Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Gaudí en Manhattan.

Carlos Ruiz Zafón.
Gaudí en Manhattan.
 
Años más tarde, al contemplar el cortejo fúnebre de mi maestro desfilar por el paseo de Gràcia, recordé el año en que conocí a Gaudí y mi destino cambió
para siempre. Aquel otoño, yo había llegado a Barcelona para ingresar en la escuela de arquitectura. Mis sueños de conquistar la ciudad de los arquitectos
dependían de una beca que apenas cubría el coste de la matrícula y el alquiler de un cuarto en una pensión de la calle del Carme. A diferencia de mis compañeros
de estudios con trazas de señorito, mis galas se reducían a un traje negro heredado de mi padre que me venía cinco tallas más ancho y dos más corto de
la cuenta. En marzo de 1908, mi tutor, don Jaume Moscardó, me convocó a su despacho para evaluar mi progreso y, sospeché, mi infausta apariencia.
—Parece usted un pordiosero, Miranda —sentenció—. El hábito no hace al monje, pero al arquitecto ya es otro cantar. Si anda corto de emolumentos, quizá
yo pueda ayudarlo. Se comenta entre los catedráticos que es usted un joven despierto. Dígame, ¿qué sabe de Gaudí?
«Gaudí». La sola mención de aquel nombre me producía escalofríos. Había crecido soñando con sus bóvedas imposibles, sus arrecifes neogóticos y su primitivismo
futurista. Gaudí era la razón por la que deseaba convertirme en arquitecto, y mi mayor aspiración, amén de no perecer de inanición durante aquel curso,
era llegar a absorber una milésima de la matemática diabólica con la que el arquitecto de Reus, mi moderno Prometeo, sostenía el trazo de sus creaciones.
—Soy el mayor de sus admiradores —atiné a contestar.
—Ya me lo temía.
Detecté en su tono aquel deje de condescendencia con el que, ya por entonces, solía hablarse de Gaudí. Por todas partes sonaban campanas de difuntos para
lo que algunos llamaban modernismo, y otros, simplemente, afrenta al buen gusto. La nueva guardia urdía una doctrina de brevedades, insinuando que aquellas
fachadas barrocas y delirantes que con los años acabarían por conformar el rostro de la ciudad debían ser crucificadas públicamente. La reputación de Gaudí
empezaba a ser la de un loco huraño y célibe, un iluminado que despreciaba el dinero (el más imperdonable de sus crímenes) y cuya única obsesión era la
construcción de una catedral fantasmagórica en cuya cripta pasaba la mayor parte de su tiempo ataviado como un mendigo, tramando planos que desafiaban
la geometría y convencido de que su único cliente era el Altísimo.
—Gaudí está ido —prosiguió Moscardó—. Ahora pretende colocar una Virgen del tamaño del coloso de Rodas encima de la casa Milà, en pleno paseo de Gràcia.
Té collons. Pero, loco o no, y esto que quede entre nosotros, no ha habido ni volverá a haber un arquitecto como él.
—Eso mismo opino yo —aventuré.
—Entonces ya sabe usted que no vale la pena que intente convertirse en su sucesor.
El augusto catedrático debió de leer la desazón en mi mirada.
—Pero a lo mejor puede usted convertirse en su ayudante. Uno de los Llimona me comentó que Gaudí necesita alguien que hable inglés, no me pregunte para
qué. Lo que necesita es un intérprete de castellano, porque el muy cabestro se niega a hablar otra cosa que no sea catalán, especialmente cuando le presentan
a ministros, infantas y principitos. Yo me ofrecí a buscar un candidato. Du llu ispic inglich, Miranda?
Tragué saliva y conjuré a Maquiavelo, santo patrón de las decisiones rápidas.
—A litel.
—Pues congratuleixons, y que Dios lo pille a usted confesado.
Aquella misma tarde, rondando el ocaso, emprendí la caminata rumbo a la Sagrada Familia, en cuya cripta Gaudí tenía su estudio. En aquellos años, el Ensanche
se desmenuzaba a la altura del paseo de Sant Joan. Más allá se desplegaba un espejismo de campos, fábricas y edificios sueltos que se alzaban como centinelas
solitarios en la retícula de una Barcelona prometida. Al poco, las agujas del ábside del templo se perfilaron en el crepúsculo, puñales contra un cielo
escarlata. Un guarda me esperaba a la puerta de las obras con una lámpara de gas. Lo seguí a través de pórticos y arcos hasta la escalinata que descendía
al taller de Gaudí. Me adentré en la cripta con el corazón latiéndome en las sienes. Un jardín de criaturas fabulosas se mecía en la sombra. En el centro
del estudio, cuatro esqueletos pendían de la bóveda en un macabro ballet de estudios anatómicos. Bajo esa tramoya espectral encontré a un hombrecillo de
cabello cano con los ojos más azules que he visto en mi vida y la mirada de quien ve lo que los demás sólo pueden soñar. Dejó el cuaderno en el que esbozaba
algo y me sonrió. Tenía sonrisa de niño, de magia y misterios.
—Moscardó le habrá dicho que estoy como un llum y que nunca hablo español. Hablarlo lo hablo, aunque sólo para llevar la contraria. Lo que no hablo es
inglés, y el sábado me embarco para Nueva York. Vostè sí el parla l’anglès, oi, jove?
Aquella noche me sentí el hombre más afortunado del universo compartiendo con Gaudí conversación y la mitad de su cena: un puñado de nueces y hojas de
lechuga con aceite de oliva.
—¿Sabe usted lo que es un rascacielos?
A falta de experiencia personal en la materia, desempolvé las nociones que en la facultad nos habían impartido acerca de la escuela de Chicago, los armazones
de aluminio y el invento del momento, el ascensor Otis.
—Bobadas —atajó Gaudí—. Un rascacielos no es más que una catedral para gente que, en vez de creer en Dios, cree en el dinero.
Supe así que Gaudí había recibido una oferta de un magnate para construir un rascacielos en plena isla de Manhattan y que mi función era actuar como intérprete
en la entrevista que debía tener lugar al cabo de nueve días en el Waldorf-Astoria entre Gaudí y el enigmático potentado. Pasé los tres días siguientes
encerrado en mi pensión repasando gramáticas de inglés como un poseso. El viernes, al alba, tomamos el tren hasta Calais, donde debíamos cruzar el canal
hasta Southampton para embarcar en el Lusitania. Tan pronto abordamos el crucero, Gaudí se retiró al camarote envenenado de nostalgia de su tierra. No
salió hasta el atardecer del día siguiente, cuando lo encontré sentado en la proa contemplando el sol desangrarse en un horizonte prendido de zafiro y
cobre. «Això sí és arquitectura, feta de vapor i de llum. Si vol aprendre, ha d’estudiar la natura». La travesía se convirtió para mí en un curso acelerado
y deslumbrante. Todas las tardes recorríamos la cubierta y hablábamos de planos y ensueños, incluso de la vida. A falta de otra compañía, y quizá intuyendo
la adoración religiosa que me inspiraba, Gaudí me brindó su amistad y me mostró los bosquejos que había hecho de su rascacielos, una aguja wagneriana que,
de hacerse realidad, podía convertirse en el objeto más prodigioso jamás construido por la mano del hombre. Las ideas de Gaudí cortaban la respiración,
y aun así no pude dejar de advertir que no había calor ni interés en su voz al comentar el proyecto. La noche anterior a nuestra llegada me atreví a hacerle
la pregunta que me carcomía desde que habíamos zarpado: ¿por qué deseaba embarcarse en un proyecto que podía llevarle meses, o años, lejos de su tierra
y sobre todo de la obra que se había convertido en el propósito de su vida? «De vegades, per fer l’obra de Déu cal la mà del dimoni». Me confesó entonces
que si se avenía a erigir aquella torre babilónica en el corazón de Manhattan, su cliente se comprometería a costear la terminación de la Sagrada Familia.
Aún recuerdo sus palabras: «Déu no té pressa, però jo no viuré per sempre…».
Llegamos a Nueva York al atardecer. Una niebla malévola reptaba entre las torres de Manhattan, la metrópoli perdida en fuga bajo un cielo púrpura de tormenta
y azufre. Un carruaje negro nos esperaba en los muelles de Chelsea y nos condujo luego por cañones tenebrosos hacia el centro de la isla. Espirales de
vapor brotaban entre los adoquines y un enjambre de tranvías, carruajes y estruendosos mecanoides recorrían furiosamente aquella ciudad de colmenas infernales
apiladas sobre mansiones de leyenda. Gaudí observaba el espectáculo con mirada sombría. Sables de luz sanguinolenta acuchillaban la ciudad desde las nubes
cuando enfilamos la Quinta Avenida y vislumbramos la silueta del Waldorf-Astoria, un mausoleo de mansardas y torreones sobre cuyas cenizas se alzaría veinte
años más tarde el Empire State Building. El director del hotel acudió a darnos la bienvenida personalmente y nos informó de que el magnate nos recibiría
al anochecer. Yo iba traduciendo al vuelo; Gaudí se limitaba a asentir. Fuimos conducidos hasta una lujosa habitación en la sexta planta desde la que se
podía contemplar toda la ciudad sumergiéndose en el crepúsculo. Le di al mozo una buena propina y averigüé así que nuestro cliente vivía en una suite situada
en el último piso y nunca salía del hotel. Cuando le pregunté qué clase de persona era y qué aspecto tenía, me respondió que él no lo había visto jamás,
y partió a toda prisa. Llegada la hora de nuestra cita, Gaudí se incorporó y me dirigió una mirada angustiada. Un ascensorista ataviado de escarlata nos
esperaba al final del corredor. Mientras ascendíamos, observé que Gaudí palidecía, apenas capaz de sostener la carpeta con sus bocetos. Llegamos a un vestíbulo
de mármol frente al que se abría una larga galería. El ascensorista cerró las puertas a nuestras espaldas y la luz de la cabina se perdió en las profundidades.
Fue entonces cuando advertí la llama de una vela que avanzaba hacia nosotros por el corredor. La sostenía una figura esbelta enfundada en blanco. Una larga
cabellera negra enmarcaba el rostro más pálido que recuerdo, y sobre él, dos ojos azules que se clavaban en el alma. Dos ojos idénticos a los de Gaudí.
—Welcome to New York.
Nuestro cliente era una mujer. Una mujer joven, de una belleza turbadora, casi dolorosa de contemplar. Un cronista victoriano la habría descrito como un
ángel, pero yo no vi nada angelical en su presencia. Sus movimientos eran felinos; su sonrisa, reptil. La dama nos condujo hasta una sala de penumbras
y velos que prendían con el resplandor de la tormenta. Tomamos asiento. Uno a uno, Gaudí fue mostrando sus bosquejos mientras yo traducía sus explicaciones.
Una hora, o una eternidad, más tarde, la dama me clavó la mirada y, relamiéndose de carmín, me insinuó que en ese momento debía dejarla a solas con Gaudí.
Miré al maestro de reojo. Gaudí asintió, impenetrable. Combatiendo mis instintos, lo obedecí y me alejé hacia el corredor, donde la cabina del ascensor
ya abría sus puertas. Me detuve un instante para mirar atrás y contemplé cómo la dama se inclinaba sobre Gaudí y, tomando su rostro entre las manos con
infinita ternura, lo besaba en los labios. Justo entonces, el aliento de un relámpago prendió en la sombra, y por un instante me pareció que no había una
dama junto a Gaudí, sino una figura oscura y cadavérica, con un gran perro negro tendido a sus pies. Lo último que vi antes de que el ascensor cerrase
sus puertas fueron las lágrimas sobre el rostro de Gaudí, ardientes como perlas envenenadas. Al regresar a la habitación, me tendí en el lecho con la mente
asfixiada de náusea y sucumbí a un sueño ciego. Cuando las primeras luces me rozaron el rostro, corrí hasta la cámara de Gaudí. El lecho estaba intacto
y no había señales del maestro. Bajé a recepción a preguntar si alguien sabía algo de él. Un portero me dijo que una hora antes lo había visto salir y
perderse Quinta Avenida arriba, donde un tranvía había estado a punto de arrollarlo. Sin poder explicar muy bien por qué, supe exactamente dónde lo encontraría.
Recorrí diez bloques hasta la catedral de St. Patrick, desierta a aquella hora temprana. Desde el umbral de la nave vislumbré la silueta del maestro arrodillado
frente al altar. Me aproximé y me senté a su lado. Me pareció que su rostro había envejecido veinte años en una noche, adoptando aquel aire ausente que
lo acompañaría hasta el final de sus días. Le pregunté quién era aquella mujer. Gaudí me miró, perplejo. Comprendí entonces que sólo yo había visto a la
dama de blanco y, aunque no me atreví a suponer qué fue lo que había visto Gaudí, tuve la certeza de que su mirada había sido la misma. Aquella misma tarde
embarcamos de regreso. Contemplábamos Nueva York desvanecerse en el horizonte cuando Gaudí extrajo la carpeta con sus bocetos y la lanzó por la borda.
Horrorizado, le pregunté qué pasaría entonces con los fondos necesarios para terminar las obras de la Sagrada Familia. «Déu no té pressa i jo no puc pagar
el preu que se’m demana».
Mil veces le pregunté durante la travesía qué precio era ése y cuál era la identidad del cliente que habíamos visitado. Mil veces me sonrió, cansado, negando
en silencio. Al llegar a Barcelona, mi empleo de intérprete ya no tenía razón de ser, pero Gaudí me invitó a visitarlo siempre que lo deseara. Volví a
la rutina de la facultad, donde Moscardó esperaba ansioso por sonsacarme.
—Fuimos a Manchester a ver una fábrica de remaches, pero volvimos a los tres días porque Gaudí dice que los ingleses sólo comen buey cocido y le tienen
ojeriza a la Virgen.
—Té collons.
Tiempo después, en una de mis visitas al templo, descubrí en uno de los frontones un rostro idéntico al de la dama de blanco. Su figura, entrelazada en
un remolino de serpientes, insinuaba un ángel de alas afiladas, luminoso y cruel. Gaudí y yo nunca volvimos a hablar de lo sucedido en Nueva York. Aquel
viaje siempre sería nuestro secreto. Con los años me convertí en un arquitecto aceptable y, merced a la recomendación de mi maestro, obtuve un puesto en
el taller de Hector Guimard en París. Fue allí donde, veinte años después de aquella noche en Manhattan, recibí la noticia de la muerte de Gaudí. Tomé
el primer tren para Barcelona, justo a tiempo de ver pasar el cortejo fúnebre que lo acompañaba hasta su sepultura en la misma cripta donde nos habíamos
conocido. Aquel día envié mi renuncia a Guimard. Al atardecer rehíce el camino hasta la Sagrada Familia que había recorrido para mi primer encuentro con
Gaudí. La ciudad abrazaba ya el recinto de las obras y la silueta del templo escalaba un cielo sangrado de estrellas. Cerré los ojos y, por un momento,
pude verlo terminado tal y como sólo Gaudí lo había visto en su imaginación. Supe entonces que dedicaría mi vida a continuar la obra de mi maestro, consciente
de que, tarde o temprano, habría de entregar las riendas a otros, y ellos, a su vez, harían lo propio. Porque, aunque Dios no tiene prisa, Gaudí, dondequiera
que esté, sigue esperando.
 
 
Gaudí en Manhattan.
Carlos Ruiz Zafón.