Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Para barrabasadas.

IX -
Para barrabasadas...
¡Cuánta serenata y qué golpear de puertas! Pago Chico está «desatado» y
mientras en el club los patricios hacen destapar mucho vino espumante y
un poco de champaña, entre risas, dicharachos y brindis, de las
trastiendas de los almacenes y de los despachos de bebidas salen cantos
broncos y desafinados en que se distingue algún «te l'o detto tante
volte»... o acompasadas y estrepitosas vociferaciones de «morra», como
martillazos secos, o la algarabía de alguna disputa nacida entre oleadas
de carlón.
Por las calles vagan grupos de obreros con acordeón y guitarra, y de
jóvenes calaveras, al uso pagochiquense, que repican los Hamadores, se
cuelgan de las campanillas, hacen ronga-catonga alrededor de algún
infeliz que se retira tropezando, medio chispo, y producen tal alboroto
que parecen legión cuando son apenas un puñado.
Éstos se divierten apedreando las ventanas del Juez de Paz -sabiéndolo,
en el Club- guarecidos tras de la tapia de un terreno baldío; aquéllos
han atado un tarro de petróleo a la cola del perro de Silvestre, y allá
va el pobre animal como una exhalación hasta el confín del pueblo,
despertando a las supersticiosas comadres de los ranchos que se
santiguan aterradas; los de más allá, inspirados por el hijo de
Bermúdez, mozo «diablo» cuya viveza es legendaria, han puesto en
práctica la genial idea de descolgar el letrero de Madama Chomblant, la
partera -cuadro que representa una mujer de palo, vestida de hojalata,
sacando un feto rojo de un rábano recortado en forma de rosa-, y
colgarlo en la puerta del cura, que echará pestes sin saber a quién debe
tal bromazo.
Al Club del Progreso, con motivo de tan magna fiesta, han acudido tirios
y troyanos a pesar de las terribles disenciones. Hay armisticio, y el
mismo comisario Barraba se ha dignado hacer acto de presencia -muy
campechano- y codearse breves momentos con la oposición.
El Club está momentáneamente en poder de los opositores. El caso es que
las cuestiones políticas le hicieron mucho daño, y la división estuvo a
punto de provocar su clausura, porque nadie pagaba la cuota mensual
-sobre todo entre los oficialistas, vulgo «carneros»-, y la falta de
fondos no ha permitido dar una tertulia, como en años anteriores...
Esto no puede impedir, sin embargo, que la gente se divierta.
En efecto, apenas dan las doce campanadas, saludadas con sendas copas de
vino (muchos no pueden realizar la proeza, por falta de estómago o por
falta de cobres), y apenas el licor empieza su marcha ascendente, hacia
las alturas del cráneo, Mussio se sienta al piano y la emprende con un
vals saltado que pone en movimiento a los más jaranistas y bailarines.
No hay mujeres, naturalmente.
-¡Pan con pan comida de bobos! -exclama con sarcasmo Viera, el director
de «La Pampa».
Pero después de un par de brindis suplementarios, él también se enlaza
con Silvestre, y es de ver a los dos, dando vueltas vertiginosas y
llevándose por delante los muebles enfundados del salón, las sillas, el
piano, los consocios mismos.
El piano chilla, ladra, maúlla, se queja; saltan como pistoletazos los
tapones del vino espumante; un espectador lleva atronadoramente el
compás con los pies, el bastón, las patas de la silla, otro tararea el
vals a destiempo; el de más allá reclama un poco de silencio para lanzar
un brindis de circunstancias; los jugadores de billar se asoman a la
puerta que comunica con la sala de juego, risueños y enrojecidos, con el
taco en la mano; los mozos y el capataz corren de un lado a otro, y en
las ventanas de la calle aparece «vichando» con curiosidad y estupor,
algún transeúnte retardado a quien sorprende aquella inusitada barahúnda
y que mañana desprestigiará a «todo lo mejor de Pago Chico», entregado
así a la más escandalosa y abyecta orgía.
El de los brindis llega por fin a hacerse escuchar, y apenas concluye
sus votos de prosperidad, dicha y bienandanza con un «año nuevo vida
nueva», lleno de modernismo, estalla la más formidable cencerrada que
orejas pagochiquenses hayan oído jamás. El orador, mohíno, se desliza
hacia el «buffet» para reponerse del mal rato, mientras los demás
continúan cacareando, ladrando, maullando, rebuznando o echando los
pulmones en alguna otra forma original.
En esto, como si la empujara el pampero en persona, ábrese de par en par
la puerta del Club y entra desalado el oficial de policía Benito
Mendoza, produciendo en los presentes, hasta en los más entusiasmados,
la impresión acongojada de que acaba de ocurrir algo muy grave, alguna
desgracia, algún cataclismo...
Como por encanto reina en el Club entero un silencio pavoroso.
-¡Señor comisario! -dice el oficial en voz baja, acercándose a Barraba-:
El río Chico está desbordándose y amenaza inundar el pueblo.
¿Qué se hace?
Barraba ahoga una interjección de las suyas, parece meditar un segundo,
y luego grita, perentoriamente y con voz de trueno, como un general que
toma disposiciones en el momento decisivo de la batalla:
-¡Arme el piquete! ¡Vaya a paso de trote! ¡Mándeme el caballo! ¡Yo voy
en seguida!
El silencio se hizo tan solemne y trágico, que todos se volvieron
indignados hacia Silvestre que había oído y se sonaba ruidosamente las
narices para no estallar en una carcajada.
-¡Revolución!
-¡Ataque a la comisaría!
-¡Invasión!
No se escuchaba otra cosa cuando los concurrentes comenzaron a animarse,
una vez fuera el misterioso Barraba.
El boticario les dio la clave del enigma, pero no consiguió desarrugar
los ceños. ¡Una inundación! ¡Canario!...
Sólo al día siguiente, cuando se vio que el Chico no salía de madre ni
pensaba tal cosa, por la escasez de recursos que lo mantenía sometido a
la familia, con agua apenas para regar las quintas de los prohombres
oficiales, estalló del uno al otro extremo del Pago la homérica
carcajada que Silvestre atajó la noche antes con el pañuelo.
El comisario había inaugurado bien el año nuevo, y por eso sigue
diciéndose en nuestra tierra:
-¡Para barrabasadas, Barraba!.