Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

La esfera de cristal.

H. G. Wells. 
La esfera de cristal.
 
El año pasado existía aún, no tejos de Los Siete Cuadrantes, una tiendecilla de aspecto mísero, sobre cuya muestra, en letras amarillas y medio borradas,
se leía. «C Cave, naturalista y anticuario». El contenido de los escaparates era curiosamente variado. Encerraban aquellos, en efecto, colmillos de elefante,
un juego de ajedrez incompleto, cacharros de cristal, armas, un muestrario de ojos de animales, dos cráneos de tigre, una calavera, vanos monos disecados
(uno de ellos sirviendo de soporte a una vieja lámpara de petróleo), un huevo de avestruz con deyecciones de moscas, artes de pesca y una pecera vacía
y empolvadísima. También había, en el momento de dar comienzo a esta historia, un objeto de cristal en forma de bola, maravillosamente translúcida.
Dos personas permanecían paradas ante el escaparate contemplando la cristalina esfera: una de ellas, alta y seca, con todo el aspecto de un clérigo; la
otra, baja y enjuta, de tez cobriza y negra barba. Este segundo individuo hablaba gesticulando con vivacidad y parecía querer decidir a su compañero a
comprar el objeto contemplado.
Mientras se desarrollaba esta escena de puertas afuera, el señor Cave salió de la trastienda mascullando todavía la última tostada de su desayuno.
Al advertir la presencia de los presuntos compradores y la causa de su atención, mostró cierta intranquilidad. Lanzando una mirada furtiva por encima del
hombro, acercóse a la puerta y la cerró con suavidad.
Era el señor Cave un viejecillo de apergaminada y casi verdosa cara, cuyo rasgo saliente lo constituían unos ojos azules clarísimos y en extremo movibles
Los cabellos, de un gris sucio caían en abundante cascada sobre el grasiento cuello de una levita verdosa y en extremo raída. Añadid a estos detalles un
sombrero de copa, de forma inverosímil, y unas pantuflas de orillo de edad respetable, y tendréis una idea bastante aproximada del famoso anticuario.
Como ya he dicho, la persistencia de los dos desconocidos !e había intranquilizado hasta un extremo indecible. Presa de gran ansiedad, espiaba los movimientos
de aquellos hombres
El que parecía un clérigo se registró los bolsillos del pantalón, saco un puñado de monedas y sonrió con cierta complacencia. Este gesto aumentó la zozobra
del señor Cave quien creyó que se le venia el mundo encima al observar que ¡os dos extraños personales entraban en la tienda
El clérigo, sin entrar en preámbulos, preguntó el precio de la bola de cristal. Después de dirigir el señor Cave una mirada inquieta hacia la trastienda,
contestó, la voz algo velada por la emoción
—Este objeto vale cinco guineas, caballero.
Parecióle al clérigo bastante caro, y así lo manifestó a su compañero, intentando luego entrar en regateos. La verdad es que, al pedir el anticuario una
cantidad tan elevada, lo hacía obedeciendo a un plan, el de dificultar la venta. Comprendiendo que no debía mostrarse dispuesto a condescendencias, avanzó
con dirección a la puerta y la abrió, no sin decir con acento algo más vigoroso que la vez primera
—Cinco guineas, señores. Me es imposible darlo más barato.
En este momento apareció una fisonomía femenina, animada por vivarachos ojillos, tras del biombo situado ante la puerta de la trastienda. No pasó inadvertida
para el señor Cave la presencia al paño de este cuarto personaje. Sacando fuerzas de flaqueza, aunque sin poder disimular completamente el temor que le
embargaba, repitió:
—Nada, señores… ¡Ni un céntimo menos!… Cinco guineas, si lo quieren.
El hombre barbudo, que hasta entonces había permanecido de simple espectador, examinando con su penetrante mirada al señor Cave, rompió el silencio diciendo:
—Dele usted las cinco guineas.
El clérigo se volvió hacia su acompañante para ver si hablaba en serio, y cuando se convenció de ello, tornó a mirar al anticuario y vio que la palidez
de éste había aumentado.
—Ciertamente es carísimo —dijo el clérigo, en tanto que volvía a rebuscar en los bolsillos. No disponiendo más que de treinta chelines, pidió el resto
a su consejero. Entre aquellos dos hombres parecía existir gran intimidad.
La investigación pecuniaria a que se había entregado el clérigo dio tiempo al señor Cave para coordinar sus ideas. Con aparente tranquilidad empezó a explicar
que en realidad la bola de cristal no estaba en venta. Los dos clientes se mostraron sorprendidos de aquella singular salida, y arguyeron que en tal caso
debía habérseles manifestado desde un principio la expresada circunstancia.
La turbación del señor Cave iba en aumento. No sabiendo qué contestar a los desairados compradores, improvisó una historia inverosímil, asegurando, por
último, que no podía vender la bola de cristal por hallarse en tratos con un antiguo cliente. El clérigo y su amigo, creyendo que el señor Cave inventaba
todo aquello para aumentar el precio del objeto, y decididos a no dejarse explotar, hicieron ademán de marcharse.
Aún no habían llegado a la puerta cuando apareció por la de la trastienda la propietaria del establecimiento. Era una mujer corpulenta, de fisonomía vulgarísima
y mucho más gruesa que el señor Cave Andaba pesadamente, como si le costara trabajo levantar los pies del suelo.
—La bola de cristal —dijo la señora Cave— está a la disposición de ustedes, porque cinco guineas es un precio muy admisible. Quisiera yo saber —añadió
encarándose con su esposo— qué ventolera te ha dado para despreciar las ofertas de estos caballeros.
El aludido, que era presa de fuerte temblor nervioso desde que su consorte hizo irrupción en la tienda, dirigió a la intrusa una mirada de enojo y, sin
excesiva dureza, se atrevió a proclamar su derecho a tratar los asuntos mercantiles con entera independencia.
Siguióse un altercado. Los dos compradores contemplaban la curiosa escena con interés y regocijo, dando la razón a la señora Cave cuando se presentaba
la oportunidad.
El infeliz anticuario, sintiéndose vencido, hizo un esfuerzo y persistió en su increíble y embarullada historia del cliente encaprichado con la bola de
cristal.
Puso término al debate el mas joven de los compradores, proponiendo que, si al cabo de dos días el pretendido cliente no había comprado la bola, quedaría
ésta a disposición del clérigo, mediante la entrega de las cinco guineas consabidas.
La señora Cave se apresuró a dar su asentimiento, y queriendo dejar en buen lugar a su marido, dijo a los desconocidos que a veces tenía rarezas inexplicables,
pero que al fin y a la postre concluía por reconocer sus yerros.
Saludaron muy cortésmente los compradores y se marcharon. Apenas quedaron solos el señor Cave y su dulce mitad, reanudóse la discusión. Ésta interpelaba
a aquél con singular autoridad. El viejecillo, demudado y tembloroso, balbuceaba palabras ininteligibles, insistiendo en que la bola de cristal estaba
apalabrada, y en que de todos modos el rarísimo objeto valía por lo menos quince guineas.
—Entonces —replicó la mujerona— ¿por qué les has pedido cinco?
—Porque… así lo he tenido por conveniente. ¿Puedo o no ser dueño de mis acciones?
El señor Cave tenía un hijo político y una nuera que habitaban en la tienda. Como es de suponer, aquella noche, después de la cena, se renovó la discusión
sobre la venta fracasada. Hay que advertir que ninguno de los hijos del anticuario tenía formada buena opinión sobre los métodos comerciales del señor
Cave. De modo que ya podrá suponerse cómo calificarían el acto realizado algunas horas antes por el papá.
—Estoy seguro de que no es ésta la primera vez que te niegas a vender ese cachivache —afirmó el hijo político, un mocetón de dieciocho años, con traza
de bruto.
—¡Despreciar así cinco hermosas guineas! —exclamó la nuera, joven personita de veintiséis primaveras, dotada por las señas de gran espíritu práctico
Les argumentos del señor Cave iban siendo cada vez más débiles. Ya casi sin alientos limitábase a declarar que él sabía muy bien por dónde se andaba. Apenas
acabo el mísero de comer, obligáronle sus desconsiderados parientes a cerrar la tienda. El señor Cave ejecutó maquinalmente la operación. Ardían sus mejillas
y pugnaban las lágrimas por asomarse a sus ojos.
—¿Por qué diablos —se preguntaba el infeliz— se me habrá ocurrido dejar tanto tiempo en el escaparate esa maldita bola de cristal?… ¿Qué estupidez más
grande!…
Esto era lo que más le acongojaba. Durante mucho tiempo estuvo dando vueltas al magín en busca de un pretexto aceptable para imposibilitar la venta.
Después de cenar, yerno y nuera se fueron de paseo, luego de hermosearse. La señora Cave se retiró a sus habitaciones del entresuelo para reflexionar sobre
las condiciones comerciales del cristal, al mismo tiempo que comprobaba las propiedades tónicas del ron, del azúcar y del limoncillo, mezclados según arte
con un poco de agua caliente.
El señor Cave permaneció hasta muy tarde entre sus queridos trastos, con el pretexto de hacer pequeñas rocas ornamentales para unas viejas peceras. En
realidad, lo que le retenía en la tienda era algo que quedó explicado horas después. Al día siguiente, en efecto, advirtió ¡a señora Cave que la esfera
de cristal había desaparecido del escaparate, yendo a ocultarse tras de un montón de librotes viejos. Aquello contrarió a la excelente señora, quien, ni
tarda ni perezosa, volvió a colocar la bola en el escaparate y en el lugar más visible. Por extraño que parezca, la señora Cave no interpeló a su esposo
sobre el asunto Y no lo hizo, porque aquella tarde se encontraba acometida de fortísima jaqueca El día transcurrió monótona y desagradablemente. El señor
Cave estuvo más preocupado que de costumbre, y además de un humor imposible. Aprovechando la siesta de su consorte, dirigióse al escaparate y se apoderó
del malhadado objeto, causa de todos sus disgustos.
Al día siguiente fue el señor Cave a entregar a la clínica de un hospital varios ejemplares de perros marinos que le habían encargado los disecadores.
Durante la ausencia del singular naturalista, distraía sus soledades la señora Cave pensando en la inversión que daría a las cinco guineas una vez que
se vendiera la bola de cristal. Entre las aplicaciones que tendría el dinero figuraban un vestido de seda verde para ella y una excursión campestre a Richmond
para toda la familia. Aún no había fijado la señora Cave en su imaginación de un modo definitivo si el paseo familiar sería a Richmond o a Windsor, cuando
la sacó de sus cavilaciones el sonido discordante del timbre existente en la puerta.
Era el recién llegado un profesor de zoología, e iba a quejarse de que aún no le hubiera remitido el señor Cave unas ranas encargadas la tai de anterior.
En honor de la verdad, a la señora Cave le era muy antipática esta rama del comercio de su marido. Así es que el pobre zoólogo tuvo que afrontar algunas
inconveniencias. No obstante, como hombre bien educado, sufrió el chaparrón y se despidió dando todo género de explicaciones.
Una vez sola en sus dominios, dirigió la señora Cave escrutadora mirada en dirección del escaparate. La contemplación de la bola de cristal era para ella
la seguridad de tener cinco guineas, la realización de sus sueños dorados. ¡Cuál no sería, pues, su sorpresa al ver que su bola había desaparecido! La
buscó animosamente tras de los libros viejos de marras. ¡Nada! Se trataba, sin duda, de una nueva jugarreta del testarudo anticuario. Pensando en encontrarla
escondida en alguna parte, revolvió la cuitada, inútilmente, todos los rincones de la tienda.
Cuando regresó el señor Cave de entregar sus lobos marinos, a cosa de las dos menos cuarto, encontró la tienda en el mayor desorden y a la dulce esposa
entregada tras del mostrador a una concienzuda destrucción de su instrumental de disecador. La biliosísima señora desahogaba así el enojo que la dominaba.
Echando lumbre por los ojos, acusó inmediatamente al señor Cave de haberlo escondido.
—¿Y qué es lo que he escondido? —preguntó el acusado.
—La bola de cristal.
Al oír esto, el señor Cave, aparentando sorpresa, como hacia el escaparate.
—¿Y dónde está, cielo santo? ¿Qué habrá sido de ella?
En el preciso instante de lanzar el señor Cave las dos interrogadores, su yerno, que había llegado de la calle minutos antes, salió de la trastienda jurando
como un carretero. Estaba incomodadísimo porque aún no se encontraba dispuesto el almuerzo y tenia que marcharse al taller de ebanista donde hacía su aprendizaje.
Al enterarse de la pérdida de la bola de cristal, olvidose del condumio y arremetió contra su suegro. Lo primero que se le ocurrió fue que el señor Cave
era el autor de la sustracción. Pero el anticuario se defendía con habilidad de las acusaciones. Argumentando como un letrado, llegó a arrojar la responsabilidad
de lo sucedido sobre la señora Cave primero, y después sobre el gandul del yerno, al que increpó diciéndole que se habría apoderado de su bola para venderla
subrepticiamente. Como es natural, se originó una discusión en extremo desapacible y accidentada, a la que puso inopinado término la anticuaría con uno
de sus característicos ataques de epilepsia. Todo aquello influyó en que el yerno llegara tarde al taller.
El señor Cave se refugió en la trastienda, huyendo de los probables, aunque involuntarios arañazos de su cónyuge.
Por la noche volvió a ser tratada la cuestión en consejo de familia presidido por la nuera. Examinóse el asunto desde el punto de vista práctico. Al principio
todo fue bien, pero agriándose poco a poco los debates, se armó una tremolina más que regular, viéndose obligado el señor Cave a marcharse a la calle después
de dar un terrible portazo para hacer patente su indignación.
Cayó sobre el fugitivo una nube de díctenos, y en vista de que esto no conducía a nada positivo, acordaron los individuos de la familia Cave llevar a cabo
una investigación detenida en toda la casa, desde el desván al sótano, con la esperanza de descubrir el escondrijo de la bola.
Al día siguiente reaparecieron los dos compradores. Los recibió la señora Cave con lágrimas en los ojos. Empezó por contar a los desconocidos las mil y
una contrariedades que había sufrido durante su vida matrimonial. Luego improvisó una historia fantástica para explicar la desaparición del objeto solicitado.
El clérigo y su amigo se miraron y convinieron en que verdaderamente todo aquello iba siendo muy extraño. Al observar que la señora Cave parecía dispuesta
a relatarles la historia completa de sus desventuras conyugales, hicieron ademán de irse, mas antes de trasponer la puerta viéronse detenidos por la anticuaría,
quien no sintiéndose con fuerzas para despedirse definitivamente de aquel negocio, suplicó al clérigo que dejara sus señas con objeto de avisarle si aparecía
la bola de cristal.
El clérigo entregó las señas pedidas y éstas se extraviaron, sin que la señora Cave, por mas que hizo después, lograra dar con ellas.
¡Día verdaderamente nefasto fue aquél para la familia del naturalista! A la cólera desbordada sucedió un intenso aplanamiento. Así, cuando después de una
ausencia de muchas horas apareció en la tienda el señor Cave, reuniéronse todos y comieron en silencio; un silencio que hacía violento contraste con las
controversias de los días anteriores y que pareció delicioso al asendereado naturalista.
Durante mucho tiempo fueron en extremo tirantes las relaciones del señor Cave con su familia. No volvió a saberse una palabra ni de la bola de cristal
ni de sus chasqueados pretendientes.
Ahora diré sin rodeos que el señor Cave era un soberbio embustero. Sabía perfectamente el paradero de la bola de cristal, puesto que la había entregado
a su fiel amigo el señor Jacobo Wace, ayudante preparador en el hospital de Santa Catalina de Westbourne Street La bola se hallaba colocada sobre una palomilla
recubierta parcialmente por un trozo de terciopelo negro y haciendo compañía a una botella de whisky americano.
Antes de pasar adelante, debo declarar que los pormenores de la presente historia me fueron facilitados por el referido Jacobo Wace
El señor Cave había llevado la bola al hospital escondida en un cajón juntamente con los lobos marinos y suplicado a Wace que la tuviese en su poder. El
ayudante preparador opuso al principio ciertos escrúpulos. En verdad, sus relaciones con el anticuario eran superficiales. Cierta inclinación por las gentes
estrambóticas le había inducido más de una vez a invitar al viejecillo a beber una copa de whisky y a fumar un cigarro. Divertíase oyéndole exponer sus
ideas, impregnadas de cómico pesimismo, acerca de la vida en general, y de la mujer en particular. Porque he de advertir que Jacobo Wace conocía de visu
a la señora Cave. En vanas ocasiones había tenido sus dimes y dueles con ella a propósito de encargos hechos y no cumplimentados.
No ignoraba, pues, que la anticuaría tenía un genio de todos los diablos, de lo que deducía que la vida debía ser muy poco agradable para el señor Cave.
Un sentimiento de compasión le hizo acceder a los ruegos del desventurado amigo. Quedose con la bola de cristal, pensando que, sin duda, se trataba de
una manía senil y que era cruel oponerse a ella, cuando ningún sacrificio le costaba hacerse cómplice de la ocultación.
Cierto día, entre copa y copa de whisky, oyó decir al señor Cave que la causa de su entusiasmo por la bola de cristal era algo que veía dentro de ella.
No quiso ser por entonces más explícito el naturalista, prometiendo a su amigo interesantísimas revelaciones para otra ocasión.
Llegó, por fin, el momento. He aquí lo que contó el señor Cave:
La bola de cristal había sido comprada por él, con otros varios objetos, en una subasta promovida al fallecimiento de cierto anticuario amigo suyo. Ignorando
cuál pudiera ser su precio, lo fijó en diez chelines. Durante mucho tiempo no paró mientes en el extraño objeto, cuya aplicación le era por completo desconocida,
y ya se disponía a venderlo por lo que quisieran darle, cuando un maravilloso descubrimiento le hizo desistir de su propósito.
En aquella época su salud dejaba bastante que desear (conviene tener presente esta circunstancia), ya por los malos tratos que le daba su familia, o bien
por naturales achaques de su edad, quizá por las dos causas juntas. La señora Cave era vanidosa, dura de genio, extravagante, y por añadidura, gustábale
en extremo paladear las bebidas destiladas. La nuera, un verdadero monstruo de vanidad y soberbia. El yerno, un enemigo implacable que le hacía víctima
de crueles persecuciones. En una palabra: el hogar del señor Cave no tenía nada de patriarcal. No era, pues, extraño que el pobre hombre incurriese, de
vez en cuando, para olvidar penas, en un pecado de intemperancia, no obstante ser persona de exquisita educación y muy ilustrada; ni que, por efecto de
sus constantes torturas morales, sufriese durante semanas enteras terribles insomnios y violentos ataques de hipocondría.
Cuando le acometía el mal, temeroso de molestar a su familia, se levantaba del lecho con infinitas precauciones para no despertar a la señora Cave, y vagaba
por los corredores de la casa como un sonámbulo. En la madrugada de un día de agosto la casualidad le llevó a la tienda.
Atestada, polvorienta y sucia, hallábase aquélla sumida en la sombra, excepto uno de los rincones que aparecía iluminado por una claridad insólita. Al
aproximarse el señor Cave descubrió que la luz emanaba de la bola de cristal, olvidada por su dueño sobre un montón de trastos inservibles. Un débil rayo
de luz penetraba por una rendija de la ventana y hería la lisa superficie de la bola, pareciendo filtrarse hasta el interior del objeto y llenarlo de brillante
claridad.
El señor Cave no salía de su sorpresa. El extraño fenómeno era en verdad opuesto a las leyes de la óptica. Bien se le alcanzaba al naturalista, no obstante
sus cortos conocimientos de física, que, si bien era admisible el que los rayos lumínicos fueran refractados por el cristal hasta un foco interno, en cambio
no tenía explicación científica aquel fenómeno de difusión de la luz. Cada vez más perplejo, avanzó el anticuario, cogió la bola y la estuvo examinando
en todos sentidos buen espacio de tiempo. Por fin, descubrió que la luz interior del esferoide no era constante, sino que tenía períodos de mayor o menor
intensidad. Además, pudo observar que más que verdadera luz era aquello una especie de vapor luminoso, algo así como una fosforescencia especial. La admiración
del señor Cave llegó a su colmo cuando, interponiéndose entre el objeto y el rayo de luz filtrado a través de la ventana, vio que la esfera de cristal
continuaba iluminada. Queriendo llevar la experiencia aún mas lejos, llevóse el maravilloso objeto al rincón más oscuro de la tienda. Durante cuatro o
cinco minutos siguió brillando. Luego empezó a oscurecerse hasta quedar en la sombra. puesto otra vez bajo la acción del rayo de luz de la ventana, recobró
toda su claridad.
Esto contaba el señor Cave a su amigo Wace cierta tarde, entre copa y copa de whisky. El hecho maravilloso pudo ser comprobado en parte días después por
el ayudante preparador del hospital de Santa Catalina. Efectivamente, colocada la bola de cristal en completa oscuridad y de modo que fuese herida por
un debilísimo rayo de luz del exterior (el diámetro del rayo luminoso debía ser menor de un milímetro), despedía una fosforescencia extraña. Lo que no
logró ver el señor Wace fue aquella claridad interna de que se hacía lenguas el naturalista.
Quizá se necesitaban condiciones excepcionales en el órgano de la visión, condiciones que debían poseer poquísimas personas, pues hay que advertir que,
examinada la esfera portentosa por el ilustre físico Harbinjer, no pudo éste descubrir la más leve luz interior. Era forzoso reconocer, por consiguiente,
en el señor Cave cualidades ópticas nada comunes. Y aun el propietario de esas facultades privilegiadas no siempre distinguía con igual claridad el estupendo
fenómeno. La visión era, por regla general, mucho más viva en los momentos de gran debilidad física.
Desde que la casualidad reveló al anticuario las maravillas de la bola de cristal, convirtióse nuestro hombre en un ser desligado por completo de todas
las cosas humanas. El hecho de que guardase tan sigilosamente el descubrimiento dice más sobre el aislamiento anímico del señor Cave que un volumen in
folio de lucubraciones psíquicas. Transcurrido algún tiempo, hizo una nueva observación: conforme avanzaba el día, aumentándose la cantidad de luz difusa,
la esfera de cristal tornaba a su aspecto ordinario, sin que restase en ella el más insignificante resplandor. Para conseguir ver algo en pleno día era
preciso llevar la esfera a un lugar oscuro y recubrirla además con un pedazo de terciopelo negro. El buen Cave se pasaba horas muertas en el sótano con
un paño echado sobre la cabeza y los hombros, cual hacen los fotógrafos, y deleitándose en la contemplación de la esferita milagrosa. En una ocasión, al
hacer girar el cristal entre sus manos, vio algo que le hizo estremecerse. La cosa tuvo la duración de un relámpago, pero bastó para comunicar a Cave la
impresión de que el objeto le había revelado por un momento la existencia de un país inmenso y extraño. A los pocos minutos, y cuando la claridad parecía
tender a desvanecerse, volvió a repetirse la mágica aparición.
Sería ya inútil y enojoso exponer todas las fases del descubrimiento hecho por el señor Cave. Baste saber que el efecto producido por la esfera de cristal
en ciertos instantes era éste: observada aquélla (una vez puesta de modo que la inclinación del rayo luminoso fuera de 137 grados; con detenimiento, ofrecíase
la sorprendente visión de unas tierras de enorme extensión y de aspecto fantástico No se trataba, ciertamente, de mía visión quimérica La impresión producida
en la retina del observador era la de ¡a realidad más absoluta. Nada de las concepciones borrosas del ensueño, sino la perfecta determinación de líneas
y volúmenes, como si se realízala la vision a través de las lentes de un estereóscopo, con la ventaja de que ciertas imágenes se movían aunque con lentitud
y de un modo ordenado. Estas imágenes movibles cuya forma no podía precisar en un principio el señor Cave, seguían invariablemente la dirección del rayo
luminoso exterior o la del observador
En varias ocasiones me ha asegurado Wace que las descripciones de su amigo el naturalista estaban plagadas de detalles precisos y absolutamente exentos
de la exageración que aparece en los relatos de los alucinados Preciso es: sin embargo, recordar que todos los esfuerzos hechos por Wace para ver las ponderadas
maravillas, a través de la opalescencia del cristal, resultaron vanos, cualesquiera que fuesen las circunstancias en que realizó sus experimentos. Pero
ya hemos dicho que la diferencia de intensidad de las impresiones en ambos amigos era considerable, y así no ha de extrañarse que lo que para el señor
Cave constituía una visión clarísima, para Wace no pasaba de ser una sencilla fosforescencia.
Y no cabe dudar de la sinceridad de las manifestaciones del anticuario. El embustero o el alucinado suelen contar sus invenciones o sus ensueños de mil
modos diversos. En cambio, la descripción hecha por el señor Cave de los países entrevistos en el interior de la esfera de cristal no diferían un punto.
Siempre hablaba de inmensas llanuras, flanqueadas a oriente y occidente por enormes rocas rojizas. Algunas de estas aglomeraciones de rocas continuaban
hacia el norte y el sur Cave reconocía la orientación de las masas rocosas por medio de estrellas, visibles durante la noche, ofreciendo una perspectiva
casi ilimitada y confundiéndose por último entre las brumas de un horizonte lejano.
Cuando el anticuario contempló por primera vez el extraño panorama, la cadena oriental de rocas parecía hallarse mas próxima. El sol la iluminaba de lleno.
Revoloteando por encima de aquellas montañas, unas veces a considerable altura, otras a escasa altura de sus anfractuosidades, veíanse formas indefinidas
que el señor Cave creyó enormes pájaros. En las proximidades de las rocas se extendía una hilera de edificaciones.
Los pájaros, o lo que el anticuario creía tales, se acercaban en ocasiones con asombrosa rapidez a la superficie del cristal, y en otras huían hacia los
bordes refractados y confusos del cuadro, desdibujándose, por decir así, y convirtiéndose en manchas informes.
También existían en aquel país prodigioso árboles y arbustos de apariencia y color en nada semejantes a los de la Tierra, extensísimas praderas cubiertas
de yerba de un gris exquisito, y en segundo término divisábase un vasto lago cuyas aguas brillaban como acero pulimentado, heridas por la luz solar. Un
objeto de enormes dimensiones y brillantemente coloreado atravesó de improviso el paisaje…
Advertiremos que la primera vez que el señor Cave vio todas esas cosas fue por brevísimo espacio de tiempo: la duración de un relámpago todo lo mas.
No obstante, aquellas fugitivas impresiones hacían temblar sus manos y llenaban su entero ser de extraño malestar. La visión era intermitente al principio;
luego confusa, indistinta. De ahí que nuestro extraño personaje experimentara gran dificultad en recobrar la orientación, digámoslo así, una vez perdida
la dirección de sus miradas.
La segunda visión clara se produjo una semana después de la primera, permitiendo al señor Cave contemplar el valle en toda su longitud. El panorama era
diferente, si bien tenía el observador la curiosa persuasión, confirmada en posteriores experiencias, de que veía aquel mundo extraño sin haberse movido
de su sitio aunque ahora mirase en una dirección diferente. La vasta fachada del gran edificio cuyos tejados le había parecido divisar la primera vez retrocedía
ahora en la perspectiva. No había duda: era el mismo tejado. Del centro de la fachada salía una terraza de proporciones colosales, elevándose del centro
de la misma, a distancias regulares, altísimos mástiles terminados por objetos brillantes, en los que se reflejaba el sol poniente.
La importancia de estos, al parecer, pequeños objetos no la pudo apreciar el señor Cave hasta algún tiempo después, hallándose describiendo un día a su
amigo Wace las maravillas del esferoide de cristal.
Daba la terraza sobre un bosque de espléndida vegetación, circundado de praderas, en las que reposaban insectos descomunales, parecidos a escarabajos por
su forma. Mas allá de las praderas comenzaba una calzada de piedra rosácea, ricamente decorada, y mas lejos aún extendíase, en dirección paralela con las
montañas del horizonte, un lago, un río o un mar —esto no lo pudo precisar bien el anticuario— bordeado de frondosos rosales cuajados de floras rojas.
Cruzaban la atmósfera en todas direcciones bandadas de pajarracos, describiendo curvas majestuosas. Del lado de allá de la sábana de agua se elevaban multitud
de edificios policromos que brillaban al sol como si tuvieran facetas metálicas. El contraste de los múltiples colores de las edificaciones y de los espesos
bosques que las rodeaban no podía ser más pintoresco.
De improviso, algo que parecía azotar el aire rápidamente, como el batir de alas o de un inmenso abanico cubierto de piedras preciosas y una cara, o mejor
dicho, la parte superior de una cara con ojos enormes, se aproximó, por decir así, al señor Cave, cual si se hubiera encontrado en la parte opuesta de
la bola de cristal.
La sorpresa experimentada por el naturalista al darse cuenta de la absoluta realidad de aquella cara y de aquellos ojos le hizo casi perder el sentido.
Algo repuesto del susto, intentó repetir la sensación. Dio vueltas y mas vueltas al mágico esferoide. ¡Todo inútil! La fantástica visión había huido y
con ella la claridad interior del singularísimo objeto de sus estudios.
Tales fueron las primeras inspecciones generales del señor Cave. Por entonces, precisamente, acaeció la visita de los dos compradores, los tenaces compradores
empeñados en llevarse la bola de cristal por las cinco guineas pedidas.
Se comprenderá, pues, que nuestro anticuario tenía razones sobradas para oponerse a la venta de la bola y para eludirla, ocultando primero cuidadosamente
el preciado tesoro y depositándolo después en manos del señor Wace.
Apenas estuvo en poder de éste y una vez que le fueron conocidas las propiedades y los misterios del esferoide, sus inclinaciones de sabio investigador
le llevaron a estudiar sistemáticamente el inexplicable fenómeno, unas veces a solas y otras en compañía del señor Cave, que no perdía ocasión de entregarse
a la para él deleitosa experiencia.
Desde un principio anotó Wace, con el mayor cuidado, todas y cada una de las observaciones del anticuario. Gracias a esa labor científica, pudieron establecer
los dos amigos la relación que existía entre la dirección seguida por el rayo de luz inicial al penetrar en el esferoide y la orientación de los rayos
visuales. Encerrando la bola dentro de una caja, en la que existía una abertura de pequeño diámetro para dejar paso al rayo luminoso, y sustituyendo los
cortinajes rojos de la ventana por tupido paño negro, consiguió Wace mejorar considerablemente las condiciones de la observación. Y esto hasta el punto
de poder examinar el valle en la dirección deseada.
Ya despejado el camino, nos es posible hacer una breve descripción del extraño mundo divisado en el interior del esferoide de cristal, ateniéndonos a las
notas escritas por Wace mientras su amigo Cave exploraba las profundidades del objeto. Advertiremos, de paso, que Wace, entre otras habilidades, poseía
la de escribir a oscuras.
Pues bien, cuando el esferoide se encontraba en la plenitud de su estado luminoso, el señor Cave percibía distintamente, además de los grandes detalles
del panorama ya mencionados, muchedumbres de seres vivos análogos, como hemos dicho, a gigantescos escarabajos. Conforme iban repitiéndose los experimentos,
modificaba el naturalista sus impresiones acerca de las singulares criaturas. Ya no le parecían escarabajos, sino más bien murciélagos. Después se le ocurrió
que acaso fueran querubines… Sus cabezas eran redondas y de configuración humana. Tenían ojos, ¡y qué ojos!… ¡Unos ojos espantosamente grandes, cuya mirada
helaba la sangre en sus venas!
Tenían también grandes alas plateadas; alas sin plumas que brillaban cual si estuvieran compuestas de escamas de pescado, y que despedían sutiles reflejos;
alas que aparecían unidas al cuerpo no con arreglo al plano habitual en las aves o en los murciélagos, sino por medio de una membrana curva que irradiaba
del tórax y que pudieran ser comparadas a las alas de la mariposa.
El cuerpo, pequeño con relación a la cabeza, poseía bajo el abdomen dos haces de órganos aprehensores semejantes a largos tentáculos.
Por extraño que todo esto pareciese al señor Wace, tuvo al fin la convicción de que los grandes edificios casi humanos y los magníficos jardines que realzaban
la belleza del inmenso valle pertenecían a las estupendas criaturas mitad murciélagos, mitad querubines, como decía el señor Cave.
Entre otras particularidades observó el naturalista que los edificios, si bien carecían de puertas, tenían amplias ventanas circulares por donde entraban
y salían libremente los fantásticos habitantes del no menos fantástico mundo. Veíaseles llegar en rápido vuelo al borde de las ventanas, posarse sobre
sus tentáculos, plegar sus alas y penetrar en el interior de aquellas moradas. No todos los seres vivientes observados por el señor Cave tenían el mismo
tamaño, ni todos cruzaban el espacio hendiéndolo vertiginosamente. Había otros más pequeños, semejantes a libélulas, o mejor a escarabajos alados, y otros
más diminutos aún arrastrándose con indolencia por sus extensas praderas. En las calzadas y terrazas, unos seres de enorme cabeza, muy parecidos a los
de las grandes alas, saltaban como langostas, contrayendo y dilatando sus tentáculos abdominales.
Creo haber mencionado unos objetos brillantes existentes en la parte superior de los mástiles de las terrazas. Pues bien, añadiré ahora que una observación
más detenida permitió al señor Cave descubrir que aquellos objetos eran esferoides de cristal exactamente iguales al que él poseía. Cada uno de los veinte
mástiles elevados en la terraza mas próxima tenía su correspondiente bola de cristal.
De vez en cuando uno de los grande? seres voladores ascendía hasta encontrarse a escasa distancia de un esferoide, y luego de plegar las alas y de aferrarse
al mástil con los tentáculos, permanecía mirando al cristal durante quince o veinte segundos.
Varias observaciones consecutivas, propuestas por Wace, convencieron a los dos amigos de que el esferoide empleado por ellos en los experimentos se encontraba
realmente en el extremo del último mástil de la terraza, y de que, por lo menos en una ocasión, uno de los habitantes del prodigioso mundo había examinado
la casa del señor Cave, mientras éste se hallaba fisgoneando el panorama.
Dicho lo anterior, nos es necesario admitir una de las dos hipótesis siguientes, o la bola de cristal del señor Cave se encontraba simultáneamente en dos
mundos, permaneciendo inmóvil en uno de ellos, mientras mudaba de lugar en otro, lo que era de todo punto absurdo e inadmisible, o bien existía una relación
de simpatía especial entre el esferoide terrestre y el del mundo desconocido, merced a lo cual, mirando en cualquiera de ellos, se podía ver lo que pasaba
en el mundo opuesto.
En el estado actual de la ciencia no podemos explicarnos la razón de que dos esferoides de cristal así situados se hallen en comunicación. Sabemos, sin
embargo, lo bastante para comprender que un fenómeno de ese género no es imposible en absoluto. Por lo tanto, la hipótesis de los esferoides en comunicación
es la que me parece más aceptable.
Y ¿dónde se encontraba situado ese otro mundo? La viva inteligencia de Wace había logrado, tras repetidas observaciones, arrojar alguna luz sobre punto
tan oscuro. Después de ponerse el sol oscurecíase rápidamente el cielo; el crepúsculo duraba brevísimo tiempo. Las estrellas eran las mismas que nosotros
vemos, y formaban las mismas constelaciones. Así, el señor Cave pudo reconocer la Osa, las Pléyades, Aldebarán y Sirio. De modo que aquel mundo debía encontrarse’
en nuestro sistema solar, y a una distancia que quizá no excediera de algunas centenas de millones de kilómetros. Siguiendo esta indicación llegó a averiguar
el señor Wace que el cielo nocturno era de un azul mas oscuro aún que nuestro cielo de invierno; que el Sol parecía algo mas pequeño, y que había dos lunas
semejantes a la nuestra, aunque un poco más pequeñas. Una de aquellas lunas se movía tan rápidamente que podía apreciarse su marcha.
Las dos lunas se elevaban muy poco sobre el horizonte, poniéndose al poco tiempo de su salida; es decir, que en cada una de sus revoluciones se encontraban
eclipsadas por razón de la proximidad de su planeta. Todo esto respondía en absoluto —aunque el señor Cave no tuviera noticia de ello— a lo que deben ser
las condiciones de existencia en Marte.
A decir verdad, parécenos perfectamente admisible que, mirando el señor Cave su precioso esferoide de cristal, hubiera visto, en realidad, el planeta Marte
y sus habitantes. En tal caso, la estrella vespertina que brillaba con tanta intensidad en el cielo de aquel mundo lejano debía ser nuestra familiar Tierra.
Durante mucho tiempo los marcianos —si de marcianos se trataba— no parecían darse por entendidos de las investigaciones del señor Cave. Por dos o tres
veces uno de aquellos seres se aproximó a la cóncava superficie del esferoide, alejándose a los pocos instantes como si no le hubiese satisfecho la visión.
Esta indiferencia de los marcianos favoreció la curiosidad del señor Cave. Libre de obstáculos su campo visual, pasábase el buen señor horas enteras inclinado
sobre la bola portentosa, descubriendo a diario nuevas maravillas. ¡La lástima es que, por efecto de una atención demasiado concentrada, sus explicaciones
resultaban vagas y fragmentarias!
Verdad es que no podía pedirse otra cosa a quien, como nuestro excelente Cave, se asomaba a aquel mundo de ensueño en la forma en que lo hacía. Imaginad
lo que pensaría de la humanidad un observador marciano que, tras de una serie de difíciles preparaciones y enormemente fatigados sus ojos, consiguiera
contemplar a Londres desde la torre de la iglesia de San Martín, durante períodos de cuatro o cinco minutos.
Así que, luego de mirar y remirar mucho el esferoide de cristal, no podía afirmar concretamente el señor Cave si los marcianos alados eran los mismos seres
que los marcianos que brincaban en calzadas y tenazas, y si éstos podían a su vez echar a volar cuando lo tuvieran por conveniente. Algunas veces percibía
algo así como unos bípedos tardos y desgarbados, vagamente parecidos a orangutanes, cuyo cuerpo era blanco y en parte transparente. Estos bípedos pacían
entre los líquenes, y sólo mostraban intranquilidad cuando se les acercaban los marcianos de cabeza redonda y tentáculos elásticos. En una ocasión vio
el señor Cave que se iniciaba una lucha. El espectáculo quedó interrumpido bruscamente por haberse oscurecido de improviso el esferoide.
Otra vez una cosa enorme, que al naturalista le pareció gigantesco insecto, apareció en escena, deslizándose con extraordinaria rapidez sobre las aguas
del canal. Al aproximarse advirtió Cave que era un mecanismo de metal, cuya superficie despedía deslumbradores reflejos. No le fue posible al anticuario
precisar más sus observaciones, porque el insecto, o el mecanismo, o lo que fuera, se alejó con tremenda velocidad, perdiéndose entre las brumas del horizonte.
Cierto día el sabio Wace quiso llamar la atención de los marcianos, y aprovechando el momento en que los ojos de uno de ellos aparecieron sobre el cristal
del esferoide empezó el anticuario a lanzar descompasados gritos, retrocedió dando un salto y, después de iluminar a giorno la habitación, hizo en compañía
de su amigote grandes movimientos con los brazos, como queriendo sugerir la idea de señales. Cuando el señor Cave se volvió a aproximar al cristal, el
marciano había desaparecido.
Estas observaciones continuaron durante el mes de noviembre, y juzgando nuestro anticuario que había transcurrido bastante tiempo para que la señora Cave
no se acordara ya del esferoide de cristal, aventuróse a llevárselo a la tienda con objeto de poder entregarse libremente, a cualquier hora del día, a
la contemplación de lo que se había convertido en la cosa más real de su existencia.
Al mediar diciembre, Wace, que iba con frecuencia a ver a su amigo Cave, viose obligado a suspender sus sesiones. Tenía que estudiar mucho con motivo de
unos exámenes próximos.
Transcurrieron diez u once días sin que Wace viese al señor Cave. Extrañándole la prolongada ausencia del anticuario, y no teniendo ya trabajos apremiantes,
dirigióse una tarde a Los Siete Cuadrantes. Cuando volvió la esquina advirtió con sorpresa que la tienda del naturalista estaba cerrada. Intrigado por
esta circunstancia se apresuró a llamar. Salió a abrir el yerno del señor Cave, vestido de luto riguroso. Detrás de él apareció la anticuaría, envuelta
en luengos velos negros.
El señor Wace supo que su pobre amigo llevaba diez días enterrado. Aunque el espíritu de la viuda se hallaba conturbadísimo y poco dispuesto, por tanto,
a explicaciones, aún pudo el señor Wace enterarse de las extrañas circunstancias que habían rodeado el fallecimiento del anticuario.
Encontráronle muerto una mañana —la siguiente a la última visita de Wace— en la polvorienta trastienda, con la bola de cristal entre sus manos frías y
crispadas. La fisonomía del cadáver estaba sonriente. Un pedazo de terciopelo negro aparecía a poca distancia del muerto, Según los médicos, el fallecimiento
debía haber ocurrido de dos a tres de la madrugada.
Lo primero que se le ocurrió a la señora Cave, una vez que subieron a su habitación el cuerpo del anticuario, fue escribir una tarjeta al clérigo que había
ofrecido las cinco guineas por la bola de cristal, participándole que tenía el objeto deseado a su disposición. Mas, después de largas investigaciones,
pudo convencerse de que realmente había perdido las señas. Como carecía de los recursos necesarios para enterrar dignamente al infeliz naturalista, procúreselos
vendiendo a un anticuario vecino gran parte de los objetos existentes en la tienda. La bola de cristal formó parte de uno de los lotes.
Ya se habrá supuesto que Wace, apenas oyó la desagradable noticia, no perdió tiempo en prodigar a la señora Cave consuelos inútiles. En dos saltos se plantó
en casa del anticuario poseedor de la prodigiosa bola de cristal. Allí supo que el anhelado objeto acababa de ser vendido a un caballero moreno vestido
de gris. Tales fueron los únicos datos que pudo recoger Wace.
Aquí terminan bruscamente los hechos materiales de esta curiosa y, al menos para mí, sugestiva historia.
El anticuario no sabía quién era aquel señor moreno, ni le había observado con atención bastante para describirle minuciosamente. Ni aun supo decir la
dirección que había tomado al salir de la tienda.
Durante algún tiempo Wace no adelantó un paso en sus investigaciones, por más que a diario ponía a prueba la paciencia del comerciante agobiándole a preguntas,
y dando rienda suelta a la desesperación de que se sentía poseído.
Por último se vio obligado a reconocer que todo aquello de la bola de cristal se había desvanecido para siempre como una visión en la sombra.
Tan convencido llegó a estar de que se trataba de un sueño, que al entrar en su casa experimentó indecible sorpresa, viendo sobre un pupitre, cubiertas
de polvo, las notas tomadas por él oyendo las descripciones del señor Cave.
Resistiéndose, sin embargo, a dar por abandonada la partida, hizo una última visita al anticuario, visita que resultó tan infructuosa como las anteriores.
Luego recurrió a los anuncios en los periódicos, juzgando que era el medio mas práctico de descubrir al comprador de la bola de cristal. Los anuncios fueron
tan ineficaces como los numerosos comunicados dirigidos por Wace al Daily Chronicle y a alguna que otra revista científica. Lo más curioso del caso fue
que diarios y revistas, sospechando que las historias de Wace eran en el fondo una broma científica, exigieron al autor pruebas de sus atrevidas afirmaciones,
como condición indispensable para publicarlas. ¡Pruebas! ¿Es que no bastaba su honrada palabra de sabio?
A Wace le apenó profundamente el que la prensa le cerrase las puertas a toda esperanza. Luego, atraída su atención por trabajos urgentes, acabó por ir
olvidando la bola de cristal, cuyo paradero sigue siendo desconocido hoy por hoy.
Algunas veces me cuenta Wace, y yo le creo sin dificultad, que de cuando en cuando es víctima de verdaderos accesos de locura, durante los cuales constituye
su monomanía averiguar dónde está la bola de cristal.
En uno de tales accesos consiguió descubrir Wace, no a’ afortunado cuanto quizá ignorante poseedor del maravilloso esferoide, sino la personalidad de los
dos misteriosos compradores que desearon comprar al infortunado Cave por cinco guineas la bola de cristal. Uno de ellos es el reverendo James Parker, y
el otro nada menos que el príncipe Bosso Kuris, de Java.
Según averiguó mi amigo, el empeño demostrado por el príncipe para adquirir a cualquier precio el esferoide no tenía mas fundamento que la curiosidad y
quizá la extravagancia. Lo mismo ofreció cinco guineas que hubiera pagado ciento. La cuestión era vencer la resistencia del originalísimo anticuario y
naturalista.
Es probable que el comprador definitivo de la esfera de cristal no sea sino un aficionado de ocasión, y que aquélla se encuentre a algunos centenares de
metros del sitio en que escribo estas líneas, bien decorando un rincón de vitrina o sirviendo de pisapapeles y, por tanto, sin que sus prodigiosas propiedades
sean conocidas del poseedor.
Esta razón es la que me induce a publicar la presente historia. Quizá pueda contribuir a que la bola de cristal salga de su oscuridad para caer bajo el
dominio de la ciencia.
Antes de dar por terminada mi misión, declararé que mi opinión personal sobre el asunto es idéntica a la de Wace.
Yo creo que los esferoides de cristal existentes en las mágicas terrazas de Marte se hallan en relación física con el esferoide del señor Cave. ¿Qué clase
de relación es ésa’ Quizá en algún día no lejano se encargue algún sabio de explicárnosla, con pruebas irrefutables.
Creo, además, que el esferoide de Cave debió ser lanzado a la Tierra por los marcianos, en fecha bastante remota, con objeto de enterarse de nuestras interioridades.
También es probable que otros esferoides similares, en relación con los que veía el señor Cave sobre las terrazas de Marte, se hallen dispersos por nuestro
planeta.
En todo caso, los hechos que narramos no son explicables como alucinación de un individuo.
 
 
La esfera de cristal.
H. G. Wells.