Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

El eclipse.

El eclipse" de Augusto Monterroso
Cuando Fray Bartolomé Arrazol se sintió perdido, aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala
lo había apresado,
implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí sin ninguna esperanza, aislado,
con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de Los Abrojos, donde Carlos Quinto
condescendiera
 una vez a bajar de su
eminencia
 para decirle que confiaba en
el celo
 religioso de su labor
redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro
impasible
 que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como
el lecho
 en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país
le habían conferido
 un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces
floreció
 en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su
arduo conocimiento
 de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total del sol. Y dispuso, en lo más íntimo,
valerse de
 aquel conocimiento para
engañar
 a sus opresores y salvar la vida.
-Si me matáis-les dijo-, -puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.-
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió
la incredulidad
 en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, esperó confiado, no sin cierto
desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola
chorreaba
 su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la
opaca
 luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se
producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya
habían previsto
 y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.