace referencia, la señal acústica indicaba que los automóviles tenían el paso abierto y cerrado para peatones. Lo que ignoro es si la correspondencia entre las señales luminosas y las sonoras eran correctas en ese momento.

El abogado de la compañía aseguradora pareció encantado con la respuesta de Galindo. De inmediato sacó de su documentación unos certificados del Ayuntamiento de Madrid. Eran informes de la empresa concesionaria del servicio de mantenimiento en que se constataba que ese cruce estaba en perfecto estado de servicio. Que las luces, cambiadas recientemente a iluminación por leds estaban correctas y que el sistema de aviso para invidentes también había sido comprobado, constatándose la perfecta réplica de las señales acústicas con el estado, verde, amarillo y rojo del semáforo.

Después de que estos datos fueron comprobados, el abogado se dirigió de nuevo hacia Galindo, y le dijo:

- Señor Galindo, ahora una segunda pregunta y habremos terminado, ¿Oyó Vd. unos pasos acelerados que le sobrepasaban, y se dirigían hacia el cruce, cuándo estaba aún activa la señal del semáforo cerrado, y que estos pasos se detuvieron bruscamente con el impacto contra el vehículo?

Galindo se tomó algo de tiempo para contestar. El responder correctamente esa pregunta había sido el tema de sus elucubraciones durante los últimos diez días.

- Efectivamente, así es como yo lo oí, y esa fue mi declaración a la policía que me interrogó después del accidente. Pero también es cierto que percibí una mezcla de sonidos confusos que se produjeron en ese instante que no he podido explicarme por completo...

El abogado prácticamente le interrumpió.

- Comprendemos que desde su invidencia no pueda darnos más detalles, - Sr. Galindo – pero los dos datos esenciales son sólo dos: El semáforo estaba en verde para mi defendido, y la persona fallecida, Don Domingo Gil, avanzaba a la carrera hacia el semáforo cerrado. Si fue distracción o suicidio no es lo que aquí se trata de aclarar, si no si mi defendido, D. Raúl-Emiliano Gozoso cometió alguna infracción o no.

La presidencia de la mesa le agradeció su intervención, y tras unos quince minutos de conversaciones en voz baja entre los componentes del improvisado tribunal, le dieron las gracias y dieron el caso por cerrado, exculpando a D. Raúl-Emiliano y a la compañía de seguros de toda culpa.

Se empezó a desalojar la sala, Marta guió a Galindo, que seguía centrado en sus pensamientos. Salieron al pasillo donde antes habían esperado para entrar a la sala del juicio.

Marta ya estaba acostumbrada a los silencios de José y no interrumpió.

Galindo se apoyó en la pared del pasillo, y le dijo a Marta:

- Quédate aquí, a mi lado, y dame el periódico que te has comprado.

Galindo cogió el periódico y lo extendió delante de su rostro, como si estuviera leyendo. Marta alucinó. Ver a su ciego simulando que leía el periódico era más que sorprendente. Pero lo conocía de más, y se quedó callada a su lado. Parecían una pareja esperando a que les tocase el turno para la siguiente instrucción..

Como ellos habían estado junto al pasillo central de la sala salieron de los primeros. A continuación fueron saliendo todos los que habían estado presentes en las declaraciones.

A la salida las conversaciones subían la voz. Unos eran evidentemente familiares o amigos de Domingo Gil y se mostraban incrédulos y no terminaban de creer lo ocurrido. El abogado de la compañía de seguros iba hablando con Raul-Emiliano, comentaba el abogado que todo había ido según lo previsto.

Al extremo del pasillo se oyó una voz,

- ¡Raúl, espera! –

-

y siguieron unos pasos rápido que iban al alcance del abogado y del conductor.

Marta casi gritó por la forma en que Galindo le apretó el brazo.

- ¡Marta, sigue a ese hombre que va a reunirse con el abogado!, y a ver si te enteras de cómo se llama.

Si bien en Galindo se había fijado todo el mundo, en Marta nadie había reparado. Vestida discretamente, con el pelo marrón y con una chaqueta marrón, no se distinguía de cualquier otra mujer de 40-60 años. Salió, sin hacer preguntas, pasillo adelante.

Raúl hablaba con el abogado y el recién llegado.

- Genial mi guate, hoy lo celebraremos. Pasta va sobrar. Adiós abogado, ya nos veremos en otra ocasión. Venga, Jacinto, que tenemos que ir a ver al cornudo.

Y ambos se fueron corriendo hacia la salida.

Marta se volvió a donde Galindo seguía haciendo el poste, periódico en mano. Le contó a su marido lo que había oído y vió como su cara se transformaba. Le desaparecieron las arrugas del entrecejo que venía manteniendo desde días atrás. Sonrió y cogiendo Marta del brazo se dirigió de nuevo hacia la sala de donde acababan de salir.

El Juez salía por una puerta lateral y por allí lo guió Marta. El Juez se estaba quitando la toga y hablando de ir a comer con un compañero.

- Sr. Juez, disculpe, debo hablar con Vd. urgentemente.

La voz, el tono y la autoridad del gesto de Galindo, paralizaron al Juez. No le cupo la menor duda de que Galindo tenía algo que decir, y que debía ser importante. Si terminó de quitar la toga y mirándole le contestó:

- Adelante señor Galindo. ¿Qué tema es ese que le urge?. Entiendo, por su forma de dirigirse a mí, que debe ser más importante que el almuerzo que teníamos previsto mi compañero y yo.

- Pues sí. Nos han tomado el pelo los dos suramericanos y el de la compañía de seguros. Nos han engañado, me han utilizado, y además, si no andamos listos, unos criminales quedarán libres.

Normalmente los jueces, cómo los médicos de la Seguridad Social, deben atender un número imposible de casos por hora, y se acumulan los expedientes. Obligadamente, con los años, se les va creando una impermeabilización ante cualquier otro evento que no sea la rutina de los procesos. Pero en este caso, Felipe Valladares, había tomado posesión del puesto de juez hacía sólo dos semanas, y tenía un hermano que trabajaba de abogado en la ONCE. Estas circunstancias hicieron que José Galindo fuera inusualmente bien recibido.

- Señor Galindo. Al no estar en antecedentes del curso de sus pensamientos, permítame que le diga que de poco de lo que ha dicho me he enterado. ¿Quiénes son los dos suramericanos?, En la vista que acabamos de realizar sólo había uno, un tal Emerenciano o algo así. ¿Por qué afirma la posibilidad de un crimen cuando Vd. mismo ha asegurado que el paso estaba franco para la circulación de vehículos?

- En efecto, Sr. Valladares, lleva Vd. razón. Esto requiere algo más de explicación, y si fuera posible, la presencia de algún responsable de la policía para que se encargue de tomar las medidas que se deriven de mi explicación.

- Bien, condescendió el Juez, vamos a hacerlo bien. Pasamos a la sala de reuniones, yo llamo al inspector Roberto, al que he visto hace un rato por aquí, me compro un bocadillo y una cerveza y empezamos en cinco minutos, tengo la próxima vista dentro de una hora. Tú Luís, - dijo dirigiéndose a su compañero, - si quieres, te vas o te quedas y tomas notas, esto puede ser interesante, por que estoy seguro que si no, el señor Galindo no habría venido a nosotros. En cuento a Vd. señora, - y ahora se dirigió a Marta - encantado de tenerla entre nosotros.

Los cinco minutos bastaron. El inspector, calvo, bajito y con bigote, entró en la sala acompañado de una tos de fumador. Traía una taza de café en la mano. Segundos después entraron Felipe Valladares, con su amigo Luis, con sendos bocadillos en la mano.

Valladares presentó al matrimonio Galindo.

- Robert, te presento a Don José Galindo y a su señora. Han sido testigos en la última vista que he tenido esta mañana. Parecía un caso claro de atropello a un peatón despistado, incluso Galindo con su testimonio ha venido a corroborar la hipótesis del abogado. Pero hace unos minutos ha entrado, con el deseo de que hagamos una nueva consideración del caso. Como a todas luces es una persona responsable creo que debemos oír lo que tenga que decirnos.

- Muchas gracias. Como manifesté en mi declaración, en el impacto se produjeron una sucesión de ruidos para los que no tenía explicación. Los que sólo nos valemos de los sonidos para imaginar el entorno, cuando algo no nos coincide nos quedamos pensando en que hemos interpretado mal. Yo llevaba desde el día del accidente dándole vueltas a lo ocurrido. Construí una teoría que me lo explicaba todo, pero me pareció tan rebuscada que la deseché.

Pero hoy, al terminar el juicio, pensé que igual descubría algo y me quedé oyendo salir a la gente de la sala. Hice como que leía un periódico para que no se me reconociera y esperé con los oídos atentos a conversaciones y pasos. Supongo que Vd. inspector, ha estado en esa situación de expectación, con la idea de captar alguna pista, aun sin saber exactamente cuál.

Y súbitamente “se me presentó el muerto”. Reconocí los pasos que había oído el día del accidente. Gracias a Marta, que actuó en este caso de Dr. Watson, captamos la conversación de Raúl-Emiliano, con un tal Jacinto, que es el muerto resucitado.

Aquí Marta repitió como se había acercado al grupo que hablaba con el abogado y la conversación que mantuvieron.

- Me dice Vd, que reconoció los pasos que había oído el día del accidente entre las personas que iban por el pasillo. Eso es imposible, - dijo el Inspector -.

- Inspector, no es imposible, si no más bien fácil. Más difícil es saber que Vd. tiene un bigote pequeño, como de pelos de entre 5 y 6 milímetros. ¿Por qué lo sé? Simplemente por el sonido de su servilleta de papel al limpiarse la boca después de terminar el café.

Para la identificación se puede organizar una rueda de reconocimiento con otras personas. No dude de que lo reconoceré, aunque se haga el cojo.

Entre Raúl-Emiliano y Jacinto, por encargo de un tercero, ese al que llamaron El Cornudo, planearon la muerte de Domingo Gil. Conocían mi itinerario y que a esas horas pasaba siempre por López de Hoyos. De alguna forma consiguieron que Domingo Gil saliese del domicilio y se encontrase en esa esquina. La carrera de Jacinto terminó empujando contra el suelo al pobre Gil, y de inmediato el automóvil lo aplastó. Jacinto hizo como que auxiliaba al caído (o lo remataba) y Raul-Emiliano salía del coche con el hipócrita ¡Dios mío!

De esta forma encajan todos los sonidos que percibí. Un primer golpe blando, las manos contra la espalda, una exhalación de aire, el golpe contra el asfalto y a continuación el impacto del coche.

- ¡Qué cabrones!, - gritó en Inspector Roberto – otro caso con sudacas. Luego dirán que soy racista. Me voy a lo mío. A Raúl-Emiliano lo tenemos fichado, y cantará, ¡Vaya que si cantará!, y el picha brava del Domingo Gil, que en paz descanse. Y al cornudo que ha soltado la pasta se le caerá el pelo y sólo le quedarán los cuernos. Y… Galindo, vé Vd. más que la mayoría de nosotros. Nos encontraremos en la carrera de reconocimiento, en la comisaría. Seguro que será un día especial. Traeremos a los periodistas y a la tele. Con el abogado, que seguro que algo ha sacado de esto, ni lo intento. Esos se escapan siempre. Señora, mis respetos.

Y así se desarrollaron los acontecimientos. Se repitió la vista, se condenaron a los culpables, y don José Galindo, que vivía en al anonimato feliz después de una vida de trabajo profesional, pasó durante unas semanas a ser actualidad en los medios de comunicación. El programa “El Inspector Robert te ve y Galindo te oye” fue motivo para una serie policiaca, que duró lo que todas, tres capítulos.

Madrid, 30 de Junio de 2009

Manuel Santos Greve