Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Una rubia imponente.

Dorothy Parker.
Una rubia imponente.
 
Hazel Morse era una mujer corpulenta, de cabello claro, del tipo que incita a algunos hombres, cuando usan la palabra «rubia», a chascar la lengua y menear
la cabeza pícaramente. Se enorgullecía de sus pies pequeños y su vanidad le hacía sufrir, pues los encajaba en zapatos de punta roma y tacón alto, del
número más pequeño posible. Lo más curioso en ella eran las manos, extrañas terminaciones de los brazos fofos y blancos, salpicados de manchas de color
canela claro, unas manos largas y temblorosas, de grandes uñas convexas. No debería haberlas desfigurado con pequeñas joyas.
No era una mujer dada a los recuerdos. A sus treinta y cinco años, su primera juventud era una secuencia borrosa y fluctuante, una película imperfecta
que mostraba las acciones de unas personas desconocidas.
Su madre viuda murió tras una enfermedad muy larga, que la sumió en un letargo mental, cuando Hazel tenía veintitantos años, y poco después la joven consiguió
empleo como modelo en un establecimiento mayorista de vestidos femeninos. Aún era la época de la mujer imponente, y por entonces ella tenía un color bonito,
el cuerpo erguido y los pechos altos. Su trabajo no era fatigoso, conocía a muchos hombres y pasaba numerosas veladas con ellos, les reía las gracias y
les decía cuánto le gustaban sus corbatas. Gustaba a los hombres, y ella daba por sentado que gustar a muchos hombres era algo deseable. La popularidad
parecía valer el esfuerzo que era preciso hacer para lograrlo. Una gustaba a los hombres porque era divertida, y si les gustabas te invitaban a salir.
Así pues, era divertida y tenía éxito. Era una mujer alegre y despreocupada, y a los hombres les gusta esa clase de mujer.
Ninguna otra clase de diversión, más sencilla o más complicada, le llamaba la atención. Nunca se preguntaba si no sería una ocupación mejor hacer alguna
otra cosa. Sus ideas, o mejor dicho, sus aceptaciones, eran exactamente las mismas que las otras rubias imponentes de las que era amiga.
Cuando llevaba varios años trabajando en el establecimiento de vestidos, conoció a Herbie Morse, un hombre delgado, vivaz, atractivo, de ojos castaños
y brillantes y la costumbre de mordisquearse con saña la piel alrededor de las uñas. Bebía mucho, cosa que a ella le parecía divertida. Normalmente le
saludaba con una alusión a su estado la noche anterior.
—Vaya trompa que llevabas —solía decirle riendo—. Cuando insistías en bailar con el camarero, creí que me moría.
Se gustaron nada más conocerse. A ella le divertían muchísimo sus frases rápidas y farfulladas, sus interpolaciones de frases apropiadas para vodeviles
y tiras cómicas; le emocionaba la sensación del delgado brazo masculino firmemente colocado bajo la manga de su abrigo, y quería tocarle el cabello húmedo
y liso. Él se sintió atraído de inmediato, y mes y medio después de conocerse se casaron.
Le encantaba la idea de ser una novia, coqueteaba, jugaba con ella. Había tenido otras ofertas matrimoniales, y no precisamente unas pocas, pero todas
sin excepción procedían de hombres gruesos y serios que habían visitado el establecimiento mayorista como compradores, hombres de Des Moines, Houston,
Chicago y, como ella decía, lugares todavía más chistosos. La idea de vivir en cualquier parte que no fuese Nueva York siempre le había parecido de una
enorme comicidad. No podía considerar serias las proposiciones que significarían residir en el oeste.
Ella quería casarse. Se acercaba a la treintena y los años no le sentaban bien. Su cuerpo se ensanchaba y ablandaba, el cabello se le oscurecía y lo trataba
con inexpertos toques de peróxido. Había momentos en los que experimentaba accesos de temor por su trabajo, y tras dos mil veladas siendo una mujer alegre
y despreocupada entre sus conocidos masculinos, había llegado a ser más meticulosa que espontánea con aquella clase de relaciones.
Herbie ganaba bastante dinero, y alquilaron un pisito en una zona residencial, cuyo mobiliario era de estilo misional californiano, con una lámpara en
forma de globo de cristal de color rojo oscuro colgada del centro del techo; en la sala de estar, que contenía demasiados muebles, había un helecho bostoniano
y una reproducción de la Magdalena de Henner, cuyo cabello rojizo contrastaba con las colgaduras azules. El dormitorio estaba pintado con esmalte gris
y rosa, y había una fotografía de Herbie sobre el tocador de Hazel y otra de ésta en el escritorio de Herbie.
Cocinaba —era una buena cocinera— e iba al mercado y charlaba con los chicos que hacían el reparto y la lavandera de color. Le gustaba el piso, le encantaba
su vida, amaba a Herbie. Durante los primeros meses de su matrimonio le ofreció toda la pasión de que era capaz.
No se había dado cuenta de lo fatigada que estaba. Era una delicia, un nuevo juego, una fiesta dejar de ser una mujer alegre y despreocupada. Si le dolía
la cabeza o le latían los empeines, se quejaba lastimeramente, como un bebé. Si estaba de talante taciturno, no hablaba; si las lágrimas acudían a sus
ojos, las dejaba caer.
Durante el primer año de matrimonio adquirió el hábito de llorar con facilidad. Incluso en su época de mujer alegre y despreocupada, de vez en cuando derramaba
sus lágrimas desinteresada y pródigamente. Su conducta en el teatro era siempre motivo de regocijo. Cualquier cosa le hacía llorar: unas ropas demasiado
pequeñas, el amor tanto no correspondido como mutuo, la seducción, la pureza, los servidores fieles, el matrimonio, el triángulo…
—Ahí va Hazel —decían sus amigos, al verla—. Ya vuelve a llorar a moco tendido.
Ya casada y relajada, vertía sus lágrimas sin reserva. Para ella, que había reído tanto, llorar era delicioso. Todas las penas se convertían en sus penas,
ella era la ternura personificada. Lloraba larga y quedamente al leer en la prensa las noticias sobre bebés raptados, esposas abandonadas, hombres sin
trabajo, gatos extraviados y perros heroicos. Incluso cuando no tenía el periódico delante, su mente giraba en torno a esas cosas, y las lágrimas se deslizaban
rítmicamente por sus rollizas mejillas.
—¡Cuánta tristeza hay en el mundo cuando te paras a pensar en ello! —le decía a Herbie.
—Desde luego —respondía su marido.
No añoraba a nadie. Los viejos amigos, las mismas personas gracias a las cuales se habían conocido, habían desaparecido de sus vidas, al principio lentamente.
Cuando pensaba en todo esto, lo consideraba apropiado. Así era el matrimonio, la paz conyugal.
Lo cierto era que Herbie no se divertía.
Durante algún tiempo le había gustado estar a solas con ella. El aislamiento voluntario le parecía una dulce novedad, pero con una rapidez inesperada empezó
a aburrirle. Fue como si una noche el hecho de estar juntos en la sala de estar caldeada con vapor fuese cuanto él podía desear, pero a la noche siguiente
estuviera harto de todo aquello.
Los nebulosos accesos de melancolía de su mujer le incomodaban. Al principio, cuando al regresar a casa la encontraba ligeramente fatigada y malhumorada,
la besaba en el cuello, le daba unas palmaditas en el hombro y le rogaba que le dijera a su Herbie qué le ocurría. A ella le encantaba ese trato. Pero
el tiempo fue pasando, y él descubrió que aquel estado de ánimo no se debía a ningún motivo personal.
—Por el amor de Dios —decía—. Otra vez refunfuñando. Muy bien, sigue ahí sentada refunfuñando todo lo que quieras. Yo me voy.
Y salía del piso dando un portazo y regresaba tarde y bebido.
Ella estaba totalmente perpleja por lo que le sucedía a su matrimonio. Primero fueron amantes, y entonces —como si, al parecer, no hubiera transición—
eran enemigos. Ella no podía comprenderlo.
Cada vez eran más largos los intervalos desde que su marido salía de la oficina hasta que llegaba a casa. Ella sufría imaginándole atropellado y sangrando,
muerto y cubierto con una sábana. Luego perdía los temores por su seguridad, se volvía adusta y se sentía herida. Cuando alguien deseaba compañía, él estaba
a punto de proporcionársela. Hazel quería desesperadamente estar con él; sus propias horas sólo marcaban el tiempo hasta que él llegara. A menudo él se
presentaba a cenar casi a las nueve de la noche. Siempre había bebido más de la cuenta y los efectos se disipaban en casa, dejándole apestoso, irritado
y con tendencia a proferir insultos.
Decía que pasarse la velada sentado sin hacer nada le ponía nervioso. Se jactaba, aunque probablemente no era del todo cierto, de que no había leído un
libro en toda su vida.
—¿Qué puedo hacer en esta chabola, apoltronado durante toda la noche? —preguntaba retóricamente. Y volvía a salir dando un portazo.
Ella no sabía qué hacer, no podía con él, era incapaz de hacerle frente.
Reñía furiosamente con él. Se había vuelto muy hogareña y defendía esa domesticidad con uñas y dientes. Quería tener lo que llamaba «un lindo hogar», quería
un marido sobrio, tierno, que estuviera en casa a la hora de la cena y llegara puntual al trabajo. Quería unas veladas dulces y reconfortantes. La idea
de intimar con otro hombre le parecía horrible, y pensar que Herbie pudiera solazarse con otras mujeres la ponía frenética. Tenía la impresión de que casi
todo lo que leía —novelas tomadas en préstamo de la librería del drugstore, relatos en las revistas, las páginas femeninas del periódico— trataba de esposas
que habían perdido el amor de sus maridos. Sin embargo, los toleraba mejor que las historias de matrimonios impecables que vivían felices por siempre jamás.
Estaba asustada. En varias ocasiones, al regresar a casa por la noche, Herbie la había encontrado vestida para salir —tuvo que arreglar sus ropas, que
ya no eran nuevas, para poder vestirlas— y pintada.
—¿Qué te parece si esta noche nos vamos de juerga? —le decía a modo de saludo—. Ya tendremos tiempo de estar mano sobre mano cuando nos muramos.
Entonces salían e iban a restaurantes especializados en chuletas y a cabarets baratos. Pero estas salidas terminaban mal. A ella no le divertía ver cómo
Herbie empinaba el codo, no podía reírse de sus extravagancias, se ponía tensa cada vez que él se propasaba y no podía dejar de regañarle.
—Vamos, Herb, ya has bebido bastante, ¿no crees? Por la mañana te sentirás muy mal.
Él se enfadaba. Gruñir, gruñir, gruñir: Hazel no sabía hacer otra cosa. ¡Qué poco divertida era! Hacían escenas y uno u otro se levantaba y se iba enfurecido.
No podía recordar el día en que ella empezó a beber. Nada cambió en la rutina de su vida. Los días eran como gotas de lluvia que se deslizan por el cristal
de una ventana. Al cabo de seis meses de matrimonio, de un año, de tres años, un día era exactamente igual a otro.
Antes nunca había tenido necesidad de beber. Podía pasarse la mayor parte de la noche sentada entre personas que bebían copiosamente sin que su ánimo decayera
o le hastiara lo que los demás hacían a su alrededor. Si tomaba un cóctel, causaba tanta sorpresa a los demás que hacían comentarios jocosos durante veinte
minutos. Pero ahora estaba angustiada. Con frecuencia, después de una discusión, Herbie se pasaba la noche fuera de casa, y ella desconocía su paradero.
Sentía una sofocante opresión en el pecho y su mente daba vueltas como un ventilador eléctrico.
Detestaba el sabor de los licores. La ginebra, sola o mezclada con otras bebidas, le provocaba náuseas. Tras probar diversos brebajes, descubrió que el
whisky escocés era la mejor bebida para ella, y lo tomaba sin agua, porque así su efecto era más rápido. Herbie la incitaba, le alegraba verla beber. Ambos
creían que el alcohol podría animar a Hazel y quizá volverían a pasarlo tan bien como antes.
—Qué chica —decía él, en tono de aprobación—. Vamos a ver si coges una buena trompa, pequeña.
Pero beber juntos no les acercaba más. Cuando Hazel bebía con él, la alegría sólo duraba un rato y luego, sin ningún motivo, lo que hacía todavía más extraño
el brusco cambio, se enzarzaban en una violenta discusión. Por la mañana, al despertar, no estaban seguros de lo que había ocurrido, no recordaban lo que
habían dicho y hecho, pero cada uno se sentía profundamente enojado y ofendido. Aquéllos fueron días de silencios vengativos.
Hubo un tiempo en el que compensaban sus peleas, normalmente en la cama, se besaban, se decían cosas tiernas y se aseguraban que empezarían de nuevo… «Será
estupendo, Herb. Supongo que estaba cansada y he sido una gruñona, pero verás como todo va a ir como una seda.»
Ahora ya no había tiernas reconciliaciones. Sólo reanudaban sus relaciones amistosas durante el breve período de generosidad propiciado por el alcohol,
antes de que más alcohol les arrastrara a nuevas batallas. Las escenas se hicieron más violentas. Se insultaban a gritos, se daban empujones y a veces
intercambiaban golpes. Una vez ella resultó con un ojo morado. Herbie se horrorizó cuando lo vio al día siguiente. No fue a trabajar, siguió a su mujer
de un lado a otro, sugiriéndole remedios y culpándose de su brutalidad. Pero después de tomar unas copas —«para recobrar la armonía»— ella hizo unas referencias
tan apesadumbradas a su ojo lesionado que él le gritó, se fue de casa y estuvo ausente un par de días.
Cada vez que se marchaba enfurecido, la amenazaba con no volver. Ella no le creía ni pensaba en la posibilidad de la separación. En algún lugar de su cabeza
o su corazón anidaba la esperanza tenue, nebulosa, de que las cosas cambiarían y Herbie sentaría la cabeza de improviso, para llevar una sedante vida matrimonial.
Allí estaba su hogar, sus muebles, su marido, su sitio. No veía ninguna alternativa.
Ya no podía ocuparse animadamente de fruslerías. Su llanto ya no era por Herbie, sino por ella misma. Recorría continuamente las habitaciones y sus pensamientos
giraban sin cesar en torno a Herbie. En aquellos días empezó a experimentar el odio a su soledad que ya nunca la abandonaría. Podía estar sola cuando las
cosas iban bien, pero cuando la tristeza se apoderaba de ella, la soledad era horrorosa.
Empezó a beber sola, primero a pequeños sorbos que iba tomando a lo largo del día. Sólo cuando estaba con Herbie el alcohol la ponía nerviosa y beligerante.
En la soledad suavizaba las aristas de todo cuanto la hería. Vivía sumida en una bruma alcohólica, como en un sueño, y no había nada que pudiera asombrarla.
Una tal señora Martin ocupó el piso situado frente al suyo. Era una rubia corpulenta y cuarentona, y su aspecto era una muestra del que tendría la señora
Morse en el futuro. Trabaron amistad y pronto se hicieron inseparables. Hazel Morse pasaba mucho tiempo en el piso de enfrente. Bebían juntas, para cobrar
ánimo tras la resaca de las noches anteriores entregadas al alcohol.
Nunca confesaba sus problemas con Herbie a la señora Martin, pues era un tema que la azoraba demasiado para poder hablar del mismo con naturalidad. Daba
a entender que el trabajo de su marido era el responsable de sus prolongadas ausencias. Por otro lado, eso carecía de importancia: en el círculo de la
señora Martin los maridos sólo tenían papeles simbólicos. Al esposo de la señora Martin jamás se le veía el pelo, y ella nunca despejaba la incógnita de
si estaba vivo o muerto. Tenía un admirador, llamado Joe, que iba a verla casi todas las noches. A menudo se presentaba con varios amigos, a los que ella
se refería como «los muchachos», hombres robustos, rubicundos y joviales, de entre cuarenta y cincuenta años. La señora Morse agradecía las invitaciones
que le hacían para asistir a las fiestas, pues ahora Herbie casi nunca estaba en casa por la noche. Cuando sí estaba, Hazel no visitaba a la señora Martin.
Una velada a solas con Herbie significaba inevitablemente una pelea, pero aun así se quedaba con él. Nunca abandonaba del todo la vaga esperanza de que
tal vez aquella noche las cosas empezarían a arreglarse.
Los muchachos traían grandes cantidades de licor a casa de la señora Martin. Cuando bebía con ellos, la señora Morse se animaba, recobraba el buen humor
y se volvía audaz. No tardó en hacerse popular. Cuando había bebido lo suficiente para olvidar su pelea más reciente con Herbie, la aprobación de aquellos
hombres la excitaba. ¿De modo que era una gruñona, una mujer atrozmente aburrida? Pues bien, allí había alguien que pensaba de otra manera.
Ed era uno de los muchachos. Vivía en Utica, donde, como habían informado a Hazel con admiración, tenía «su propio negocio», pero iba a Nueva York casi
todas las semanas. Estaba casado. Enseñó a la señora Morse las fotos de sus hijos, y ella alabó a la pareja profusa y sinceramente. Los demás no tardaron
en aceptar que Ed era su amigo particular.
Le prestaba dinero cuando todos jugaban al póker, se sentaba a su lado y, de vez en cuando, le rozaba con la rodilla durante el juego. Hazel era bastante
afortunada y con frecuencia regresaba a casa con un billete de diez o veinte dólares, o un puñado de arrugados billetes de a dólar. Estaba muy satisfecha
de sus ganancias. Herbie era cada vez más cicatero y se enfadaba cuando ella le pedía dinero.
—¿Para qué diablos lo quieres? —le preguntaba—. ¿Para gastarlo en whisky?
—Procuro tener la casa medianamente decente —replicaba ella—. Nunca piensas en eso, ¿verdad? Ah, no, su señoría no puede molestarse por esas minucias.
Tampoco podía señalar el día concreto en que entraron en vigor los derechos de propiedad de Ed sobre ella. Adquirió la costumbre de besarla en la boca
cuando llegaba y al despedirse, y le daba rápidos y breves besos de aprobación a lo largo de la velada. Ella no sólo no ponía reparos, sino que le gustaba,
pero nunca pensaba en sus besos cuando no estaban juntos.
Ed deslizaba la mano lentamente por la espalda y los hombros de Hazel.
—Eres una rubia que corta el hipo —le decía—. Una muñeca.
Una tarde, al salir del piso de la señora Martin y entrar en el suyo, encontró a Herbie en el dormitorio. Había estado ausente varias noches, entregado
con toda evidencia a una juerga prolongada. Tenía el rostro grisáceo, y las manos le temblaban como si las recorriera una corriente eléctrica. Sobre la
cama había dos maletas viejas, abiertas y muy cargadas. Sólo la fotografía de Hazel seguía sobre el escritorio, y en el armario, abierto de par en par,
sólo quedaban los colgadores.
—Me largo —le dijo—. Lo mando todo a paseo. Tengo un trabajo en Detroit.
Ella se sentó en el borde de la cama. La noche anterior había bebido mucho, y los cuatro whiskys que acababa de tomar con la señora Martin no habían hecho
más que aumentar su confusión.
—¿Es un buen trabajo? —le preguntó.
—Sí, parece bueno —dijo Herbie. Cerró una maleta con dificultad, maldiciendo entre dientes, y añadió—: Hay algo de pasta en el banco. El talonario de cheques
está en el primer cajón del tocador. Puedes quedarte con los muebles y las demás cosas. —La miró con el rostro crispado y gritó—: Se acabó, maldita sea,
te digo que se acabó.
—De acuerdo, de acuerdo —replicó ella—. Ya te he oído.
Le veía como si él estuviera en un extremo de un cañón y ella en el otro. Empezaba a dolerle la cabeza y el tono de su voz era melancólico y fatigado.
No podía alzar la voz por mucho que se empeñara.
—¿No quieres tomar una copa antes de irte?
Él la miró de nuevo, sonriendo a medias.
—Otra vez ajumada para variar, ¿eh? Eso está bien. Anda, tomemos un trago, ¿por qué no?
Hazel fue a la cocina, preparó un vaso de whisky con agua y hielo para él y ella se sirvió dos dedos de licor que tomó de un trago. Luego se sirvió otra
ración y llevó los vasos al dormitorio. Herbie había atado las dos maletas con unas correas y se había puesto el abrigo y el sombrero. Cogió el vaso que
ella le ofrecía.
—Bueno —dijo él, soltando una risita incierta—. Salud y dinero.
—Salud y dinero.
Bebieron. Luego él dejó el vaso y cogió las pesadas maletas.
—He de tomar el tren de las seis.
Ella le siguió por el pasillo. Cantaba mentalmente una canción que sonaba con persistencia en el fonógrafo de la señora Martin y que a ella nunca le había
gustado:
Tanto de día como de noche,
siempre estamos jugando.
¿Verdad que nos divertimos?
Al llegar a la puerta, él dejó las maletas en el suelo y la miró a la cara.
—Bueno, cuídate mucho. Estarás bien, ¿eh?
—Sí, claro.
Abrió la puerta, pero antes de salir retrocedió un paso y le tendió la mano.
—Adiós, Hazel. Buena suerte.
Ella le estrechó la mano.
—Tengo el guante húmedo, perdona —le dijo.
Cuando la puerta se cerró tras él, Hazel volvió a la cocina.
Aquella noche, cuando fue a casa de la señora Martin, rebosaba vivacidad. Los muchachos se encontraban allí, Ed entre ellos, contento de estar en la ciudad,
retozón y muy bromista. Pero ella le habló sosegadamente durante un rato.
—Hoy se ha largado Herbie —le dijo—. Se ha ido a vivir al oeste.
—¿Ah, sí? —Él la miró mientras jugueteaba con la estilográfica prendida del bolsillo de chaleco—. ¿Crees que se ha ido para siempre?
—Sí, estoy segura.
—¿Y vas a seguir viviendo en ese piso? ¿Sabes lo que vas a hacer?
—No, no lo sé, pero me tiene sin cuidado.
—Vamos, mujer, no hables así. Lo que necesitas es… una copita. ¿Qué te parece?
—Sí, pero a palo seco.
Aquella noche ganó cuarenta y tres dólares al póker. Cuando terminó la partida, Ed la acompañó a su piso.
—¿No me das un besito? —le preguntó.
La rodeó con sus grandes brazos y la besó violentamente. Ella permaneció totalmente pasiva. Ed se apartó y la miró a los ojos.
—¿Estás un poco bebida, cariño? —le preguntó con ansiedad—. No irás a marearte, ¿verdad?
—¿Yo? Estoy de maravilla.
II
A la mañana siguiente, Ed se marchó con una foto de ella. Dijo que la quería para mirarla, allá en Utica. Hazel le señaló la foto sobre el escritorio de
su marido y le dijo que podía quedársela.
Metió la foto de Herbie en un cajón, diciéndose que cuando pudiera mirarla la rompería. Decidió que evitaría pensar continuamente en él y tuvo bastante
éxito en su empeño. El whisky le ayudaba a obnubilar sus pensamientos y, envuelta en la bruma del alcohol, casi se sentía en paz.
Aceptó su relación con Ed sin poner objeciones y sin entusiasmo. Cuando aquel hombre estaba ausente, apenas pensaba en él. Se portaba bien con ella, le
hacía frecuentes regalos y le entregaba dinero con regularidad, lo cual incluso le permitía a Hazel ahorrar. No hacía planes por anticipado, pero tenía
pocas necesidades, y era mejor ingresar el dinero en el banco que tenerlo en casa inactivo.
Cuando se aproximaba el vencimiento del alquiler del piso, fue Ed quien le sugirió que se mudara. La amistad de Ed con la señora Martin y Joe se había
enfriado a causa de una discusión durante una partida de póker, y era inminente su ruptura.
—Larguémonos de aquí —le dijo a Hazel—. Quiero que vivas cerca de la estación Grand Central. Eso será más conveniente para mí.
Así pues, ella alquiló un pequeño apartamento en la zona de las calles Cuarenta. Todos los días acudía una sirvienta de color para limpiar la casa y hacerle
café, pues, según ella, «no pensaba ocuparse nunca más de las tareas domésticas», y Ed, que llevaba veinte años casado con una mujer apasionadamente doméstica,
admiraba esta inutilidad romántica y se sentía doblemente hombre de mundo por consentirla.
El café era lo único que tomaba hasta la hora de comer, pero el alcohol la mantenía gruesa. Para ella la Prohibición no era más que una cantera de chistes,
porque uno siempre podía conseguir todo el licor que le venía en gana. Nunca estaba visiblemente bebida y pocas veces se encontraba sobria del todo. Para
mantener su embotamiento necesitaba un estipendio mayor. Si no podía beber lo suficiente, se apoderaba de ella una profunda melancolía.
Ed la llevó al restaurante de Jimmy. Estaba orgulloso, con el orgullo del transeúnte que podría pasar por nativo, de su conocimiento de los pequeños restaurantes
nuevos que ocupaban las plantas bajas de viejos y destartalados edificios; lugares donde bastaba mencionar el nombre de un amigo cliente asiduo de la casa
para obtener whisky de extraña composición y ginebra recién hecha en muchas de sus ramificaciones. El restaurante de Jimmy era el favorito de los conocidos
de Ed.
Allí, y gracias a Ed, la señora Morse conoció a muchos hombres y mujeres y entabló rápidas amistades. Cuando Ed estaba en Utica, los hombres solían salir
con ella. Él estaba orgulloso de la popularidad de Hazel.
Adquirió el hábito de ir sola al restaurante de Jimmy cuando no tenía ningún compromiso. Estaba segura de que allí encontraría a algún conocido. Era un
club para sus amigos, tanto hombres como mujeres.
En el local de Jimmy todas las mujeres se parecían mucho, lo cual era curioso, porque a causa de las querellas, los traslados y las oportunidades de contactos
más provechosos, el personal del grupo cambiaba continuamente. Sin embargo, las recién llegadas tenían un evidente parecido con las mujeres a las que sustituían.
Todas eran voluminosas y macizas, anchas de hombros y de pecho generoso, el rostro grueso, fofo y de color subido. Reían con frecuencia y estrepitosamente,
mostrando unos dientes opacos, sin brillo, como cuadrados de loza. Tenían el aspecto saludable de las personas corpulentas, pero aun así daban una ligera
e insana impresión de que se obstinaban en conservarse. Podrían tener treinta y seis, cuarenta y cinco o cualquier edad entre esos dos extremos.
Utilizaban su nombre y el apellido de su marido: la señora Florence Miller, la señora Vera Riley, la señora Lilian Block, y eso les daba al mismo tiempo
la solidez del matrimonio y el atractivo de la libertad. Sin embargo, sólo una o dos estaban realmente divorciadas. La mayoría de ellas nunca se referían
a sus tediosos maridos; algunas, que llevaban poco tiempo separadas, hablaban de ellos de un modo que tenía un gran interés biológico. Varias eran madres,
de un hijo único, un muchacho interno en una escuela, o una chica de la que cuidaba su abuela. A menudo, hacia la madrugada, había exhibición de fotos
familiares y abundancia de lágrimas.
Eran mujeres agradables, cordiales, amistosas, con el temperamento benévolo de las matronas. La despreocupación era su rasgo distintivo, sobre todo en
cuestiones económicas. Cada vez que sus fondos disminuían, aparecía un nuevo donante: nunca fallaba. El objetivo de todas ellas era tener un hombre a su
disposición, permanente, que pagara sus facturas, a cambio de lo cual abandonaría de inmediato a los demás admiradores y quizá se encariñaría muchísimo
con él, pues los afectos de todas ellas, a aquellas alturas, no eran exigentes, sino generosos y fácilmente compartidos. Sin embargo, esto último resultaba
más difícil cada año, y consideraban a la señora Morse como afortunada.
A Ed le fueron bien las cosas, aumentó el estipendio de Hazel y le regaló un abrigo de piel de foca. Pero ella tenía que andar con pies de plomo cuando
estaban juntos, pues él insistía en que deseaba verla alegre y no le hacía caso cuando ella hablaba de dolores o debilidades.
—Mira, ya tengo mis propias preocupaciones —le decía— y no son pocas. Nadie quiere los problemas ajenos, cariño. Lo que has de hacer es desentenderte de
lo malo y olvidarlo. ¿De acuerdo? Anda, sonríe. Así me gusta.
Ella nunca tenía suficiente interés para discutir con él como lo hacía con Herbie, pero quería tener el privilegio de admitir de vez en cuando que estaba
triste. Su situación era un tanto extraña. Sus conocidas no tenían necesidad de reprimir sus estados de ánimo. Allí estaba la señora Florence Miller, que
cada dos por tres se echaba a llorar, y los hombres intentaban animarla y consolarla. Las demás se pasaban veladas enteras recitando sus preocupaciones
y achaques, y sus acompañantes demostraban una profunda comprensión. Pero cuando ella estaba melancólica, resultaba indeseable. Una vez, en el restaurante
de Jimmy, no pudo remontar su tristeza y Ed se marchó dejándola allí sola.
—¿Por qué diablos no te quedas en casa en vez de estropear la noche de los demás? —le gritó en aquella ocasión.
Incluso aquellos de sus conocidos con los que tenía una relación menos íntima parecían irritados si no la veían alegre.
—Pero ¿qué te pasa? —le decían—. Compórtate como corresponde a tu edad. Toma un trago y manda a paseo los problemas.
Cuando hacía casi tres años que se relacionaba con Ed, éste se fue a vivir a Florida. Lamentó mucho abandonar a Hazel. Le dio un cheque por una suma considerable
y algunas acciones de buena cotización, y sus ojos claros estaban humedecidos cuando se despidió de ella. Ella no le añoró. Ed iba a Nueva York de tarde
en tarde, quizá dos o tres veces al año, y en cuanto bajaba del tren se dirigía al piso de Hazel. Ella siempre se alegraba de su visita y nunca lamentaba
que se marchara de nuevo.
Charley, un conocido de Ed al que ella había conocido en el restaurante de Jimmy, la admiraba desde hacía tiempo. Siempre había buscado oportunidades para
tocarla o acercarse a ella y hablarle. Una y otra vez preguntaba a sus amigos comunes si habían oído una risa más agradable que la de Hazel. Cuando Ed
se marchó, Charley pasó a ser la persona más importante de su vida. Le clasificó como «no demasiado malo». Su relación con Charley duró casi un año, y
luego dividió su tiempo entre él y Sydney, otro cliente del local de Jimmy. Finalmente Charley desapareció por completo de su vida.
Sydney era un judío inteligente, menudo y bien vestido, y su compañía quizá satisfacía a Hazel más que la de otros hombres. Siempre la divertía, y su risa
no era forzada.
Él la admiraba sin reservas. La suavidad y el tamaño de Hazel le encantaban y pensaba que era una mujer estupenda, cosa que le decía con frecuencia, porque
se mantenía alegre y animada cuando estaba borracha.
—Una vez tuve una novia que intentaba tirarse por la ventana cada vez que bebía una cerveza —comentaba, y añadía con sentimiento—: ¡Qué cruz!
Entonces Sydney se casó con una mujer rica que le hizo cambiar de vida, y le sustituyó Billy. No…, después de Sydney llegó Fred y luego Billy. Su mente
embotada por el alcohol nunca recordaba cómo los hombres entraban y salían de su vida. No había sorpresas. Su llegada no le emocionaba y su marcha no era
dolorosa. Parecía conservar intacta su capacidad de atraer a los hombres. No volvió a conocer a otro tan rico como Ed, pero todos eran generosos con ella,
en la medida de sus posibilidades.
Cierta vez tuvo noticias de Herbie. Encontró a la señora Martin cenando en el local de Jimmy, y la vieja amistad se reanudó vigorosamente. Joe, que seguía
admirándola, había visto a Herbie durante un viaje de negocios. Se había establecido en Chicago, tenía buen aspecto y vivía con una mujer, por la que parecía
estar loco. Aquel día la señora Morse había bebido copiosamente y escuchó la noticia con escaso interés, como quien oye hablar de las travesuras sexuales
de alguien cuyo nombre le resultaba vagamente familiar.
—Han pasado casi siete años desde la última vez que le vi —comentó—. Siete años nada menos.
Cada vez más sus días perdían individualidad. No recordaba las fechas ni estaba segura del día de la semana.
—¡Dios mío, eso fue hace un año! —exclamaba, cuando se evocaba un acontecimiento en la conversación.
Casi siempre estaba cansada. Cansada y nostálgica. Casi cualquier cosa la entristecía, como aquellos caballos viejos que veía en la Sexta Avenida, bregando
para avanzar por la resbaladiza calzada, o parados junto al bordillo, con la cabeza gacha y al nivel de las despellejadas. Las lágrimas reprimidas durante
largo tiempo brotaban de sus ojos cuando pasaba balanceándose, los pies doloridos encajados en los zapatos color champaña, demasiado pequeños.
La idea de la muerte pasó por su mente y se aposentó en ella, prestándole una especie de alegría amortiguada. Pensaba que esta muerte sería agradable y
reparadora.
La idea de matarse no le causó ninguna conmoción; era como si siempre hubiera estado latente en ella. Leía con avidez todas las noticias sobre suicidios
que publicaban los periódicos, y que eran como una epidemia…, o quizá se debía a que buscaba esas noticias con tanta ansiedad que encontraba muchas. Su
lectura la tranquilizaba, le hacía sentir una íntima solidaridad con la gran compañía de los muertos voluntarios.
Con la ayuda del whisky, dormía hasta bien entrada la tarde y luego yacía en la cama, con una botella y un vaso a mano, hasta la hora de vestirse para
salir a cenar. La desconfianza que empezaba a sentir hacia el alcohol la desconcertaba un poco, como si fuera un viejo amigo que le hubiera negado un pequeño
favor. El whisky aún podía consolarla, pero había momentos súbitos e inexplicables en los que la nube la abandonaba traicioneramente, y la sobrecogía el
dolor, la estupefacción y el malestar que experimentan los seres vivos. Jugaba voluptuosamente con la idea de una retirada serena y somnolienta. Nunca
le habían turbado las creencias religiosas y no le intimidaba la expectativa de una vida más allá de la muerte. Soñaba despierta en ese futuro en el que
no tendría que ponerse unos zapatos que le apretaban, ni reírse, escuchar y admirar, ni ser nunca más una mujer alegre y despreocupada. Nunca más.
Pero ¿cómo podría hacerlo? La idea de arrojarse al vacío le provocaba náuseas. Las armas le repugnaban. Cuando iba al teatro, si uno de los actores empuñaba
un revólver, se tapaba los oídos con las manos y ni siquiera podía mirar al escenario hasta que había sonado el disparo. En su piso no había gas. Miraba
durante largo rato las venas azules de sus muñecas…, un corte con una navaja de afeitar y se acabó. Pero sería doloroso, y la visión de la sangre insoportable.
Un veneno —algo insípido, rápido e indoloro— era lo mejor. Pero la ley no permitía su venta en las farmacias.
Pocas eran las demás cosas que ocupaban sus pensamientos.
Había conocido a otro hombre, Art, bajo, grueso y difícil de soportar cuando estaba borracho. Pero hasta conocerle sólo había tenido relaciones esporádicas
con diversos hombres, y le alegraba gozar de un poco de estabilidad. También Art debía ausentarse durante semanas —era representante de lencería— y esos
períodos eran un descanso para ella. Con aquel hombre se mostraba bastante animada, de un modo convincente, pero lo conseguía a costa de un esfuerzo agotador.
—La mujer más alegre del mundo —le musitaba al oído—. La más alegre.
Una noche en que él la había llevado al local de Jimmy, Hazel entró en el lavabo de señoras con Florence Miller y, mientras se pintaban los labios, compararon
sus experiencias de insomnio.
—La verdad es que no puedo pegar ojo si no me acuesto bien cargada de whisky —dijo la señora Morse—. De lo contrario, doy vueltas y más vueltas sin dormirme.
Dicen que estoy triste. ¡Cómo voy a estar si me paso las noches en blanco!
—Mira, Hazel —replicó la señora Miller en tono confidencial—. Yo llevaría más de un año sin dormir de no ser por el veronal. Con eso duermes como una marmota.
—¿No es un veneno o algo parecido?
—Mujer, si tomas demasiado te vas al otro barrio —dijo la señora Miller—. Yo tomo sólo cinco granos…, en tabletas. No me atrevería a bromear con eso. Pero
con cinco granos puedes dormir a pierna suelta.
—¿Puedes conseguirlo en cualquier parte? —La señora Morse se sentía soberbiamente maquiavélica.
—En Jersey puedes conseguir todo el que quieras —dijo la señora Miller—. Aquí no te lo dan sin receta médica. ¿Has terminado? Será mejor que volvamos…
A ver qué están haciendo los muchachos.
Aquella noche, Art dejó a la señora Morse ante la puerta de su casa. No podía quedarse porque su madre había ido a la ciudad. Ella estaba todavía sobria
y no le quedaba ni una gota de whisky en casa. Permaneció tendida en la cama, contemplando el oscuro techo.
Se levantó a una hora que para ella era temprana y fue a Nueva Jersey. Nunca había subido al metro y se confundía con las diversas líneas, por lo que fue
a la estación de Pennsylvania y sacó un billete de tren para Newark. Durante el viaje su mente permaneció en blanco. Miraba los feos sombreros de las mujeres
y el paisaje monótono y gris a través de la sucia ventanilla.
Una vez en Newark, entró en la primera farmacia que encontró y pidió una lata de polvos de talco, un cepillo para las uñas y una caja de tabletas de veronal.
Los polvos y el cepillo servirían para disimular la petición del narcótico, como si obedeciera a una necesidad normal. El vendedor permaneció impasible,
le dijo que aquel producto sólo se vendía en frascos y le dio uno pequeño que contenía diez tabletas.
Hazel fue a otra farmacia y compró un paño para limpiar la cara, un palito de naranjo y un frasco de veronal. El dependiente tampoco mostró ningún interés.
«Bueno, creo que tengo suficientes pastillas para matar un buey», pensó mientras regresaba a la estación.
Al llegar a casa, guardó los frasquitos en el cajón del tocador y se quedó mirándolos con lánguida ternura.
—Por fin están aquí, benditos sean —musitó y, besándose la punta de un dedo, tocó cada frasco.
La sirvienta de color trabajaba afanosamente en la sala.
—Hola, Nettie —le dijo la señora Morse—. Sé buena, ¿quieres? Ve al local de Jimmy y tráeme una botella de whisky.
Se puso a tararear una canción mientras esperaba el regreso de la muchacha.
Durante algunos días el whisky se portó con ella tan tiernamente como lo hizo cuando recurrió a su ayuda por primera vez. Cuando estaba sola, Hazel se
hallaba en un estado de nebuloso sosiego, pero en el local de Jimmy era la mujer más alegre. Art estaba encantado con ella.
Una noche estaba citada con Art en el restaurante para cenar temprano, pues luego él partiría en viaje de negocios y estaría ausente toda la semana. La
señora Morse se había pasado la tarde bebiendo. Mientras se vestía para salir, sintió que pasaba placenteramente del amodorramiento a la animación, pero
en la calle le abandonaron por completo los efectos del whisky, y se apoderó de ella una angustia tan terrible que permaneció tambaleándose en la acera,
incapaz por un momento de seguir andando. La noche era gris, caían minúsculos copos de nieve y el pavimento estaba helado. Cuando cruzó lentamente la Sexta
Avenida, casi arrastrando los pies, un caballo grande, con varias cicatrices y enganchado a un carro, cayó de rodillas delante de ella. El carretero se
puso a gritar y azotó brutalmente al animal, echando el látigo muy atrás antes de descargar cada golpe, mientras el caballo trataba de levantarse sobre
el asfalto resbaladizo. Varias personas observaban la escena con interés.
Cuando la señora Morse llegó al local de Jimmy, Art la estaba esperando.
—Pero ¿qué diablos te ha pasado? —le dijo a modo de saludo.
—He visto un caballo… Esos pobres caballos me dan pena, pero no sólo ellos. Todo es terrible, ¿no? Me siento abatida, no puedo evitarlo.
—¿Abatida? ¿Con qué me vienes ahora? ¿Por qué has de estar abatida?
—No puedo evitarlo.
—Vamos, mujer, déjate de monsergas. Tranquilízate, siéntate aquí y deja de poner esa cara.
Bebió copiosamente y puso todo su empeño en vencer aquella melancolía, pero fue en vano. Llegaron unos amigos, que comentaron lo triste que estaba, y ella
no pudo hacer más que sonreírles débilmente. Se llevó varias veces el pañuelo a los ojos, procurando hacerlo de manera que sus movimientos pasaran desapercibidos,
pero Art la sorprendió varias veces, frunció el ceño y se movió impaciente en su silla.
Cuando llegó la hora en que debía ir a la estación, ella le dijo que se marcharía a casa.
—No es mala idea —comentó él—. A ver si te recuperas durmiendo. Nos veremos el jueves. Y, por favor, procura animarte. ¿Lo harás?
—Sí, lo haré.
Ya en su dormitorio, se desvistió tensa y rápidamente, algo insólito en ella, pues solía hacerlo con lentitud. Se puso la camisa de dormir, se quitó la
redecilla del pelo y pasó el peine por el cabello seco y abigarrado. Luego sacó los dos frasquitos del cajón y fue con ellos al baño. Había desaparecido
la sensación de abatimiento y estaba tan excitada como si fuese a recibir un regalo esperado.
Desenroscó los frascos, llenó un vaso de agua y permaneció ante el espejo, con una tableta entre los dedos. De súbito hizo una elegante reverencia a su
propia imagen y levantó el vaso.
—Salud y dinero —brindó.
Engullir las tabletas resultó desagradable. Eran secas y polvorientas, y se obstinaban en quedarse pegadas a mitad de la garganta. Tardó largo tiempo en
tragar las veinte. Siguió contemplando su imagen con un interés profundo, impersonal, observando los movimientos de la garganta al engullir. Volvió a hablar
en voz alta.
—Por favor, procura animarte de aquí al jueves. ¿Lo harás? Bien, ya sabes adónde puede irse ese hombre. Él y todos los demás.
Ignoraba cuál era la rapidez de los efectos del veronal. Tras engullir la última tableta, siguió ante el espejo, insegura, preguntándose con un interés
cortés, como si no le atañera personalmente, si la muerte la sorprendería de repente, allí mismo. No tenía ninguna sensación extraña, salvo una ligera
náusea causada por el esfuerzo de tragar las tabletas, y su rostro no reflejaba ninguna diferencia. Así pues, la muerte no sería inmediata, podría tardar
una hora o más tiempo en llegar.
Estiró los brazos y bostezó largamente.
—Creo que me voy a la cama —dijo—. Ya estoy casi muerta.
Esta observación le pareció cómica. Apagó la luz del baño y se tendió en la cama, riendo entre dientes.
—Ya estoy casi muerta —repitió—. ¡Tiene gracia la cosa!
III
Al día siguiente por la tarde, Nettie, la sirvienta de color, llegó al piso para hacer la limpieza y encontró a la señora Morse en la cama, cosa que no
tenía nada de extraño. Normalmente, los ruidos que hacía al limpiar la despertaban, cosa que le disgustaba, por lo que Nettie, que era una muchacha considerada,
trabajaba con el mayor sigilo posible.
Pero cuando, una vez aseada la sala, entró en el pequeño dormitorio, no pudo evitar un ligero tintineo mientras ordenaba los objetos del tocador. Instintivamente,
miró por encima del hombro a la durmiente, y de súbito la inquietud se apoderó de ella. Se acercó a la cama y miró a la mujer tendida.
La señora Morse yacía boca arriba, con un brazo blanco y fofo extendido, la muñeca contra la frente. El cabello le colgaba rígido a lo largo del rostro.
La ropa de cama estaba retirada y exponía una porción de cuello blando y una camisa de dormir de color rosa, la tela desgastada desigualmente por innumerables
lavados; los grandes senos, liberados del prieto sostén, se hundían bajo los sobacos. De vez en cuando emitía unos sonidos confusos, como ronquidos, y
un reguero de saliva solidificada iba desde la comisura de la boca hasta la curva de la mandíbula.
—Señora Morse —le dijo Nettie— Es muy tarde, señora Morse.
Ella no hizo ningún movimiento.
—Tiene que levantarse, señora Morse. ¿Cómo voy a hacer la cama si sigue ahí? —El pánico se apoderó de la muchacha. Agitó el hombro de la mujer—. Despierte,
¿quiere? Por favor, despierte.
De improviso la muchacha dio media vuelta, salió corriendo del piso y se detuvo ante la puerta del ascensor, cuyo botón apretó hasta que el anticuado camarín
con su ascensorista de color aparecieron delante de ella. Habló atropelladamente con el chico y le llevó al piso. Él entró de puntillas y se acercó a la
cama; primero con suavidad y luego con tanto vigor que dejó marcas en la piel, zarandeó a la mujer inconsciente.
—¡Eh, oiga! —le gritó, y escuchó atentamente, como si esperase oír el eco—. Vaya, está apagada como una luz —comentó.
Al ver el interés del chico por el espectáculo, Nettie dejó de sentir pánico. Ambos se sentían importantes en aquella situación anómala, y hablaron en
susurros rápidos. El muchacho sugirió que iría en busca del médico que vivía en la planta baja. Nettie le acompañó. Esperaban con emoción el momento en
que darían la noticia de algo desafortunado, algo placenteramente desagradable. La señora Morse se había convertido en la médium de un drama. Sin desearle
lo peor, confiaban en que su estado fuese grave, que no les decepcionara despertando y volviendo a la normalidad cuando ellos volvieran a su lado. Cierto
temor a que esto ocurriera les impulsó a hablar al médico sobre el estado de la mujer en los términos más alarmantes. «Es cuestión de vida o muerte», dijo
Nettie, empleando una frase bastante común en las novelas baratas que leía. Consideró que esas palabras sobresaltarían al médico.
El médico estaba en casa y la interrupción no le gustó lo más mínimo. Llevaba un batín amarillo con rayas azules. Estaba tendido en el sofá, riendo con
una joven morena, de rostro escamoso a causa de los polvos de mala calidad que se había puesto, sentada en uno de los brazos del mueble. Junto a ellos
había largos vasos de licor semivacíos, y el sombrero y el abrigo de la joven estaban pulcramente colgados, lo cual sugería una larga estancia. Cuando
llamaron a la puerta, el médico soltó un gruñido. Siempre tenía que surgir algún fastidio, no podían dejarle a uno en paz después de una dura jornada.
Pero metió varios frascos e instrumentos en un maletín, cambió el batín por la chaqueta y salió de su casa con los dos negros.
—Date prisa, cariño —le dijo la muchacha desde el sofá—. No te entretengas toda la noche.
El médico entró en el piso de la señora Morse y fue al dormitorio, seguido por Nettie y el ascensorista. La mujer no se había movido. Su sueño era profundo,
pero ahora no emitía ningún sonido. El médico la miró severamente, aplicó los pulgares sobre los ojos cerrados y los apretó.
El ascensorista rió entre dientes.
—Parece como si quisiera hacerle atravesar la cama —comentó.
Aquella presión no hizo reaccionar a la señora Morse. El médico la abandonó bruscamente y con un rápido movimiento retiró la sábana y la manta hasta el
pie de la cama. Con otro movimiento le subió la camisa de dormir y levantó las piernas gruesas y blancas, sombreadas por agrupamientos de diminutas venas
azules. Las pellizcó repetidas veces, con largos y crueles pellizcos, por detrás de las rodillas. Ella no se despertó.
—¿Qué ha estado bebiendo? —le preguntó a Nettie, por encima del hombro.
Con la rapidez y seguridad de quien sabe dónde encontrar una cosa, Nettie fue al baño, en cuyo armario la señora Morse guardaba el whisky, pero se detuvo
al ver los dos frascos, con sus etiquetas rojas y blancas delante del espejo. Se los llevó al médico.
—¡Dios Todopoderoso! —exclamó. Dejó caer las piernas de la señora Morse y las empujó con impaciencia al otro lado de la cama—. ¿Por qué habrá querido hacer
esa tontería? Rellenarse de esa porquería… Ahora tendremos que hacerle un lavado y sacarle todo eso. Total, un fastidio. Vamos, George, llévame abajo en
el ascensor. Tú espera aquí, chiquilla. La señora no se moverá.
—No se morirá cuando esté a solas con ella, ¿verdad? —dijo Nettie con lágrimas en los ojos.
—No, mujer, no. Ni siquiera podrías matarla a hachazos.
IV
Dos días después, la señora Morse recobró el conocimiento, primero aturdida y luego con una lenta comprensión que provocaba en ella un abatimiento cada
vez más intenso.
—Dios mío, Dios mío —gemía, y recorrían sus mejillas lágrimas vertidas por sí misma y por la vida.
Al oír el ruido, Nettie entró en la habitación. Durante dos días se había ocupado de las desagradables e incesantes tareas de cuidar de la enferma inconsciente,
y en las dos noches respectivas sólo había dormido fragmentariamente en el sofá de la sala. Miró fríamente a la corpulenta e hinchada mujer que yacía en
la cama.
—¿Qué ha tratado de hacer, señora Morse? —le preguntó—. ¿Por qué se ha tomado eso?
—Oh, Dios mío —gimió la señora Morse de nuevo, e intentó cubrirse los ojos con los brazos, pero tenía las articulaciones rígidas y frágiles, y el dolor
la hizo llorar.
—Eso de tomar píldoras no se hace —dijo Nettie—. Puede dar gracias al cielo por haberse curado. ¿Cómo se siente?
—Oh, muy bien —replicó la señora Morse—. Me siento estupendamente. —Sus cálidas lágrimas de dolor parecían inagotables.
—Llorando así no va a solucionar nada —observó Nettie—. El doctor dice que podrían detenerla por hacer una cosa así. Se puso furioso.
—¿Por qué no me dejó en paz? —gimió la señora Morse—. ¿Por qué diablos no pudo dejarme?
—Es terrible que hable así, señora Morse, después de lo que hemos hecho por usted. ¡Llevo dos noches sin dormir, y no he ido a trabajar a mis otras casas!
—Oh, lo siento, Nettie, eres un cielo. Siento haberte dado tantas molestias, pero no pude evitarlo, estaba abatida. ¿Nunca has tenido ganas de hacerlo?
¿Ni siquiera cuando todo te parece horrible?
—Nunca haría una cosa así —afirmó Nettie—. Tiene que animarse, eso es lo que debe hacer. Todos tenemos nuestros problemas.
—Sí, ya lo sé —dijo la señora Morse.
—Ha llegado una bonita postal para usted —le informó Nettie—. Tal vez eso la ayude a animarse.
Le entregó la postal, y la señora Morse tuvo que taparse un ojo con una mano para poder leer el mensaje, pues su vista no se centraba correctamente.
Era de Art, una vista panorámica del Club Atlético de Detroit, en cuyo dorso había escrito: «Cariñosos saludos. Confío en que haya mejorado tu estado de
ánimo. Anímate y no te hagas mala sangre por nada. Nos veremos el jueves».
Dejó caer la postal al suelo. Una profunda tristeza se apoderó de ella, y recordó los días que había pasado en casa, tendida en la cama, las veladas en
el local de Jimmy, cuando era una mujer alegre y despreocupada, haciendo que Art y los hombres que le precedieron se rieran con ella y la arrullaran; vio
un largo desfile de caballos cansados, mendigos temblorosos y criaturas golpeadas, apremiadas y tambaleantes. Los pies le latían como si los tuviera encajados
en los pequeños zapatos de color champaña. Su corazón parecía hincharse y endurecerse.
—Por favor, Nettie, sírveme una copa, ¿quieres?
La sirvienta pareció dubitativa.
—Mire, señora Morse —le dijo—, ha estado a punto de morir. No sé si el doctor ya le permitiría beber.
—Oh, no te preocupes por él. Ponme una copa y tráete la botella. Sírvete también un trago.
—Bueno —dijo Nettie.
Llenó dos vasos, dejando el suyo en el baño para tomarlo cuando estuviera a solas, y le llevó el otro a la señora Morse.
Hazel miró el licor y su aroma le hizo estremecerse. Pensó que quizá le sería de ayuda. Tal vez, cuando una se había pasado unos días fuera del mundo,
el primer trago le devolvía la vitalidad. Quizá el whisky volvería a ser su amigo. Oró sin dirigirse a Dios, sin conocer a un Dios, pidiéndole que le permitiera
emborracharse, que la mantuviera siempre borracha.
Levantó su vaso.
—Gracias, Nettie. Salud y dinero.
La sirvienta soltó una risita.
—Eso es, señora Morse. Ahora se está animando.
—Sí —dijo Hazel—. Tienes razón.
 
 
Una rubia imponente.
Dorothy Parker.