Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Prisionero de los abismos de coral.

Encontré el caracol al bajar la marea; estaba en el fondo de una
concavidad pétrea, cerca de la cueva, y la inmensa madreperla brillaba a
través del agua clara como una joya de Fabergé. Durante la tormenta me
había refugiado en la boca de la cueva, mirando las olas grises que se
lanzaban hacia mí como saurios exhaustos, y allí estaba el caracol, a
mis pies, casi como un símbolo del llanto oceánico. La tormenta
retumbaba todavía a lo lejos, por encima de los acantilados, y yo no
estaba muy convencido de dejar la cueva. Había caminado toda la mañana
por ese desierto trecho de la costa de Dorset. Había entrado en una
serie de bahías cerradas de las que no salía ningún sendero que
permitiese subir a los acantilados. La violencia oceánica provocaba
continuos desmoronamientos de rocas, que conmovían los farallones de
piedra caliza, y las playas estaban cubiertas de inmensas piedras
carcomidas. Era casi seguro que habría nuevos derrumbes después de la
tormenta. Salí con cautela del refugio, y miré hacia los altos
acantilados. Ni siquiera las gaviotas que giraban allá arriba gritando
parecían muy interesadas en esas inseguras cornisas.
A mis pies estaba el caracol, magnificado tal vez por la lente del agua.
Tenía por lo menos treinta centímetros de diámetro, y la caparazón
acanalada terminaba en cinco enormes puntas. Un gasterópodo fósil que
había tomado sol en los cálidos mares del período Cámbrico hacía
quinientos millones de años, y que probablemente había sido arrancado
por las olas de uno de los cantos rodados. Impresionado por su tamaño,
decidí llevarlo a casa para regalárselo a mi mujer como recuerdo de las
vacaciones: necesitado de un radical cambio de ambiente luego de un
período de trabajo sin precedentes en el colegio, me habían mandado una
semana a la costa.
Con sorpresa, descubrí que era observado por una solitaria figura, de
pie en el borde de piedra caliza, a veinte metros de distancia: una
mujer alta, de pelo negro y túnica azul marino que le llegaba a los
pies. Estaba inmóvil entre las rocas, como una visión prerrafaelista de
la Madona de algún primitivo pueblo de pescadores, y me miraba con ojos
contemplativos velados por las nubes de espuma. El pelo negro, partido
al medio desde el centro de una frente chata, le caía como un chal hasta
los hombros y le rodeaba el rostro sereno pero algo melancólico.
La miré en silencio, y luego hice un ademán tentativo con el caracol.
Los abruptos acantilados y la inmensidad del cielo y del océano parecían
envolvernos y aislarnos en una sensación de absoluta lejanía, como si la
playa rocosa y nuestro encuentro casual hubiesen sido trasladados a las
sombrías costas de Tierra del Fuego, en los confines del mundo.
Contra los húmedos acantilados, esa túnica azul fosforecía con
vibraciones casi espectrales, sólo comparables al brillante nácar del
caracol que yo tenía en las manos. Supuse que la mujer viviría en alguna
casa solitaria en la cima de los acantilados —la tormenta había
terminado hacía sólo diez minutos, y no se veía ningún otro refugio—, y
que entre las fisuras de la piedra caliza correría algún oculto sendero.
Subí a la piedra donde estaba la mujer y eché a andar hacia ella. Había
tomado esas vacaciones con el fin específico de huir de las demás
personas, pero luego de la tormenta y de ese paseo por la costa
abandonada sentía una cierta alegría de poder hablar con alguien. Aunque
mi sonrisa no obtuvo ninguna respuesta, parecía que los ojos oscuros de
la mujer me observaran sin hostilidad, como si estuviera esperando a que
yo me acercase.
A nuestros pies siseaba el mar, y las olas se retorcían como serpientes
entre las rocas.
—La tormenta fue de veras sorpresiva —comenté—. Conseguí refugiarme en
la cueva — señalé el acantilado que concluía a setenta metros de altura,
sobre nuestras cabezas.— Supongo que tendrá una magnífica vista al mar.
¿Vive allá arriba?
La piel de la mujer era de nácares antiguos.
—Vivo junto al mar —dijo. Había un timbre curiosamente profundo en esa
voz, que parecía venir del fondo del agua.
Era por lo menos quince centímetros más alta que yo, que no soy de
ningún modo un hombre de corta estatura—.
- Tiene un caracol muy bonito —observó.
Lo sopesé en una mano.
—Imponente, ¿verdad? Es un fósil quizá mucho más viejo que esta piedra
caliza. Tal vez se lo regale a mi mujer, aunque merecería estar en el
Museo de Historia Natural.
— ¿Por qué no lo deja en la playa, que es su sitio natural? —dijo—. El
océano es su hogar.
—Pero no éste océano —repliqué—. Los océanos cámbricos donde nadó este
caracol, desaparecieron hace millones de años. —Le despegué unos hilos
de algas adheridas a una de las puntas y los arrojé a' aire. — No sé por
qué, pero me fascinan los fósiles: son cápsulas de tiempo; si pudiésemos
desenroscar esta espiral, probablemente nos mostraría imágenes de todos
los países que ha visto: los grandes océanos del Carbonífero, los
cálidos mares del Triá...
— ¿Le gustaría volver a esas eras? —En la voz de la mujer había un dejo
de curiosidad, como si mis comentarios la hubiesen intrigado.— ¿Las
preferiría a esta época?
—No creo. Supongo que no es más que la nostalgia de la propia memoria.
Quizá comprenda a qué me refiero: el mar es como la memoria. Todo lo que
hay en él, por muy perdido u olvidado que esté, existe para siempre...
—Los labios de la mujer se movieron esbozando una aparente sonrisa. — ¿O
le resulta extraña la idea?
—No, de ninguna manera.
Me miraba pensativa. Aquella túnica estaba tejida con brillantes hebras
de plata azulada, que recordaban las duras y brillantes escamas de un
pez oceánico.
Volvió los ojos hacia el mar. Había empezado a subir la marea, y la
concavidad donde encontrara el caracol estaba casi cubierta de agua. Las
primeras olas golpeaban la boca de la cueva, y pronto rodearían el sitio
donde estábamos.
Miré por encima del hombro, hacia el acantilado, buscando vestigios del
sendero.
—Vuelve a ponerse turbulento —dije—. El Atlántico tiene bastante mal
carácter, y además es impredecible... como corresponde a un mar antiguo.
En otro tiempo fue parte de un gran océano llamado...
—Poseidón.
Me volví para mirarla.
— ¿Lo sabía?
—Naturalmente —Me examinó con tolerancia. — Usted es maestro. ¿Y eso es
lo que les enseña a los alumnos? ¿Que recuerden el mar y vuelvan al pasado?
Me reí de mi mismo, divertido por la certera observación de la mujer.
—Lo siento. Uno de los peligros de nuestra profesión es que nunca
podemos resistir la tentación de divulgar conocimientos.
— ¿La memoria y el mar? —Meneó la cabeza. — Eso es magia, no
conocimientos. Hábleme del caracol.
El agua subía hacia nosotros entre las rocas. A mi izquierda, un
gigantesco arrecife de pilares caídos llevaba a la seguridad de la parte
alta de la playa. No sabía muy bien si irme o no; el ascenso por la cara
del acantilado, aunque el sendero fuese bien definido, significaría por
lo menos media hora, sobre todo si tenía que ayudar a mi compañera. Al
parecer indiferente al océano, ella miraba las olas que se retorcían a
nuestros pies como reptiles en un nido. La sensación, alrededor, era que
los grandes acantilados se iban hundiendo en el agua.
—Quizá lo más acertado sea que deje hablar al caracol por sí mismo —le
respondí.
Mi mujer era menos tolerante con esa tendencia mía a aburrir a los
demás. Llevé el caracol a la oreja y escuché la susurrante trompa.
La hélice reflejaba el siseo de las olas, y los contornos del caracol
magnificaban de algún modo los sonidos, que reverberaban con ese
murmullo más secreto de las aguas profundas. A mi alrededor el agua
rompía y saltaba entre las rocas con rítmicos rugidos y suspiros, pero
del caracol brotaba una extraordinaria confusión de sonidos, y tuve la
sensación de que yo no sólo escuchaba las olas de la orilla, allí abajo,
sino un inmenso océano que lamía todas las playas del mundo. Oía el
bramido y el silbido de las olas gigantescas, el canto de la grava
arrastrada por corrientes
submarinas, tormentas y vientos, huracanados que hacían girar y hervir
las aguas. Luego, de pronto, hubo un aparente cambio de escena, y oí la
serena cadencia de un mar diferente, una delgada laguna cubierta de
vapores a través de cuya superficie asomaban inmensos helechos, donde
unos leviatanes
sumergidos a medias, como bancos de arena, haraganeaban bajo un sol
benigno...
Mi compañera me miraba alzando la cara para recibir la espuma que
saltaba de las rocas.
— ¿Oyó el mar?
Apreté el caracol contra la oreja. Volví a oír los sonidos de antiguos
mares; esta vez era una inmensa tormenta, una titánica lucha contra los
istmos de un continente que se hundía. Oí cómo crecían los saurios
gigantescos, los gritos de pájaros reptiles que caían en picada sobre
las presas desde altos acantilados, moviendo desmañadamente las alas.
Asombrado, apreté el caparazón entre las manos, y tuve la sensación de
que las duras puntas calcáreas eran las llaves que podrían liberar el
secreto guardado en el caracol.
La mujer continuaba mirándome. Por algún extraño capricho de aquella luz
crepuscular, su estatura parecía haber aumentado, y ahora mi cabeza
apenas le llegaba a los hombros.
—No... oigo nada —dije, perplejo.
— ¡Escuche! —me pidió—. Ese caracol ha oído los mares de todos los
tiempos, cada ola ha dejado en él un eco.
La primera lengua de espuma me corrió sobre los pies, mojándome las
secas tiras de las sandalias. Un arrecife de piedras, cada vez más
estrecho, llevaba todavía a la playa. La cueva había desaparecido, y
vomitaba bocanadas de burbujas durante los breves retrocesos de las olas.
Señalé el acantilado.
— ¿Hay algún sendero? ¿Algún camino que lleve al mar?
— ¿Al mar? ¡Por supuesto! —El viento le alzó la cola de la túnica, y le
vi los pies descalzos, los dedos envueltos en algas.— ¡Ahora escuche el
caracol! El mar está despertando para usted.
Alcé el caracol con las dos manos. Esta vez cerré los ojos, y mientras
los sonidos de antiguos vientos y océanos reverberaban en mis oídos vi
una imagen repentina de la solitaria bahía millones de años atrás. Al
cielo subían altos farallones de esquisto, y por las bastas playas se
movían reptiles inmensos que aullaban a los grotescos peces acorazados
que los embestían desde el agua. El horizonte era un anillo de conos
volcánicos que teñían el cielo desde bocas rojizas.
— ¿Qué oye? —Me preguntó mi compañera, insistente—. ¿El mar y el viento?
—No oigo nada —dije, con voz ronca—. Sólo un susurro.
El sonido brotaba de la boca del caracol; los ásperos rugidos de los
saurios competían con el mar. Entonces, por encima de esa babel, oí otro
sonido, un delgado grito que parecía venir de la cueva donde yo me había
refugiado.
Busqué la imagen en la mente y vi la boca de la cueva en el acantilado,
por encima de las cabezas de los atareados reptiles.
— ¡Espere!
Aparté con un ademán a la mujer, sin prestar atención a las olas que me
corrían entre los pies. Cuando se retiró el mar apreté contra la oreja
la caparazón y volví a oír el débil grito humano, la agobiada súplica...
— ¿Oye ahora el mar?
La mujer tendió la mano para sacarme el caracol.
Lo sostuve con firmeza y grité sobre las olas:
— ¡Pero no es este mar! ¡Dios mío, oí los gritos de un hombre!
Vaciló un instante, sin saber cómo tomar esas inesperadas palabras.
— ¿Un hombre? ¿Quién? ¡Dígame! ¡Déme el caracol! ¡No era más que un
marinero ahogado!
Le volví a arrebatar el caracol. Todavía se escuchaba la voz, apagada
de vez en cuando por los rugidos de los reptiles. Sí, un marinero, pero
un marinero del distante futuro, abandonado hacía millones de años en
esa cueva a la orilla de un océano triásico, protegido por esa extraña
náyade de los abismos que también ahora me guiaba a mí hacia las olas.
La mujer había caminado hasta el borde de la roca, y las hebras del
pelo, desordenadas por el viento, le brillaban contra la cara Con una
mano me pidió que me acercase.
Por última vez llevé el caracol al oído, y por última vez oí aquel débil
y quejumbroso grito, perdido en el torbellino.
— ¡S-o-c-o-r-r-o!
Cerré los ojos, y dejé que la imagen de la antigua playa me inundase la
mente, y por un fugaz instante vi un rostro pequeño y pálido que miraba
desde la boca de la cueva. ¿Habría ese hombre —quienquiera que fuese-
perdido toda esperanza de volver a su propio tiempo, y buscado entonces
un hermoso caracol que arrojó al mar con la esperanza de que alguien
oyese su voz y regresase a salvarlo?
— ¡Vamos! ¡Es hora de marcharnos!
Aunque estaba a cuatro metro de distancia, las manos tendidas casi
parecían tocarme. El agua le corría alrededor de la túnica, y dibujaba
con ella extrañas figuras líquidas. Me miraba con la cara de algún
monstruoso pez.
— ¡No!
Con furia repentina me aparté de ella, di media vuelta y arrojé lejos el
caracol, a las aguas profundas, fuera del alcance de la mujer. Cuando
desapareció entre las fuertes olas oí los roces de unas pesadas túnicas,
casi como un batir de alas membranosas.
La mujer había desaparecido. Salté con rapidez a la primera piedra del
arrecife, me deslicé al delgado borde del agua, entre dos olas, y luego
trepé hasta un sitio seguro. No miré hacia atrás hasta que llegué a la
protección de los acantilados.
Desde el borde de roca donde había estado la mujer un enorme lagarto me
miraba con ojos inexpresivos.

Título original: Prisoner of the Coral Deei © 1965 by New Wcrlds SF
Traducción de Marcial Souto

Cuento tomado de la revista “El Péndulo”, Nro. 1 Septiembre de 1979,
págs. 58 a 61.
Nota de quien lo aportó:
Disfrútenlo. Hace muchos años, allá por los 80, practicando uno de mis
deportes favoritos, (recorrer librerías de viejo, que eran innumerables
por Corrientes entre Callao y la 9 de Julio), encontré una revista de
Ciencia Ficción y Fantasía. Se llamaba "El Péndulo" y era todo un
hallazgo. En ella leí un cuento que valía por si solo TODA la revista.
Con los años, la impresión que sentí la primera vez que lo leí no ha
decrecido. No solo por el tema relatado, además por como lo cuenta, la
tensión sostenida del relato, la elección de las palabras para cada
diálogo, la combinación de realismo con fantasía en perfectas dosis.
Busqué en los pocos libros de cuentos que tengo de este autor y no
figura. Tampoco lo encontré en la red. En el mensaje frustrado mandaba
junto un comentario de Pablo Capanna que ahora va por separado.
Sinué