Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

La estatua de sal.

Hernán Rivera Letelier. 
La estatua de sal.
 
Lo que más desespera a la mujer es lo fácil que le sería desobedecer. Sólo bastaría con volver un poco la cabeza y ya. Pero le han prevenido tanto que
no lo haga; la han intimidado tanto y con tantas clases de maldiciones.
En un momento, sólo por rebeldía, se queja de hambre y de fatiga.
Que al trasponer aquella colina, le prometen, armarán tienda para descansar y comer algo.
Los resplandores prohibidos, a sus espaldas, alargan su sombra tremolante sobre las arenas y sus reflejos se proyectan contra el limpio horizonte delante
suyo, como en una gigantesca pantalla cinerámica. Ya en la cima de la colina, simula una piedra en el zapato y se queda rezagada.
—Los alcanzo enseguida —les dice.
Agachada, con el zapato de fino tacón en la mano, saca su espejito de la cartera y trata de ver algo hacia atrás. Como no puede, comienza entonces a volver
lentamente la cabeza y mira. Mira. Ha desobedecido, ha mirado y no le ha pasado nada. No hay ningún castigo para ella. «Pamplinas», se dice satisfecha.
Contentísima, danzando y riendo feliz de la vida, baja hasta donde sus compañeros, sentados silenciosamente en la arena, comienzan a merendar. Y no entiende,
no alcanza a comprender por qué uno de ellos, el más desagradable de todos, alarga de pronto una mano, le da un pellizco en la nalga como si tal cosa y
luego frota sus dedos sobre un violáceo huevo duro.
 
La estatua de sal.
Hernán Rivera Letelier.