Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

La estrella, Herbert George Wells.

El día de Año Nuevo tres observatorios distintos señalaron casi
simultáneamente una perturbación en los movimientos del planeta Neptuno,
el más lejano de los que giran en torno del Sol.
Ya en el mes de diciembre el astrónomo Ogilvy había llamado la atención
del mundo científico sobre una sospechosa disminución de la velocidad
del planeta, noticia que apenas si conmovió a una docena de sabios de
esos que se pasan la vida con el telescopio asestado al firmamento. Y es
natural que así fuese, por cuanto a buena parte de los habitantes de la
Tierra no les interesa gran cosa lo que ocurre en un planeta cuya
existencia les es poco menos que desconocida.
Las gentes se preocuparon aún menos de las nuevas observaciones de
Ogilvy respecto a la aparición de un cuerpo celeste, animado y
lejanísimo, que había podido descubrir el referido astrónomo poco tiempo
después de comprobarse la disminución de velocidad del planeta Neptuno.
Los astrónomos dieron desde luego al asunto la importancia que merecía,
aumentando su intranquilidad cuando advirtieron que la masa
recientemente descubierta aumentaba cada día más de dimensiones, que se
hacía mas brillante, que sus movimientos eran por completo diferentes de
la revolución normal de los planetas y que la desviación de Neptuno y de
su satélite adquiría proporciones sin precedentes.
Sin tener cierto grado de cultura científica no puede uno darse exacta
idea del enorme aislamiento del sistema solar. El Sol, con sus planetas,
planetoides y cometas, flota en un vacío inmenso, que la imaginación
concibe difícilmente. Más allá de la órbita de Neptuno está el vacío sin
calor, luz ni sonido, el vacío incoloro y triste, prolongándose treinta
millones de veces un millón de kilómetros. Y téngase presente que esa
cifra abrumadora es la menor evaluación de la distancia que sería
preciso atravesar antes de llegar a la mas próxima de las estrellas.
Pues bien, excepto algunos cometas menos densos que la llama del
alcohol, ningún cuerpo celeste había atravesado, de memoria de hombre,
ese abismo espantoso.
Júzguese ahora cuánta no sería al comenzar el siglo presente la zozobra
de los sabios, viendo precipitarse inopinadamente en el sistema solar el
extraño vagabundo señalado por Ogilvy, cuerpo sólido y enorme sin duda,
a juzgar por las perturbaciones que originaba; temible intruso que
llegaba del tenebroso misterio de los cielos con aviesas intenciones…
El día 2 de enero todos los telescopios de algún fuste pudieron ver al
desconocido viajero sideral cerca de Régulo, en la constelación del
León. Su aspecto era el de un punto, de diámetro apenas sensible. En
pocas horas fue divisado con la ayuda de simples gemelos.
Aquellas personas amigas de leer periódicos en ambos hemisferios
pudieron enterarse el día 3 de que, en realidad, tenía inmensa
importancia la insólita aparición celeste. Un diario de Londres tituló
la noticia: Una colisión de planetas, y publicó la opinión de Duchaine,
según la cual este recién aparecido planeta chocaría probablemente con
Neptuno.
Los escritores profesionales trataron el asunto con la extensión
merecida; los cronistas y gacetilleros se encargaron luego de
familiarizar a los más legos en materias astronómicas con las ideas
vertidas por los sabios; la tinta de imprenta corrió a mares, y
veinticuatro horas después la mayor parte de las grandes capitales del
mundo se hallaban en la expectativa, aunque vaga desagradable, de un
inminente fenómeno astronómico.
Durante la noche del 5 de enero millones de ojos se fijaban en el cielo…
para no ver otra cosa que las antiguas y familiares estrellas, tan
brillantes y tranquilas como siempre lo habían estado.
El astro apareció en el cielo de Londres un poco antes, en esos momentos
en que Pólux desaparece y las estrellas comienzan a palidecer. Fue
aquélla una aurora tristísima de invierno londinense; aurora fría, sin
arreboles, silenciosa, de luz malsana que luchaba desventajosamente con
los mecheros de gas y los grandes focos eléctricos de los muelles del
Támesis.
Los soñolientos policemen distinguieron la estrella; las gentes de los
mercados, a pesar de no impresionarles extraordinariamente las cosas de
allá arriba, se pararon y permanecieron buen trecho mirando el astro;
los obreros camino de la obra, los repartidores de leche, los cocheros
de los furgones de correos, los trasnochadores que regresaban a sus
casas fatigados y pálidos, los vagabundos sin hogar, los centinelas en
sus garitas, el labrador en la campiña, los cazadores furtivos, los
vigías marinos, todo el mundo, en fin, que vive de noche, pudo admirar
la hermosa estrella que acababa de aparecer en el occidente.
La estrella era, sin duda, la más brillante del cielo, mucho más
refulgente que la admirable Estrella del Sur. Una hora después de salir
el Sol aún seguía despidiendo el maravilloso astro blanquísima luz.
Aquello fue considerado por el vulgo como anuncio de calamidades sin
cuento. Los astrónomos, cada vez mas preocupados, no abandonaban sus
observaciones.
En éstos se trocó pronto la primera sobreexcitación en verdadero terror,
al advertir que los dos lejanos astros, en su vertiginosa carrera,
parecían perseguirse.
Requiriéronse los aparatos fotográficos, los espectroscopios, todos los
instrumentos necesarios para estudiar el nuevo y sorprendente fenómeno
de la destrucción de un mundo. Porque era un mundo, un planeta hermano
del nuestro, mucho mayor que la Tierra, ciertamente, el que de modo tan
repentino se lanzaba hacia la muerte. Neptuno debía haber sido herido de
lleno por el astro extraño llegado de las profundidades del espacio, y a
consecuencia del choque, sus dos globos sólidos se habían convertido en
una inmensa masa incandescente.
El día 6, dos horas antes del alba, la estrella blanca y pálida
describió su órbita en el cielo y desapareció por el oeste.
Los mas maravillados eran los marinos, esos habituales contempladores de
las estrellas, a quienes no habían llegado aún las recientes
observaciones de los sabios. En sus peregrinaciones a través del océano
habían advertido la presencia del nuevo astro que, como una Luna
minúscula, subía, subía, hasta llegar al cénit, pasaba por encima de sus
cabezas, e iba, por último, a hundirse en el mar por el oeste con las
últimas sombras de la noche Cuando la estrella hizo su aparición en la
noche del 7, multitudes ansiosas espiaban su llegada en las pendientes
de las colinas, en las llanuras, en los tejados de los edificios. El
astro surgía precedido de un resplandor blanco parecido al brillo de un
incendio. Los que lo habían visto aparecer la noche antes exclamaban;
«¡Hoy es mayor! ¡Hoy es más deslumbrador!…» Efectivamente, la Luna
misma, próxima a desaparecer mas allá del horizonte occidental, era
mucho mas pequeña que la nueva estrella, comparando sus dimensiones
aparentes, y desde luego mucho menos brillante, a pesar de hallarse casi
en plenilunio.
-¡Miradla! -decían las gentes aglomeradas en las calles-. ¡Qué hermosa!
¡Qué brillante!
Entre tanto, en los oscuros observatorios, los sabios que seguían el
curso del fenómeno contenían la respiración y se interrogaban con su mirada…
-¡Se aproxima! ¡Está mas cerca! -Tales eran las terribles palabras de la
ciencia a cada nueva observación…
-Esta más cerca -repetía e) telégrafo, transmitiendo la alarmante nueva
a mulares de ciudades --Esta mas cerca -decían las gentes, sugestionadas
por la idea de una posible catástrofe. Los empleados en los escritorios
suspendían el trabajo para pensar en las fatídicas profecías de los
astrónomos; los transeúntes se detenían en las calles para interrogarse
sobre el significado inimaginable del amenazador «Está más cerca»… Y
esta intranquilidad, esta preocupación se extendía desde la ciudad a las
aldeas, desde las aldeas a los campos. Los que habían leído la noticia
sobre las azules cintas del telégrafo se apresuraban a comunicarla a
todo el que encontraban al paso Las damas aristocráticas supieron la
nada tranquilizadora nueva entre un vals y un rigodón. Sus bellas
boquitas sonrientes y frescas formularon, poco mas o menos, esta pregunta:
-¿Es de veras que se acerca? ¡Es curioso! ¡Esos astrónomos deben ser muy
hábiles cuando descubren horrores semejantes!.
Y las hermosas seguían sonriendo y bailando, sin importarles, después de
todo, que la estrella se aproximase o se alejase.
Las gentes sin casa ni hogar, obligadas a ir de un lado para otro
durante la noche glacial, con objeto de no morir de frío, se consolaban
mirando al cielo, y decían:
-¡Qué bien haces en acercarte! ¡La noche es tan fría como la caridad!…
¡Ven, si has de traer contigo calor bastante para reconfortar nuestros
miembros ateridos!
Una pobre mujer, arrodillada al lado de un cadáver y deshecha en
amarguísimo llanto, exclamaba:
-¡Y a mí qué puede ya importarme el que haya una estrella mas!
El estudiante, levantado con la aurora para repasar el programa de
exámenes, se distrajo de sus labores, y planteando un problema de física
astronómica, empezó a hacer cálculos y más cálculos, mientras que la
gran estrella blanca enviaba sobre la mesa de trabajo la pálida caricia
de su luz azulada.
-¡Centrífuga!.. ¡Centrípeta!… ¡Esto es!… -decía el estudiante, apoyando
la cabeza en la palma de la mano-. Detenido un planeta en su camino y
suprimida instantáneamente su fuerza centrífuga, ¿qué ocurriría? , Sin
duda, obedeciendo el planeta a su fuerza centrípeta, se precipitaría en
el Sol… y en ese caso .. Pero ¿nos encontramos nosotros en su camino?…
El día siguiente fue como los anteriores. Con los últimos jirones de las
tinieblas glaciales se elevó sobre el horizonte el extraño astro.
Despedía tanto brillo, que la Luna, en su cuarto creciente, parecía no
ser sino un pálido y amarillento espectro de la nueva estrella flotando
inmensa en su vaguedad del crepúsculo.
El matemático se hallaba delante de un pupitre atestado de papelotes.
Acababa en aquel momento sus cálculos. En un diminuto pomo veíanse aún
algunos gramos de la droga que le había sostenido despierto durante
cuatro eternas noches. Durante el día, el matemático daba sus clases
reglamentarias con la misma paciencia, con la misma sabiduría que de
costumbre. Luego, terminados los penosos deberes profesionales, volvía a
sus cálculos y a sus trabajos de sabio solitario.
Su grave fisonomía hallábase fatigada y exangüe a consecuencia de la
prolongadísima vigilia… Aquella noche el matemático se levantó de su
pupitre con aire de triunfo, llegóse a la ventana y contempló la
estrella como se mira a los ojos de un enemigo valeroso… «¡Puedes darme
la muerte -dijo el sabio-, pero ya te tengo como a todo el universo
dentro de estos estrechos límites de mi cerebro!… Y ahora -añadió
dirigiendo una mirada desdeñosa al pomo de la droga-, eres inútil,
sustancia maldita. ¡En verdad que ya no es necesario dormir ni estar
despierto!…»
Al día siguiente, el matemático entró en su cátedra con la puntualidad
acostumbrada. Colocó el sombrero encima de la mesa, según costumbre, y
cogió un pedazo de tiza. Era ésta una manía singularísima del maestro…
¡Imposible explicar sin aquel trocito de yeso entre los dedos!… Los
muchachos se burlaban donosamente de la curiosísima chifladura. El
matemático dirigió a sus discípulos una mirada tristísima… ¡Pobres
niños, tan frescos, tan sonrientes!… ¡Daba pena decirles nada!… Pero era
su deber de maestro y de sabio…
-Hijos míos -murmuró-, circunstancias especiales, ajenas por completo a
mi voluntad, van a impedirme acabar este curso… ¡Hablando claramente,
voy a deciros que el hombre ha vivido en vano!…
Los muchachos empezaron a comprender…
Aquella noche la estrella hizo su aparición más tarde, porque su propio
movimiento hacia el este la había arrastrado un poco, desde la
constelación del León hacia la de la Virgen. Su brillo era tan intenso
que el cielo, a medida que aquélla se elevaba, fue adquiriendo una
coloración luminosa. Las estrellas, a excepción de Júpiter, Capella,
Aldebarán, Sino y los Perros de la Osa, palidecieron cada vez más
borrándose del firmamento. En muchos países del mundo pudo observarse
que el nuevo astro presentaba aquella noche un rabo grandísimo. A simple
vista se notaba ya el aumento de volumen. Contemplando la estrella desde
los puntos inmediatos a los trópicos, parecía tener la cuarta parte de
las dimensiones de la Luna.
Lo mas extraño era que, no obstante la pequeñez de aquella segunda Luna,
su luz era tan viva que podía leerse, sin gran esfuerzo, en plena calle
un periódico o un libro.
La noche del 10 de enero no durmió nadie en la Tierra. De las campiñas,
como de las grandes ciudades, subía un sordo murmullo, semejante al
zumbido de una colmena. El lento tañir de millares de campanas recordaba
al hombre en toda la cristiandad que había llegado el momento de pedir a
Dios misericordia.
Ajena a estas angustias humanas, la estrella blanca y pálida seguía
inmutable su carrera desesperada a través del espacio, inundando de
claridad terrorífica este pobre mundo sublunar. Los mares que rodean a
los países civilizados eran surcados por enjambres de barcos, llevando a
bordo centenares de pasajeros.
Los barcos huían hacia el norte. Porque el aviso del matemático famoso
había sido ya telegrafiado a todo el mundo y traducido a todos los idiomas.
El nuevo planeta y Neptuno, confundidos en un abrazo de fuego, avanzaban
vertiginosamente con dirección al Sol. A cada segundo, la enorme masa
incandescente franqueaba centenas de kilómetros.
Acaso el peligro no debía ser tan inmediato como aseguraba la ciencia.
Según los cálculos de los astrónomos, el nuevo planeta debía pasar a 150
millones de kilómetros de la Tierra; de modo que su influencia debía ser
escasa. Pero cerca de su camino previsto, hasta entonces nada
perturbado, se encontraban el enorme planeta Júpiter y sus lunas girando
espléndidamente en torno del Sol La atracción entre la estrella
deslumbradora y el mayor de los planetas crecía ya por momentos. ¿Y cuál
iba a ser el resultado de esa atracción? Sin duda, Júpiter se desviaría
de su órbita haciendo una curva elíptica, y la estrella ardiente,
separada por atracción de su marcha hacia el Sol, describiría una curva
y quizá chocaría con la Tierra o, al menos, pasaría muy cerca de ella.
En cuanto a las consecuencias de esta aproximación, ya nos había
profetizado así el terrible matemático: «Terremotos, erupciones
volcánicas, ciclones, altas mareas, ríos desbordados y una elevación
constante y regular de la temperatura hasta límites imposibles de
calcular.» La estrella seguía brillando con siniestros fulgores en la
inmensidad del firmamento, como si tratara de confirmar los tristes
vaticinios de la ciencia. Su luz fría y lívida era así como el anuncio
inmutable del próximo cataclismo.
Muchas personas que hasta aquella noche no la habían mirado con
atención, pararon mientes en ella y advirtieron que, en efecto, el
fatídico astro se aproximaba a ojos vistas. Y aquella noche comenzaron
ya a sentirse los efectos de la aproximación. El tiempo cambió
bruscamente, convirtiéndose las ráfagas heladas de enero en brisas
templadas de primavera. En toda la Europa central se inició el deshielo.
No vaya a imaginarse el lector que porque hayamos hablado antes de
muchedumbres elevando al cielo sus plegarias durante la noche, o
refugiándose a bordo de los buques o huyendo en dirección a las
montañas, se encontraba ya el mundo presa del terror infundido por la
estrella. Nada de eso. El uso y la costumbre seguían aún dirigiendo a
los humanos. Aparte de que las conversaciones versaban casi siempre en
los momentos de ocio sobre el amenazador fenómeno astronómico, el 90% de
los hombres continuaba entregado a sus quehaceres habituales. Las
tiendas y almacenes abrían y cerraban sus puertas a sus horas de
costumbre, los médicos y las empresas funerarias proseguían su
productiva industria, los obreros concurrían a las fábricas, los
soldados hacían el ejercicio, los sabios estudiaban, los enamorados se
buscaban, los ladrones realizaban sus fechorías, los políticos
redactaban sus programas de gobierno, las rotativas de los grandes
diarios funcionaban con febril actividad. Más de un párroco se negó
obstinadamente a abrir las puertas de la casa de Dios a las gentes
atemorizadas afirmando que el pánico de aquellos insensatos era absurdo
e impío.
Los periódicos recordaban que en el año 1000 los pueblos habían sentido
algo parecido, creyendo próximo el fin del mundo. No faltaba algún
astrónomo que, con la autoridad de su saber, intentara tranquilizar a la
humanidad, asegurando que, después de todo, la estrella no era acaso un
cuerpo sólido, sino una masa de gases inflamados, y que su choque con la
Tierra, de verificarse éste, no podía tener las consecuencias
desastrosas que alguien había vaticinado.
Aquella noche, precisamente según los avisos del Observatorio de
Greenwich, la estrella iba a encontrarse en el punto más próximo a
Júpiter. Los habitantes de la Tierra sabían desde aquel momento el giro
que debían tomar las cosas. Los cálculos y profecías del gran matemático
eran calificados por muchos escépticos de hábil y laborioso reclamo. Por
último, el buen sentido, algo acalorado por las discusiones, evidenció
sus convicciones inalterables yéndose a acostar.
Y esto no ocurrió sólo en los países civilizados; también en las
regiones del planeta donde domina la barbarie, las multitudes, cansadas
de mirar al cielo, se entregaron al descanso, o se diseminaron por las
selvas para entregarse a la caza o a las dulzuras del amor…
Al comenzar la noche del día inmediato, los europeos que seguían con
interés el fenómeno, vieron elevarse la estrella una hora mas tarde que
de costumbre, sin que, aparentemente, hubiera aumentado el tamaño.
Huelga decir que los vaticinios fúnebres del gran matemático empezaron a
servir de tema jocoso. Nadie tomaba ya la cosa en seno. Esta agradable
incredulidad duró poco. La verdad era que la estrella crecía de nuevo,
que crecía de hora en hora con una terrible persistencia, que cada
minuto que pasaba eran más brillantes sus rayos, más inquietante su
aspecto. Entonces dijo un periódico que si la estrella seguía su marcha
hacia la Tierra en línea recta, si no ejercía sobre ella influencia la
atracción de Júpiter, podría salvar la distancia intermedia en
veinticuatro horas.
No fue así, sin embargo; la estrella empleó mas de cinco días en
acercarse a nuestro planeta. Durante la noche inmediata su volumen
aparente era el de una tercera parte de la Luna, Cuando apareció sobre
el horizonte en América tenía el mismo tamaño que nuestro satélite,
despidiendo una claridad cegadora y, si vale la palabra, quemante.
A medida que ascendía la estrella en el firmamento aumentaba la
violencia del aire, un aire caliente como el que precede a las
tempestades de verano. En Virginia, en el Brasil y en el valle de San
Lorenzo el astro brillaba de modo intermitente, a través de densas masas
de nubes que corrían con velocidades y aspectos fantásticos, iluminadas
a veces por relámpagos de color violeta oscuro, y que arrojaban de vez
en cuando sobre la Tierra granizadas de una violencia desconocida. En
Manitoba ocurrieron inundaciones terribles por la rápida fusión de los
hielos. La nieve empezó a derretirse aquella noche en todas las montañas
de la Tierra. Los grandes ríos que procedían del interior de los
continentes empezaron a arrastrar en sus aguas enturbiadas cadáveres de
personas y de animales, que quedaban luego depositados sobre las tierras
bajas. Los desbordamientos se sucedían cada vez mayores, arrasando
ciudades y devastando campiñas. Las muchedumbres huían del mortal abrazo
de las aguas, escalando en confuso tropel las montañas.
En todo el litoral de la América del Sur y en el Atlántico austral
llegaron las mareas a un nivel jamás conocido. Las tempestades empujaron
las aguas tierra adentro cuarenta y cincuenta kilómetros; muchas
ciudades enteras quedaron por completo sumergidas.
El calor se hizo insoportable aquella noche; como que la aparición del
Sol a la mañana siguiente pareció llevar consigo la frescura de las
sombras de la noche.
Los terremotos eran ya violentísimos y numerosos, especialmente en toda
América, desde el Círculo Ártico al cabo de Hornos. Ante aquel incesante
trepidar de la tierra, abriéronse los flancos de las montañas,
desaparecieron islas y promontorios, se desplomaron a millares edificios
y muros, aplastando un número incalculable de gentes. Una vertiente del
Cotopaxi se hundió tras de rápida y vasta convulsión, dejando paso a un
mar de lava tan alto, tan ancho, tan rápido y tan fluido que sólo tardó
un día en llegar al océano.
La estrella, escoltada por la oscurecida Luna, atravesó el Pacífico,
llevando en pos de sí, como si fueran los paños flotantes de una túnica,
el huracán y la ola gigantesca, espumosa y destructora; el huracán y la
ola, inconscientes trabajadores de la muerte, ejecutando su siniestra
obra sobre las islas, hasta no dejar rastro humano sobre ellas…
Hubo ya un momento en que la ola creció hasta convertirse en muralla
líquida de veinte metros de altura y que, rugiendo con intensidad
espantosa, rebasó las extensas costas de Asia, precipitándose en las
vastas llanuras de China. La estrella, cada vez más fulgurante, mas
enorme y más ardiente que el Sol en toda su fuerza, era contemplada por
millones de hombres enloquecidos por el pánico, que huían, huían, sin
derrotero fijo, mientras que la muralla de agua salobre avanzaba sobre
los campos, penetraba en las ciudades y sembraba por doquier la
destrucción y la muerte.
La gran estrella pasó como un globo de fuego por encima del Japón, de
Java y de todas las islas del Asia oriental. Densas nubes producidas por
el humo y la ceniza de los volcanes la ocultaban en ocasiones. Cuando
reaparecía sobre el firmamento era para hacer brillar con mas fuerza los
torrentes de lava que surgían de las entrañas de la tierra y los
inmensos espacios de terrenos anegados por el mar. Las inmemoriales
nieves del Tibet y de! Himalaya, al fundirse, se precipitaron sobre las
llanuras de Birmania y del Indostán a través de millones de canales. El
rebaño humano huía a lo largo de los caminos, siguiendo las márgenes de
los ríos, hacia el mar, última esperanza de salvación de los hombres en
todos los grandes cataclismos terrestres.
El océano tropical había perdido su fosforescencia; torbellinos gaseosos
se elevaban de la superficie de las aguas. Ocurrió entonces un prodigio.
Los que esperaban en Europa la salida del astro creyeron que la Tierra
había cesado de girar al advertir una noche la ausencia de la estrella.
En medio de una incertidumbre espantosa transcurrieron horas y mas horas
sin que apareciese en el horizonte el astro amenazador. Por primera vez
desde hacía mucho tiempo pudieron contemplar los hombres la
magnificencia del cielo estrellado. Diez horas después surgió la
estrella. El Sol salió a los pocos minutos; su masa incandescente
parecía un disco sombrío, recostándose sobre el fondo luminoso y blanco
de la estrella.
Calamidades sin cuento seguían afligiendo a la Tierra. En una noche se
inundó toda la llanura del Indostán desde el Indo hasta las bocas del
Ganges. De la extensa sábana líquida se elevaban los techos de los
palacios y templos y las cumbres de las colmas, hormigueantes de seres
humanos. Cada minarete era una masa confusa de gentes que caían en
racimos sobre el negro abismo de sus aguas a medida que el calor y el
pánico aumentaban. Del país entero partía un lamento ininterrumpido y
penetrante. De improviso, una masa oscura empezó a ascender sobre el
horizonte y pasó por delante de la estrella con una rapidez aterradora.
Aquella masa opaca y sombría era la Luna. Muy pronto pudo observarse en
Europa que el Sol y la estrella salían simultáneamente. Ambos astros
parecían perseguirse al principio con furia; luego disminuían su carrera
y se detenían en el cénit confundidos en flamígero abrazo. La Luna no
eclipsaba ya a la estrella, y parecía alejarse en el esplendor de los
cielos. Aunque la mayoría de los humanos que quedaban con vida
contemplaban este grandioso espectáculo con la estupidez que engendran
el hambre, la fatiga, el calor y la desesperación, hubo alguien, sin
embargo, que supo apreciar el significado de aquel aparente alejamiento
de la Luna y aquella aparente persecución del Sol por el nuevo astro.
Sí; la estrella y la Tierra, después de haberse encontrado cerca,
comenzaban a separarse. El astro perturbador se alejaba con velocidad
vertiginosa en la última fase de su caída hacia el Sol. Entonces
cubrióse el cielo de nubes, el trueno y los relámpagos tejieron su malla
terrorífica en torno del mundo, y un nuevo diluvio cayó sobre la Tierra.
Allí donde los volcanes habían vomitado mares de lava, se extendían
ahora mares de cieno. Muchos días transcurrieron así. El impetuoso
desbordamiento de las aguas destruyó lo que había dejado en pie la
reciente caricia hecha a la Tierra por la estrella. Algunos terremotos
concluyeron la obra de destrucción. Pasaron semanas y meses. La estrella
había pasado para siempre. Los hombres, impulsados por el hambre,
recobraron sus energías, entraron en las ruinosas ciudades y en los
graneros incendiados y medio sumergidos, y se extendieron por las
pantanosas llanuras. Los pocos barcos que habían logrado escapar de las
tempestades arribaron desmantelados y lastimosos, después de sondear con
precaución las entradas de sus puertos, para no encallar en los recién
aparecidos arrecifes que ahora obstruían los antes despejados y
profundos canales de ingreso.
Cuando se calmaron las tempestades, advirtieron los hombres en toda la
extensión de la Tierra que los días eran más cálidos, que el Sol era
mayor y que la Luna, que había disminuido en dos terceras partes,
presentaba sus fases en ochenta y cuatro días.
La presente historia nada dice de la nueva fraternidad nacida entre los
humanos, ni de cómo lograron conservarse las leyes, los libros y las
máquinas, ni del extraño cambio operado en Islandia, en Groenlandia y en
el litoral del mar de Baffin, países desolados y yermos con anterioridad
al cataclismo y ahora alegres y abundantes de vegetación, cual pudieran
comprobar los marinos en sus nuevas expediciones. Tampoco dice nada la
presente historia acerca de un fenómeno curioso determinado por la
catástrofe, y que consistía en haberse trasladado toda la actividad
humana hacia el norte y el sur de la Tierra, abandonando por
inhospitalarias y abrasadas aquellas regiones que antes del cataclismo
fueron su residencia habitual. Nuestro papel de historiadores se limita
a esto; a dar cuenta de la aparición y desaparición de la terrible estrella.
Ahora bien; los astrónomos de Marie -porque es cosa averiguada que en
Marte existen astrónomos, si bien difieren en su conformación física de
sus colegas terrestres- siguieron con especial interés el admirable
fenómeno, y consignaron así, según parece, sus observaciones:
«Teniendo en cuenta la masa y la temperatura del proyectil lanzado a
través de nuestro sistema solar, es para causar sorpresa el poco daño
que ha sufrido la Tierra, no obstante haberse encontrado a tan escasa
distancia del viajero sideral. Puede observarse, en efecto, que siguen
inalterables todas las antiguas demarcaciones de continentes y las masas
oscuras de los mares. La única diferencia perceptible es una disminución
de las grandes manchas blancas que en un tiempo circundaban los polos, y
que, según todas las probabilidades, eran agua congelada.»
Estas palabras de los sabios marcianos demuestran sencillamente cuan
poca cosa puede parecer la mayor de las catástrofes humanas contemplada
a una distancia de algunos millones de kilómetros.