Texto publicado por Gabo

LA PUERTA SECRETA

Alfredo, hombrecillo de baja estatura de tez negruzca requemada por el sol, desempeñaba en la escuela 2001 el oficio digno de un magnífico portero. ¡Era sencillito y servicial!, en sus ojos negros, de vez en cuanto se veían correr unas cuantas lagrimillas de cocodrilo; ¡eso decían los niños, a mí me parece haberlos escuchado!, chiquillos inquietos y temerosos.
¡Quien pasa al pizarrón!, gritaba Chepe el maestro del quinto año de educación básica.
Había trabajado tanto tiempo al servicio de la escuela, que ahora parecía uno más de los jocosos infantes que acudían rapidísimos a recibir parte del refrigerio otorgado por la institución, ¡y por qué no también a aprender!.
¡En dónde estás Alfredo!, gritaba a los cuatro vientos Juanito, el hijo de un anciano zapatero de pueblo. ¡Dónde estás Alfredo, que he olvidado en clase mi mochilita color marrón!.
Al cabo de 1, 2, 3, horas, Alfredo, de traje límpido, y gracioso calzado apareció sobre el soportal de la escuela y preguntó:
¿Qué hacéis aquí Juanito, por qué lloras sin razón?
¡Con razón lloro hombrecito porterillo, con gran pena lloro yo, he dejado mi bolsito en clase, y grito, a grito, he perdido mi tremendo vozarrón!, ¿por qué has retardado mi llanto y con zapatazos adornáis tus pequeñuelos pies? Se mofó Juan y comenzó a reír.
¿Es que acaso de payaso, pensáis que calzo yo? Lo reprendió Alfredo, mientras movía la cabeza de arriba abajo como tratando de dar cabezazos al suelo.
¡No, querido Alfredo!, dijo el niño, secándose con el borde de la manguita del saco azul que formaba parte del uniforme tres días a la semana. ¡Solo observo el cordoncillo con que atáis los zapatazos que cubren vuestros pies, y hago alarde de ser hijo de buen zapatero, al decir, que mañana mismo a mi padre le diré, que con cuerillo de textura fina y plantilla de grueso caucho, te fabrique zapatos nuevos que sean pequeñuelos, y buenos para que a trotecillo acudas a responder al llamado de los niños olvidadizos como yo, y nos ayudes a problemas resolver!.
¡De ser así mi muchachote, agradezco por la propuesta que me aséis; no me vendría andar descalzo, y es por ello que uso lo que veis!, zapatos grandes y de gran trazo, aunque se humille este pobrecillo pié.
Dicho esto, tomó el portero a Juan por el bracito delgado y enjuto de carnes; lo guió hasta franquear la puerta del viejo salón.
¡Aquí no veo ninguna mochila!, dijo a voz de hombre grandote el portero a Juan que parado en el portal lo esperaba.
¿Dónde la has dejado chiquilín bondadoso que no la veo yo? ¡La he dejado en el pupitre, frente al mismo pizarrón, donde escribe con blanquísima tiza el maestro Chepetón!.
Un sonido puso en alerta tanto al niño como a Alfredo, que con andar pausado buscaba la mochila color marrón que Juan olvidara en el salón.
Unas risillas de ensueño y voces de enanitos invadían la clase; unas venían desde los cajones cerrados del escritorio, otras desde el marco de las ventanas, e incluso del lugar en que el maestro Chepe solía guardar las tizas.
¿Quién anda ahí? Preguntó con rroncaza voz Alfredo.
¡ijajá, ijujú! Continuaban las risotadas de los enanos.
Alfredo encolerizado levantó la vieja escoba que le servía como herramienta de trabajo, y sin mostrar sensibilidad alguna, empezó a propinar grandes golpetazos sobre la cubierta del escritorio.
¡bum, bun, catapán!, retumbaban los fuertes golpes en el salón, mientras Juan asustado miraba en todas direcciones.
De pronto, sobre el marco de la renegrida ventana, alcanzó a divisar, un sinnúmero de manchas rojizas que correteaban como si fueran un grupo de insectos tratando de escapar a un insecticida.
¡vasta Alfredo, que ya he descubierto los monstruos insensatos que con sus risitas burlonas pretendían asustar; venid y con tus ojos hipersensibles podrás contemplar como corren, como andan, como quieren escapar!.
Olvidando por un momento el ruido provocado por los escobazos propinados sobre el escritorio, los pequeñines empezaron a reagruparse y a gritar:
¡auuuuuuuuuueeeeeee, auuuuuuaaaaa, auuuueeee, auuuuaaaa! ¡soxacadumcadum, soxacadín cadatín!, ¡a la guerra a la guerra, que nos han venido a invadir!. Dicho esto, pequeños trozos hechos a base de bolitas de papel empezaron a llover sobre el portero y el niño.
¡vaya guerra! se dejaba escuchar Juan, ¡que ya os he visto, y trazos de hipopótamo tenéis,!, ¡no tenéis ni piernas largas, ni manotas de guerrero que nos puedan coger, aprisionarnos como soldados enemigos, y llevarnos al inframundo para presentarnos a vuestro rey!.
¡por lo tanto, aquí demando, aquí sugiero como el chico grande que soy, que nos digáis sus procedencias, o de qué lugar hiperbóreo venís!
Haciendo caso omiso de las palabras del enojadísimo niño, continuaron lanzando a diestra y siniestra, lo que para los enanillos parecía ser armamento eficaz contra ejércitos de tan minúscula estatura.
¡ya, calmaos u os haré salchicha y os freiré en un sartén, gran comida para pulgas, o de cucarachas hambrientas seréis!. Dijo enfurruñado el portero.
¡¿Qué sois, quién os envía a tan pacífico mundo a tratar de conquistar nuevas tierras; pequeñas plagas de rojizo parecer?!
¡somos criaturas del mundo medio, y el sol nos va mal, es por esto que emprendemos viaje por la tarde en cuanto el solecito a dormir se va!, no venimos de conquista, mucho menos a guerrear, solo gustamos de la luna, y de la lucecita que ella da!.
¡siempre entramos por la grieta que en la ventana abierta está; esa es nuestra puerta secreta, hacia el supra mundo siempre nos traerá!.
Una vez terminado el diálogo entre portero y el pequeñuelo Juan, que para los enanos era más que un jovenzuelo, pudieron contemplar juntos la luna, y conversar en cada atardecer.
Alfredo el portero, llevaba siempre a casa a Juan, quien se justificaba diciendo a su anciano padre lo mucho que aprendía junto a sus nuevos amigos.
Las clases impartidas ahora por los enanos se tornaban cada vez interesantísimas; términos médicos y de gran utilidad para los humanos y criaturas infrahumanas causaban revuelo en cada uno de los aprendices.
Por ejemplo: Linlín, el enano más talentoso para las ciencias naturales, aprendió que los chiquillos grandes, hijos de gigantes o niños comunes, debían tener hiperemia, o gran cantidad de sangre. Así como Juan siempre aplicaba el término hiperestesia para resaltar el dolor que el sol causaba a los enanos en cada tejido y raíz nerviosa que formaba parte de sus pequeños cuerpecillos. Alfredo que había decidido formar parte del alumnado de Chepe, y de los enanos maestres, también los acusaba de ser hipocromáticos por el pigmento de su piel.
Lo cierto es que tanto los enanos como los gigantes, llamados humanos, crecían juntos en el supra mundo del aprendizaje; y hoy nos invitan a viajar con ellos en el extraordinario mundo de la Ciencia; sin mirar el cómo ni quién aprende de quien; sino aprendiendo todos a la vez, y sin mirar jamás hacia abajo.