Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El drama de los señores barones.

Witold Gombrowicz.
El drama de los señores barones.
La baronesa era una criatura encantadora. El barón la tomó de una familia de muchos principios y sabía que podía confiar plenamente en ella, a pesar de que el paso del tiempo había hecho mella en él de forma bastante profunda; y sin embargo, dormitaba en ella un inquietante elemento de gracia y encanto que fácilmente podía complicar la aplicación práctica de los imponderables del barón (ya que el barón era una persona sumamente escrupulosa). Tras cierto tiempo de una convivencia iluminada por la silenciosa felicidad del deber conyugal, un buen día la baronesa fue corriendo hasta su marido y le echó los brazos al cuello.
-Creo que debo decírtelo. Henryk está enamorado de mí., ayer me declaró su amor tan rápida e inesperadamente que no tuve tiempo de impedírselo.
-¿Y tú también estás enamorada de él? -preguntó.
-No, yo no lo quiero porque juré amarte a ti -respondió ella.
-Está bien -contestó él-. Si estando enamorada de él, no lo quieres, ya que tu deber es quererme a mí, acabas de ganar doblemente a mis ojos y te quiero dos veces más. Y sus sufrimientos son un castigo justo por haber demostrado tal debilidad de carácter que se ha prendado de una mujer casada. ¡Principios, querida! Si te vuelve a declarar su amor, contéstale que tú le declaras. tus principios. Quien tiene unos principios inquebrantables puede pasar por la vida con la cabeza bien alta.
Pero al cabo de cierto tiempo al barón le llegaron unas noticias funestas. Henryk no tenía ni la más mínima fortaleza de carácter. Rechazado por la baronesa se dio a la bebida y a la vida licenciosa; después se puso melancólico, no le interesaba nada, el mundo perdió para él todo su encanto y estaba ya a punto de estirar la pata. El rumor general decía que la causa de su esperado e inminente óbito era un amor infeliz.
-¡Menuda historia! -dijo el barón a su mujer-. Nosotros aquí comiendo entremeses, mientras que él ahí no puede tragar nada, ¿entiendes?, porque tiene constantemente tu imagen delante de los ojos. Me gustaría saber qué es lo que ve en ti, al fin y al cabo llevo viviendo contigo tantos años y nunca he sentido hacia ti nada que pudiera calificarse de impetuoso. En todo caso el asunto es serio y me extraña que tengas tan buen aspecto sabiendo que ese infeliz está sufriendo por tu culpa.
Una semana más tarde llegó a casa de un humor todavía peor.
-¡Te felicito! -dijo irónicamente-. ¡Puedes estar contenta! Tus encantos han resultado tan eficaces que Henryk ya tiene un pie en el otro barrio.
-¿Qué quieres que haga? -contestó ella con lágrimas en los ojos-. Yo no coqueteé con él, no tengo nada que reprocharme.
-¡Lo que faltaba oír! Tú eres la causa de su deplorable estado, tus filigranas, tus rasgos y tus formas son el bacilo que lo roe.
-¿Y ahora qué hago? Se ha vuelto loco. ¿Sabes de qué hablaba cuando se me declaró? ¡De divorcio!
-¿Qué? ¿Divorcio? Espero que aún no te hayas convertido en una pelandusca. Por lo demás, recibirás el divorcio, pero ¿sabes cuándo?, cuando yo exhale mi espíritu, que profesa ciertos principios inquebrantables.
-¿Y si él muere?
-¿Si él muere? -gritó en un ataque de cólera-. ¡Eso es chantaje! ¡Pero no me hará romper el juramento de conservarte hasta la muerte!
La baronesa estaba pasando unos momentos terribles. Por nada del mundo quería actuar de manera deshonrosa, pero por otra parte se le partía el corazón al pensar en los sufrimientos del pobre Henryk. Además, el barón, miembro de diversas sociedades, le tomó una auténtica tirria. Sencillamente no podía sufrir su belleza. Su vida fisiológica se le volvió repugnante. En una ocasión le propuso: “¿Un panecillo?”, y cuando ella lo rechazó él se rio con un sarcasmo inaudito: “Ja, ja, él allá agonizando y ella no se puede comer ni un panecillo”. Cuando ella deambulaba por las habitaciones contorneando con gracia sus caderas, cuando sonreía pálidamente, cuando dormía o se peinaba, él veía en todo ello unos actos de vil crueldad y de sombría sexualidad. Un buen día ella lo abrazó. “Por favor, ¡no me toques!”, gritó él. “¡Asesina! Me has metido en un buen lío, habrase visto. Ahora veo que un hombre moralmente responsable no debe unirse a una corporalidad ajena bajo ningún concepto.”
-¡Vamos a ver! -dijo el barón-. Esto no puede seguir así. Esta mañana me he enterado de que quería suicidarse. ¿Es que no te das cuenta de que empujar a alguien a cometer un suicidio es mucho peor que estrangularlo con las propias manos? Este mequetrefe carente de principios nos perderá a nosotros y a sí mismo. He tomado una decisión. No podemos cargar sobre nuestra conciencia una responsabilidad tan espantosa. Si no hay más remedio, qué le vamos a hacer, te doy mi beneplácito, estoy de acuerdo, y tú, en nombre de la necesidad superior, haz lo que tengas que hacer, es decir, lo que te dicte tu sucia feminidad.
-¡Esposo mío!
-¡Qué le vamos a hacer! ¿Acaso podía yo prever al desposarte que algún día tendrías que escoger entre el asesinato y el adulterio?
-Si realmente no hay nada que hacer y tú crees que es lo más correcto, estoy de acuerdo -dijo ella-. A mí también me pesa, pero tomo a Dios por testigo que soy del todo inocente.
-¡Sí, seguro! -contestó el barón.
A partir de entonces el joven empezó a recobrar la salud. En cambio, la baronesa cada día estaba peor. Su casa se había convertido en un auténtico infierno. El marido exigía que comiera en una mesa separada y le compró unos cubiertos sólo para ella. En una ocasión, al tocarlo ella involuntariamente, le dijo con fría indiferencia:
-Me ensucias. ¡Mira! Me has tocado y ahora tengo que interrumpir la lectura e ir al baño a lavarme. -A menudo se le escapaba la insultante palabra “adúltera”. A las cuatro sacaba el reloj. -Bien -decía-, debes marcharte, es la hora de la filantropía lasciva-. En vano le explicaba ella que era inocente. -Solo te pido una cosa -respondía él-, no introduzcas en casa una atmósfera de indulgencia y de tolerancia hacia el pecado. Porque en ese caso deberíamos invitar a comer a unas fulanas cualquiera que, a decir verdad, también son inocentes-. La baronesa, desesperada, intentó en varias ocasiones interrumpir su obligado romance, pero cada vez el joven amenazaba con suicidarse y estaba claro que no lo decía porque sí.
-No -dijo la baronesa-, no lo aguanto más. Mi vida se ha convertido en un indescriptible tormento. He caído en terribles pecados, ¿y por qué? Pues porque soy tentadora. Nadie, que no lo pueda experimentar personalmente, entenderá qué extraño es desde el punto de vista moral ser tentadora. Estoy harta. Voy a desfigurarme la cara, lo único es que no sé si Henryk podrá soportarlo.
-¡Ahora te reconozco! -exclamó con entusiasmo su marido-. Efectivamente, puede que Henryk se vuelva loco, pero en una situación tan desesperante como la nuestra hay que arriesgarse; además lo prepararemos adecuadamente. Y como prueba de que yo, tu marido, siempre me solidarizo contigo cuando se trata de una carga moral, también yo me desfiguraré la mía.
-La verdad es que no te va a costar mucho trabajo -dijo ella con una ironía mordaz.
Se dirigieron a sus habitaciones de donde poco tiempo después salieron dos monstruos. El barón abrazó y besó a su mujer.
-Ahora hay que preparar adecuadamente a Henryk para que resista este golpe. -Y escribió una carta:
Estimado Señor,
Con gran pesar debo informarle del terrible accidente de mi mujer. Uno de sus amantes, en un ataque de celos por otro admirador suyo que justo recientemente había dejado de ser platónico, la roció con ácido sulfúrico. La pobre ha perdido los encantos de los que tan vasto uso sabía hacer. Venga a verla. Nota bene, yo mismo, al rescatarla, he sufrido una terrible desfiguración.
-Hemos hecho lo que debíamos- declaró.
Parecía que Henryk iba a volverse loco, pero la noticia sobre la infidelidad de su amante le dio fuerzas. Sobrevivió a sus propios sentimientos, los cuales no pudieron aguantar aquel monstruoso espectáculo. En cambio, la baronesa comenzó a consumirse y en seguida se hizo patente que la causa de su anemia maligna era el amor hacia Henryk, que estalló en ella tras la ruptura con una fuerza impetuosa.
-¿Acaso pesa una maldición sobre mi hogar? -exclamó el barón-. ¡Ahora es ella que empieza!
La moribunda pidió ver a Henryk y los médicos apoyaron su deseo.
-Por el amor de Dios- musitó el barón a Henryk-, es capaz de morir con una declaración de amor pecaminoso en los labios.
-Te has vuelto loca -gritó a su mujer-. Yo en tu lugar me alegraría más bien de tener la consciencia limpia; parece que no te das cuenta de tu aspecto monstruoso; mientras tu amante, que solo ardía en deseos por este cuerpo, se burla y te desprecia desde que te desfiguraste por él. Rompe con todo eso, te pondrás bien y volverás al mundo de los principios.
-Esta vez no me dejaré tomar el pelo- respondió la baronesa y expiró.
Los dos hombres se quedaron a solas con el cadáver.
-Falleció como víctima del deber -dijo el barón-, lo hago a usted responsable de su muerte.
-Suya es su mujer y suyo es el cadáver- respondió el joven.
El drama de los señores barones.
Witold Gombrowicz.