Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

No despertéis a los muertos.

Johann Ludwig Tieck. 
No Despertéis a los Muertos.
  
  –¿Acaso quieres dormir para siempre? ¿No vas a despertar más, amada mía, sino a descansar eternamente de tu breve peregrinación por la tierra? ¿O volverás
otra vez, y traerás contigo el alba vivificadora de la esperanza a este desventurado cuya existencia, desde que te fuiste, han oscurecido las sombras más
tenebrosas? ¡Cómo! ¿Sigues callada? ¿Callada para siempre? ¿Llora tu amigo y no le escuchas? ¿Derrama amargas, abrasadoras lágrimas, y no haces caso de
su aflicción? ¿Está desesperado, y no abres los brazos y das refugio a su dolor? Entonces di, ¿prefieres el pálido sudario al velo de novia? ¿Es la sepultura
un lecho más cálido que el tálamo del amor? ¿Acogen tus brazos mejor al espectro de la muerte que a tu esposo enamorado? ¡Ah!, vuelve, amada; vuelve otra
vez a este pecho ansioso y desconsolado.
Tales eran los lamentos que Walter exhalaba por Brunhilda, compañera de su amor apasionado y juvenil; así lloraba sobre su tumba en la hora de la medianoche,
cuando el espíritu que preside la atmósfera turbulenta envía sus legiones de monstruos a los aires para que sus sombras, al fluctuar con la luna sobre
la tierra, envíen locos, agitados pensamientos a desfilar frenéticos en el pecho del pecador: así se lamentaba bajo los altos tilos, junto a la sepultura
de ella, con la cabeza apoyada en la fría lápida. Era Walter un señor poderoso de Borgoña que en su temprana juventud se había prendado de la belleza de
Brunhilda; belleza que sobrepasaba en encantos a la de todas sus rivales: porque su cabellera oscura como el rostro negro de la noche, derramada sobre
sus hombros, realzaba sobremanera el esplendor de su esbelta figura, y el rico color de sus mejillas, cuyos matices eran como el cielo encendido y brillante
de poniente. No semejaban sus ojos a esos orbes cuyo pálido brillo adorna la bóveda de la noche, y cuya distancia inmensurable nos llena el alma de profundos
pensamientos de eternidad, sino más bien a los sobrios rayos que alegran este mundo sublunar y que, a la vez que iluminan, inflaman de alegría y de amor
a los hijos de la tierra. Brunhilda se convirtió en la esposa de Walter; y estando ambos igual de enamorados y prendados, se entregaron al goce de una
pasión que les volvió indiferentes a cuanto los rodeaba, al tiempo que los sumía en un sueño fascinante. Su único temor era que algo los despertase de
un delirio que rezaban por que durase eternamente. Pero ¡qué vano es el deseo de detener los decretos del destino! Igual podríamos pretender desviar de
su órbita los planetas circundantes. Poco duró esta pasión frenética; no porque se fuera apagando poco a poco hasta sumirse en la apatía, sino porque la
muerte arrebató a su lozana víctima, dejando viudo el lecho de Walter. Sin embargo, aunque tuvo al principio una impetuosa explosión de dolor, no se reveló
inconsolable; y antes de que pasara mucho tiempo, otra esposa se convirtió en compañera del joven noble.
Swanhilda era hermosa también, si bien la naturaleza había formado sus encantos con molde muy distinto del de Brunhilda. Sus dorados rizos centelleaban
como la luz de la mañana; sólo cuando la excitaba alguna emoción de su alma, un matiz sonrosado encendía la palidez de sus mejillas; sus miembros eran
proporcionados y de la más exquisita simetría, aunque no poseían esa plenitud exuberante de la vida animal. Sus ojos brillaban elocuentes, aunque era con
la luz suave de la estrella; y, más que despertar ardor, transmitían una dulzura sosegada. Así constituida, no podía devolver a Walter su antiguo delirio,
aunque hacía felices sus horas vigiles: tranquila y seria, aunque alegre, procurando en todas las cosas el placer de su marido, restableció el orden y
el bienestar en su casa, donde su presencia irradiaba una influencia general. Su dulce benevolencia tendía a moderar la disposición impetuosa y ardiente
de Walter, mientras que, a la vez, su discreción le arrancaba en cierto modo de sus vanos y turbulentos deseos, de su ansia de goces inalcanzables, reconduciéndolo
a los deberes y placeres de la vida cotidiana. Swanhilda dio a su marido dos hijos, un niño y una niña; ésta dulce y paciente como su madre, y contenta
con sus juegos solitarios; incluso en estas distracciones mostraba la propensión seria de su carácter. El chico poseía el natural inquieto y apasionado
de su padre, aunque atemperado por la firmeza de su madre. Y ligado más tiernamente a su esposa a causa de los hijos, Walter vivió ahora varios años muy
dichoso. Es verdad que sus pensamientos volvían con frecuencia a Brunhilda, pero sin la antigua violencia, y sólo como nos demoramos en el recuerdo de
un amigo de la infancia que la rápida corriente del tiempo se ha llevado a una región donde sabemos que es feliz.
Pero las nubes se disuelven en el aire, las flores se marchitan, la arena de nuestros relojes se escurre de manera imperceptible... y así mismo se disuelven,
se marchitan y se desvanecen los humanos sentimientos; y con ellos, también la felicidad. El pecho inconstante de Walter suspiró otra vez por los sueños
extáticos de aquellos días pasados con su romántica, enamorada Brunhilda; otra vez volvió a presentarse ella a su ardiente imaginación con todo el esplendor
de sus encantos de desposada, y Walter empezó a trazar un paralelo entre el pasado y el presente. Y como suele suceder, no dejó su imaginación de adornar
a la primera con los colores más brillantes, al tiempo que oscurecía los de la segunda, de manera que se representaba a la una mucho más rica en placeres,
y a la otra mucho menos de lo que se ajustaba a la realidad. No le pasó por alto a Swanhilda este cambio de su marido; así que, doblando sus atenciones
a él, y los cuidados a sus hijos, esperó por este medio volver a asegurar el nudo que se había aflojado; sin embargo, cuanto más se esforzaba en recuperar
sus afectos, más frío se volvía él... y más insoportables le parecían a éste sus caricias, y con más insistencia le venía Brunhilda al pensamiento. Sólo
los niños, cuyas expresiones de afecto se le hacían ahora indispensables, se encontraban entre uno y otra como genios preocupados por hacer posible la
conciliación; y, amados por ambos, constituían el nexo entre sus padres. Pero del mismo modo que el mal no puede ser arrancado del corazón humano sino
antes de que eche demasiada raíz, ya que después tiene sus uñas demasiado firmemente afianzadas, así la imaginación de Walter estaba demasiado enferma
para poder echar fuera su enfermedad. Y en breve tiempo alcanzó un tiránico ascendente sobre él. A menudo, por las noches, en vez de retirarse a la cámara
de su esposa, visitaba la tumba de Brunhilda, donde murmuraba su descontento, diciendo: «¿Es que quieres dormir para siempre?».
  
Una noche, estando tendido en la yerba, entregado a su habitual tristeza, entró en este campo de la muerte un brujo de las montañas vecinas a recoger,
para sus hechizos misteriosos, ciertas yerbas que sólo se crían en la tierra donde descansan los muertos, y que, como última producción de la mortalidad,
están dotadas de poderoso y sobrenatural influjo. Vio el brujo al doliente, y se acercó a donde yacía.
–¿Por qué lloras así, infeliz devoto, lo que ya no es sino horrendo despojo de mortalidad: meros huesos, y nervios, y venas? Naciones enteras han caído
sin que se alzara un lamento por ellas; incluso mundos, mucho antes de ser creado este globo nuestro, se han desmoronado sin que nadie los llorase; ¿a
qué abandonarte, entonces, a esa vana aflicción por una criatura nacida del polvo, por un ser tan frágil como tú mismo y, como tú, criatura de un momento?
Walter se incorporó:
–Que se lloren los unos a los otros, a medida que perecen, esos mundos que brillan en el firmamento –replicó–. Es cierto que, siendo de barro, lloro a
mi compañera de barro; sin embargo, éste es un barro impregnado de un fuego, de una esencia, que ninguno de los elementos de la creación posee: el amor.
Y esa pasión divina es la que sentía yo por la que ahora duerme bajo esta yerba.
–¿La van a despertar tus lamentos? Y si pudieran despertarla, ¿no te reprocharía ella haber turbado ese reposo en el que ahora duerme serena?
–¡Atrás, ser insensible y frío; tú no sabes lo que es el amor! ¡Ah! ¡Ojalá mis lágrimas pudieran barrer la colcha de tierra que la oculta de estos ojos,
ojalá mi gemido de aflicción pudiera despertarla de su sueño mortal! No, no volvería ella a buscar su lecho de tierra.
–Insensato, ¿acaso crees que podrías mirar sin estremecerte a un ser vomitado por las fauces de la tumba? ¿Y acaso eres tú, también, el mismo que ella
dejó, y que ha pasado el tiempo sobre tu frente sin dejar huella ninguna? ¿No se convertiría tu amor en odio y repugnancia?
–Di que antes dejarían las estrellas ese firmamento, o se negaría el sol a derramar sus rayos desde el cielo. ¡Ah, ojalá estuviese ella otra vez junto
a mí! ¡Ojalá volviera a descansar sobre este pecho! ¡Qué pronto olvidaríamos entonces que la muerte o el tiempo se interpusieron una vez entre nosotros!
–¡Delirios! ¡Meros delirios del cerebro, de la sangre fogosa, como los que emanan de los vapores del vino! No es mi deseo tentarte, devolverte a tu muerta;
de lo contrario, no tardarías en comprobar la verdad de lo que te digo.
–¡Cómo! ¿Has dicho devolvérmela? –exclamó Walter, arrojándose a los pies del brujo–. ¡Ah! Si verdaderamente eres capaz de hacer eso, sé sensible a mi más
ferviente súplica; si vibra en tu pecho un solo latido de humano sentimiento, deja que mis lágrimas te ablanden: devuélveme a mi amada. Más tarde bendecirás
esa acción, y comprobarás que fue una buena obra.
–¡Una buena obra! ¡Bendecir esa acción! –replicó el brujo con una sonrisa de desprecio–; para mí no existen el bien ni el mal, puesto que siempre quiero
lo mismo. Sólo tú conoces el mal, cuando quieres lo que no querrías. En mi poder está efectivamente devolvértela: pero piensa bien si te conviene. Considera,
además, qué profundo abismo se abre entre la vida y la muerte; mi poder puede tender un puente entre la una y la otra, pero no cegar ese vacío espantoso.
Walter quiso hablar, tratar de convencer a este ser poderoso con nuevas súplicas; pero el brujo se lo impidió, diciendo:
–¡Calla! Piénsalo bien, y ven aquí mañana a la medianoche. Aunque te repito la advertencia: «No despiertes a los muertos».
Tras estas palabras, el misterioso ser desapareció. Embriagado con esa reciente esperanza, Walter no logró conciliar el sueño en la cama; porque la imaginación,
con todas sus más ricas reservas, desplegó ante él una centelleante telaraña de posibilidades futuras; y sus ojos, húmedos con el rocío del arrobamiento,
revolotearon de una visión de felicidad a otra. Durante el día siguiente vagó por el bosque, para que los objetos cotidianos no turbasen, trayéndole a
la memoria tiempos más recientes y menos dichosos, la idea feliz de que podía verla otra vez, estrecharla de nuevo entre sus brazos, contemplar de día
su frente radiante y descansar de noche sobre su pecho. Y, puesto que esta sola idea ocupaba su imaginación, ¿cómo iba a inquietarle ninguna duda, o a
pensar en la advertencia del hombre misterioso?
En cuanto vio que se acercaba la hora de la medianoche, se apresuró a acudir al cementerio, donde el brujo se hallaba ya de pie junto a la sepultura de
Brunhilda.
–¿Lo has meditado bien? –preguntó.
–¡Ah! Devuélveme el objeto de mi pasión –exclamó Walter con impetuosa impaciencia–. ¡No demores tu acción generosa, no vaya a ser que muera yo esta misma
noche consumido por el frustrado deseo, y no vea más su rostro!
–Bien; entonces –contestó el anciano– vuelve aquí mañana a la misma hora. Pero una vez más te doy este consejo de amigo: «No despiertes a los muertos».
Movido por la desesperación de la impaciencia, Walter se habría postrado a sus pies y le habría suplicado que colmase al punto sus deseos, que ahora habían
aumentado hasta la agonía; pero el brujo ya había desaparecido. Deshaciéndose en lamentaciones con más desconsuelo que nunca, se echó sobre la sepultura
de su adorada, y así permaneció hasta que el alba trazó una raya gris a oriente. Durante ese día –que le pareció el más largo de cuantos había pasado–,
deambuló de un lado para otro, impaciente, sin objeto al parecer, profundamente abismado en sus reflexiones, e inquieto como el asesino que maquina su
primera acción sangrienta: y las estrellas vespertinas volvieron a sorprenderle en el sitio concertado. A la medianoche, el brujo se presentó allí también.
-¿Lo has meditado bien? –preguntó, como la noche anterior.
  –¡Bah!, ¿a qué meditar? –replicó Walter con impaciencia–. Yo no necesito meditar; lo único que te pido es lo que me has prometido... que será mi felicidad.
¿O acaso te estás burlando de mí? Si es así, vete de mi vista, no me venga la tentación de ponerte la mano encima.
  –Una vez más te prevengo –contestó el anciano con imperturbable serenidad–. «No despiertes a los muertos»... y déjala descansar.
  –Descansará, pero no en la tumba fría: lo hará sobre mi pecho, que arde en deseos de estrecharla.
  –Reflexiona: no podrás dejarla hasta la muerte, aun cuando la aversión y el horror aneguen tu alma. Entonces, sólo te quedará un remedio espantoso.
  –¡Viejo chocho! –exclamó Walter interrumpiéndole–, ¿cómo voy a odiar a la que amo con tan intensa pasión? ¿Cómo voy a aborrecer a aquélla por la que
arde cada gota de mi sangre?
  –Entonces, sea como quieres –contestó el brujo–; hazte atrás.
  El anciano trazó ahora un círculo alrededor de la sepultura, a la vez que murmuraba palabras de encantamiento. Acto seguido, la tormenta comenzó a sacudir
las copas de los árboles; los búhos agitaron las alas, y emitieron su canto bajo y ominoso; las estrellas ocultaron su aspecto dulce y rutilante para no
presenciar espectáculo tan impío y sacrílego; rodó entonces la lápida con cavernoso ruido, y dejó libre acceso a la habitante de esta espantosa morada.
El brujo esparció en las fauces de la tierra raíces y yerbas de mágico poder y muy penetrante olor, de manera que los gusanos salieron reptando de la tierra,
se agruparon, y se alzaron en forma de llameante columna sobre la sepultura; entretanto, brotó de dentro un viento violento que fue apartando la tierra,
hasta que finalmente quedó al descubierto el ataúd. Cayó la luz de la luna sobre él, y saltó la tapa con tremendo ruido. Después de lo cual, el brujo vertió
sangre de un cráneo humano en su interior, exclamando al mismo tiempo:
  –Bebe, durmiente, de este cálido licor, para que tu corazón pueda latir de nuevo en tu pecho –y tras una breve pausa, derramando sobre ella otro líquido
misterioso, gritó con la voz de un inspirado–: Sí, otra vez late tu corazón con el fluido de la vida; tus ojos se han abierto nuevamente a la visión. Así
pues, levanta, y sal de la tumba.
  Igual que la isla emerge súbitamente de entre las olas oscuras del océano, levantada del abismo por la fuerza de los fuegos subterráneos, así se levantó
Brunhilda de su lecho terrenal, impulsada por un poder invisible. Y cogiéndola de la mano, el brujo la llevó a Walter, que permanecía a cierta distancia,
estupefacto, como si hubiese echado raíces en el suelo.
  –Recibe otra vez –dijo– a la que es objeto de tus apasionados suspiros: ojalá no vuelvas a necesitar mi ayuda; pero si así fuese, me encontrarás, en
el periodo de la luna llena, en las montañas en ese lugar donde se juntan los tres caminos.
  Al punto reconoció Walter en la figura que tenía ante sí a la que tan ardientemente había amado, y un súbito calor inundó su cuerpo al verla restituida:
pero sentía frío en los miembros, a causa de la noche, y paralizada la lengua. La estuvo contemplando un rato sin moverse ni decir palabra; y durante ese
tiempo, volvieron a callar y a serenarse los ruidos, y a centellear esplendorosas las estrellas en el cielo.
  –¡Walter! –exclamó la figura; y esta voz familiar, estremeciéndole el corazón, rompió el sortilegio que lo tenía inmovilizado.
–¿Es realidad? ¿Es verdad esto –exclamó él–, o se trata de una mera ilusión engañosa?
–No; no es impostura: estoy verdaderamente viva. Llévame en seguida a tu castillo de las montañas.
Walter miró a su alrededor. Había desaparecido el anciano; pero descubrió a su lado un corcel negro de ojos llameantes, aparejado para transportarle allá;
y sobre su lomo encontró lo necesario para vestirse Brunhilda, quien no perdió tiempo en hacerlo. Hecho esto, exclamó:
–Deprisa, vayámonos antes de que amanezca, ya que mis ojos están demasiado débiles para soportar la luz del día.
Recobrado de su estupor, Walter saltó sobre su silla; y cogiendo con una mezcla de placer y temor a su amada, tan misteriosamente rescatada del poder de
la tumba, emprendió el galope por la desierta región, hacia las montañas, con tanta furia como si le persiguieran las sombras de los muertos ansiosas por
arrebatarle a su hermana.
El castillo al que Walter llevaba a su Brunhilda se hallaba en lo alto de una roca, entre otros picos que se alzaban por encima de él. Aquí llegaron sin
que nadie los viese, salvo un viejo criado, al que Walter ordenó que guardase secreto bajo las más severas amenazas.
–Aquí nos quedaremos –dijo Brunhilda–, hasta que pueda yo soportar la luz, y tú mirarme sin temblar como si tuvieses frío.
Así que procedieron a hacer de ese lugar su residencia; aunque nadie sabía que Brunhilda vivía, salvo el viejo criado que les traía la comida. Durante
siete días enteros, no tuvieron otra luz que la de las velas. En los siete días siguientes, dejaron entrar la luz a través de las altas ventanas sólo cuando
el amanecer o el crepúsculo bañaba las cimas de los montes, y el valle aún permanecía envuelto en sombras.
Rara vez se apartaba Walter de Brunhilda: un hechizo desconocido parecía retenerle junto a ella; incluso el temor que sentía en su presencia, y que le
impedía tocarla, tenía su mezcla de placer; era como la emoción estremecida que experimentaba cuando le envolvían los acordes de una música sacra bajo
la bóveda de algún templo. Así que, más que tratar de evitar esa sensación, la buscaba. A menudo, al intentar evocar los encantos de Brunhilda, le parecía
que su imaginación jamás se la había presentado tan hermosa, tan fascinadora, tan admirable, como la veía ahora realmente. Jamás hasta ahora había sonado
su voz con acento tan dulce, jamás había poseído su discurso tanta elocuencia como ahora, cuando conversaba con él sobre el pasado; y ésa era la mágica
región a la que sus palabras le conducían de continuo. Hablaba sin parar de los días de su primer amor, de aquellas horas de deleite que habían compartido,
en las que el uno sacaba todo su goce del otro; y tan gozoso, tan encantador, tan lleno de vida evocaba Brunhilda ese periodo en la imaginación de Walter,
que éste dudaba haber experimentado nunca con ella tanta felicidad, o haber sido tan absolutamente dichoso. Y a la vez que le pintaba aquellas horas de
pasadas delicias, describía con colores aún más vivos y encantadores los momentos de inminente dicha que ahora les esperaban, más ricos en placer que ninguno
de los anteriores. De este modo cautivaba a su rendido oyente con arrobadoras esperanzas futuras, y lo sumía en sueños de éxtasis por encima de lo mortal,
de manera que, mientras escuchaba este canto de sirena, olvidaba por completo lo poco feliz que fue el último periodo de su unión, en que a menudo le hicieron
suspirar los modales autoritarios de ella, y su aspereza con él y con toda la servidumbre. Pero, de haber recordado todo esto, ¿le habría inquietado en
su actual estado de arrobamiento? ¿Acaso no había dejado en la tumba todas las fragilidades de la condición mortal? ¿No se había refinado y purificado
su ser con este largo sueño en el que ni la pasión ni el pecado la asaltaron siquiera en sueños? ¡Qué diferente era ahora el tema de su discurso! Sólo
cuando hablaba de su afecto hacia él delataba algo de los sentimientos terrenos: otras veces, se extendía de manera monocorde en cuestiones sobre el mundo
invisible y futuro; cuando peroraba describiendo los misterios de la eternidad, un torrente de profética elocuencia brotaba de sus labios.
De este modo habían transcurrido dos veces siete días, y ahora vio Walter por primera vez al ser más caro para él a plena luz del día. Había desaparecido
de su rostro toda huella de la tumba; un matiz sonrosado como los rubores del alba encendía ahora sus pálidas mejillas; el débil husmo de la corrupción
se había convertido en deliciosa fragancia de violetas, único signo terreno que no le desapareció nunca. Ya no sentía Walter recelo ni temor: la contemplaba
a plena luz del día. Hasta ahora, no le pareció haberla recuperado del todo; e inflamado de su antigua pasión por ella, quiso estrecharla contra su pecho.
Pero Brunhilda lo rechazó suavemente, diciendo:
–Aún no; guarda tus caricias hasta que la luna vuelva a llenar el espacio entre sus cuernos.
A pesar de su impaciencia, Walter se vio obligado a esperar otros siete días. Pero la noche en que la luna alcanzó su plenitud, fue a Brunhilda, y la encontró
más adorable que nunca. No temiendo topar ahora con impedimento alguno a sus transportes, la abrazó con el fervor de un rendido y venturoso enamorado.
Brunhilda, no obstante, se negó otra vez a rendirse a su pasión.
–¡Cómo! –exclamó–, ¿es justo que yo, que he sido purificada por la muerte de toda fragilidad mortal, me convierta en tu concubina, mientras una hija de
la tierra ostenta el título de esposa tuya? No; no lo consentiré: ha de ser entre los muros de tu palacio, en la cámara donde en otro tiempo goberné como
reina, donde obtendrás el último de tus deseos y mío también –añadió, posando un beso encendido en sus labios; y desapareció a continuación.
Ardiendo de pasión, y dispuesto a sacrificarlo todo para satisfacer su deseo, Walter abandonó inmediatamente el aposento, y el castillo unos momentos después.
Cruzó montañas y páramos con la rapidez de una tormenta, de manera que las pezuñas de su caballo hacían saltar la yerba. Ni una vez se detuvo hasta que
llegó a casa.
  
Aquí, no obstante, ni las caricias afectuosas de Swanhilda, ni las de sus hijos, consiguieron ablandar su corazón o inducirle a reprimir sus ansias furiosas.
¡Ay! ¿Pueden detener el curso impetuoso del torrente las flores hermosas sobre las que éste se precipita, cuando exclaman: «Destructor, ten piedad de nuestra
desvalida inocencia y belleza, y no nos aniquiles»? El agua las barre sin miramiento, y en sólo un instante arrasa el orgullo de todo un verano.
Poco después, empezó Walter a insinuar a Swanhilda que no congeniaban; que él ansiaba probar esa vida frenética y tumultuosa que tan acorde estaba con
el espíritu de su sexo, mientras que ella se sentía satisfecha con la esfera reducida de los placeres domésticos; que él miraba con avidez cualquier novedad
prometedora, mientras que ella se mostraba apegada a lo que el hábito le había hecho familiar; y por último, que la fría disposición de ella, rayana en
la indiferencia, se conjugaba mal con el ardiente temperamento de él. Por todo lo cual, era lo más prudente que viviesen separados, dado que juntos no
podían encontrar la felicidad. Un suspiro, y una breve aquiescencia a los deseos de él, fue toda la respuesta de Swanhilda. Y a la mañana siguiente, al
presentarle Walter el documento de la separación, informándole que estaba en libertad para regresar a la casa de su padre, lo cogió con toda sumisión.
No obstante, antes de partir, le hizo la siguiente advertencia:
–Demasiado bien adivino a quién debo nuestra separación. Muchas veces te he visto en la tumba de Brunhilda, y allí te descubrí la noche en que el cielo
ocultó de pronto su rostro con un manto de nubes. ¿Acaso has osado rasgar temerariamente el velo espantoso que separa a la mortalidad que sueña de la que
no puede soñar? Porque entonces, hombre desdichado, habrás ligado a tu persona lo que puede traerte destrucción.
Calló, y Walter no hizo intento alguno de replicar; porque le vino a la memoria la advertencia similar del brujo –hasta ahora oscurecida por su pasión–
como un relámpago fugaz en la negrura de la noche, que no logra disipar su oscuridad.
Así pues, salió Swanhilda a despedirse de sus hijos, dado que, según la costumbre nacional, éstos pertenecían al padre. Y tras bañarlos con sus lágrimas
y consagrarlos con el agua bendita del amor maternal, abandonó la residencia de su marido, y emprendió el regreso a casa de su padre.
De este modo fue obligada la dulce y bondadosa Swanhilda a exiliarse de las salas donde había gobernado con gran tacto..., salas que ahora fueron nuevamente
decoradas para acoger a otra señora. Por fin llegó el día en que Walter condujo por segunda vez a Brunhilda a casa como nueva esposa; e hizo saber a la
servidumbre que su nueva consorte había ganado su afecto por el extraordinario parecido con Brunhilda, su primera ama. ¡Cuán indeciblemente feliz se consideró,
al llevar una vez más a su amada a la cámara que tantas veces había sido testigo de sus antiguos goces, dorada y adornada ahora en el más costoso estilo!
Y entre otros ornamentos había figuras de ángeles esparciendo rosas, los cuales sostenían las colgaduras púrpura cuyos amplios pliegues ocultaban el lecho
nupcial. ¡Con qué impaciencia esperó Walter la hora en que debía tomar posesión de aquellos encantos por los que había pagado ya tan alto precio, y cuyo
goce iba a costarle más aún! ¡Pobre Walter! Inmerso en el placer, no ves el abismo que se abre a tus pies; embriagado con el perfume voluptuoso de la flor
que has arrancado, no imaginas cuán mortal es el veneno de que está llena, pues en breve tiempo, su poderosa fragancia confiere nueva energía a todos tus
sentimientos.
Sin embargo, aunque ahora Walter era dichoso, sus criados estaban muy lejos de serlo igualmente. El singular parecido entre la nueva señora y la difunta
Brunhilda los llenaba de secreto recelo e indefinible horror; porque no apreciaban ni una sola diferencia en sus facciones, ni en su gesto, ni en el tono
de la voz. Además de estas misteriosas circunstancias, sus doncellas descubrieron una marca peculiar en su espalda, exactamente igual a la que había tenido
Brunhilda. No tardó en circular el rumor de que su ama no era otra que la propia Brunhilda, devuelta a la vida por medio de poderes nigrománticos. ¡Qué
horrible se les hacía la idea de vivir bajo el mismo techo que la que había sido moradora de la tumba, y verse obligadas a asistirla y reconocerla como
su señora! Notaron asimismo en Brunhilda, –cosa que aumentó la aversión de todas y favoreció su superstición– que no usaba adornos de oro, como antes engalanaron
siempre su persona. Todo lo que antes había solido llevar de este metal lo mandó hacer ahora de plata: ninguna joya de ricos y centelleantes colores brillaba
sobre ella; sólo las perlas prestaban su pálido brillo al adorno de su pecho. Y también evitaba siempre con gran cuidado la luz radiante del sol, y acostumbraba
pasar los días más luminosos en los aposentos más retirados y oscuros: sólo salía a pasear en el crepúsculo del comienzo y el final del día, aunque su
hora preferida era cuando la luz fantasmal de la luna daba a todos los objetos una apariencia vaga y un color sombrío. Además, se observaba siempre que
con el canto del gallo, sus miembros sufrían un estremecimiento involuntario. Autoritaria como antes de su muerte, no tardó en imponer su yugo de hierro
a cuantos la rodeaban, si bien parecía más terrible que nunca, dado que la acompañaba el temor de algún poder sobrenatural, y aterraba a cuantos se acercaban
a ella. Sus ojos parecían dirigir una mirada maligna y feroz al objeto de su ira; como si quisiera fulminar a su víctima. En suma, aquellas salas que en
tiempos de Swanhilda fueron morada de risas y alegría parecían ahora la prolongación de una tumba desierta. Los criados se deslizaban sigilosos por las
salas del castillo con el temor impreso en sus pálidos semblantes. Y en esta mansión de terror, el canto del gallo hacía temblar a los vivos como si fuesen
espíritus de fallecidos; porque ese canto les recordaba siempre a su ama misteriosa. No había nadie que no se estremeciera al cruzarse con ella en algún
lugar solitario, en la penumbra del atardecer o a la luz de la luna, circunstancia que consideraban presagiosa de algún mal; y tan grande era la aprensión
de sus doncellas, que empezaron a languidecer a causa del continuo desasosiego; de manera que, poco a poco, la fueron abandonando todas. En el transcurso
del tiempo, se marcharon otros criados también, dominados por un horror insoportable.
Las artes del brujo habían concedido a Brunhilda, efectivamente, una vida artificial, y el alimento que tomaba mantenía su cuerpo restituido. Sin embargo,
este cuerpo no era capaz de conservar el calor vivificante de la vitalidad y la llama de la que emanan los afectos y las pasiones, sean de amor o de odio,
porque la muerte la había apagado y extinguido para siempre. Todo lo que Brunhilda poseía ahora era una existencia insensible, más fría que la de una serpiente.
No obstante, se veía obligada a amar, y a devolver con igual ardor las caricias encendidas de su cautivado esposo, a cuya pasión debía únicamente su existencia
renovada. Necesitaba un licor mágico que animase el apagado caudal de sus venas y la despertase al calor de la vida y a la llama del amor, una poción abominable
que no puede nombrarse sin una maldición: sangre humana, que bebía, mientras aún estaba caliente, de unas venas jóvenes. Éste era el líquido infernal del
que Brunhilda tenía sed; pues, al no participar de los sentimientos más puros de la humanidad, ni hallar gozo alguno en nada de cuanto interesa a la vida
y ocupa sus diversas horas, su existencia era un mero vacío, salvo cuando estaba en brazos de su esposo y amante; y ésa era la razón por la que ansiaba
sin cesar la horrible bebida. Con supremo esfuerzo, lograba reprimirse de chuparle la sangre al propio Walter cuando descansaba junto a ella. Pero cada
vez que veía a un niño inocente, cuya preciosa carita denotaba la exuberancia infantil de su salud y su vigor, lo atraía a su aposento más secreto con
palabras dulces y caricias afectuosas; allí lo dormía en sus brazos, y chupaba de su pecho el flujo cálido y púrpura de la vida. Tampoco los jóvenes de
ambos sexos se veían libres de sus horribles ataques: tras exhalar su aliento sobre la desventurada víctima, que inevitablemente se sumía en profundo letargo,
extraía de sus venas, de manera parecida, el jugo vital. Así, los niños, los jóvenes y las doncellas se consumían rápidamente como flores roídas por el
gusano: la plenitud desaparecía de sus miembros; un tinte cetrino sucedía a la sonrosada frescura de sus mejillas, se les empañaba el brillo líquido de
los ojos igual que el río centelleante bajo el roce de la helada, y sus rizos se volvían lacios y grises, como azotados por la tormenta de la vida. Los
padres observaban con horror esta pestilencia desoladora que devoraba a su progenie, contra la cual nada podía un simple hechizo, poción o amuleto. La
tumba se iba tragando a uno tras otro; o, si la desventurada víctima lograba sobrevivir, se volvía cadavérica y arrugada en los mismos albores de la vida.
Los padres presenciaban horrorizados cómo esta devastadora pestilencia se llevaba a sus hijos... pestilencia que no había yerba por poderosa que fuera,
ni hechizo, ni vela sagrada, ni exorcismo, capaces de conjurar. Veían cómo se les iban a la tumba un hijo tras otro, o cómo sus cuerpos jóvenes, consumidos
por el infernal y vampiresco abrazo de Brunhilda, adquirían la decrepitud de una súbita vejez.
Finalmente, empezaron a circular extraños rumores y noticias; se decía que la causa de todos estos horrores era la propia Brunhilda; aunque nadie sabía
de qué manera destruía a sus víctimas, dado que no encontraban en ellas señales de violencia. No obstante, cuando los niños confesaron que los acunaba
y los dormía en sus brazos, y los más mayores contaron que les vencía un sueño súbito cada vez que se ponían a hablar con ella, la sospecha se convirtió
en certidumbre. Y aquellos cuyos hijos habían escapado hasta ahora a ese daño, abandonaron sus hogares y sus casas –morada de sus padres y herencia de
sus hijos–, con unos pocos enseres, a fin de salvar de tan horrible destino a lo más caro a sus afectos sencillos de cuanto el mundo les podía dar.
Y así, día tras día, el castillo fue adquiriendo un aspecto más desolado y, día tras día, sus alrededores se fueron quedando desiertos: sólo permanecieron
unas cuantas viejas decrépitas y algún criado de cabellos grises, de la en otro tiempo numerosa servidumbre. Igual que ocurrirá, en los últimos días de
la tierra, a la última generación de mortales cuando dejen de procrear, cuando no se vean ya más jóvenes, ni venga nadie a reemplazar a los que esperen
en silencio su última hora.
Walter era el único que no se daba cuenta –o no hacía caso– de la desolación que le rodeaba; no percibía la muerte, sumergido como estaba en un encendido
elíseo de amor. Mucho más feliz que antes parecía ahora con la posesión de Brunhilda. Todos los caprichos y contrariedades que a menudo ensombrecieron
sus antiguas relaciones habían desaparecido ahora por completo. Incluso parecía que Brunhilda sentía por él una pasión como jamás llegó a mostrar en la
época feliz de recién casada; porque en sus venas ardía esa llama de sangre joven que extraía de las venas de otros. Por la noche, en cuanto Walter cerraba
los ojos, exhalaba su aliento sobre él, infundiéndole un sueño delicioso del que despertaba sólo para experimentar goces más embriagadores. Durante el
día, le hablaba continuamente de la dicha que los espíritus felices experimentaban al otro lado de la sepultura, asegurándole que, como su afecto la había
sacado de la tumba, ahora estaban irrevocablemente unidos. Así fascinado por este hechizo perpetuo, le era imposible notar lo que ocurría a su alrededor.
Brunhilda, no obstante, veía con rabioso pesar que la fuente de su ardor juvenil disminuía de día en día, ya que en breve tiempo no quedó nadie dotado
de juventud, excepto Walter y sus hijos. Y decidió que fueran éstos sus siguientes víctimas.
Al principio, al regresar al castillo, había sentido aversión hacia los hijos de otra; así que los dejó enteramente en manos de las criadas designadas
por Swanhilda. Pero ahora empezó a fijarse en ellos, haciendo que los llevasen a menudo a su presencia. Las cuidadoras, mujeres de edad, se asustaron al
notar estas muestras de interés por los niños a su cargo, aunque no se atrevieron a oponerse a la voluntad de su terrible y autoritaria ama. No tardó Brunhilda
en ganarse el afecto de los niños, demasiado ignorantes de lo que era la astucia para percibir peligro alguno en ella; al contrario, sus caricias los ganaron
por completo. En vez de reprimir constantemente sus alegres retozos, Brunhilda les enseñaba ahora nuevos juegos; a menudo les recitaba historias de extraños
e insensatos intereses que excedían en todo a los cuentos de sus niñeras. Cuando se cansaban de jugar o de escuchar sus narraciones, los sentaba sobre
sus rodillas y los arrullaba hasta que se dormían. Entonces, los sueños de los niños se poblaban de visiones de la más espléndida magnificencia: imaginaban
estar en un jardín donde había flores de todos los colores, en hileras, una sobre otra, desde las humildes violetas a los altos girasoles, trazando un
bordado multicolor que ascendía hacia las nubes doradas, de las que bajaban unos angelitos, con alas de reflejos azul y oro, a llevarles alimentos deliciosos
o joyas espléndidas, o a cantarles canciones melodiosas. Tan paradisíacos se hicieron estos sueños para los niños en poco tiempo, que no anhelaban otra
cosa que dormir en el regazo de Brunhilda, ya que de otro modo no tenían visiones de seres celestiales. Y así, no hacían sino ansiar lo que iba a ser su
destrucción. Pero ¿no suspiramos todos por lo que nos conduce a la tumba: el goce de la vida? Los inocentes tendían sus brazos a la muerte que les iba
al encuentro, la cual había adoptado la máscara del placer. Porque, mientras ellos se sumían en esos sueños extáticos, Brunhilda chupaba de sus pechos
el fluido vital. Es verdad que al despertar se sentían débiles y agotados; sin embargo, ningún dolor, ninguna señal delataba la causa. Al poco tiempo,
empero, las fuerzas les abandonaron por completo, lo mismo que el arroyo se seca poco a poco en verano; sus juegos se fueron volviendo menos bulliciosos,
sus risas ruidosas y alegres se convirtieron en sonrisas, el acento vigoroso de sus voces se apagó hasta volverse mero susurro. Sus cuidadoras estaban
aterradas y llenas de desesperación; demasiado bien sabían la espantosa verdad, aunque no se atrevían a denunciar sus sospechas a Walter, tan devotamente
unido a su horrible compañera. La muerte había herido ya a su presa: los niños no eran sino mera sombra de sí mismos. Y en poco tiempo, incluso esta sombra
desapareció.
El acongojado padre lloró amargamente su pérdida. Porque, a pesar de su evidente abandono, estaba muy unido a ellos; y hasta que no los perdió, no se dio
cuenta de lo mucho que los quería. Su aflicción no pudo por menos de causar disgusto a Brunhilda:
–¿Por qué esas tiernas lamentaciones –dijo– por dos pequeños? ¿Qué satisfacción podían darte esos seres sin formar? ¿Acaso guardas aún algún afecto por
su madre, y es todavía dueña de tu corazón? ¿O es que echas de menos a los tres porque estás hastiado de mi amor y cansado de mis caricias? De haber crecido
esos niños, ¿no habrían atado más estrechamente tu espíritu y tus afectos a este mundo de barro, a este polvo, y te habrían apartado de la esfera a la
que yo, que he cruzado la sepultura, me estoy esforzando en elevarte? Di, ¿es tu espíritu tan pesado, o tu amor tan flojo, o tu fe tan tibia, que no consigue
conmoverte la esperanza de ser mío para siempre?
Así expresó Brunhilda su indignación ante el dolor de su consorte; y le privó de su presencia. El miedo a ofenderla de manera irreparable, y su deseo de
aplacarla, secaron muy pronto sus lágrimas. Y otra vez se abandonó a su pasión fatal, hasta que, finalmente, la inminencia de su propia destrucción le
despertó de la quimera en que vivía.
No volvieron a verse doncellas ni niños dentro de los lúgubres muros del castillo ni en las tierras contiguas: todos habían desaparecido; porque aquellos
a los que la sepultura no se había tragado habían huido de esta región de muerte. Así que, ¿quién quedaba ahora para apagar la sed espantosa de la mujer
vampiro, sino el propio Walter? Impasible, se atrevió a pensar en su muerte; porque su pecho desconocía ese divino sentimiento que une a dos seres en un
único gozo y un único dolor. Cuando Walter estuviera en la tumba, sería ella libre de buscar otras víctimas y saciarse interminablemente con la destrucción,
hasta que, el último día, se consumiera con la misma tierra, como dicta la ley fatal a la que están sujetos los muertos a los que las artes de la necromancia
han despertado del sueño de la sepultura.
Ahora empezó a posar sus labios sedientos en el pecho de Walter cuando, sumido en profundo sueño por el olor a violetas de su aliento, descansaba junto
a ella ajeno a la inminencia de su muerte. Y así, no tardaron sus fuerzas vitales en empezar a languidecer, y en asomar numerosas canas entre sus negros
cabellos. Y con sus fuerzas, languideció también su pasión: ahora Walter dejaba a menudo a su compañera para pasar el día entregado al deporte de la caza,
esperando recuperar de este modo su acostumbrado vigor. Y estaba un día descansando en el bosque, a la sombra de un roble, cuando vio en la copa de un
árbol un pájaro extraño, totalmente desconocido para él; pero antes de que pudiese apuntarle con su arco, echó a volar y se perdió en las nubes, al tiempo
que dejaba caer una raíz rosácea, la cual fue a parar a sus pies. La recogió inmediatamente. Y aunque conocía las plantas bastante bien, no recordaba haber
visto nunca una como ésta. Su deliciosa fragancia le indujo a probar su sabor; pero era diez veces más amargo que el ajenjo: parecía como si se hubiese
llevado hiel a la boca; así que, disgustado con el experimento, la arrojó con impaciencia. Sin embargo, de haber conocido su milagrosa cualidad, y que
actuaba como antídoto contra el hipnótico perfume de Brunhilda, la habría bendecido pese a su sabor tan amargo: así arrojan a menudo los mortales con impaciencia
el remedio desagradable que podría devolverles el bienestar.
Cuando Walter regresó por la noche, y se acostó como siempre junto a Brunhilda, el poder mágico del pecho de ésta no hizo efecto en él; y por primera vez
en muchos meses, Walter cerró los ojos vencido por un sueño natural. Sin embargo, apenas se durmió, un dolor agudo, punzante, le sacó de su descanso; y
al abrir los ojos, descubrió, a la luz melancólica de una lámpara que brillaba en el aposento, algo que por unos instantes le dejó petrificado. Porque
era Brunhilda, que le estaba extrayendo sangre del pecho con sus labios. El grito de horror que finalmente se le escapó aterró a Brunhilda, que tenía la
boca manchada de sangre caliente.
–¡Monstruo! –exclamó Walter, saltando de su lecho–. ¿Es así como me amas?
–Sí; así es el amor de los muertos –replicó ella con malvada frialdad.
–¡Criatura bebedora de sangre! –prosiguió Walter–: ha terminado el delirio que hasta aquí me ha tenido ciego. Tú eres el demonio que ha destruido a mis
hijos... que ha dado muerte a los hijos de mis vasallos.
Se levantó Brunhilda, y lanzándole una mirada que le dejó paralizado, contestó:
–No soy yo quien los ha matado; yo me veo obligada a saciarme con sangre caliente de jóvenes para poder satisfacer tu deseo frenético; ¡eres tú el asesino!
Estas palabras terribles evocaron ante la aterrada conciencia de Walter las sombras amenazadoras de todos los que habían perecido de ese modo, mientras
la desesperación le ahogaba la voz.
–¿Por qué –prosiguió ella, en un tono que aumentaba el horror de él–, por qué me atribuyes palabras como si fuese yo un títere? ¿Tú, que tienes el valor
de amar a los muertos, de llevar a tu lecho a la que dormía en la sepultura, a la que fue compañera de cama de los gusanos, tú que has estrechado en tus
brazos la corrupción de la tumba, tú, profanador, te atreves a elevar ese llanto espantoso por el sacrificio de unas pocas vidas? Esas vidas no son más
que hojas arrancadas por la tormenta. Vamos, desecha esas figuraciones idiotas, y saborea la dicha que tan cara has comprado.
Y diciendo esto, tendió los brazos hacia él. Pero este gesto sólo hizo que aumentase el terror de Walter, el cual, exclamando: «¡Criatura maldita!», salió
precipitadamente del aposento.
Ahora que había despertado del delirio de sus placeres impíos, todos los horrores de una conciencia culpable y recriminadora se volvieron sus compañeros.
A menudo maldecía su ceguera obstinada, por no haber hecho caso de las advertencias y amonestaciones de las mujeres que habían estado al cargo de sus hijos,
y haber tomado sus palabras por viles calumnias. Pero su pesar llegaba demasiado tarde; porque, si bien el arrepentimiento puede conseguir el perdón del
pecador, sin embargo, no puede alterar las sentencias inmutables del destino: no puede hacer volver de la tumba a los asesinados. Tan pronto como apuntó
la primera claridad del alba, salió hacia su castillo solitario de las montañas, decidido a no permanecer más tiempo bajo el mismo techo de tan terrible
ser. Pero fue inútil esta huida; porque, al despertar a la mañana siguiente, descubrió que se hallaba en brazos de Brunhilda, y enredado en sus largos
cabellos, que parecían envolverle, y aprisionarle con los hierros de su destino; la poderosa fascinación de su aliento le había cautivado una vez más,
de manera que, olvidando cuanto había sucedido, volvió a sus caricias; hasta que, despertando como de un sueño, huyó horrorizado de su abrazo. Durante
el día vagó por las soledades de las montañas como el criminal que trata de ocultarse de sus perseguidores; y por la noche buscó refugio en una cueva,
ya que temía menos acostarse en tan sombrío lugar que exponerse al horror de un nuevo encuentro con Brunhilda. Pero, ¡ay!, en vano se esforzaba por huir
de ella. Al despertar, la descubrió otra vez compartiendo su mísera yacija. Pero, de haberse ocultado en el mismo centro de la tierra, de haberse empotrado
bajo una roca, de haber hecho su alcoba en lo más profundo del océano, la habría encontrado puntualmente junto a él: porque al llamarla de nuevo a la existencia,
la había convertido en su compañera inseparable; tan inexorable era el vínculo que ahora los unía.
Luchando con la locura que empezaba a dominarle, y dándole vueltas sin cesar a las espantosas visiones que se presentaban a su mente horrorizada, permanecía
inmóvil, tumbado en los rincones más oscuros del bosque, desde que salía el sol hasta que llegaban las sombras del crepúsculo. Pero tan pronto como la
luz del día se apagaba a poniente y el bosque se inundaba de negrura impenetrable, el temor a que el sueño le venciera le empujaba a vagar por las montañas.
La tormenta jugaba furiosa con las nubes fantásticas, y con las hojas de los árboles que el viento hacía golpetear como si algún espíritu del terror se
divirtiese con estas imágenes de la transitoriedad y la desintegración: rugía entre las copas de los robles como profiriendo gritos de furia, mientras
su eco cavernoso, rebotando en las laderas distantes, parecía el gemido de un pecador en la agonía o el alarido débil de algún desdichado al caer bajo
la mano de su asesino. El búho, también, profería gritos guturales como augurando la devastación de la naturaleza. El viento sacudía los cabellos de Walter,
cuyos mechones se agitaban en sus sienes y sus hombros como negras serpientes, mientras cada uno de sus sentidos estaba atento a captar un nuevo horror.
En las nubes creía ver las figuras de los asesinados; en el ulular del viento oía sus lamentos y gemidos; en las frías ráfagas sentía el beso de Brunhilda;
en el grito de las aves escuchaba la voz de ella; en las hojas descompuestas olía el lecho sepulcral del que la había despertado. «¡Asesino de tu propia
descendencia –se recriminaba Walter a sí mismo con una voz que hacía aún más espantosa la noche y el fragor de los elementos–, amante de un vampiro sediento
de sangre, libertino que se refocila con la corrupción de la tumba!», mientras, desesperado, se mesaba los cabellos. Justo en ese momento surgió la luna
de detrás de las nubes tempestuosas; y esta visión trajo a su memoria el consejo del brujo, cuando lo vio estremecerse ante la primera aparición de Brunhilda
tras despertar de su sueño mortal; a saber: que le buscase cuando fuese la luna llena, en las montañas, en el punto donde se encontraban los tres caminos.
No bien irrumpió este destello de esperanza en su mente aturdida, echó a correr hacia el lugar designado.
Al llegar, encontró al anciano sentado sobre una piedra, con la placidez del que disfruta de un día soleado, indiferente a los truenos que rugían a su
alrededor.
–Así que has venido –exclamó al ver al jadeante desdichado que, arrojándose a sus pies, gritó en tono angustiado:
–¡Ah, sálvame... socórreme... rescátame del monstruo que siembra la muerte y la desolación a mi alrededor!
–¡Cómo!, ¿no te diste cuenta de cuán saludable era el consejo: «No despiertes a los muertos»?
–¿Por qué hiciste tu advertencia tan misteriosa? ¿Por qué, en vez de eso, no me revelaste al punto todo el horror que aguardaba a mi sacrílega profanación
de la sepultura?
–¿Acaso podías tú escuchar otra voz que la de tu pasión desenfrenada? ¿No me tapaba la boca tu ansiosa impaciencia cada vez que quería advertirte?
–Sí, es verdad: tu reproche es justo. Pero de nada sirve ahora. Lo que yo necesito es ayuda inmediata.
–Bien –replicó el anciano–; aún hay un medio de salvarte. Pero está lleno de horror, y requiere toda tu resolución.
–Entonces explica cuál es –dijo–. Porque ¿qué puede haber más espantoso, más horrible, que la desdicha que ahora soporto?
–Sabe, pues –prosiguió el brujo–, que sólo en la noche de luna nueva duerme ella el sueño de los mortales. Entonces la abandona del todo el poder sobrenatural
que recibe de la tumba. En ese momento es cuando deberás matarla.
–¡Cómo! ¿Matarla? –repitió Walter.
–Sí –replicó el anciano con serenidad–; le atravesarás el pecho con una daga afilada que yo te daré. Al mismo tiempo, habrás de renunciar a su memoria
para siempre, jurando no volver a pensar en ella de manera intencionada. Y si lo hicieras involuntariamente, deberás repetir la maldición.
–¡Horrible! Sin embargo, ¿qué puede haber más horrible que ella misma?
–Entonces, conserva esa resolución hasta el próximo novilunio.
–¡Cómo!, ¿tengo que esperar tanto? –exclamó Walter–. ¡Ah, antes de ese plazo, su rabiosa sed de sangre me habrá conducido a la noche de la tumba, o el
horror a la noche de la locura!
–No –replicó el brujo–; eso lo puedo evitar –y a continuación le llevó a una caverna de la montaña–. Permanece aquí dos veces siete días –dijo–. Durante
ese tiempo, podré protegerte de sus caricias mortales. Aquí encontrarás las provisiones que vas a necesitar; pero cuida que nada te tiente a abandonar
este lugar. Adiós; cuando la luna se renueve, entonces volveré –dicho esto, el brujo trazó un círculo mágico alrededor de la cueva, e inmediatamente desapareció.
Dos veces siete días permaneció Walter en esa soledad, sin otra compañía que su amargo arrepentimiento y sus aterradas obsesiones. El presente era todo
miedo y desolación; el futuro mostraba la imagen de una acción horrible que debía llevar a cabo sin remedio, mientras que el pasado se lo envenenaba el
recuerdo de su culpa. Si pensaba en su antigua y feliz unión con Brunhilda, surgía ante su imaginación la figura horrenda de ella con los labios goteantes
de sangre; si evocaba los días apacibles pasados con Swanhilda, veía su espíritu afligido, con las sombras de sus hijos asesinados. Tales eran los horrores
que le acompañaban de día. En cuanto a los de la noche, eran aún más espantosos; porque entonces veía a la propia Brunhilda que, vagando alrededor del
círculo mágico que no podía traspasar, le llamaba por su nombre hasta que la caverna resonaba entera con el eco de sus voces estremecedoras. «Walter, amado
mío –gritaba–; ¿por qué me huyes? ¿Acaso no eres mío? ¿Mío para siempre... aquí, y en el más allá? ¿Acaso estás pensando matarme? ¡Ah, no cometas ese acto
que nos arrojaría a la perdición... a ti lo mismo que a mí!» De este modo le atormentaba su horrible visitante cada noche; y cuando se iba, aún le arrebataba
todo descanso.
Al fin llegó la luna nueva, negra como la acción que estaba condenado a cometer. El brujo entró en la caverna.
–Venga –dijo a Walter–, vámonos de aquí; ha llegado la hora.
Y se lo llevó de la cueva a lomos de un corcel negro, cuya visión trajo a Walter el recuerdo de la noche fatal. Entonces refirió al anciano las visitas
nocturnas de Brunhilda, y le preguntó ansioso si se cumplirían los temores de perdición eterna que ella le había augurado.
–No pueden los ojos mortales –exclamó el brujo– penetrar los secretos oscuros de otro mundo, ni el abismo profundo que separa la tierra del cielo.
Walter vaciló en montar sobre el corcel.
–Sé decidido –exclamó su compañero–; por esta vez se te concede afrontar la prueba. Si ahora fallas, nada podrá rescatarte de su poder.
–¿Qué puede haber más horrible que ella misma? Estoy decidido –y saltó sobre el caballo, y el brujo montó detrás.
Transportados con la rapidez de la tormenta que barre la llanura, llegaron en breve espacio al castillo de Walter. Todas las puertas se abrieron de golpe
a una voz de su compañero; un instante después estaban en la cámara de Brunhilda. Se detuvieron junto a su lecho. Sumida en un sueño sosegado, descansaba
con toda la belleza que le era innata, limpio su semblante de toda huella de horror. Parecía tan pura, tan dócil e inocente, que en la memoria de Walter
se agolparon las dulces horas de sus caricias como ángeles intercesores suplicando clemencia para ella. La turbada mano de Walter era incapaz de coger
la daga que el brujo le presentaba.
–Has de dar el golpe ahora mismo –dijo éste–; si te retrasas una hora tan sólo, al amanecer la tendrás sobre tu pecho, sorbiéndote las gotas vitales del
corazón.
–¡Horrible! ¡Horrible! –balbuceó Walter temblando; y apartando la cara, hundió la daga en el pecho de ella a la vez que exclamaba–: ¡Yo te maldigo para
siempre! –y brotó fría la sangre, manchándole la mano. Brunhilda abrió los ojos una vez más; lanzó una mirada de indecible horror a su esposo y, con voz
cavernosa y agónica, dijo:
–Tú también estás condenado a la perdición.
–Pon ahora la mano sobre su cadáver –dijo el brujo–, y pronuncia el juramento.
Walter hizo lo que se le ordenaba, diciendo:
–Jamás pensaré en ella con amor, jamás la evocaré deliberadamente; y si su imagen acude a mi cerebro, la expulsaré gritándole: maldita seas.
–Ya has cumplido todos los requisitos –declaró el brujo–. Ahora devuélvela a la tierra, de la que no debiste llamarla insensatamente. Y procura recordar
tu juramento; porque si lo olvidas una sola vez, regresará, y estarás perdido sin remedio. Adiós... no nos volveremos a ver nunca más –y dichas estas palabras,
abandonó el aposento; y Walter huyó también de esta morada de horror, tras dar primero instrucciones para que el cadáver fuese enterrado sin tardanza.
De nuevo descansó la terrible Brunhilda en su sepultura. Pero su imagen acosaba sin tregua el cerebro de Walter, de manera que su existencia era un continuo
suplicio, en el que luchaba por expulsar de su memoria los fantasmas horrendos del pasado. Sin embargo, cuanto más grandes eran sus esfuerzos por desterrarlos,
más intensos y vívidos se volvían; como el noctámbulo que, atraído por un fuego fatuo a una ciénaga o un pantano, se hunde cada vez más en su húmeda sepultura
cuanto más se esfuerza en escapar. Su imaginación parecía incapaz de admitir otra imagen que la de Brunhilda: una vez imaginaba que la veía expirar, con
la sangre manándole de su hermoso pecho; otra, la hermosa desposada de su juventud le reprochaba haber turbado el sueño de la tumba; y en ambas, se veía
obligado a proferir las palabras espantosas: «Yo te maldigo para siempre». Continuamente brotaba de sus labios la terrible imprecación; sin embargo, vivía
en el terror incesante de que se le olvidara, o de pensar en ella y no ser capaz de repetirla; y luego, al despertar, de descubrir que estaba en sus brazos.
O bien recordaba las palabras de ella al expirar; y espantado ante su terrible significado, imaginaba que se había pronunciado irrevocablemente la sentencia
de su perdición. ¿Adónde huir de sí mismo? ¿O cómo borrar de su cerebro estas imágenes y formas espantosas? En el clamor del combate, en el tumulto de
la guerra, en su incesante oscilar de la victoria al desastre y del grito de angustia al júbilo de la victoria... en estas cosas esperó hallar al menos
el alivio del aturdimiento. Pero también aquí vio frustrada su esperanza. Los dientes gigantescos del recelo atenazaban ahora al que nunca había conocido
el miedo: cada gota de sangre que le salpicaba parecía ser de la fría sangre que brotó de la herida de Brunhilda; cada desdichado moribundo que caía junto
a él, le parecía que era ella, cuando exclamó en la agonía: «¡Tú también estás condenado a la perdición!»; de manera que el aspecto de la muerte le parecía
más aterrador que nada de cuanto le rodeaba, y este terror insuperable le empujaba a abandonar el campo de batalla. Por último, tras vagar sin rumbo durante
mucho tiempo, regresó a su castillo. Aquí, todo estaba desierto y silencioso, como si la espada, o una pestilencia aún más mortal, hubiera arrasado la
región. Porque los pocos habitantes que aún quedaban, y hasta los criados que en otro tiempo se mostraron más fieles, habían huido ahora de él, como si
llevase en la frente el estigma de Caín. Se daba cuenta con horror de que, al haberse unido a los muertos, se había separado de los vivos, quienes no querían
tener relación alguna con él. A menudo, cuando se detenía junto a las almenas de su castillo y miraba los campos desiertos, comparaba su actual desolación
con el animado movimiento que solían mostrar bajo la estricta pero benévola disciplina de Swanhilda. Ahora se daba cuenta de que sólo ella podía reconciliarle
con la vida. Pero ¿podía esperar que le perdonase, y volviese a recibirle aquella a la que tan profundamente había agraviado? Por último, su impaciencia
se impuso a su temor: fue en busca de Swanhilda y, con la más intensa contrición, reconoció su complicada culpa. Y abrazado a sus rodillas, le imploró
perdón, suplicándole que regresase a su castillo desolado, a fin de hacerlo otra vez morada de la alegría y de la paz. Swanhilda se conmovió al ver a sus
pies la pálida figura, apenas una sombra del otrora gallardo esposo.
–La locura –dijo con mansedumbre–, aunque me ha causado mucho dolor, jamás ha hecho nacer en mí el resentimiento ni la cólera. Pero, dime, ¿dónde están
mis hijos? –durante un rato, el desesperado padre no tuvo fuerzas para contestar a esta pregunta espantosa; por último, tuvo que confesar la horrible verdad–.
Entonces nos hemos dividido para siempre –replicó Swanhilda; y todas las lágrimas y súplicas de Walter no le hicieron revocar su sentencia.
Despojado de su última esperanza terrena, privado de su último consuelo, hundido en la más grande desgracia en que un mortal puede caer a este lado de
la tumba, Walter emprendió el regreso. Y cabalgaba absorto en lúgubres meditaciones por el bosque vecino a su castillo, cuando el súbito sonido de un cuerno
le sacó de su ensimismamiento. Poco después vio aparecer a una dama vestida de negro, montada sobre un corcel del mismo color; su traje era como el de
una cazadora; pero en vez de halcón, llevaba en la mano un cuervo, e iba asistida por un alegre tropel de caballeros y damas. Cumplidos los primeros saludos,
Walter averiguó que llevaban el mismo camino que él; y cuando supo ella que estaba cerca el castillo de Walter, solicitó alojamiento por una noche, dado
que la tarde estaba muy avanzada. De muy buen grado accedió Walter a esta petición, ya que la aparición de la hermosa desconocida le había sorprendido
gratamente: tenía un parecido prodigioso con Swanhilda, salvo que su cabello era castaño, y sus ojos oscuros y centelleantes. Agasajó con un suntuoso banquete
a sus invitados, cuyas risas y canciones llenaron de animación las salas hasta ahora silenciosas. El banquete se prolongó tres días; y tan estimulante
resultó para Walter que parecía haber olvidado todos sus miedos y tristezas. Y no se decidía a despedir a sus visitantes por temor a que, al irse, el castillo
pareciera cien veces más desolado que antes, aumentando su pesar en la misma proporción. A ruegos fervientes de él, la desconocida accedió a alargar su
estancia siete días, que luego prolongó con otros siete. Sin serle solicitado, asumió la dirección de la casa; y empezó a gobernarla con tanta discreción
y alegría como había hecho Swanhilda, de manera que el castillo, que hasta ahora había sido morada de la melancolía y el horror, se convirtió en residencia
de la fiesta y el placer; y la aflicción de Walter se disipó por completo en medio de tanto alborozo. Su afecto hacia la hermosa desconocida aumentaba
de día en día; incluso la hizo su confidente; y una noche en que paseaban juntos lejos del séquito de ella, le contó su espantosa historia.
–Mi querido amigo –replicó la desconocida cuando él hubo acabado de hablar–, mal se acomoda a un hombre de tu discreción afligirse por todo eso. Has despertado
a un cadáver del sueño de la sepultura, y has descubierto... lo que era de prever: que los muertos no simpatizan con la vida. Y ahora ¿qué? No quieres
cometer ese error por segunda vez. Sin embargo, has matado al ser al que habías llamado de nuevo a la vida; aunque lo has hecho sólo en apariencia: no
podías quitarle la vida propiamente, puesto que ninguna tenía. Además, has perdido una esposa y dos hijos; aunque, a tus años, tal pérdida puede repararse
fácilmente. Hay bellezas que de grado compartirían tu lecho y te harían padre otra vez. Pero temes la cuenta después: ir, abrir las sepulturas y preguntar
a los durmientes si eso los turbará.
Y así, la desconocida lo exhortaba a menudo a que se alegrase, de manera que, en breve tiempo, su tristeza había desaparecido por completo. Entonces se
arriesgó Walter a declararle la pasión que le había inspirado, y ella no le negó su mano. Siete días más tarde, se celebraron las nupcias, y los mismos
cimientos del castillo parecieron estremecerse con el tumulto del festín. El vino corría en abundancia; las copas circulaban sin cesar; el desenfreno alcanzaba
los últimos extremos, en tanto estallaban sonoras risotadas, rayanas en la locura, entre el séquito numeroso de la desconocida. Por último Walter, enardecido
por el vino y el amor, llevó a su desposada a la cámara nupcial. Pero, ¡horror!, apenas la tuvo en sus brazos, la vio transformarse en una serpiente monstruosa
que le abrazó con sus anillos horribles, y le estrujó hasta hacerle morir. El fuego comenzó a crepitar en todos los rincones de la alcoba. Pocos minutos
después, las llamas envolvieron el castillo, y lo consumieron enteramente. Y mientras los muros se derrumbaban con estrépito tremendo, una voz exclamó
muy alto: «¡No despertéis a los muertos!».
 
 
No Despertéis a los Muertos.
Johann Ludwig Tieck