Texto publicado por Jaime Nelson Arboleda Barrera

Cuentos y leyendas: El run auturunko.

El runa uturunko.

Dicen que una vez, en unas soledades allá por la sierra de ancasti,
vivía una pareja joven con sus hijitos. Juan, el hombre, y María, la
mujer, se ganaban la vida como podían, trabajando mucho. Sembraban una
chacrita con maíz, cebollas y zapallos, y criaban animales: unas pocas
vaquitas, algunas ovejas que le daban lana a la señora para hilar y
tejer, unas cuantas cabras y unas gallinas ponedoras cerca de la casa.
Con eso comían, y cuando vendían un chivito o un cordero, conseguían
algunos pesos para comprar otras cosas que les hacían falta, como yerba,
azúcar, hilo de coser y poca ropa.
Justamente un día de esos en que andaban con un poco de plata, el marido
montó a caballo a la mañana temprano y se fue de compras al almacén del
pueblo que les quedaba más cerca. “Cerca” es una manera de decir, porque
estaba como a tres horas de camino.
Al rato de irse Juan, María salió de la casa para lavar una camisa en el
patio y se pegó un susto que le hizo dar un grito y soltar lo que
llevaba en la mano.
Parado casi junto a la casa, inmóvil, estaba un hombre al que nunca
había visto. Era alto, fornido y de cara rara, con la nariz chata, los
pómulos muy salidos, los ojos amarillentos y un bigote de pocos pelos,
pero largos y duros, como si fueran de gato.
–No se alarme, doña –dijo el desconocido–. He venido nada más que a
pedir un poco de agua para tomar y me voy enseguidita.
–¡Ay, perdone, es que no lo oí llegar! ¿Vino a pie? Esto queda lejos de
cualquier parte...
–Sí, estamos lejos de todo... y no, no ando a caballo ni en mula. Esos
animales no me quieren, ¡je, je!, aunque a mí me gustan, ¡no se imagina
cuánto! Pero yo nunca me canso de caminar –le explicó el otro.
–¡Y qué silencioso es! ¡Si ni el perro lo ha escuchado acercarse!
Y entonces vio al perro de la casa, que era siempre tan ladrador y
guardián, y ahora estaba acurrucado en un rincón del patio, con la cola
entre las patas y temblando como un cachorrito con miedo.
–Va a ser mejor que le traiga el agua –dijo la mujer, bastante
preocupada, y se metió en el rancho.
Volvió a salir con un vaso lleno y se lo dio a la visita, que lo tomó
despacio y cuando acabó se pasó la lengua por los bigotes.
–Muchas gracias, doña. y disculpe si la he asustado.
¡Adiós!
A ella le remordió la conciencia. “Estuve guaranga con este pobre
hombre. ¡así no se atiende a un forastero, que anda viajando de a pie!”,
pensó.
–¡Espere! –le gritó–. ¿no quiere comer algo?
–No, doña, lo que me ofrezca no me alcanzaría. Gracias igual. yo me sé
arreglar solo –y se fue caminando.
A la tarde apareció de vuelta el marido con las compras y ella le contó
lo que había pasado.
–¿De dónde vendría? ¿no te dijo? ¿Y adónde irá?
–No sé. Estuvo un momento nomás y se fue.
–¿Y a este qué le pasa? –preguntó Juan, mirando al perro. ya no estaba
acurrucado, pero caminaba de un lado al otro por el patio, medio
agachado y con los pelos del lomo bien erizados.
–Se quedó asustado de la visita.
El hombre se encogió de hombros y no hablaron más del asunto.
A la noche oyeron a lo lejos unos mugidos desesperados.
–Ahora ya no hay luz –dijo Juan–, pero mañana temprano voy a ver qué pasa.

El ataque del yaguareté.
Con el primer brillo del amanecer montó a caballo, se fue para el lugar
de donde habían venido los bramidos y al rato encontró a una de sus
vacas lecheras, muerta. Estaba muy destrozada y se veía que le habían
sacado unos pedazos enormes de carne. Para colmo, cuando reconoció al
animal, se dio cuenta de que faltaba el ternero que nunca se le
separaba. así que hizo trotar al caballo y, mirando bien el suelo, fue
siguiendo un rastro que se le perdía a cada rato entre el pedregal y lo
hacía detenerse para buscarlo.
Cuando el Sol ya estaba alto, fue llegando a un cerro medio pelado y
empezó a subirlo por un caminito angosto.
De pronto, de arriba de una peña, algo grande le saltó encima, lo hizo
caer del caballo y desbarrancarse dando vueltas entre una lluvia de
piedras que rebotaban. Cuando acabó la rodada, lleno de rasguños y
mareado, miró para arriba y vio qué lo había atacado: era un yaguareté
grandote, que ahora estaba entretenido despachando al pobre caballo.
El pobre Juan no podía hacer más que escaparse, así que empezó a correr
para esconderse en un montecito. de reojo y por encima del hombro, vio
que la fiera estaba bajando a saltos por el mismo lugar por donde él se
había caído. Corrió más rápido y llegó, con la lengua afuera y el
corazón saltándole en el pecho, a los primeros árboles.
Enseguida eligió el que le pareció mejor y se trepó hasta las primeras
ramas. ahí se hizo un ovillo y se quedó quieto. Enseguida vio cómo el
animal se metía despacio entre los árboles, bien agazapado. lo buscaba,
moviendo los ojos para todos lados y olfateando el aire. al fin, lo
encontró.
El yaguareté corrió hasta el árbol donde estaba el hombre y empezó a
subir, prendiéndose con las garras al tronco. Pero cuando llegó a las
ramas, se le complicó todo, porque no tenía mucho lugar para hacer pasar
su corpachón y además Juan se empezó a defender como podía: le taloneaba
las patas, lo pinchaba con un palo largo y le tiraba tronquitos. así que
de un salto se tiró al suelo. tenía la nariz lastimada, con un rasguño
largo.
Estuvo un rato dando vueltas al árbol y después hizo la prueba de
sacudir el tronco para ver si el hombre se caía, pero estaba bien
agarrado. dio unos rugidos de furia y se echó de panza al suelo,
mirándolo fijo desde abajo, mientras movía la cola de impaciencia. El
otro, claro, no se movía de donde estaba. Fue cayendo la tarde, después
se hizo de noche y los dos seguían firmes, cada uno en su lugar.
Cuando ya estaba clareando, el hombre oyó que la fiera bufaba y decía
con una voz bien clara:
–No hay nada que hacer, mejor no pierdo más tiempo con este tipo. al fin
de cuentas, comida no me falta; primero fue la vaca, que estaba gorda y
tierna, y me quedan el ternero y, por si fuera poco, el caballo. ¡Para
darme una panzada!
Se paró, estiró las patas de adelante para desperezarse, se dio vuelta y
se fue caminando pachorriento, bamboleando el cuerpo.
–¿Qué misterio es este? –se dijo Juan entre las ramas–. ¡tengo que
averiguar!
Bajó, esperó un rato para que el yaguareté se alejara y volvió a la
casa. llegó al mediodía, tranquilizó a la esposa y a los chicos, que
estaban asustadísimos al ver que tardaba tanto, comió –porque hacía más
de un día que no probaba bocado– y se acostó, porque estaba rendido.
durmió de un tirón hasta el otro día.

Unos cueros peludos.
Se despertó a la mañana, y después de tomar unos mates, ensilló el
caballo, agarró el lazo y al trote corto enfiló para el cerro aquel.
Cuando llegó, empezó a mirar si había huellas de la fiera que hablaba.
al rato las encontró y las siguió. así fue dando vueltas por el cerro
hasta que las pisadas lo llevaron a una cueva. adentro había silencio y
se veía el resplandor de un fogón encendido en el suelo.
Juan se bajó del caballo, entró con cuidado y entonces descubrió que,
tirado en el suelo boca arriba y con los brazos abiertos, profundamente
dormido junto a varios huesos mordisqueados de animales, había un hombre
corpulento, de pómulos muy salidos y un bigote de pocos pelos, pero
largos y duros, como si fueran de gato. tenía la nariz chata y con un
rasguño.
–¿Qué estarás haciendo acá vos? –murmuró Juan y se metió en la cueva,
con el lazo en la mano.
En ese momento, vio que algo se removía en un rincón. Era un revoltijo
de cueros amarillos con manchas negras, ¡cueros de yaguareté!, que
empezaron a arrastrarse para llegar hasta el que dormía. Juan no avanzó
más, sorprendido.
El primer cuero que alcanzó al hombre en el piso, le enrolló una punta
en el pie y empezó a sacudirlo, pero no pudo despertarlo. El segundo le
zamarreó un brazo, pero nada. El otro le dio sopapos con una punta en la
cara, pero no había nada que hacer. Roncaba despacito y no abría los
ojos. Entonces los tres cueros se dieron vuelta y se fueron acercando a
Juan, siempre arrastrándose. Rápido, él agarró de una punta al que tenía
más cerca y lo revoleó hasta el fogón; en ese mismo momento ardió,
retorciéndose y largando un humo amarillento con mucho olor a pelo
quemado. En el suelo, el hombre abrió y cerró las manos tres veces. Juan
vio que tenía las uñas muy largas.
Los otros dos cueros se separaron, pero siguieron acercándose a Juan;
estaba claro que lo querían agarrar uno de cada lado. de repente, le
saltaron encima, pero él se apartó mientras con el lazo enrollado le
daba a uno un golpe que lo hizo volar hasta el fondo de la cueva. El
otro le cayó a los pies, Juan lo agarró por lo que sería el lomo y lo
tiró al fogón. Igual que el primero, este ardió enseguida. Entre la
humareda, Juan vio que el hombre del suelo fruncía la cara y encogía las
piernas.
Entonces el cuero que quedaba se enrolló y se le fue encima rodando por
el piso. Él se mantuvo sereno y lo hizo retroceder a lazazo limpio,
hasta que lo tiró también al fuego y se quemó en un instante.
En ese momento, el hombre del suelo pegó un rugido y se paró de un salto.
–¡Qué has hecho! –gritó y se le echó encima, tirándole uñadas furiosas.
Juan no se acobardó. lo esquivó como pudo y de un brinco llegó junto
al fogón. de ahí sacó una rama encendida y, un poco con esta arma y otro
poco revoleando el lazo, lo mantuvo a raya mientras los dos daban
vueltas por la cueva sin sacarse los ojos de encima.

El secreto del runa uturunko.
Al fin, Juan vio en el suelo un pedacito de cuero chamuscado; lo pateó
a las brasas del fogón y entonces el otro hombre se sacudió como con un
chucho de frío, dio un bufido y salió corriendo. Juan se quedó un rato
sentado afuera de la cueva, para tranquilizarse. después buscó al
caballo, lo montó y se fue para la casa. En el camino, vio a un viejo
que venía en mula, con unas alforjas de lana bien panzonas. Cuando se
acercó, reconoció a don toribio, el vendedor de yuyos para curar, muy
sabedor de los secretos de los cerros y de tantas otras cosas que mucha
gente no conoce.
–¿De dónde venís, m´hijo? –le preguntó. y Juan le contó la historia.
Esos tienen el poder de revolcarse encima de unos cueros mágicos hasta
que se les van pegando y así se convierten en fieras por un tiempo.
Hacen daños a los animales y a las personas, después se duermen como
desmayados, se les sueltan los cueros y vuelven a tener pinta de gente.
–¿Y cuando se quedan sin los cueros?
–Y, ¿qué van a hacer, m´hijito? no les queda más remedio: ¡buscan otros!
Pero no te preocupés, que no abundan, así que a ese que vos peleaste le
va a llevar bastante tiempo conseguirlos.
Por las dudas, te voy a recomendar unos yuyos que espantan a los runas
uturunkos –dijo bajando de la mula y revolviendo en la alforja–; por acá
tengo bastantes y te los voy a dejar baratos, Juancito, ¡por ser vos!