Texto publicado por Daniel Ayala, El testigo

Nota: esta publicación fue revisada por su autor hace 7 años.

Recibimos una perla de gran valor. Relatado por Richard Gunther.

Era el mes de septiembre de 1959. Nos encontrábamos cruzando el Atlántico a bordo del transatlántico italiano Julio Caesar con rumbo a Cádiz (España) procedentes de Nueva York. La Sociedad Watch Tower nos había asignado a mi esposa, Rita, y a mí, junto con otra pareja de misioneros, Paul y Evelyn Hundertmark, a la península ibérica, donde afrontaríamos muchas situaciones difíciles. Pero, ¿cómo fue que emprendimos la carrera misional?
RITA y yo nos bautizamos como testigos de Jehová en Nueva Jersey (E.U.A.) en 1950. Poco después tomamos una decisión que con el tiempo resultó en que se pusiera en nuestras manos un perla de gran valor. Servíamos en una congregación con suficientes hermanos para atender el territorio. De modo que nos sentimos obligados a ofrecernos para trabajar donde hubiera más necesidad de predicadores, y solicitamos el servicio misional en la asamblea internacional de los testigos de Jehová que se celebró en la ciudad de Nueva York en el verano de 1958.
Poco tiempo después se nos invitó a la Escuela Bíblica de Galaad de la Watchtower, y en menos de un año nos dirigíamos a España en calidad de misioneros. Estábamos tan emocionados y envueltos en los preparativos, que en ese momento no nos dimos cuenta de lo que habíamos recibido. Jesús habló de una perla de gran valor. (Mateo 13:45, 46.) Aunque no se refería a ello en su parábola, para nosotros el privilegio de ser misioneros era comparable a aquella perla. Ahora, al mirar hacia atrás, apreciamos más plenamente este precioso regalo de servicio en la organización de Jehová.
Una experiencia memorable
En aquel tiempo, el curso misional de Galaad se celebraba en un hermoso entorno rural en la región de Finger Lakes, en el estado de Nueva York. Allí pasamos seis meses maravillosos completamente inmersos en el estudio de la Biblia y en verdadero compañerismo cristiano, aislados de los asuntos y problemas de este mundo. Nuestros compañeros de estudio procedían de muchas partes del mundo, como Australia, Bolivia, Gran Bretaña, Grecia y Nueva Zelanda. Pero pronto llegó el día de la graduación. En agosto de 1959 nos despedimos con lágrimas en los ojos y nos hicimos a la mar rumbo a nuestras respectivas asignaciones misionales. Al mes siguiente pusimos pie en suelo español.
Una nueva cultura
Desembarcamos en el puerto meridional de Algeciras, junto al enorme peñón de Gibraltar. Aquella noche, Rita y yo, en compañía de los Hundertmark, viajamos en tren a Madrid, y una vez allí nos dirigimos al Hotel Mercador, donde esperamos a que el personal de la sucursal clandestina de la Sociedad se pusiera en contacto con nosotros. España estaba bajo la dictadura del Generalísimo Francisco Franco, por lo que la única religión reconocida legalmente en el país era la Iglesia Católica Romana. Era ilegal practicar en público cualquier otra religión, y se había proscrito la predicación de casa en casa de los testigos de Jehová. Estaban prohibidas incluso las reuniones religiosas, de modo que los testigos de Jehová, en aquel tiempo unos mil doscientos en treinta congregaciones por toda España, no podíamos reunirnos en los Salones del Reino como en otros países. Teníamos que reunirnos a escondidas en hogares privados.
Estudiamos español y comenzamos nuestra obra
Nuestro primer reto fue aprender el idioma. El primer mes estudiábamos once horas al día: cuatro horas de clase por la mañana y otras siete estudiando por nuestra cuenta. El segundo mes tuvimos el mismo horario por las mañanas, pero por las tardes predicábamos de casa en casa. ¿Se imagina? Rita y yo predicábamos por nuestra cuenta sin saber aún el idioma y usando solo una introducción que llevábamos escrita en una tarjeta y que recitábamos de memoria.
Recuerdo una ocasión en que llamamos a una puerta en Vallecas, un sector obrero de Madrid. Con mi tarjeta en la mano, por si acaso, dije: “Buenos días. Estamos haciendo una obra cristiana. La Biblia dice (leímos un texto). Nos gustaría que se quedara con este folleto”. Pues bien, la señora simplemente se quedó mirándonos y aceptó el folleto. Cuando volvimos a visitarla, nos invitó a entrar, y mientras le hablábamos solo nos miraba. Comenzamos un estudio bíblico con ella como buenamente pudimos, y durante los estudios solo escuchaba y nos miraba. Al cabo de un tiempo nos dijo que no había entendido lo que le dijimos en la primera visita, pero que había oído la palabra “Dios”, lo que le bastó para saber que se trataba de algo bueno. Con el tiempo adquirió bastante conocimiento bíblico, se bautizó y se hizo testigo de Jehová.
Aprender español se me hizo sumamente difícil. Mientras viajábamos por la ciudad, procuraba memorizar las conjugaciones de los verbos. Lo que aprendía una semana lo olvidaba a la siguiente. Era muy desalentador. En varias ocasiones casi me di por vencido. Como debía llevar la delantera, los hermanos españoles tuvieron que ser muy pacientes conmigo, pues hablaba un castellano malísimo. En una asamblea de distrito, cierto hermano me pasó un anuncio escrito a mano para que lo leyera al auditorio. Con algo de dificultad para entender la letra, anuncié: “Mañana traigan al estadio sus ‘muletas’”. Se suponía que dijera: “Mañana traigan al estadio sus ‘maletas’”. Como es lógico, el auditorio se rió, y yo naturalmente pasé mucha vergüenza.
Pruebas poco después de llegar a Madrid
Aquellos primeros años en Madrid fueron muy difíciles emocionalmente para Rita y para mí. Añorábamos mucho a nuestra familia y a nuestros amigos. Cada vez que recibíamos una carta de Estados Unidos, nos invadía la nostalgia. Esas temporadas nostálgicas eran aplastantes, pero con el tiempo pasaban. Después de todo, habíamos renunciado a nuestro hogar, familia y amigos a fin de obtener en su lugar una perla de gran valor. Teníamos que adaptarnos.
Comenzamos viviendo en una vetusta pensión de Madrid, donde nos daban habitación y tres comidas diarias. La habitación era pequeña y oscura, y tenía colchones de paja. El alquiler se llevaba nuestro modesto reembolso mensual. Por lo general almorzábamos allí, y la dueña de la pensión solía dejarnos la cena en el horno para que no se enfriara y así tuviéramos algo de comer tarde por la noche. Caminar por las calles mañana y tarde nos daba mucha hambre. Si no nos quedaba dinero del reembolso, gastábamos nuestros escasos fondos personales para comprar la tableta de chocolate más barata que pudiéramos encontrar. No obstante, esta situación cambió pronto con la visita del superintendente de zona de la Sociedad. Al ver las condiciones en que nos encontrábamos, nos dijo que buscáramos un pequeño apartamento para usarlo como hogar misional. Ya no tendríamos que bañarnos de pie en un balde que poníamos en el suelo de la cocina. Por fin tendríamos una ducha, un refrigerador para guardar el alimento y un hornillo eléctrico para cocinar las comidas. Agradecimos mucho esta consideración.
Experiencias maravillosas en Madrid
La predicación de casa en casa se llevaba a cabo con mucha cautela. El barullo diario de Madrid nos venía bien, porque nos ayudaba a pasar inadvertidos. Procurábamos vestirnos y actuar como todo el mundo para no destacar como extranjeros. El método que seguíamos para predicar consistía en entrar en un edificio de apartamentos, tocar a una puerta, hablar a la persona y luego marchar del edificio, de la calle y de la zona. Siempre existía la posibilidad de que el amo de casa llamara a la policía, y por eso no era prudente quedarse en el vecindario. De hecho, a pesar de que eran muy cautelosos, a Paul y Evelyn Hundertmark se les arrestó y expulsó del país en 1960. Fueron al país vecino de Portugal, donde sirvieron durante varios años, y donde Paul atendió la sucursal clandestina. Hoy es el superintendente de ciudad de San Diego (California, E.U.A.).
No obstante, en nuestro caso se efectuó una igualación. Solo unos meses después, se deportó a seis misioneros asignados a Portugal. Nos alegró el que Eric y Hazel Beveridge, que habían estado en nuestra clase de Galaad, salieran de Portugal y vinieran a España. Así que en febrero de 1962 estábamos de nuevo en el Hotel Mercador, esta vez para recibir a Eric y Hazel.
Durante aquella temporada inicial en Madrid, Rita y yo tuvimos contacto personal con la hipocresía religiosa. Estudiábamos la Biblia con un matrimonio, Bernardo y María, que vivían en una chabola hecha de todo tipo de materiales de construcción desechados que Bernardo había podido encontrar. Estudiábamos con ellos tarde por la noche, y después del estudio nos ofrecían pan, vino y queso, o cualquier cosa que tuvieran. Me fijé en que el queso era idéntico al americano. Cierta noche, después del estudio, sacaron el envase del queso. Decía en inglés y con letras grandes: “Del pueblo americano al pueblo español. Prohibida la venta”. ¿Cómo le llegaba el queso a esta familia pobre? El gobierno utilizaba a la Iglesia Católica para distribuirlo a los pobres, pero el cura estaba vendiéndoselo.
Ministerio fructífero entre los militares
Pronto sucedió algo magnífico que se convertiría en una bendición para nosotros y muchas otras personas. Recibimos una notificación de la sucursal en la que se nos pedía que visitáramos a un joven llamado Walter Kiedaisch, que estaba destinado en la base aérea americana de Torrejón, a unos cuantos kilómetros a las afueras de Madrid. Los visitamos a él y a su esposa, y comenzamos un estudio bíblico con ellos y con otra pareja de la base.
En aquel entonces conducía cinco estudios bíblicos con soldados de las fuerzas aéreas americanas, todos en inglés, claro está. Siete de ellos se bautizaron posteriormente, y después de regresar a Estados Unidos, cuatro llegaron a ser ancianos de congregación.
En aquel tiempo no había muchas maneras de introducir libros, revistas y Biblias en el país, pues nuestra obra estaba proscrita. Sin embargo, entraban algunas publicaciones mediante turistas y nuestros contactos americanos. La sucursal me encargó el cuidado de un depósito secreto de publicaciones. Estaba en el almacén que había en la trastienda de una papelería de Vallecas. La esposa del dueño era testigo de Jehová. Aunque el dueño no lo era, respetaba nuestra labor y, pese al enorme riesgo que suponía para él y su negocio, me permitía usar la trastienda para preparar los paquetes de publicaciones que se enviaban a diferentes ciudades del país. Puesto que aquel almacén tenía que dar la apariencia de lo que se suponía que era —un cuarto polvoriento y abarrotado de cajas—, tuve que construir una mesa de trabajo y unas estanterías que pudieran montarse rápidamente y ocultarse en cuestión de segundos. Al terminar el día, esperaba hasta que no quedara nadie en la tienda para salir rápidamente con los paquetes.
Fue un verdadero privilegio ayudar a distribuir información espiritual, como las revistas La Atalaya y ¡Despertad! y otras publicaciones, a las congregaciones del país. Fueron tiempos emocionantes.
Rita tuvo el placer de conducir dieciséis estudios bíblicos, la mitad de los cuales se hicieron testigos de Jehová bautizados. Dolores era una joven esposa que pasaba los fríos inviernos en cama a causa de una afección cardíaca. En la primavera podía levantarse y tener cierto grado de actividad. Esta mujer poseía una fe firme, y anhelaba asistir a la asamblea de distrito que íbamos a celebrar en Toulouse (Francia). El médico le dijo que sería imprudente viajar debido a su enfermedad. De modo que fue a la estación de tren a despedir a su esposo, su madre y otras personas. Con lágrimas en los ojos, no pudo resistir verlos partir sin ella, así que, aunque no tenía equipaje y solo llevaba puesto un vestido de estar por casa y unas pantuflas, se subió al tren y se fue a Francia. Rita no sabía lo que había sucedido, de modo que se llevó una gran sorpresa al encontrarse en la asamblea con Dolores, que tenía una sonrisa de oreja a oreja.
Un estudio bíblico insólito
No podríamos cerrar este relato sobre nuestra asignación en Madrid sin incluir a don Benigno Franco, “el profesor”. Un Testigo de la localidad me llevó a visitar a este caballero de edad avanzada que vivía con su esposa en un apartamento muy pobre. Empecé un estudio bíblico con él, y después de estudiar por año y medio, pidió ser bautizado y hacerse testigo de Jehová.
Don Benigno Franco era primo de Francisco Franco, el dictador de España en aquel tiempo. Al parecer, don Benigno siempre había sido un amante de la libertad. Durante la guerra civil española, simpatizó con los republicanos y estuvo en contra de su primo, el general que ganó la guerra y estableció una dictadura católica. A partir de 1939, a don Benigno se le negó el derecho a trabajar y se le proporcionaba un subsidio muy escaso. Así fue como el primo del Generalísimo Francisco Franco, caudillo de España, se hizo testigo de Jehová.
Invitación sorprendente
En 1965 la sucursal española nos invitó a emprender la obra de circuito en Barcelona. Tendríamos que dejar a los amorosos hermanos de Madrid, con quienes nos habíamos encariñado mucho. Ahora iba a comenzar, no solo una nueva experiencia, sino también una prueba para mí. La idea me asustaba, pues siempre he dudado de mis aptitudes. Sé de sobra que fue Jehová quien me preparó para ser eficaz en esta faceta del servicio.
Visitar una congregación por semana suponía vivir en los hogares de los hermanos. Teníamos que vivir con lo que podíamos llevar en las maletas, y mudarnos a una casa distinta prácticamente cada dos semanas, lo cual es difícil, sobre todo para una mujer. Pero al poco tiempo José y Roser Escudé, que vivían en Barcelona, nos ofrecieron su casa para tener un lugar permanente donde guardar nuestras pertenencias y volver los domingos por la noche. Fue muy amoroso de su parte.
Rita y yo pasamos los siguientes cuatro años en la obra de circuito en Cataluña, situada en la costa mediterránea. Todas nuestras reuniones bíblicas se celebraban clandestinamente en hogares privados, y la predicación de casa en casa se hacía también discretamente para no llamar la atención. A veces toda una congregación se iba de “comida campestre” el domingo, especialmente cuando celebrábamos una asamblea de circuito.
Siempre sentiremos gran admiración por los muchos hermanos dedicados y espirituales que arriesgaban su trabajo y su libertad, esforzándose por mantener unidas y activas a las congregaciones. Muchos de ellos llevaron la delantera en hacer llegar la obra a los pueblos. Aquello puso el fundamento para el enorme crecimiento que hubo en España después que se levantó la proscripción y se concedió la libertad religiosa, en 1970.
Tenemos que dejar nuestra asignación misional
Durante los diez años que pasamos en España, la situación de nuestros padres empañó el gozo que nos daba esta bendición especial de servicio a Jehová. En varias ocasiones casi tuvimos que dejar nuestra asignación y volver a casa para atender a mis padres. No obstante, gracias a los hermanos y hermanas amorosos de las congregaciones cercanas a donde vivían mis padres, pudimos seguir sirviendo en España. Sí, el privilegio de estar aquellos años en la obra misional se debió en parte a otras personas que colaboraron con nosotros en poner en primer lugar los intereses del Reino de Dios.
Finalmente, en diciembre de 1968 volvimos a casa para cuidar de mi madre. Ese mismo mes falleció mi padre, y mi madre quedó sola. Como todavía estábamos relativamente libres para servir de tiempo completo, se nos asignó a la obra de circuito, pero esta vez en Estados Unidos. Durante los siguientes veinte años atendimos circuitos hispanos. Aunque habíamos perdido nuestra valiosa perla misional, nos pusieron otra en las manos.
Predicamos en medio de drogas y violencia
Entonces servíamos lado a lado con muchos hermanos y hermanas que vivían en zonas urbanas de alta criminalidad. De hecho, a Rita le robaron el bolso de un tirón la primera semana que empecé a servir de superintendente de circuito en Brooklyn (Nueva York).
En cierta ocasión, Rita y yo estábamos predicando de casa en casa con un grupo en otro sector de Nueva York. Al doblar una esquina, vimos a varias personas alineadas al lado de un boquete que había en la fachada de un edificio abandonado. Después de dar unos pasos, vimos en la acera a un joven que nos miraba. Había otro en la siguiente esquina vigilando por si venían automóviles de policía. Nos habíamos metido justamente en medio de un punto de drogas. El primer vigilante se asustó, pero al ver la revista La Atalaya se tranquilizó. Después de todo, yo podía haber sido un policía. Entonces gritó: “¡Los Atalayas! ¡Los Atalayas!”. Sabían quiénes éramos, pues nos habían identificado por la revista, y todo fue bien. Al pasar junto a él, le dije: “Buenos días, ¿cómo está?”. Respondió pidiéndome que orara por él.
Una decisión difícil
En 1990 se hizo obvio que tendría que estar con mi madre todos los días. Habíamos hecho lo posible por seguir en la obra de circuito, pero el sentido común dictaba que no era posible cumplir con ambas obligaciones. Queríamos tener la certeza de que se atendiera a mi madre con amor. Pero de nuevo tendríamos que renunciar a una perla de gran valor, algo que nos era muy preciado. Todas las gemas literales del mundo y lo que pueden hacer por uno son muy poca cosa en comparación con las gemas de servir de misionero o superintendente viajante en la organización de Jehová.
Rita y yo contamos más de sesenta años. Nos sentimos muy satisfechos, y tenemos el placer de servir en una congregación de habla hispana de la localidad. Al recordar los años que hemos pasado sirviendo a Jehová, le agradecemos que nos haya confiado estas perlas de gran valor.
[Fotografía en la página 23]
Con Rita y Paul y Evelyn Hundertmark (a la derecha) en el exterior de una plaza de toros de Madrid
[Fotografía en la página 24]
Sirviendo a una congregación en una “comida campestre” en el bosque

Fuente de consulta:
jw.org