Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El hombre que pintó al dragón Griaule.

Lucius Shepard.
El hombre que pintó al dragón Griaule.
 
Aparte de en la colección Sichi, el único sitio donde se encuentran obras de Cattanay es la Galería Municipal de Regensburgo; dichas obras consisten en
un grupo de ocho pinturas al óleo, y la más notable de ellas es La Mujer de las Naranjas. Esos cuadros son su aportación a una exhibición estudiantil que
tuvo lugar unas pocas semanas después de que hubiera abandonado su ciudad natal para dirigirse al sur, a Teocinte, con el fin de presentar su propuesta
a los dirigentes de la ciudad; no es probable que Cattanay llegara a saber nunca qué uso se había hecho de su obra, y es todavía más improbable que llegara
a enterarse de la indiferente crítica general con que fue acogida. Quizá la más interesante del grupo para los eruditos modernos, la que indica mejor cuáles
fueron las últimas obsesiones de Cattanay, sea el «Autorretrato», pintado a la edad de veintiocho años, un año antes de su marcha.
La mayor parte del lienzo está cubierta por una espesa capa de pintura negra en la que se distinguen vagamente los contornos de unos cuantos caballeros,
casi invisibles. Dos pinceladas de oro atraviesan la negrura, y en ellas podemos ver una parte de los flacos rasgos del pintor y la tela de la camisa que
cubre su hombro. La perspectiva del cuadro nos da la impresión de estar contemplando al artista desde arriba, quizá a través de una grieta del techo, y
el artista parece mirarnos, con los ojos medio cerrados, a causa de la intensa claridad que le ilumina y la boca retorcida en una mueca fruto de la más
intensa concentración. Cuando vi el cuadro por primera vez me impresionó la atmósfera de tensión que irradiaba. Me pareció que estaba espiando a un hombre
aprisionado en el interior de una sombra con dos barrotes dorados, atormentado por las posibilidades de la luz que yacía más allá de esos muros, y aunque
es probable que esa sea la reacción típica de quien se dedica a la historia del arte, no la reacción menos prevenida y, por lo tanto, más digna de confianza
del mero visitante de una galería de arte, me pareció que aquella prisión era algo autoimpuesto, que el artista podría haber escapado fácilmente a su confinamiento;
pero que había comprendido que sentirse restringido era un combustible básico de su ambición, y que, por ello, se había encadenado a sí mismo dentro de
aquella gama de percepción tan estrecha y tan profundamente irracional…
—de MERIC CATTANAY: Política de la concepción artística, por READE HOLLAND, Licenciado en Filosofía.
1
En 1853, en un lejano país del sur, en un mundo separado de este por la más estrecha fracción de posibilidad imaginable, un dragón llamado Griaule dominaba
la región del valle de Carbonale, una fértil comarca que tenía como centro la ciudad de Teocinte y que era famosa por su producción de plata, caoba y añil.
En aquellos tiempos había otros dragones, y gran parte de ellos moraban en las islas rocosas que se encuentran al oeste de la Patagonia: eran criaturas
minúsculas e irascibles, y el mayor de ellos no era más grande que un gorrión. Pero Griaule era una de las grandes Bestias que habían gobernado el planeta
durante toda una era ya desvanecida. Había ido creciendo a lo largo de los siglos: la parte central de su lomo se encontraba a más de doscientos veinte
metros de altura y desde la punta de la cola hasta el hocico medía más de mil ochocientos metros de largo. (Y llegados a este punto debemos explicar que
el crecimiento de los dragones no viene motivado por la ingestión de calorías, sino por la absorción de la energía derivada del paso del tiempo). Griaule
llevaría muerto bastantes milenios de no ser por un hechizo que no tuvo todo el éxito apetecido. El hechicero al que se le confió la tarea de acabar con
él sabía que su propia existencia correría peligro como resultado del rebote de las energías mágicas, y se dejó dominar por el pánico durante una fracción
de segundo, con lo que el hechizo, afectado por esta minúscula pérdida de valor, falló su blanco por un mortífero par de centímetros, y aunque nada se
sabía sobre el paradero del brujo, Griaule siguió vivo. Su corazón había dejado de latir y el dragón ya no respiraba, pero su mente seguía activa, enviando
una melancólica radiación que convertía en esclavos a cuantos permanecían durante el tiempo suficiente en el radio de su influencia.
El dominio ejercido por Griaule no era fácil de percibir. La gente del valle atribuía su carácter hosco y triste a los muchos años vividos bajo su sombra
mental; pero había otras regiones cuya población contemplaba al mundo con el ceño eternamente fruncido y no tenían ningún dragón al cual culpar; las frecuentes
incursiones que llevaban a cabo contra sus vecinos también eran atribuidas al efecto de Griaule pues, según ellos, en lo más hondo de su corazón eran gente
pacífica… pero, una vez más, ¿no daban con ello simples muestras de obedecer a la naturaleza humana? Quizá la prueba más verificable de la influencia de
Griaule era el hecho de que, pese a haber ofrecido una auténtica fortuna en plata a quien le matara, nadie había logrado llevar a cabo tal hazaña. Los
aspirantes propusieron cientos de planes, y ninguno de ellos había logrado tener éxito, ya fuera porque nadie se animó a ponerlos en práctica o por su
flagrante extravagancia. Los archivos de Teocinte estaban llenos de diagramas para construir enormes espadas impulsadas por vapor, así como otros artefactos
igualmente improbables, y todos los que imaginaron tales planes se quedaron demasiado tiempo en el valle y acabaron convirtiéndose en parte de su malhumorada
población. Y así siguieron viviendo, entrando y saliendo de él, aunque siempre volviendo, encadenados al valle, hasta que un día de la primavera del año
1853 Meric Cattanay llegó al valle y propuso que pintaran al dragón.
Meric era un joven flaco y desgarbado con una revuelta cabellera negra y las mejillas algo chupadas; vestía pantalones anchos y camisa de campesino, y
agitaba los brazos para conceder más fuerza a sus afirmaciones. Cuando escuchaba abría mucho los ojos, como si su cerebro estuviera a punto de estallar
debido a una repentina iluminación, y de vez en cuando hablaba incoherentemente sobre «la expresión conceptual de la muerte mediante el arte». Y aunque
los dirigentes de la ciudad no podían estar seguros de eso, aunque pensaron en la posibilidad de que, sencillamente, no tuviera unos modales demasiado
buenos, daba la impresión de estarse burlando de ellos. Y, desde luego, no era el tipo de persona que les inspiraba confianza, pero como había venido armado
con tal cantidad de diagramas y gráficos, se vieron obligados a tomarle en serio.
—No creo que Griaule sea capaz de percibir la amenaza encerrada en un proceso tan sutil como el arte —les dijo Meric—. Actuaremos igual que si pretendiéramos
cubrirle de ilustraciones, adornar su flanco con una obra maravillosa, y mientras tanto, lo que haremos será irle envenenando con la pintura.
Los dirigentes de Teocinte expresaron ruidosamente su incredulidad ante la propuesta, y Meric aguardó con impaciencia hasta que se callaron. No le gustaba
verse obligado a tratar con aquellos potentados. Sentados a lo largo de su gran mesa, con sus rostros ceñudos y una inmensa mancha de hollín encima de
sus cabezas, como si estuvieran compartiendo una fea idea común, le recordaban a la Asociación de Comerciantes Vinateros de Regensburgo cuando rechazaron
su oferta de pintarles un retrato.
—La pintura puede ser mortífera —dijo en cuanto se hubieron acallado los murmullos—. Pensad en el verde de Verona, por ejemplo. Se hace con óxido de cromo
y bario. Bastaría con respirarlo un instante para que os desmayarais. Pero tenemos que actuar de forma seria y concienzuda, tenemos que crear una auténtica
obra de arte. Si nos limitáramos a cubrirle de pintura podría darse cuenta de lo que pretendemos.
Les explicó que el primer paso del proceso sería construir un gran andamiaje provisto de grúas y escaleras, que se apoyarían en las placas supraorbitales
sobre los ojos del dragón; ese andamiaje proporcionaría una ruta de acceso a la plataforma de carga que tendría unos doscientos metros cuadrados y que
estaría colocada detrás de los ojos. Había calculado que harían falta unos dos mil quinientos metros de maderos, y con noventa hombres trabajando en ella
debería poder construirse en cinco meses. Mientras tanto, cuadrillas acompañadas por químicos y geólogos se encargarían de localizar los yacimientos de
piedra caliza que servirían para preparar las escamas, así como las fuentes de los pigmentos, ya fueran orgánicos o minerales, como la azurita y la hematita.
Otros equipos tendrían que encargarse de limpiar los flancos del dragón, quitándole las algas, la piel desprendida y cualquier otra sustancia muerta; cuando
hubieran terminado cubrirían la superficie con una capa de resinas.
—Sería más sencillo cubrirle de cal —dijo—, pero de esa forma se nos pasarían por alto los surcos y la decoloración producida por el crecimiento y el tiempo,
y creo que lo que vayamos a pintar quedará definido gracias a esos rasgos. ¡Si no nos guiamos por ello, no conseguiremos más que un maldito tatuaje!
Habría cubas de almacenamiento y toda una variedad de artilugios: destilerías para separar los pigmentos de la materia prima, molinos para convertirlos
en polvo, alambiques para mezclarlos con aceite… Harían falta cubas para hervirlos y hornos de cinco metros de altura en los que se produciría la solución
cáustica de caliza necesaria para fabricar la capa inicial que recubriría al dragón.
—Construiremos la mayor parte sobre la cabeza del dragón —dijo—. Usaremos la placa frontoparietal, porque es más fácil acceder a ella. —Echó una mirada
a sus cálculos—. Tengo entendido que esa placa mide unos cien metros de ancho. ¿No es así?
La mayor parte de los dirigentes de la ciudad estaban tan impresionados por su plan que apenas si le oyeron, pero uno de ellos logró asentir con la cabeza.
—¿Cuánto tiempo tardará en morir? —preguntó otro.
—Es difícil precisarlo —se le respondió—. ¿Quién sabe cuánto veneno es capaz de absorber? Quizá sólo hagan falta unos pocos años. Pero en el peor de los
casos, dentro de cuarenta o cincuenta años el veneno habrá atravesado las escamas en tal cantidad que el esqueleto se debilitará y Griaule se derrumbará
igual que un establo viejo.
—¡Cuarenta años! —exclamó uno de los dirigentes—. ¡Eso es ridículo!
—O cincuenta. —Meric sonrió—. Así tendremos tiempo suficiente para terminar la pintura. —Dio media vuelta, fue hacia la ventana y contempló las blancas
casas de piedra de Teocinte. El tiempo era el gran problema de su plan pero, si les había juzgado bien, el plan no debía parecer demasiado sencillo o,
de lo contrario, jamás lograría convencerles. Necesitaban tener la sensación de que estaban haciendo un sacrificio, de que se habían comprometido noblemente
a una gran empresa—. En caso de que se necesiten cuarenta o cincuenta años el proyecto absorberá todos los recursos de Teocinte —siguió diciendo—. Madera,
ganado, minerales… Todo se invertirá en los trabajos. Vuestras vidas quedarán totalmente alteradas. Pero os garantizo que acabaréis librándoos de Griaule.
Los dirigentes de la ciudad empezaron a hablar al unísono, irritados y llenos de preocupación.
—¿Estáis realmente decididos a matarle? —gritó Meric, yendo hacia ellos y apoyando los puños en la mesa—. Lleváis siglos esperando a que llegue alguien
y le corte la cabeza o le haga esfumarse en una nube de humo. ¡Y eso no ocurrirá nunca! El problema no puede resolverse de una forma tan sencilla. Pero
hay una solución, una solución práctica y elegante: utilizar los productos de la tierra que domina para destruirle. No será sencillo pero sólo así acabaréis
librándoos de él. Y eso es lo que queréis, ¿no?
Los dirigentes se callaron, mirándose unos a otros, y Meric comprendió que ahora le creían capaz de hacer lo que les había propuesto: estaban preguntándose
si el precio a pagar no sería demasiado alto.
—Necesitaré quinientas onzas de plata para contratar ingenieros y artesanos —les dijo—. Pensadlo durante unos días. Mientras tanto, iré a echarle una mirada
a ese dragón vuestro, para inspeccionar las escamas y todo ese tipo de cosas… Cuando vuelva podréis darme vuestra respuesta.
Los dirigentes de la ciudad gruñeron y se rascaron la cabeza, pero acabaron accediendo a exponer su plan ante la junta de Teocinte. Pidieron una semana
para tomar una decisión final y nombraron a Jarcke, la alcaldesa de Hangtown, para que acompañase a Meric en su visita a Griaule.
El valle tenía una extensión de ciento diez kilómetros de norte a sur y estaba rodeado por colinas cubiertas de bosque, cuyos arrugados flancos y abruptas
cimas hacían pensar en inmensos animales dormidos bajo ellas. El suelo del valle estaba cubierto por campos donde se cultivaban plátanos, caña de azúcar
y melones, y allí donde no estaba cultivado había macizos de palmeras, arbustos de moras y, de vez en cuando, alguna higuera gigante que parecía servirle
de centinela al resto del paisaje. Jarcke y Meric dejaron sus caballos cuando se encontraban a una media hora de la ciudad y empezaron a subir por una
suave pendiente encajada como una muesca entre dos colinas. Meric se detuvo cuando habían ascendido una tercera parte del trayecto, sudoroso y sin aliento;
pero Jarcke siguió avanzando, sin darse cuenta de que Meric ya no la seguía. Tenía un aspecto tan tosco y duro como el sonido de su nombre: su cuerpo recordaba
a un barril de cerveza y sus rasgos morenos estaban curtidos por la vida al aire libre. Sin embargo, aunque aparentaba tener diez años más que Meric, era
casi de su misma edad. Vestía una túnica gris recogida en la cintura con una banda de cuero en la que había cuatro cuchillos para lanzar, y de su hombro
colgaba un rollo de cuerda.
—¿Cuánto falta? —grito Meric.
Jarcke se volvió y le miró, frunciendo el ceño.
—Estás encima de su cola. El resto del dragón se encuentra detrás de la colina.
Meric sintió un leve alfilerazo helado en el abdomen y bajó los ojos hacia la hierba, esperando ver cómo se disolvía y revelaba una masa de escamas relucientes.
—¿Por qué no vamos a caballo? —preguntó.
—A los caballos no les gusta nada subir ahí. —Jarcke dejó escapar un gruñido de diversión y añadió—: Y la verdad es que a la mayor parte de la gente tampoco…
—y siguió trepando por la pendiente.
Veinte minutos más de marcha les llevaron al otro lado de la colina que dominaba el suelo del valle. El terreno continuaba subiendo de nivel, pero ahora
más suavemente que antes. Robles de troncos retorcidos y escasa altura asomaban por entre la maleza y las enredaderas, y los insectos zumbaban en la vegetación.
Jarcke y Meric podrían haber estado caminando por una pequeña meseta natural de unos cien metros de extensión; pero ante ellos, allí donde el suelo se
volvía repentinamente más abrupto, se veían varias gruesas columnas de un verde negruzco asomando de la tierra. Pliegues de algo parecido al cuero colgaban
entre ellas, recubiertos por grandes pellas de barro y adornados con un espeso brocado de musgo. Tenían el aspecto de una empalizada a medio derruir y
producían la misma impresión fantasmagórica que unas viejas ruinas.
—Las alas —dijo Jarcke—. La mayor parte está cubierta pero se pueden distinguir claramente sus bordes, y cerca de Hangtown hay sitios donde puedes caminar
por debajo de ellas…, aunque no te aconsejo que lo hagas.
—Me gustaría echar una mirada desde el borde —dijo Meric, incapaz de apartar los ojos de las alas.
Aunque las superficies de las hojas brillaban reflejando la fuerte claridad solar, las alas parecían absorber esa luz, como si su vejez y el ser tan ajenas
a este mundo las hubieran vuelto impermeables a los reflejos.
Jarcke le llevó hasta un claro alrededor del que se amontonaban las enredaderas y los robles, cubriéndolo con una verde claridad; a partir de allí el suelo
bajaba bruscamente de nivel. Ató su cuerda al tronco de un roble y rodeó con el otro extremo la cintura de Meric.
—Cuando quieras parar da un tirón de la cuerda —le dijo—, y da otro cuando quieras que te suba.
Empezó a soltar la cuerda, indicándole que fuera bajando de espaldas sostenido por la tensión que ejercía.
Meric atravesó la espesura sintiendo el cosquilleo de las enredaderas en su cuello y el pinchazo de las hojas de roble en sus mejillas y, de repente, se
encontró bañado por la luz del sol. Cuando miró hacia abajo vio que tenía los pies apoyados en un pliegue del ala del dragón, y al mirar arriba vio que
el ala se desvanecía bajo un manto de tierra y vegetación. Dejó que Jarcke le bajara unos cuantos metros más, tiró de la cuerda y miró hacia el norte,
contemplando la inmensa curva que formaba el flanco de Griaule.
Las escamas tenían forma hexagonal y medían nueve metros de ancho por unos cuatro y medio de alto; su color básico era una pálida mezcla de verde y oro,
pero algunas eran casi blancas y estaban cubiertas por una capa de piel muerta, mientras que sobre otras crecía un musgo color esmeralda; el resto, estaba
recubierto por dibujos de liquen y algas que recordaban a las letras de un alfabeto concebido por serpientes. Los pájaros habían hecho sus nidos en las
grietas, y por entre los intersticios asomaban los helechos, miles y miles de crestas plumosas que ondulaban bajo la brisa. El lugar parecía un gran jardín
colgante, cuya inmensidad hizo que Meric contuviera la respiración; era como contemplar una luna fósil. Pensar en todos los siglos que habían ido depositándose
sobre aquellas escamas hizo que sintiera un leve mareo, y descubrió que no podía volver la cabeza y que no le quedaba más remedio que contemplar el panorama
mientras que su alma se encogía al comprender hasta dónde llegaba la masa intemporal de aquella criatura, a cuyo flanco se agarraba igual que una mosca.
Perdió toda perspectiva de lo que contemplaba: el flanco de Griaule era más grande que el cielo y poseía su propia gravedad. Meric pensó que podría caminar
por él sin caerse y la idea le pareció perfectamente lógica y racional. Se dispuso a hacerlo, y Jarcke, confundiendo la repentina tensión de la cuerda
con una señal, empezó a izarle, haciéndole deslizarse a través del ala, la tierra y los heléchos y devolviéndole por fin al claro. Meric se quedó tumbado
en el suelo, jadeando, incapaz de hablar.
—Es grande, ¿eh? —dijo ella y, sonrió.
En cuanto Meric fue capaz de levantarse y partieron hacia Hangtown; pero apenas habían recorrido cien metros, siguiendo un sendero que serpenteaba por
entre la vegetación, cuando Jarcke sacó bruscamente un cuchillo de su cinturón y lo lanzó contra una criatura del tamaño de un mapache que había aparecido
repentinamente ante ellos.
—Un freidor —dijo, arrodillándose junto a la criatura y sacando el cuchillo de su cuello—. Se les llama así porque silban cuando corren. Comen serpientes,
pero también les gusta comerse a los niños.
Meric se arrodilló junto a ella. El cuerpo del freidor estaba cubierto por un corto vello negro, pero su cabeza carecía de pelo: la piel era tan blanca
como la de un cadáver y estaba muy arrugada, como si llevara demasiado tiempo sumergida en el agua. Tenía el hocico chato, dos ojillos que parecían bizquear
y una mandíbula de un tamaño desproporcionado que, una vez abierta, reveló una impresionante dentadura.
—Viven encima del dragón —dijo Jarcke—. Normalmente se les encuentra cerca de su boca. —Hizo presión sobre una de las patas y unas garras curvadas como
ganchos asomaron de ella—. Se cuelgan del labio y se dejan caer sobre los animales que entran en la boca del dragón. Y si no aparece ninguno… —Le sacó
la lengua con el cuchillo: la superficie estaba recubierta por puntitas irregulares que recordaban la hoja de un raspador—. Entonces cenan limpiando a
Griaule.
Cuando estaba en Teocinte, Meric había pensado que el dragón era algo sencillo, un gran lagarto en cuyo interior aún quedaba un leve tictac de vida, el
mero residuo de una sensibilidad casi desaparecida; pero ahora estaba empezando a sospechar que aquel tictac de vida era más complicado que nada de cuanto
había encontrado en toda su existencia.
—Mi abuela contaba que los viejos dragones podían volar hacia el sol en un abrir y cerrar de ojos, que volvían a su mundo de origen y que cuando regresaban
al nuestro traían consigo a los freidores y todo el resto de animales que viven en ellos —siguió diciendo Jarcke—. Decía que eran inmortales. Los únicos
dragones que venían a nuestro mundo eran los dragones jóvenes, porque después se hacían tan grandes que ya no podían volar. —Torció el gesto—. Hay veces
en que casi la creo…
—Entonces es que eres idiota —dijo Meric.
Jarcke alzó los ojos hacia él, y sus dedos avanzaron unos centímetros hacia su cinturón.
—¡Cómo puedes vivir aquí y creer en eso! —dijo Meric, sorprendido al encontrarse defendiendo tan fervorosamente un mito—. ¡Dios! Esto… —Se calló, porque
había visto cómo una fugaz sonrisa iluminaba los rasgos de Jarcke.
—Vamos —le dijo ella, chasqueando la lengua, aparentemente satisfecha por algo—. Quiero llegar al ojo antes del ocaso.
Los extremos de las alas de Griaule, cubiertos de hierba, matorrales y árboles enanos, formaban dos puntiagudas colinas que proyectaban su sombra sobre
Hangtown y el pequeño lago alrededor del que se extendía el pueblo. Jarcke le contó que el lago era alimentado por un río que venía de la colina que estaba
detrás del dragón, que pasaba por entre las membranas de su ala y bajaba por su hombro. Y bajo el ala… Un lugar maravilloso, le dijo. Helechos y cascadas.
Pero la gente pensaba que el lugar estaba encantado, que no era bueno ir allí. Visto desde lejos, el pueblo parecía agradable y pintoresco: rústicos edificios
de madera, chimeneas humeantes. Pero a medida que se fueron acercando a él las cabañas se convirtieron en chozas de ventanas rotas a las que les faltaban
tablones; las orillas del lago estaban cubiertas de basura y carroña. No vieron a nadie, salvo a unos pocos hombres que permanecían inmóviles ante las
chozas, hombres que contemplaron a Meric con los ojos entrecerrados y le dirigieron una lúgubre inclinación de cabeza a Jarcke. Los tallos de hierba se
agitaban impulsados por la brisa, las arañas correteaban bajo las casuchas y todo el lugar parecía rodeado por un aura de podredumbre y decadencia que
aturdía los sentidos.
Jarcke parecía no estar muy orgullosa de su pueblo. No intentó presentarle a nadie, permaneciendo en él lo estrictamente imprescindible para coger otro
rollo de cuerda de una choza, y después, mientras iban por entre las alas y bajaban por la cresta del cuello (un bosque de espinas verde y oro bruñido
que el sol poniente hacía brillar), le explicó cómo toda la gente del pueblo conseguía malvivir de Griaule. Las hierbas recogidas de su espalda servían
como medicinas y amuletos, al igual que las escamas de piel muerta; los objetos pertenecientes a las generaciones pasadas de Hangtown tenían cierto valor
para bastantes coleccionistas de antigüedades.
—Y también están los buscadores de escamas —dijo con disgusto—. Henry Sichi de Puerto Chantay paga bien los fragmentos de escama, y aunque da mala suerte,
hay gente que se dedica a arrancar las que ya están medio sueltas. —Dio unos cuantos pasos en silencio. Luego añadió—: Pero hay otros que tienen mejores
razones para vivir aquí.
La espina frontal que había sobre los ojos de Griaule se curvaba igual que el cuerno de un narval, arqueándose hacia atrás en dirección a las alas. Jarcke
ató las cuerdas a unos pernos clavados en la espina, se ató uno de los extremos alrededor de la cintura y pasó el otro alrededor de la de Meric; le dijo
que esperara y empezó a descolgarse por el flanco. Un instante después le indicó que ya podía empezar a bajar. Meric volvió a marearse; miró hacia abajo
y vio una pata que terminaba en garras, colmillos cubiertos de musgo que brotaban de una mandíbula cuya longitud parecía imposible; y un instante después
empezó a girar sobre sí mismo chocando contra las escamas. Jarcke le sujetó y le ayudó a sentarse en el reborde formado por el globo ocular de Griaule.
—¡Maldita sea! —dijo Jarcke, dando una feroz patada.
Una parte de la escama que había golpeado se empezó a mover lentamente. Tendría unos noventa centímetros de largo y al examinarla con mayor atención Meric
vio que, aun siendo indistinguible de la escama auténtica tanto en textura como en color, una línea fina como un cabello la separaba de la superficie de
esta. Jarcke, con una mueca de repugnancia en el rostro, siguió dándole patadas a la criatura hasta conseguir que se alejara.
—Les llamamos peladuras —dijo cuando Meric le preguntó qué era—. Son una especie de insectos. Tienen un tubo muy largo que meten por entre las escamas
y chupan la sangre. ¿Ves eso? —Señaló hacia una bandada de pájaros que trazaban círculos junto al costado de Griaule; una motita de color oro pálido se
desprendió del flanco y cayó dando vueltas hacia el suelo del valle—. Los pájaros las arrancan usando el pico, el golpe contra el suelo hace que se abran
y después se comen lo que hay dentro. —Se puso en cuclillas junto a él y, después de un instante de silencio, le preguntó—: ¿Crees realmente que puedes
hacerlo?
—¿El qué? ¿Matar al dragón?
Jarcke asintió con la cabeza.
—Desde luego. —Y un instante después, mintiendo, añadió—: Me ha costado años concebir ese método.
—Si toda la pintura va a estar encima de su cabeza, ¿cómo piensas llevarla a los sitios donde se tenga que aplicar?
—Eso no es ningún problema. Utilizaremos tubos para llevarla a donde haga falta.
Jarcke volvió a asentir con la cabeza.
—Eres muy listo —dijo; y cuando Meric, complacido, se disponía a darle las gracias por su elogio, se le adelantó y añadió—: Oh, no te enorgullezcas de
ello. Ser listo no es ningún logro. Es una casualidad, como el ser alto. —Y dio media vuelta, poniendo fin a la conversación.
Meric ya estaba empezando a cansarse de tantas maravillas pero, aun así, no pudo evitar su asombro ante el ojo. Calculó que debía de tener unos veinte
metros de ancho por quince de alto, y estaba protegido por una membrana opaca extrañamente libre de algas y liqúenes, una membrana que brillaba suavemente
y tras la que se distinguían vagos destellos multicolores. A medida que el sol se iba enrojeciendo y se ocultaba por entre dos colinas distantes, la membrana
empezó a temblar y acabó hendiéndose por el centro. Después, con la majestuosa lentitud de un telón al abrirse, las dos mitades se apartaron para revelar
el humor iridiscente del ojo. Meric se levantó de un salto, aterrorizado ante la idea de que Griaule pudiese verle, pero Jarcke le contuvo.
—Quédate quieto y mira —le dijo.
Meric no tuvo elección: el ojo resultaba fascinante. La pupila era una mera línea vertical de una negrura absoluta, pero el líquido… jamás había visto
un azul, un escarlata o un oro similares. Lo que habían parecido vagos destellos de color, extraños reflejos del crepúsculo, eran realmente algún tipo
de reacciones a la luz. El ojo estaba llenándose con anillos luminosos, anillos que se iban expandiendo hasta cobrar formas definidas que inundaban todo
el líquido con su colorido y que se desvanecían… para ser sustituidos por otra forma, y otra más. Sintió el peso de lo que veía Griaule, su vieja mente
derramándose en su interior y, como en respuesta a esa presión, los recuerdos fueron apareciendo igual que burbujas dentro de sus pensamientos. Y eran
recuerdos particularmente claros y nítidos. El aspecto que tenía el agua del cuenco donde limpiaba los pinceles después de haberse helado durante una noche
de invierno… una delicada flor de amarillo lechoso rota en mil líneas de fractura. Un archipiélago de pieles de naranja que su novia había dejado tiradas
en el suelo del estudio. Un crepúsculo que había pasado haciendo esbozos en la colina de Jokenam, con los tejados coronados de nieve de Regensburgo inclinándose
bajo él en todos los ángulos imaginables igual que un pavimento de adoquines rotos, y los haces plateados del sol abriéndose paso por entre el cielo cubierto
de nubes plomizas. Era como si todas aquellas cosas estuvieran siendo colocadas ante él para que las inspeccionara, y un instante después desaparecieron
barridas por lo que también parecía un recuerdo, aunque no tenía nada de familiar. El recuerdo consistía básicamente en un paisaje de luz, y Meric estaba
volando por él, subiendo y subiendo. Prismas y enrejados de fuego iridiscente florecían a su alrededor y todo el mundo parecía desplomarse en una rugiente
cascada de claridad hasta que, finalmente, se encontró en su corazón, un horno al rojo blanco, y el corazón de Meric palpitó con la alegría de sentir hasta
donde llegaban su fuerza y su dominio.
No se dio cuenta de que el ojo se había cerrado hasta que ya estaba oscuro. Tenía la boca abierta, le dolían los ojos de tanto esforzarse por ver y sentía
la lengua como pegada al paladar. Jarcke estaba inmóvil, escondida entre las sombras.
—Es… —Tuvo que tragar saliva para limpiarse la garganta de mucosidades—. Esa es la razón de que vivas aquí, ¿verdad?
—Es parte de la razón —dijo ella—. Estando aquí arriba puedo ver cosas que aún no existen. Cosas que acabarán sucediendo, cosas que puedo estudiar y comprender.
Se puso en pie, fue hacia donde terminaba el ojo de Griaule y escupió; el valle se extendía detrás de ella como una masa grisácea e irreal, con los pliegues
de las colinas apenas visibles por entre la creciente oscuridad.
—Y así supe que vendrías —dijo ella.
Una semana más tarde, después de muchas exploraciones y de haber hablado muchas veces, bajaron a Teocinte. La ciudad se encontraba en un estado lamentable
(ventanas rotas, graffitis en las paredes, cristales, restos de comida y banderolas desgarradas cubriendo el pavimento de las calles), como si acabara
de sufrir una mezcla de celebración y batalla. Y así había sido. Los dirigentes de la ciudad recibieron a Meric en el ayuntamiento y le informaron de que
su plan había sido aprobado. Le entregaron un cofre que contenía quinientas onzas de plata y le dijeron que todos los recursos de la comunidad se hallaban
a su disposición. Le ofrecieron un carro y unos hombres que se encargarían de llevarle a él y a su cofre hasta Regensburgo, y le preguntaron si podían
empezar con parte de los trabajos preliminares durante su ausencia.
Meric sopesó una de las barras de plata y vio en su frío brillo el objeto de su deseo: dos, quizá tres años de libertad, de hacer el trabajo que quería
hacer, de no verse obligado a aceptar encargos. Pero ahora ya nada estaba claro, todo se había confundido en su mente. Volvió los ojos hacia Jarcke; estaba
mirando por la ventana, dejando la decisión en sus manos. Puso la barra en el cofre y cerró la tapa.
—Tendréis que enviar a otro —dijo.
Y después, cuando los dirigentes de la ciudad se miraron de soslayo los unos a los otros, rio y rio al ver con qué facilidad se había olvidado de todos
sus sueños y esperanzas.
Habían pasado once años desde mi última estancia en el valle, doce desde que empezaron a pintar, y los cambios ocurridos me dejaron asombrado. Gran parte
de las colinas habían sido despojadas de sus árboles, dejando al desnudo la tierra marrón, y apenas si había animales salvajes. Y lo que más había cambiado,
naturalmente, era Griaule. Su espalda estaba cubierta de andamios; artesanos sostenidos por telarañas de cuerda reptaban sobre su flanco; y todas las escamas
sobre las que era preciso trabajar habían sido pintadas o preparadas para recibir la pintura. La torre que se alzaba junto a su ojo estaba cubierta por
un enjambre de obreros, y de noche los hornos y las cubas que había sobre su cabeza eructaban llamas que se alzaban hacia el cielo. A sus pies había una
ruidosa ciudad improvisada cuya población estaba formada por prostitutas, obreros, jugadores, soldados y toda clase de vagos y maleantes: el terrible costo
del proyecto había animado a los dirigentes de Teocinte a formar una milicia permanente que se encargaba de saquear con regularidad los estados vecinos
y que había llegado a ocupar militarmente algunas comarcas. Rebaños de animales asustados se apelotonaban en los apriscos, esperando ser convertidos en
aceites y pigmentos. Carros llenos de minerales y vegetales avanzaban ruidosamente por las calles. Yo mismo había venido con un cargamento de raíces de
las que podía sacarse una tintura rosácea. Obtener una cita con Cattanay no fue fácil. Aunque no había aplicado ni una sola pincelada de pintura, siempre
estaba ocupado consultando con ingenieros y artesanos, o teniendo que vérselas con alguna otra parte del complicado proceso logístico. Cuando logré verle
descubrí que había cambiado tan drásticamente como Griaule. Su cabello se había vuelto gris, tenía el rostro surcado por profundas arrugas y en la parte
central de su hombro derecho había un extraño bulto: el resultado de una caída. Enterarse de que deseaba comprar la pintura y llevarme las escamas de Griaule
después de su muerte le divirtió mucho, y no creo que me tomara demasiado en serio. Pero aquella mujer llamada Jarcke que le acompañaba continuamente le
informó que yo era un nombre de negocios en quien se podía confiar, que ya había comprado los huesos, los dientes e incluso la tierra que había bajo el
vientre de Griaule (tierra que acabé vendiendo como poseedora de propiedades mágicas).
—Bien —dijo Cattanay—, supongo que alguien debe quedarse con ellas.
Me hizo salir de su oficina y fuimos a contemplar la pintura.
—No pensará separarlas, ¿verdad? —me preguntó.
—No —le respondí.
—Si pone eso por escrito son suyas —me dijo.
No supe qué responder, pues había esperado un largo y duro regateo sobre el precio; pero lo que dijo a continuación me dejó todavía más asombrado.
—¿Qué le parece? ¿Cree que es bueno? —me preguntó.
Cattanay no pensaba que la pintura fuese el fruto de su imaginación; creía que se limitaba a colorear las formas que aparecían en el flanco de Griaule
y estaba convencido de que en cuanto aplicaban la pintura nuevos dibujos aparecían bajo ella, lo que le obligaba a una continua serie de cambios. Se veía
a sí mismo más como un artesano que como un auténtico artista creador. Pero, para hacer más comprensible su pregunta, debe recordarse que empezaba a ser
visitado por muchas personas que se maravillaban ante su obra. Algunos afirmaban ver en ella atisbos del futuro; otros, sufrían una auténtica transfiguración;
e incluso había artistas que intentaban capturar algo de su obra en un lienzo, con la esperanza de conseguir una reputación por el simple hecho de haber
demostrado su competencia como copistas del arte de Cattanay. La pintura no tenía nada de figurativo y consistía básicamente en una mancha de oro pálido
que se extendía por el flanco del dragón; pero enterradas bajo aquella superficie laminada había mil tonalidades de color iridiscente que se iban solidificando
en una innumerable cantidad de formas, figuras que parecían moverse siguiendo el avance del sol a través del cielo y el crecimiento y la disminución de
la luz. No intentaré describir esas figuras, pues su número era infinito; eran tan variadas como las condiciones del momento en que se las veía. Pero sí
diré que la mañana de mi encuentro con Cattanay yo, la encarnación del hombre práctico, alguien en cuyo cuerpo no había ni un gramo de visionario, tuve
la sensación de ser absorbido por aquella pintura, de subir por entre geometrías luminosas y encajes de arco iris que iban creciendo y cambiando igual
que una nube, dejando atrás globos, espirales, ruedas llameantes…
—de Griaule, el negocio, por HENRY SICHI.
2
Desde su llegada al valle varias mujeres pasaron por la vida de Meric; a la mayoría de ellas les había atraído su creciente fama y el que se le asociara
al misterio del dragón, y casi todas le habían acabado abandonando por esas mismas razones, sintiéndose confusas y pensando que no las había apreciado
en lo que valían. Pero Lise era distinta en dos aspectos. Primero, porque amaba mucho a Meric; y segundo, porque estaba casada con un hombre llamado Pardiel,
el capataz de la cuadrilla encaladura, aunque no era feliz en su matrimonio. No le amaba como amaba a Meric, pero le respetaba y se creía obligada a pensárselo
con detenimiento antes de poner fin a su relación. Meric jamás había conocido a una persona tan introvertida como Lise. Tenía doce años menos que él y
era alta y hermosa, con una cabellera en la que el sol parecía enredarse y unos ojos castaños que se oscurecían y daban la impresión de mirar hacia adentro
cada vez que se ponía pensativa. Solía analizar todo lo que la afectaba, poniendo una distancia entre ella y sus emociones y examinándolas igual que si
fueran unos insectos extraños a los que había descubierto arrastrándose sobre su regazo. Aunque su inclinación al autoexamen la mantenía apartada de él,
Meric pensaba que eso era más bien una virtud, aunque extraña y sorprendente. Meric sufría la clásica enfermedad del amor y era incapaz de hallarle defecto
alguno. Durante casi un año fueron todo lo felices que se puede esperar de una pareja; hablaban horas y horas, dando largos paseos juntos, y cuando Pardiel
tenía que hacer dos turnos seguidos y se veía obligado a dormir junto a sus hornos de cal, pasaban las noches haciéndose el amor en los cavernosos espacios
que había bajo el ala del dragón.
La gente seguía pensando que aquel sitio estaba encantado. Se rumoreaba que en él vivía algo mucho peor que los freidores o las peladuras, y cada desaparición,
incluso la del obrero más insatisfecho de su trabajo, era atribuida a tal criatura. Pero Meric no creía en los rumores. Estaba medio convencido de que
Griaule le había escogido para que fuese su verdugo y el dragón no consentiría que sufriera daño alguno y, además, era el único sitio donde podían tener
la seguridad de que estarían a solas.
Un tosco sendero de agujeros y peldaños tallados en las escalas hecho por los buscadores de escamas llevaba hasta allí: el sendero, situado a casi ciento
ochenta metros por encima del valle, resultaba tan peligroso como traicionero: pero Lise y Meric siempre usaban cuerdas, y a lo largo de los meses, impulsados
por el apremio de la pasión, acabaron acostumbrándose a él. Su lugar favorito se encontraba unos quince metros más allá de donde empezaba el ala (Lise
se negaba a seguir avanzando; tenía miedo, aunque Meric no lo tuviese), junto a una cascada que resbalaba sobre los pliegues coriáceos haciendo que brillaran
con un destello casi mineral, dándole la extraña belleza de una galería encantada. Trozos de piel muerta colgaban de las sombras igual que velos de ectoplasma
a medio desgarrar; los helechos brotaban de las nervaduras del ala, más gruesas que las columnas de una catedral; los gorriones revoloteaban por entre
la negrura de la bóveda. A veces, tumbado en el suelo con Lise junto a él, ocultos por un pliegue del ala, Meric se convencía de que eran los latidos de
sus corazones los que animaban realmente aquel sitio, que en cuanto se marcharan el agua dejaría de correr y los gorriones se desvanecerían. Tenía una
fe inquebrantable en el poder de su afecto, capaz de cambiarlo todo.
Una mañana, mientras se vestían y se preparaban para volver a Hangtown, le pidió que se marchara con él.
—¿A otra parte del valle? —Lise sonrió con tristeza—. ¿Y de qué serviría eso? Pardiel nos seguiría.
—No —dijo él—. A otro país. A cualquier lugar con tal que esté lejos de aquí.
—No podemos hacer eso —dijo ella, golpeando el ala con la punta del pie—. No hasta que Griaule haya muerto. ¿O es que lo has olvidado?
—No lo hemos intentado.
—Otros lo han intentado.
—Pero nosotros podríamos conseguirlo. ¡Sé que podríamos!
—Eres un romántico —le dijo ella con voz melancólica, y contempló la curva formada por la espalda de Griaule y el punto donde se perdía en el valle.
El amanecer había teñido de escarlata las colinas e incluso las puntas de las alas brillaban con una apagada claridad rojiza.
—¡Pues claro que soy un romántico! —Meric se puso en pie, irritado—. ¿Qué tiene de malo eso?
Lise dejó escapar un suspiro de exasperación. —Serías incapaz de abandonar tu obra —le dijo—. Y si nos marcháramos, ¿qué podrías hacer? ¿Acaso…?
—¿Por qué pensar en todos esos problemas? —gritó él—. ¡Tatuaré elefantes! Pintaré murales en el pecho de los gigantes. ¡Me dedicaré a iluminar ballenas!
¿Quién está mejor cualificado que yo para eso?
Lise sonrió, y Meric sintió como su ira se evaporaba.
—No me has comprendido bien —le dijo—. Me preguntaba si encontrarías alguna otra cosa capaz de satisfacerte, nada más.
Le dio la mano para que la ayudara a levantarse y Meric la atrajo hacia él, abrazándola. Y mientras la abrazaba, inhalando el olor del agua de vainilla
que saturaba su cabello, vio a un figura minúscula recortada contra el telón de fondo del valle. No parecía real, e incluso cuando aquel homúnculo negro
empezó a ir hacia ellos, haciéndose cada vez más y más grande, siguió sin parecer tanto un hombre como el agujero de una cerradura mágica que daba a una
ladera carmesí. Pero por su forma de caminar y la envergadura de sus hombros Meric supo que era Pardiel; llevaba en la mano un gran gancho, uno de los
que usaban los artesanos para moverse sobre las escamas.
Meric se envaró, y Lise miró hacia atrás para ver qué era lo que le había alarmado.
—Oh, Dios mío… —dijo, deshaciendo su abrazo.
Pardiel se detuvo a unos cuatro metros de ellos. No dijo nada. Su rostro quedaba oculto por la sombra y el gancho se balanceaba perezosamente entre sus
dedos. Lise dio un paso hacia él, retrocedió y se puso delante de Meric, como si quisiera escudarle con su cuerpo. Al verlo, Pardiel dejó escapar un grito
inarticulado y se lanzó hacia adelante, alzando el gancho para golpear. Meric empujó a Lise, apartándola, y se agachó. Cuando Pardiel pasó junto a él percibió
una leve vaharada del azufre usado en los hornos de cal; un instante después Pardiel tropezó con alguna irregularidad de la escama y cayó al suelo. Aterrado,
sabiendo que el capataz podía acabar con él en un instante, Meric cogió a Lise de la mano y se adentró en la caverna creada por el ala. Tenía la esperanza
de que Pardiel no se atreviera a seguirles, por miedo a lo que se rumoreaba acerca de la criatura que vivía allí; pero no fue así. Pardiel les siguió sin
apresurarse, dándose golpecitos en la pierna con el gancho.
Aquella parte del ala estaba cubierta por centenares de bultos irregulares que reducían el espacio creando un laberinto de pequeñas recámaras y túneles,
tan bajos que necesitaban encorvarse para pasar por ellos. El sonido de su respiración y el roce de sus pies quedaban amplificados por lo estrecho de aquellos
recintos, y Meric ya no podía oír a Pardiel. Nunca se había adentrado tanto en la caverna. Había pensado que estaría totalmente oscura, pero los liqúenes
y algas que se adherían a la superficie del ala eran fosforescentes y lo cubrían todo con remolinos y espirales de fuego verde y azul que proyectaban un
pálido resplandor, un resplandor que bañaba incluso las escamas que pisaban. Era como si fuesen gigantes arrastrándose a través de un cosmos cuya materia
estelar aún no se había congelado formando galaxias y nebulosas. Aquella luz cerúlea le permitía ver el rostro de Lise, que se volvía hacia él de vez en
cuando, asustado y cubierto de lágrimas; y un instante después, cuando irguió el cuerpo para entrar en otra recámara, la oyó lanzar un fuerte chillido.
Al principio Meric pensó que Pardiel había logrado llegar hasta allí antes que ellos; pero cuando entró en la recámara vio lo que había asustado a Lise:
un hombre, sentado en el suelo, con la espalda pegada a la pared del fondo. Parecía momificado. De su cuero cabelludo asomaban secas hebras de cabello,
su piel dejaba ver los contornos de sus huesos y sus ojos eran agujeros vacíos. Entre sus piernas había un montoncito de polvo allí donde antes habían
estado sus genitales. Meric empujó a Lise hacia el túnel siguiente, pero ella se resistió y señaló con la mano el cadáver.
—Sus ojos —dijo, paralizada por el horror.
Y aunque los ojos estaban casi totalmente llenos de negrura, Meric se dio cuenta de que esa negrura estaba atravesada por veloces destellos opalescentes.
Sintió el impulso de arrodillarse junto al cadáver y fue un impulso tan repentino y carente de motivos que doblegó su voluntad durante un segundo, volviendo
a dejarle libre un segundo después. Cuando apoyó la mano en la escama rozó un gran anillo que yacía bajo los resecos dedos del cadáver. En el anillo había
una piedra negra en la que se veían destellos idénticos a los que ardían dentro de los ojos, y tallada en la piedra estaba la letra S. Meric descubrió
que era incapaz de mirar la piedra o los ojos, como si contuvieran cargas eléctricas que repelían los sentidos. Tocó el marchito brazo del hombre; la carne
era tan dura como una roca, igual que si se hubiera petrificado. Pero estaba viva. Aquel breve contacto le hizo percibir cuál era su existencia, aquel
contemplar durante siglos el mismo retazo de fuego ultraterreno, y sintió una mente que había dejado muy atrás la simple locura, perdiéndose en un éxtasis
perverso, una meditación sobre algún principio obsceno y repugnante. Meric apartó rápidamente la mano, presa de asco.
Oyó un ruido a su espalda y se levantó de un salto, empujando a Lise hacia el siguiente túnel.
—Ve hacia la derecha —le murmuró—. Retrocederemos dando un rodeo hacia el sendero.
Pero Pardiel estaba demasiado cerca de ellos para que tales tácticas pudieran confundirle, y su huida se convirtió en una salvaje persecución llena de
caídas y tropezones, con fugaces atisbos del rostro de Pardiel, manchado por el humo, hasta que finalmente, cuando Meric se disponía a entrar en una gran
recámara, sintió la mordedura del gancho en su muslo. Cayó al suelo, agarrándose la herida, y logró desprender el gancho de la carne. Un segundo después
Pardiel ya estaba encima de él; Lise apareció por encima de su hombro, pero Pardiel la apartó de un manotazo y metió los dedos por entre el cabello de
Meric, golpeando su cabeza contra la escama. Lise gritó y Meric sintió como unos veloces relámpagos blancos se abrían paso por el interior de su cráneo.
Su cabeza volvió a golpear la escama. Otro golpe. Vio confusamente a Lise luchando con Pardiel, vio como la apartaba de un empujón, vio subir el gancho
y los labios del capataz retorcidos en una mueca feroz. Y un instante después la mueca se desvaneció. Su mandíbula se aflojó bruscamente y se llevó la
mano a la espalda como si pretendiera rascarse el omoplato. Un hilillo de sangre oscura brotó de su boca y se derrumbó, aprisionando a Meric debajo de
su pecho. Meric oyó voces. Intentó mover el cuerpo de Pardiel y consumió con ello las últimas reservas de fuerza que le quedaban. Empezó a caer dando tumbos
por una negrura que parecía tan insondable y oscura como los ojos del hombre petrificado.
Alguien le sostenía la cabeza en su regazo y estaba limpiándole la frente con un paño húmedo. Meric dio por sentado que sería Lise, pero cuando preguntó
qué había ocurrido fue Jarcke quien le respondió.
—Tuve que matarle —dijo.
Meric sentía un agudo dolor en la cabeza, el dolor de su pierna era todavía peor y sus pupilas se negaban a ver nada con claridad. Los fragmentos de piel
muerta que colgaban del techo daban la impresión de estar retorciéndose. Se dio cuenta de que estaban cerca de donde terminaba el ala.
—¿Dónde está Lise?
—No te preocupes —dijo Jarcke—. Volverás a verla. —Y consiguió que sus palabras sonaran casi como una sentencia.
—¿Dónde está?
—La hice volver a Hangtown. Que os vieran juntos el mismo día en que desapareció Pardiel sería más bien imprudente, ¿no?
—Lise nunca se habría marchado dejándome… —Parpadeó, intentando ver su rostro; las arrugas que enmarcaban su boca eran muy profundas y le recordaban los
dibujos de liquen que cubrían las escamas del dragón—. ¿Qué hiciste?
—La convencí de que era lo mejor —dijo Jarcke—. ¿Aún no te has dado cuenta de que para ella no eres más que un pasatiempo?
—Tengo que hablar con Lise. —Los remordimientos le abrumaban y que Lise debiera soportar su dolor a solas le parecía inconcebible, algo que no podía tolerar;
pero cuando intentó levantarse sintió una aguda punzada de dolor en la pierna.
—No lograrías recorrer ni tres metros —le dijo Jarcke—. Tan pronto como tengas la cabeza algo más clara, te ayudaré a bajar.
Cerró los ojos y tomó la decisión de que buscaría a Lise nada más regresar a Hangtown; en cuanto estuvieran juntos decidirían qué debían hacer. La escama
sobre la que reposaba estaba fría, y aquella frialdad fue transmitiéndose a su piel y su carne, igual que si estuviera mezclándose con ella, convirtiéndose
en una de sus marcas.
—¿Cómo se llamaba el hechicero? —preguntó al cabo de unos instantes, acordándose del hombre petrificado, el anillo y la letra tallada en la piedra—. El
que intentó matar a Griaule…
—Nunca he llegado a saberlo —dijo Jarcke—. Pero supongo que es ese de ahí dentro, ¿no?
—¿Le has visto?
—Hace tiempo tuve que perseguir a un buscador de escamas que había robado algo de cuerda, y en vez de encontrar al buscador me encontré con él. Sea quien
sea, no se lo está pasando demasiado bien.
Los dedos de Jarcke se movieron lentamente sobre su hombro, acariciándole con suavidad, como si estuviera tocando algún objeto precioso. Meric no comprendió
cuál era el significado de aquella caricia, pues estaba demasiado preocupado por Lise y por el terrorífico potencial de cuanto había sucedido; pero años
después, cuando ya nada tenía remedio, se maldijo por no haberlo comprendido.
Al parecer se considera casi blasfemo que una mujer enamorada vacile o examine la situación, que haga cualquier otra cosa que no sea seguir ciegamente
el impulso de sus emociones. Yo misma sentí los dolorosos efectos de tal opinión: la gente pensaba que todo era culpa mía por no haber actuado de una forma
rápida y decidida, ya fuese en un sentido o en otro. Quizá pequé de exceso de cautela. No pretendo estar libre de culpa, sólo afirmo ser inocente de la
acusación de sacrilegio. Creo que quizá hubiera acabado abandonando a Pardiel: en nuestra relación no había la sustancia suficiente para que ninguno de
los dos fuera feliz. Pero tenía buenas razones para examinar cautelosamente los pros y los contras. Mi esposo era un buen hombre, y nos debíamos cierta
lealtad el uno al otro.
Después de la muerte de Pardiel me sentí incapaz de seguir viendo a Meric y me marché a otra parte del valle. Meric intentó verme en varias ocasiones,
pero yo siempre me negué a ello. Aunque la tentación de ceder era fuerte, la culpabilidad que sentía era aún más fuerte. Cuatro años más tarde, después
de que Jarcke muriera destrozada por un carro al que se le rompieron los frenos, uno de los hombres que trabajaban con ella me escribió y me contó que
Jarcke había estado enamorada de Meric, que había sido ella quien informó a Pardiel de nuestra relación y que era muy posible que Jarcke hubiese sido la
que lo preparó todo. Aquella carta tuvo el efecto de hacerme sentir que había expiado parte de mi culpa y pensé en la posibilidad de ver nuevamente a Meric.
Pero había pasado demasiado tiempo y nuestras existencias habían seguido rumbos distintos. Acabé decidiendo no volver a verle. Seis años después, cuando
la influencia de Griaule se hubo debilitado lo bastante para permitir la emigración, me marché a Puerto Chantary. Pasé casi veinte años sin tener noticias
de Meric y un día recibí una carta, parte de la cual reproduzco:
«… Mi viejo amigo de Regensburgo, Louis Dardano, lleva unos cuantos años viviendo aquí y está escribiendo mi biografía. Lo que ha escrito me produce la
misma sensación que uno de esos relatos llenos de mentiras que suelen contarse en las tabernas, lo cual —si recuerdas lo que te conté acerca de cómo empezó
todo—, me parece bastante adecuado. Pero cuando lo leo me asombra ver lo sencilla que ha sido mi existencia. Una tarea, una pasión. ¡Dios, Lise! Tengo
setenta años y sigo soñando contigo. Y continúo pensando en lo que pasó aquella mañana debajo del ala. Es extraño que haya necesitado todo este tiempo
para comprender que los culpables no fuimos Jarcke, tú y yo, sino Griaule. Qué obvio me parece ahora. Estaba a punto de irme y él me necesitaba para completar
todo aquello que hay expresado en su flanco, sus sueños de volar, de escapar, de concederle la muerte de su deseo. Estoy seguro de que pensarás que mis
palabras no son más que una mera fantasía, pero te recuerdo que he necesitado cuarenta años para concebir esta fantasía. Conozco a Griaule y su monstruosa
sutileza. Puedo ver su poder en todas y cada una de las acciones que han tenido lugar desde mi llegada a este valle. Fui un estúpido al no comprender que
nuestro triste final era obra suya.
»Ahora todo está controlado por el ejército, como supongo que sabrás. Se rumorea que están planeando una campaña invernal contra Regensburgo. ¿Puedes creerlo?
Sus padres eran unos ignorantes, pero esta generación da muestras de una estupidez absolutamente brutal. Por lo demás, el trabajo va bien y yo sigo como
de costumbre. Me duele el hombro, los niños se me quedan mirando por la calle y hablan de mí en susurros, diciendo que estoy loco…».
—de Bajo el ala de Griaule, por LISE CLAVERIE.
3
Flaco, arrogante, con el rostro lleno de cicatrices de acné, el mayor Hauk era muy joven y cojeaba. Cuando Meric entró en su oficina el mayor estaba practicando
su firma, una elegante composición llena de curvas y florituras obviamente destinada a tener un sitio en la posteridad. Pasó la conversación yendo y viniendo
por el despacho, deteniéndose frecuentemente para admirarse en el cristal de la ventana, poniéndose bien la chaqueta roja o pasándose los dedos por la
raya de sus pantalones blancos. Vestía el nuevo modelo de uniforme, el primero que Meric había visto de cerca, y le divirtió ver los dragones que adornaban
las charreteras. Se preguntó si Griaule sería capaz de tal ironía, si su influencia era lo bastante discreta para haber introducido la idea de semejante
atuendo de opereta en el cerebro de la esposa de algún general.
—… no es un asunto de tener más o menos efectivos —estaba diciendo el mayor—, sino de… —Se quedó callado a media frase y, un instante después, carraspeó.
Meric, que había estado examinando las manchas que cubrían el dorso de sus manos, alzó los ojos; el bastón apoyado en su rodillas resbaló y cayó ruidosamente
al suelo.
—Es un problema de materiales —dijo el mayor con voz firme—. Por ejemplo, el precio del antimonio…
—El antimonio se utiliza muy poco —dijo Meric—. Ya casi he terminado con los minerales del rojo.
Un destello de impaciencia cruzó por el rostro del mayor.
—Muy bien —dijo; se inclinó sobre su escritorio y revolvió unos cuantos papeles—. ¡Ah! Aquí hay una factura por un cargamento de jibias, de las que saca…
—Siguió revolviendo entre los papeles.
—Marrón de Siria —dijo Meric con voz hosca—. Y ya casi he terminado de usarlo. Ahora sólo necesito oro y violeta. Un poquito de azul y rosa…
Tenía ganas de terminar con aquellas molestias; deseaba estar en el ojo antes del ocaso.
Y mientras el mayor seguía repasando su contabilidad, los ojos de Meric miraron hacia la ventana. El suburbio de chozas que había en torno a Griaule se
había hinchado hasta convertirse en una ciudad y llegaba ya hasta las colinas. La mayor parte de los edificios habían sido construidos para perdurar, usando
madera y piedra, y la inclinación de los tejados y el humo de las fábricas que rodeaban la ciudad le hicieron acordarse de Regensburgo. Toda la belleza
natural de la tierra había sido absorbida por la pintura. El este se iba llenando de nubes de tormenta negras y grises, pero el sol de la tarde todavía
brillaba, derramando una pesada luz dorada sobre el flanco de Griaule. Parecía como si la luz solar fuese una extensión de las relucientes resinas y pigmentos,
como si el grosor de la capa de pintura estuviese volviéndose infinito. Dejó que la voz del mayor se convirtiera en un leve zumbido y siguió la deslumbrante
dispersión de las imágenes; y de repente, sobresaltado, se dio cuenta de que el mayor acababa de decir algo sobre detener los trabajos.
Al principio la idea le aterró. Intentó interrumpirle, protestar, plantear objeciones; pero el mayor siguió hablando sin hacerle caso y cuanto más lo pensaba
más iba disminuyendo su oposición. La pintura no terminaría nunca y Meric estaba cansado. Quizá había llegado el momento de ponerle fin, de aceptar un
puesto en cualquier universidad y disfrutar un poco de la vida.
—Hemos estado pensando en un paro temporal —dijo el mayor Hauk—. Después, si la campaña de invierno va bien… —Sonrió—. Si no nos vemos afectados por ninguna
plaga o epidemia, daremos por sentado que todo marcha y que la situación está controlada. Por supuesto, nos gustaría conocer cuál es su opinión al respecto.
Meric sintió una repentina ira hacia aquel pequeño monstruo pagado de sí mismo.
—En mi opinión, son ustedes unos idiotas —dijo—. Llevan la imagen de Griaule sobre sus hombros, la agitan en sus banderas y, sin embargo, no tienen la
más mínima idea de lo que todo eso significa. Creen que es un símbolo útil y nada más…
—Discúlpeme, pero… —le dijo el mayor, envarándose.
—¡Maldita sea, no pienso disculparme! —Meric buscó su bastón y se puso en pie con cierta dificultad—. Creen ser unos grandes conquistadores. Están dando
forma al destino. Pero todas sus violaciones y matanzas son una simple expresión de Griaule. De su voluntad. Todos ustedes no son más que parásitos suyos,
igual que los freidores.
El mayor tomó asiento, cogió una pluma y empezó a escribir.
—Lo que me asombra —siguió diciendo Meric—, es que puedan vivir junto a un milagro, una fuente de grandes misterios, y que le traten igual que si fuera
una roca de forma algo peculiar.
El mayor siguió escribiendo.
—¿Qué hace? —le preguntó Meric.
—Estoy redactando mis recomendaciones —dijo el mayor sin alzar la vista del papel.
—¿Y qué va a recomendar?
—Que se detengan inmediatamente los trabajos.
Intercambiaron miradas cargadas de hostilidad, y Meric dio media vuelta, disponiéndose a salir del despacho; pero cuando sus dedos ya estaban encima del
pomo el mayor volvió a hablar.
—Le debemos tanto… —dijo; en su expresión había una mezcla de piedad y respeto que consiguió irritar todavía más a Meric.
—¿Cuántos hombres ha matado, mayor? —le preguntó, al tiempo que abría la puerta.
—No estoy seguro. Serví en artillería. Nunca pudimos saberlo con certeza.
—Bueno, pues yo sé perfectamente a cuántos he matado —le dijo Meric—. Me ha costado cuarenta años, pero he matado a mil quinientos noventa y tres hombres
y mujeres. Envenenados, quemados, muertos a causa de caídas o atacados por animales… Asesinados. ¿No cree que tanto usted como yo deberíamos dedicarnos
a otra cosa?
Aunque hacía calor, cuando se dirigía hacia la torre sintió frío; un frío interno que le dejó debilitado y confuso, casi mareado. Intentó pensar en lo
que debía hacer. Ahora, lejos del despacho del mayor, la idea de un puesto universitario no le resultaba tan atractiva; los estudiantes llenos de adoración
y las disecciones de su obra llevadas a cabo por académicos celosos no tardarían en hartarle. Cuando estaba a punto de entrar en el mercado alguien gritó
su nombre. Meric le saludó con la mano, pero no se detuvo y oyó cómo otro hombre decía: «¿Ese es Cattanay?». (¿Ese viejo harapiento, esa ruina humana?).
Los colores del mercado eran demasiado brillantes, los olores de los fuegos de carbón usados para cocinar le asfixiaban, la muchedumbre estaba demasiado
apiñada y Meric acabó por dirigirse hacia las callejas laterales, dejando atrás casas encaladas de una sola habitación, tiendas minúsculas donde vendían
el aceite por onzas y cigarrillos cortados por la mitad si es que no podías permitirte el pagar uno entero. Basura, tornados de polvo y moscas, borrachos
con los labios ensangrentados. Alguien había atado alambres alrededor de un perro sin dueño… no, una perra con las tetas fláccidas; los alambres le habían
atravesado la carne y la perra yacía jadeando en la entrada de un callejón, sus flacas costillas manchadas de una espuma rosácea, los ojos clavados en
la nada. «Ese tendría que ser el símbolo de su bandera —pensó Meric—: La perra, no Griaule».
Mientras subía por el ascensor lateral de la torre volvió a caer en su vieja costumbre de tomar anotaciones mentales para el día siguiente. «¿Qué hace
ese montón de madera en el nivel cinco? Las cañerías del nivel doce pierden un poco de amarillo de cromo». Sólo cuando vio a un hombre desmantelando unos
andamios recordó la recomendación del mayor Hauk y comprendió que ya debían de haber dado la orden. Y entonces comprendió por fin que le habían quitado
su obra, y se apoyó en la barandilla, sintiendo una fuerte opresión en el pecho, con los ojos llenos de lágrimas. Un instante después volvió a erguirse,
avergonzado de sí mismo. El sol se cernía sobre las colinas de occidente envuelto en una calina color hierro, una hinchada mancha rojiza tan repugnante
como el collarín de plumas de un buitre. Aquel cielo contaminado era obra suya, igual que la pintura, y poder dejarlo atrás sería muy agradable. En cuanto
estuviera lejos del valle y de todas las influencias de aquel sitio podría volver a pensar en el futuro.
En el nivel veinte había una joven sentada justo debajo del ojo. Años antes el ritual de contemplar el ojo había crecido hasta alcanzar las proporciones
de un culto; se habían formado grupos que se dedicaban a cantar ante él, grupos que rezaban y discutían la experiencia. Pero ahora vivían tiempos más prácticos
y no le cabía duda de que los jóvenes que se habían congregado ante el ojo ocupaban ahora mesas y puestos administrativos esparcidos por todo aquel floreciente
imperio. Dardano tendría que estar escribiendo sobre ellos; ellos y todos los personajes excéntricos que habían desempeñado papeles en aquella lenta y
majestuosa mascarada. La zíngara que había bailado noche tras noche ante el ojo, con la esperanza de hechizar a Griaule y hacer que matara a su amante
infiel: había acabado marchándose, satisfecha. El hombre que había intentado extraer uno de los colmillos: nadie sabía qué fue de él. Los buscadores de
escamas, los artesanos. La historia de Hangtown bastaría para llenar todo un volumen.
El paseo le había dejado débil y sin aliento; Meric se dejó caer desmañadamente junto a la chica y esta le miró, sonriendo. No podía recordar su nombre,
pero solía venir a sentarse allí, junto al ojo. Bajita y morena, con un aire de silenciosa reserva que le recordaba a Lise. Meric rio en silencio: la mayor
parte de las mujeres le recordaban a Lise, por una cosa o por otra.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó la joven, el ceño fruncido por la preocupación.
—Oh, sí —dijo Meric; tenía ganas de conversar para olvidarse de todo lo sucedido, pero no se le ocurría nada que añadir.
¡Era tan joven! Pura energía, nervios y de ojos brillantes.
—Esta será mi última vez —le dijo ella—. Al menos durante un tiempo. Lo echaré de menos. —Y después, antes de que pudiera preguntarle por qué, añadió—:
Mañana me caso y nos iremos a vivir a otro sitio.
Meric la felicitó por su inminente matrimonio y le preguntó quién era el afortunado.
—Oh, un chico de por aquí. —Movió la cabeza y su caballera se agitó como queriendo disminuir todavía más la importancia del chico; alzó la mirada hacia
la membrana que cubría el ojo—. ¿Qué sientes cuando se abre el ojo? —le preguntó.
—Siento lo que todo el mundo —dijo él—. Recuerdo… cosas de mi vida. Y de otras vidas.
No le habló del vuelo de Griaule; eso era algo que nunca le había contado a nadie, sólo a Lise.
—Todos esos pedacitos de alma atrapados ahí dentro… —dijo ella, señalando el ojo—. ¿Qué significan para él? ¿Por qué nos los enseña?
—Supongo que tendrá sus propósitos, pero soy incapaz de explicarlos.
—En una ocasión recordé haber estado contigo —dijo la chica, mirándole tímidamente por entre un rizo oscuro—. Debajo del ala.
Meric clavó los ojos en su rostro.
—Cuéntamelo.
—Estábamos… juntos —dijo ella, sonrojándose—. Acabábamos de… ¿comprendes? Aquel sitio me daba mucho miedo, me asustaban todas esas sombras y sonidos. Pero
te amaba tanto que no me importaba. Hicimos el amor toda la noche, y yo estaba sorprendida porque creía que esa clase de pasión era algo que sólo se daba
en las novelas, algo que la gente había inventado para compensar lo aburrido y corriente que era realmente todo. Y por la mañana incluso aquel lugar horrible
se había vuelto hermoso, con las puntas de las alas iluminadas por un resplandor rojo y los ecos de la cascada… —Bajó los ojos—. Que yo recuerde, siempre
he estado un poco enamorada de ti.
—Lise —dijo Meric, sintiéndose indefenso ante ella.
—¿Ese era su nombre?
Meric asintió y se llevó una mano a la frente, intentando contener las emociones que estaban inundándole.
—Lo siento. —Los labios de la joven rozaron su mejilla y bastó con ese leve contacto para debilitarle todavía más—. Quería contarte lo que sintió por si…
bueno, por si ella no te lo había dicho. Estaba muy preocupada por algo y no sé si llegó a decírtelo.
Se apartó un poco de él, sintiéndose incómoda ante la intensidad de su reacción, y se quedaron el uno junto al otro, inmóviles, en silencio. Meric, fascinado,
contempló cómo el sol cubría de oro rojizo las escamas y vio cómo la luz fluía por los canales formados por estas, ríos resplandecientes que iban palideciendo
a medida que terminaba el día. De repente la chica se puso en pie, sobresaltándole, y se dirigió al ascensor.
—Está muerto —dijo con voz llena de asombro.
Meric la miró sin comprenderla.
—¿Ves? —Señaló hacia el sol, del que apenas se veía un gajo carmesí asomando por encima de la colina—. Está muerto —repitió, y la expresión de su rostro
fluctuó entre el miedo y el júbilo.
La idea de que Griaule estuviera muerto era tan grande que la mente de Meric no podía abarcarla y volvió la mirada hacia el ojo para buscar alguna prueba
que sirviera para negarla; pero bajo la membrana ya no había destellos de color. Oyó crujir el ascensor que se llevaba a la chica pero siguió esperando.
Quizá fuera tan sólo un fallo momentáneo del ojo… No. Que el trabajo hubiera terminado oficialmente hoy mismo no era ninguna coincidencia. Se quedó inmóvil,
aturdido, contemplando la muerta membrana hasta que el sol se hundió detrás de las colinas; después se puso en pie y fue hacia el ascensor. Pero los cables
empezaron a vibrar antes de que pudiera accionar la palanca: alguien estaba subiendo. Claro. La chica habría difundido la noticia y todos los mayores Hauk
y sus subordinados se habrían apresurado a venir para comprobar los reflejos de Griaule. No quería estar allí cuando llegaran, no quería verles posando
ante su trofeo igual que los pescadores después de una buena jornada.
Subir por la placa frontoparietal era bastante difícil. La escalera no paraba de oscilar, las ráfagas de viento le abofeteaban, y cuando logró llegar a
la palanca se encontraba muy mareado y sentía unas dolorosas punzadas en el pecho. Avanzó unos cuantos pasos, cojeando, y se apoyó en una cuba cubierta
de óxido. Las grandes siluetas de los hornos y las cubas se alzaban a su alrededor, ensombrecidas por el crepúsculo, y Meric tuvo la impresión de que aquel
vasto sistema de ingenios que apestaban a carne cocida y minerales era la auténtica maquinaria del pensamiento de Griaule, materializada sobre su cráneo.
Abandonada, carente de energía… Habían sido sustituidos por el equipo más eficiente que se encontraba a un nivel inferior, y eso ocurrió… ¿Cuándo fue?
Ya hacía casi cien años desde que se usaron por última vez. Una pirámide de leños estaba cubierta por un velo de telarañas; las escaleras que llevaban
hasta lo alto de las cubas se estaban empezando a desmoronar. Hasta la placa del dragón estaba cubierta de suciedad y ennegrecida por el hollín y el fuego.
—¡Cattanay! —gritó alguien desde abajo, y el extremo de la escalera tembló levemente.
¡Dios, habían venido a buscarle! Caerían sobre él con sus felicitaciones y sus planes para celebrar cenas de homenaje, colocar placas conmemorativas y
acuñar medallas especiales… Le envolverían en armiño, le esculpirían en bronce y no pararían hasta conseguir inmovilizarle en una estatua cubierta de cagadas
de paloma. Tantos años de su vida entre ellos, siendo a la vez amo y esclavo, y aun así jamás había logrado sentirse a gusto… Dejó atrás la espina frontal,
ennegrecida por años de humo aceitoso, apoyándose pesadamente en su bastón, y fue por entre las alas hacia Hangtown. El lugar se había convertido en un
pueblo fantasma. Las chozas medio derrumbadas estaban cubiertas de maleza; el lago era un agujero apestoso: lo dragaron el verano del año 91, después de
que unos niños se ahogaran en él. Allí donde se había alzado el hogar de Jarcke había ahora un inmenso montón de huesos de animal, que la penumbra del
ocaso hacía brillar con una pálida claridad. El viento silbaba quejumbrosamente por entre la maleza.
«¡Meric!». «¡Cattanay!».
Las voces sonaban más cerca.
Bien, había un sitio al que no le seguirían.
Las hojas de los arbustos estaban cubiertas de un moho que las había vuelto frágiles y quebradizas: cuando se abrió paso por entre ellas sintió como se
convertían en polvo. Se detuvo ante el inicio del sendero hecho por los buscadores de escamas, vacilante. No tenía ninguna cuerda. Había trepado por él
muchas veces, pero de eso hacía ya bastantes años. Las ráfagas de viento, los gritos, la curva distante del valle y las luces esparcidas a lo largo de
ella como diamantes encima de un terciopelo grisáceo… Tuvo la impresión de que todo aquello era un solo fluido inestable, presa de continuas alteraciones.
Oyó crujir la maleza a su espalda, el eco de otras voces. ¡Al diablo con todo! Apretó los dientes, sintiendo una aguda punzada de dolor en el hombro, se
metió el bastón entre el cinturón y la ropa, fue hacia el sendero y clavó los dedos en el primer asidero. El viento hinchó su túnica, amenazando con hacerle
caer y mandarle hacia el abismo. En un momento de la ascensión resbaló; en otro se quedó paralizado, incapaz de retroceder o seguir avanzando. Al fin logró
llegar hasta arriba y se arrastró centímetro a centímetro por las escamas hasta encontrar un sitio lo bastante llano para ponerse en pie.
Y de repente sintió todo el misterio de aquel sitio, y tuvo miedo. Estuvo a punto de volverse hacia el sendero, pensando en regresar a Hangtown y aceptar
toda la confusión y el jaleo. Pero un instante después se dio cuenta de lo estúpida que era esa idea. El mareo le golpeó en una potente serie de oleadas,
debilitándole, el corazón martilleaba dentro de su pecho y llamaradas blancas estallaban bruscamente ante sus ojos. Tenía la sensación de que su pecho
se había vuelto de hierro. Logró dar unos cuantos pasos más, hurgando con su bastón en el silencio de aquel sitio. Estaba tan oscuro que apenas si se alzaba
el pliegue de ala que le había cobijado cuando estuvo con Lise. Se dirigió hacia allí, pensando en visitar de nuevo aquel sitio; un instante después recordó
a la chica del ojo y comprendió que ya se había despedido de todo aquello. Y, sí, había sido una auténtica despedida… Ahora lo comprendía con toda claridad.
Siguió caminando. La negrura parecía brotar como una masa sólida de la articulación del ala, de las entradas al laberinto de túneles luminosos donde habían
tropezado con el hombre petrificado. ¿Era realmente el viejo hechicero, condenado por una justicia mágica a seguir viviendo para siempre en una lenta putrefacción?
Parecía lógico. Al menos, encajaba muy bien con lo que les sucedía a los hechiceros que mataban a sus dragones.
—¿Griaule? —le murmuró a la oscuridad, y ladeó la cabeza, casi esperando oír una respuesta.
El sonido de su voz ascendió por la inmensidad de la gran galería que había debajo del ala, despertando ecos en aquel espacio vacío, y Meric recordó cuán
lleno de vida había estado en el pasado. Las peladuras moviéndose sobre las escamas, los freidores, extraños insectos zumbando diligentemente por entre
la vegetación, los malcarados habitantes de Hangtown, las cascadas… Jamás había sido capaz de imaginarse a Griaule en la plenitud de su existencia: aquella
clase de vitalidad se encontraba más allá de los poderes de su imaginación, pero aun así se preguntó si el dragón no estaría vivo ahora, si algún milagro
no le habría hecho partir volando hacia el núcleo del sol a través de la noche dorada. ¿O acaso no había sido más que un sueño, un minúsculo fragmento
de tejido que relucía hundido en las frías toneladas de su cerebro? Se rio. Nunca conocería la respuesta a esa pregunta: sería más sencillo mirar a las
estrellas y preguntarles cuál era su nombre.
Decidió que se quedaría allí, que no seguiría avanzando. Aunque, en realidad, no era una auténtica decisión. El dolor estaba extendiéndose por todo su
hombro, un dolor tan intenso que Meric se lo imaginó ardiendo dentro de su carne, iluminándola. Con cuidado, con cuidado… Se fue inclinando y se quedó
tumbado en el suelo, apoyándose en un codo, agarrando el bastón entre sus dedos. Una madera excelente, una madera mágica, cortada de un arbusto espinoso
que crecía en la cadera de Griaule. Un hombre llegó a ofrecerle una pequeña fortuna por él. ¿Quién lo reclamaría ahora? Lo más probable era que el viejo
Henry Sichi acabara quedándoselo para su museo, metiéndolo en una caja de cristal junto a sus botas. ¡Qué irónico! Decidió tumbarse sobre el estómago,
apoyando el mentón en el brazo: la pétrea frialdad que había bajo él amortiguaba un poco el dolor. «Sorprendente —pensó—. Tu capacidad para actuar y decidir
iba encogiéndose a medida que te hacías mayor. Decidías pintar un dragón, enviar cientos de hombres en busca de malaquita y cochinillas, amar a una mujer,
poner un poco más de color aquí y allá y, finalmente, decidías colocar tu cuerpo en una postura determinada». Aparentemente, había llegado el final del
proceso. ¿Qué vendría ahora? Intentó regularizar un poco su respiración, aliviar la presión de su pecho. Y entonces oyó un leve roce junto a la articulación
del ala y se puso de costado. Creyó percibir un movimiento, una negrura reluciente que se deslizaba hacia él… o quizá fuera simplemente el errático encenderse
y apagarse de sus nervios gastándole bromas a su visión. Y, más sorprendido que asustado, queriendo ver con claridad qué era aquello, clavó los ojos en
la oscuridad y sintió como su corazón latía cada vez más irregularmente junto a la escama del dragón.
Sacar conclusiones sencillas de acontecimientos complicados es una estupidez pero, aun así, supongo que en esta vida y en estos acontecimientos tiene que
haber tanto una verdad como una moraleja. Pero encontrarlas es algo que pienso dejar a los moscones: historiadores, científicos sociales, todos los expertos
apologistas de la realidad… Cuanto sé es que se peleó con su novia por un asunto de dinero y que se marchó. Le envió una carta diciendo que se iba al sur
y que volvería dentro de algunos meses con más dinero del que ella sería capaz de gastar. No tenía ni idea de lo que pensaba hacer. Todo lo de Griaule
surgió de una conversación que mantuvimos sentados a una mesa del Oso Rojo, bebiéndonos mi paga (había vendido un artículo), y alguien dijo: «¿No sería
maravilloso que Dardano pudiera dejar de escribir artículos, que todos nosotros pudiéramos dejar de pintar cuadros en los que el color armonizara con los
muebles, donde no hiciera falta sudar como esclavos para captar fielmente las estúpidas sonrisas de las sobrinitas y los sobrinitos?». Empezamos a inventar
toda clase de planes improbables para hacer dinero: robos, secuestros… Y entonces alguien tuvo la idea de estafar a los dirigentes de Teocinte, y todo
el plan fue concebido en cuestión de minutos. Lo anotamos en servilletas, hicimos rápidos garabatos en nuestros cuadernos de dibujo. Un trabajo de equipo.
Me esfuerzo por recordar si alguno de nosotros tenía los ojos vidriosos, si sentí agitarse en mi cerebro los fríos zarcillos de la mente de Griaule… Pero
no consigo acordarme de nada. Fue un mero capricho que duró media hora. Una fantasía nacida del alcohol, una metáfora de la academia de arte. Poco después
nos quedamos sin dinero y salimos tambaleándonos a la calle. Estaba nevando, grandes copos húmedos que se derretían sobre nosotros y resbalaban por nuestros
cuellos. ¡Dios, qué borrachos estábamos! Reímos, hicimos equilibrios sobre la barandilla del puente de la universidad, que se había cubierto de hielo,
nos burlamos de los burgueses acomodados que pasaban ante nosotros, jadeando y resoplando, acompañados de sus gordas esposas, emitiendo nubes de vapor
sin dedicarnos ni una sola mirada; les hicimos muecas, y ninguno de nosotros, ni tan siquiera esos burgueses acomodados, sabía que estábamos viviendo por
anticipado nuestro final feliz…
—de El hombre que pintó al dragón Griaule, por LOUIS DARDANO.
 
 
El hombre que pintó al dragón Griaule.
Lucius Shepard